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El DSM-5 y la crisis de las clasificaciones en psiquiatría

Existen dos grandes sistemas de clasificación de enfermedades mentales: DSM-IV y CIE-10. En la actualidad la Asociación Psiquiátrica Americana (APA), creadora de las clasificaciones DSM, acaba de hacer públicas las propuestas de cambio a incluir en el DSM-V, cuya fecha prevista de publicación es Mayo de 2012. Esto ha generado un gran debate ya que se han propuesto cambios muy profundos en los que un importante sector de la psiquiatría no está de acuerdo.


A lo largo de este artículo vamos a intentar explicar el cambio que puede suponer, en caso de ser aprobado con el presente formato, el DSM-V. Intentaremos explicar que hay un cambio fundamental entre la clasificación que utilizamos actualmente (DSM-IV) y las propuestas para el DSM-V. Se pretende dar un salto conceptual muy importante pasando de tener una clasificación basada en la agrupación de síntomas y síndromes, a otra que pretende basarse en la etiopatogenia de las enfermedades mentales. Esto supone un cambio de paradigma fundamental y que también tiene riesgos importantes como veremos más adelante.


¿Por qué son necesarias las clasificaciones?

La psiquiatría ha sido tradicionalmente criticada por ser una especialidad de la medicina que no ha tenido el mismo rigor científico que las demás. Para evitar esto organismos como la Asociación Psiquiátrica Americana (APA) y la Organización Mundial de la Salud (OMS) han creado diferentes clasificaciones para mejorar la fiabilidad y validez de los criterios diagnósticos que utilizamos en psiquiatría.


Entendemos, en un principio, que la ciencia se ocupa del todo real, del los objetos que podemos observar. Por ello siempre han existido clasificaciones en las diferentes disciplinas científicas. Uno de los grandes pensadores de las clasificaciones de enfermedades mentales, Norman Sartorius, afirma que “una clasificación es la forma en que una ciencia determinada percibe el mundo en un momento determinado”.


Sin embargo, y esto ha ocurrido no sólo en psiquiatría, siempre ha existido un debate respecto a qué elementos deben ser incluidos en la clasificación y cuáles no.

Este, que ha sido siempre un debate filosófico clásico, también llegó a la psiquiatría cuando se tomó en serio el problema de las clasificaciones. Los autores del DSM-IV lo reconocen abiertamente cuando nos explican el desarrollo de su clasificación en la “guía de uso del DSM-IV”. A lo largo del proceso de elaboración y refinamiento de la clasificación actual se produjo un gran debate respecto a qué diagnósticos debían aparecer, y cuáles no. En los debates de los diferentes comités se utilizaron no sólo argumentos científicos sino, también, otros de carácter sociológico o, incluso, ideológico. No podemos olvidar cómo resolvió la APA el debate sobre si la homosexualidad era o no un trastorno mental. Para zanjar la cuestión, a principios de los años 70, los dirigentes de la APA optaron por realizar un referéndum entre todos sus miembros cuyo resultado fue la exclusión de la homosexualidad de la clasificación de trastornos mentales.


Clasificaciones de enfermedades (no sólo psiquiátricas) han existido desde hace siglos. Y todas ellas han tenido numerosos cambios que han sido debidos a los grandes avances que hemos tenido en el conocimiento de las diferentes enfermedades. En estas clasificaciones se ha producido siempre el mismo fenómeno: inicialmente se describieron signos y síntomas, buscando parecidos entre ellos y viendo la historia natural de la enfermedad. El siguiente paso fue una clasificación basada en la fisiopatología de dichos síndromes. Finalmente, las clasificaciones más avanzadas eran aquellas que estaban basadas en la etiopatogenia, es decir, en la causa misma de la enfermedad.


