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La Convención de las Naciones Unidas sobre discapacidad y enfermedad mental: cuestión de fondo


Desde hace bastante tiempo estamos oyendo cada vez más en numerosos foros que la Declaración de las Naciones Unidas sobre las Personas con Discapacidad va a ser una avance importante para estas personas. En este artículo voy a cuestionar alguno de los postulados sobre los que se asienta esta declaración que, tan alegremente, nuestros políticos quieren implementar.


Empecemos por el principio. Hay dos enfoques clásicos a la hora de entender el problema de la discapacidad: el modelo médico y el modelo social. El primero se basa en la medicina tradicional y es bastante simple. La discapacidad existe porque existe una enfermedad, que se convierte en crónica, genera unas secuelas que van a ser permanentes. Estas secuelas suponen una pérdida anatómica y funcional del cuerpo de la persona (deficiencia). A continuación la persona no puede hacer una tarea concreta (andar, comer, ir al baño, etc.), y a esto lo llamamos discapacidad. Finalmente tenemos que la persona queda en una situación de desventaja social respecto al resto de sus ciudadanos, debido a las deficiencias y discapacidades que padece (minusvalía). Este era el modelo clásico que hemos venido utilizando hasta hace bien poco tiempo, y en el que se fundamentaba la Clasificación Internacional de Deficiencias, Discapacidades y Minusvalías (CIDDM), que publicó la OMS a finales de los años setenta.


La forma de entender la discapacidad con el modelo médico es bien sencilla: es un hecho incuestionable, es una realidad en sí misma independiente del contexto en el que se produce. Hasta ahí todo bien. Sin embargo, la forma de entender la discapacidad ha cambiado totalmente en los últimos 10-15 años. Los defensores de los discapacitados argumentan, y no les falta razón, que la incapacidad para realizar una tarea concreta muchas veces depende, no tanto de la pérdida anatómica y funcional que presenta la persona, como del contexto en el que se produce. Veamos el ejemplo de las barreras arquitectónicas. Una persona con dificultades en la deambulación podría desempeñar un trabajo si no tiene barreras arquitectónicas, y si éstas existen no podrá desarrollar su trabajo. Por ello, se argumenta que la discapacidad existe no sólo en función de la pérdida anatómica o funcional de la persona, sino en función de la manera que tiene la sociedad de reaccionar ante el hecho de esa pérdida anatómica o funcional. Dicho de otra manera: es la sociedad la que tiene que adaptarse a las necesidades del discapacitado y no al revés. Si la sociedad realiza este esfuerzo de adaptación la integración del discapacitado en la sociedad sería mucho mayor.


Este modelo social de la discapacidad ya viene apareciendo en numerosos documentos e instrumentos de las agencias de la ONU. Un ejemplo ilustrativo es la Clasificación Internacional del Funcionamiento (CIF), que ha sustituido a la CIDDM antes mencionada. En nuestro país se ha utilizado la CIF como inspiración del baremo de la Ley de Dependencia. Los evaluadores que la aplican hacen un análisis del caso a domicilio ya que interesa conocer al individuo y el contexto en el que se desenvuelve. El contexto va a definir en gran medida el grado de autonomía (o dependencia) que tenga la persona evaluada.


Todo esto parece bastante razonable cuando estudiamos el caso de personas con discapacidades físicas o intelectivas. Sin embargo, la situación se complica cuando estudiamos lo que ocurre a los pacientes psiquiátricos. A estos también se les aplica el modelo social de la discapacidad: si modificamos la sociedad estarán más integrados. Además esto choca con otro concepto médico-legal importante: la incapacidad civil.

Nuestro ordenamiento jurídico, y el de todos los países desarrollados admite la posibilidad de que retiren ciertas libertades al individuo, si ha perdido su capacidad para tomar decisiones y cuidar de sí mismo. El enfermo pierde libertad y gana en protección. Esto es razonable. Sin embargo, los defensores de la Convención y del modelo social, proponen una agenda legislativa por la que se modificarán unas cuantas leyes con el fin de que sea la sociedad la que se adapte al enfermo, y no al revés. En la incapacitación se introducirían unos criterios más exigentes para la incapacitación que tendría que cambiar de nombre y pasar a llamarse “discapacitación” o algo parecido.


Estas propuestas que, como principio general, todo el mundo acepta, creo que entran en contradicción con la realidad cotidiana, y lo que demanda la sociedad. Tenemos una población cada vez más envejecida, la familia cada vez puede menos hacerse cargo de sus miembros con enfermedad mental grave, y le pide al Estado que se ocupe de ellos, y facilite más recursos. Seguramente es un aspiración legítima que las administraciones den más recursos para los enfermos mentales. Esto nadie lo cuestiona.


El enfermo mental crónico genera unos problemas que son diferentes al del resto de los discapacitados. El objetivo de la Convención es devolver la libertado perdida al enfermo, libertad para ser un ciudadano igual de los demás, y plenamente integrado. Sin embargo, muchas veces la sociedad nos pide que se restrinjan libertades pera proteger al enfermo. En unos casos es legítimo devolver libertades, y en otro es más cuestionable. Resulta paradójico.


Los colegas con posiciones más libertarias argumentan que esto es un falso dilema: si hay más recursos se puede estar más pendiente del enfermo, y no hay que restringirle tanto las libertades. Seguiríamos aplicando un modelo social de la discapacidad, y no despojamos de libertades como se hace en la incapacitación.


Esta es una vieja cuestión que vuelve periódicamente a la psiquiatría: es la eterna lucha libertad versus seguridad. Con el añadido de que a mayores medios asistenciales menos libertades hay que restringir. Llevando esta línea argumental hasta sus últimas consecuencias alguna asociación familiares de enfermos mentales ha llegado a proponer que se suprima el internamiento involuntario, por mayores medidas de rehabilitación psicosocial.


Creo que quienes están proponiendo esto no se dan cuenta de lo que está pasando en la sociedad actual. El enfermo mental suele necesitar cuidados, asistencia, supervisión, etc. Y esto, queramos o no, supone restringir libertades. Es frecuente que veamos cómo los enfermos mentales derrochan un patrimonio que acaban de heredar, no cuidan adecuadamente su salud, se exponen a situaciones de riesgo, consumen drogas de forma descontrolada, etc. Por mucha atención sociosanitaria que reciban, si no se dispone de una legislación que respalde a los profesionales, y a las familias, poco se puede hacer. Las situaciones de riesgo persistirán y los pacientes quedarán desprotegidos.


Yo me pregunto ¿en qué tiene que adaptarse la sociedad al enfermo mental?, ¿tenemos que ser cómplices pasivos de su proceso de autodestrucción? No me gusta por ello el planteamiento de la Convención. Creo que los redactores de la Convención no entienden la enfermedad mental crónica. Esto ha pasado también con el baremo de la Ley de Dependencia. Diversas asociaciones profesionales han criticado su diseño porque no recoge las particularidades de los enfermos mentales, y la gravedad del trastorno que no queda reflejada cuando se aplica, sin más, el baremo.


Espero que se siga aplicando el modelo social de la discapacidad pero que se sea más sensible a las particularidades del enfermo mental.


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