Sin embargo, en la psiquiatría no hemos podido llegar tan lejos como en otras especialidades. Por ello, las clasificaciones que utilizamos actualmente se basan en la fenomenología y el curso clínico. Hasta la fecha no disponemos de marcadores biológicos con la suficiente sensibilidad y especificidad para poder utilizarlos en la práctica clínica habitual. Por ello el diagnóstico de los trastornos mentales es, todavía, esencialmente clínico.


Las clasificaciones en psiquiatría también surgieron como una respuesta, lo más científica posible, a las continuas disputas que se producían según las diferentes escuelas a las que estaban adscritos los profesionales. De este modo se buscaba evitar los eternos debates entre psicoanalistas, biologicistas, cognitivistas y otras escuelas respecto al diagnóstico. La llegada del DSM-III en 1980 supuso, por primera vez en la psiquiatría, la creación de un lenguaje común entre todos los profesionales.


Antecedentes históricos de las clasificaciones en psiquiatría

El desarrollo conceptual de las clasificaciones: en 1959 la American Psychopathological Association convocó una reunión científica para debatir sobre criterios de clasificación en enfermedades mentales. En este acontecimiento fueron invitados dos figuras importantes: en primer lugar Carl Gustav Hempel un filósofo de origen austríaco que perteneció al conocido “círculo de Viena” y perteneciente a la escuela del empirismo lógico. También acudió un psiquiatra británico, Erwin Stengel, que había sido comisionado por la OMS para que diseñara una nueva clasificación en psiquiatría.


En su intervención Hempel defendió que una clasificación puede ser considerada científica si cumple dos criterios básicos: en primer lugar debe permitir una adecuada descripción de los objetos de la ciencia en cuestión; y en segundo lugar, debe permitir el establecimiento de leyes generales o teorías por medio de las cuales acontecimientos particulares pueden ser explicados y predichos, así como comprendidos científicamente.

Según este modelo la ciencia queda definida como una evolución progresiva desde lo descriptivo hacía lo teórico. Sin embargo, como veremos más adelante, las clasificaciones en psiquiatría se han basado en criterios más descriptivos que teóricos. Esto ha sido debido a que los autores de la clasificación siempre han pretendido darle una orientación “ateórica”, para evitar las disputas entre las diferentes escuelas psiquiátricas que hubo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta principios de los 80.


En 1967 la OMS publica la CIE-8, que fue la primera clasificación basada en síntomas, y la APA utilizó esta terminología en la DSM-II. La OMS también incluyó un glosario de semiología psiquiátrica. Se produjo otro avance importante en 1980 cuando la APA pública la DSM-III en donde se establecen, por primera vez, criterios operativos de inclusión y exclusión.


Otra figura importante en el desarrollo de las clasificaciones actuales fue el psiquiatra británico Sir Aubrey Lewis, que colaboró con la Oficina de Salud Mental de la OMS en el desarrollo de la CIE-9 y en el glosario de síntomas. Lewis consiguió que el criterio de clasificación fuera descriptivo en lugar de fisiopatológico. Y esto iba en contra de lo que Hempel había sugerido 20 años antes. Esta forma de entender las clasificaciones es la que ha prevalecido hasta hoy.


Ciertamente, desde 1980 la psiquiatría se ha sentido “un poco más científica” con la llegada del DSM-III. Uno de los “padres” de la psiquiatría fue Emil Kraepelin, quien definió los principales síndromes psiquiátricos después de largas y cuidadosas observaciones. Por ello, cuando surge el DSM-III se consideró que ésta era una clasificación “neokrepeliniana” ya que ponía un especial énfasis en lo descriptivo y en el seguimiento de la enfermedad. En las sucesivas ediciones se ha mantenido esta misma filosofía.


Problemas conceptuales de las clasificaciones

Operacionalismo: con la influencia de Hempel las clasificaciones en psiquiatría se vieron influidas por otra corriente filosófica vinculada al empirismo lógico: el operacionalismo. De acuerdo con esta orientación los términos descriptivos que se utilizan en la ciencia deben ser aplicados de una forma no ambigua, por ello, tienen que ser definidos en referencia a los resultados de una operación. Por ejemplo, el electrón no es una entidad observable, y su existencia se deduce de los resultados de diferentes experimentos. Por ello, según el operacionalismo, el electrón se define como el resultado de diferentes experimentos (operaciones). De este modo, cuando en el mundo de la física se habla del electrón, sabemos a lo que nos referimos, aunque sea una entidad más bien teórica.


Algo parecido ocurriría en psiquiatría, la existencia de los trastornos mentales se define en función de varias operaciones al aplicar los criterios de inclusión y exclusión que vienen detallados en la clasificación. En medicina es frecuente que utilicemos criterios operativos para definir enfermedades. Por ejemplo, podemos definir la existencia de una enfermedad mediante el resultado de un análisis de sangre. Los niveles de determinado marcador nos permiten establecer un diagnóstico con un alto margen de seguridad de la existencia de, por ejemplo, un adenocarcinoma de próstata.


Críticas al operacionalismo: sin embargo, algunos filósofos de la psiquiatría han cuestionado que se pueda aplicar a nuestra disciplina el operacionalismo. En general aceptamos que la información que obtenemos en nuestra práctica clínica se basa en “aspectos públicamente observables que muestra un sujeto en respuesta a una situación-estímulo como la entrevista clínica”. Muchos han considerado que al igual que es posible aplicar el operacionalismo a la física también puede serlo a la psiquiatría, sin embargo esto no es tan sencillo ya que la física se ocupa de las partículas y la psiquiatría del comportamiento de las personas, por lo que hay que ser prudentes a la hora de extrapolar el conocimiento de la una a la otra.


Pero también hay otras limitaciones como pueden ser los “criterios parciales de aplicación”. Veamos un ejemplo sencillo también tomado de la física. Todos estamos de acuerdo en que existe una magnitud denominada temperatura. Sin embargo, no disponemos de un único instrumento para medir la temperatura a lo largo de todo el rango de la misma. Por ejemplo los termómetros de mercurio o de alcohol sólo son capaces de medir la temperatura dentro de un rango determinado ya que su medición no es válida cuando la temperatura está por debajo del punto de congelación, o por encima del punto de ebullición, de la sustancia que hay dentro del termómetro. En psiquiatría tenemos un problema parecido, tenemos, por ejemplo, diferentes entrevistas estructuradas para diferentes problemas (trastornos depresivos, trastornos de conducta alimentaria, etc.). Si pretendemos utilizar el operacionalismo nos surge la siguiente cuestión: ¿a partir de qué puntuación determinada en el instrumento utilizado se debe dar una respuesta operativa? dicho de otra manera ¿cuántos criterios diagnósticos de episodio depresivo mayor debe cumplir el paciente para que esté indicado iniciar tratamiento?


Concepción absoluta: otro elemento importante que surge de la filosofía de la ciencia, y que es aplicable a las clasificaciones de enfermedades mentales, es la denominada “concepción absoluta”. Según este modelo a medida que avanza el conocimiento científico vamos reemplazando las cualidades secundarias por otras primarias. Veamos un ejemplo: todos estamos de acuerdo en que existe el color, sin embargo la ciencia nos dice que el color es debido a una onda que tiene determinada longitud y que impacta sobre nuestra retina. Por ello, el color (cualidad secundaria) sería substituido por el concepto de longitud de onda (cualidad primaria). En el caso de la psiquiatría, de aplicarse este modelo reduccionista, la fenomenología sería sustituida por determinados parámetros biológicos. Los diseñadores del DSM-V pretenden que la práctica de la psiquiatría sea acorde con la concepción absoluta. Mucho más relevante que la sintomatología clínica son los mecanismos fisiopatológicos subyacentes.


Sin embargo, es evidente que hay elementos de la psiquiatría que son difícilmente objetivables. ¿Podemos medir con exactitud el estado de ánimo? puede existir un desacuerdo entre diferentes observadores y, por ello, las “operaciones” que hagamos con estos datos en los que hay discrepancia puede ser cuestionadas.

Hechos y valores: pero además hay otro problema: la existencia de determinados valores que pueden estar implícitos dentro de los criterios que estamos aplicando para determinar una enfermedad mental. Por ejemplo, la de DSM-I utilizaba el constructo de “personalidad inadecuada”. Cualquiera podrá deducir que dentro de este concepto hay un componente de hechos y otro de valores. Hempel, en 1959 decía que si una clasificación tenía un componente evaluativo importante esto implicaba poca fiabilidad. Esto, hasta cierto punto, es cierto pero sólo si los valores no son compartidos. Cuando el observador y la persona observada comparten el mismo sistema de valores, o varios observadores también lo comparten no hay tanta pérdida de fiabilidad. Esto es especialmente importante en psiquiatría ya que en las clasificaciones de nuestra especialidad solemos tener conflictos de valores, mientras que esto ocurre en mucha menor medida en las clasificaciones del resto de enfermedades.


El problema de los valores implícitos en la definición de enfermedad mental ya fue analizado hace 50 años por autores de la antipsiquiatría. Se llegó a hablar del mito de la enfermedad mental, y de que los criterios diagnósticos estaban definidos por valores sociales mientras que los criterios de las enfermedades no psiquiátricas estaban definidos por hechos. Posiblemente la antipsiquiatría adoptó una postura excesivamente radical, pero es incuestionable que desveló una problemática. Y esta cuestión no ha sido resuelta todavía.


Los expertos en filosofía y humanidades médicas reconocen sin ningún género de dudas que los conceptos médicos (enfermedad, diagnóstico, tratamiento, etc.) están influidos por diferentes valores. En el caso de la psiquiatría esto ocurre en mucha mayor medida que en el resto de la medicina, y esto no es porque la psiquiatría sea menos científica que el resto de la medicina, ni porque se preocupe de los problemas de la vida cotidiana, sino porque los valores humanos son más diversos en las áreas de las que se ocupa la psiquiatría (emociones, creencias, sexualidad, etc.) que en el resto de la medicina. Un ejemplo de esta problemática es el trastorno límite de personalidad (TLP). Se ha sugerido que las conductas inadaptadas de estos pacientes surgen en individuos jóvenes que residen en grandes ciudades en sociedades muy desarrolladas. Sin embargo, en otros países menos desarrollados este trastorno es mucho menos prevalente. Se ha hipotetizado que algunos de los criterios diagnósticos que utilizamos en el TLP implican más juicios de valor que de hecho ¿es posible afirmar que los criterios actuales de trastorno límite de la personalidad están libres de valores sociales?


Dimensionalidad: otro cambio importante que propone el DSM-V es un enfoque dimensional de la clínica. Hasta ahora las clasificaciones tenían un enfoque categorial: o se está enfermo o no se está enfermo. En el resto de la medicina los límites entre salud y enfermedad, o entre padecer una enfermedad o el riesgo de padecerla, cada vez están más borrosos. Sin embargo, el sistema en que se basa toda la medicina tiene un enfoque categorial: se tiene o no se tiene un infarto, o un tumor. Y los modelos dimensionales de enfermedad son más bien excepcionales. Sin embargo, en psiquiatría se pretende dar un enfoque dimensional a trastornos que, hasta ahora, eran claramente categoriales: por ejemplo los trastornos psicóticos. Esto puede resultar chocante a muchos clínicos.

Cultura y diagnóstico: lo cultural tiene cada vez más peso en la práctica clínica y, a diferencia del resto de las clasificaciones, tiene un papel importante en la identificación de los trastornos mentales. En la agenda de investigación del DSM-V se destacó este hecho, aunque no parece que se haya avanzado mucho en esta línea.

La preparación del DSM-V


De la clínica a la fisiopatología: sin embargo, cuando a principios de este siglo la APA se puso a la tarea de sacar una nueva edición fue allanando el terreno para un auténtico giro copernicano en el enfoque conceptual. La psiquiatría se había vuelto muy biológica, y buscaba aplicar el modelo médico tradicional a todas las enfermedades. Y en esta línea los creadores de la nueva clasificación consideraron que había llegado el momento de dar un paso adelante, estableciendo como criterio principal de referencia para definir los trastornos mentales, no tanto la fenomenología y curso clínico, como la fisiopatología. En esta línea publicaron en 2003 una “Agenda de Investigación para el DSM-V” que tenía los siguientes capítulos: 1) desarrollo de una clasificación basada en la fisiopatología; 2) aspectos evolutivos (cambios psicológicos a lo largo de la vida); 3) trastornos de personalidad y trastornos relacionales; 4) relación entre trastorno mental y discapacidad; y 5) influencia de la cultura en el diagnóstico psiquiátrico.


Como podemos ver los objetivos eran muy ambiciosos, especialmente el primero: la fundamentación en la fisiopatología. Los autores del documento de la agenda de investigación del DSM-V reflexionaban sobre las tres cuestiones básicas que debe tener una clasificación: en primer lugar su utilidad, ya que sirve para un propósito. En segundo lugar su fiabilidad, es decir, el grado en que sus usuarios se ponen de acuerdo. Y en tercer lugar, validez, que es el grado en que refleja el mundo real.


El modelo de la tabla periódica: algunos psiquiatras han llegado a considerar que las clasificaciones de enfermedades mentales no tenían problema de validez, y que eran algo parecido a la tabla periódica que utilizamos en química. Nada más lejos de la realidad. La tabla periódica no tiene problemas de validez, y se ha demostrado de múltiples formas que recoge los elementos existentes en la naturaleza. Incluso llegó a predecir algunos que todavía no habían sido descubiertos. Sin embargo, en las clasificaciones de las enfermedades mentales todavía existe mucho debate respecto a qué trastornos mentales incluir, y cómo discernir unos de otros. Los autores de la agenda de investigación del DSM-V afirmaban que la investigación en fiabilidad había perdido fuelle, y que no se habían producido avances significativos, por ello consideraban que era necesario un cambio importante en los criterios de la clasificación, y que el nuevo modelo debía estar basado en estudios animales, genética, neurociencia y epidemiología. Consideraban que era necesario cambiar el paradigma basado en el modelo de Kraepelin que antes hemos comentado.


Además había otro problema: seguíamos teniendo problemas a la hora de demostrar la validez de los diferentes constructos incluidos en la clasificación. Se había pensado que, a medida que fuéramos avanzando en la fiabilidad, también tendríamos mejoras en la validez, pero esto no ha sido así. Por ello la APA propone un cambio de paradigma y que la clasificación no esté basada tanto en la descripción como en la fisiopatología.

Comorbilidad y espectros de enfermedades: hay numerosos problemas en las clasificaciones actuales y uno de los principales es la comorbilidad. Es frecuente que a un mismo paciente se le apliquen varios diagnósticos. Para dar una respuesta se ha creado el concepto de los espectros de enfermedades. De este modo, en vez de tener que aplicar varios diagnósticos situamos al paciente en un área de trastornos mentales: así tenemos los trastornos del espectro autista, o los trastornos del espectro afectivo o del psicótico.


Tenso debate

Este giro copernicano en el criterio principal de la clasificación ha provocado no pocas críticas entre grandes líderes de la psiquiatría americana. Por ejemplo, Allen Frances y Robert Spitzer, presidentes de los comités del DSM-III y DSM-IV, han criticado este enfoque, y han alertado de los peligros que supone. En la revista “Psychiatric Times” la psiquiatría mundial asiste atónita al cruce de descalificaciones entre Frances y Spitzer, por un lado, y los responsables de la APA, por otro. Éstos han reprochado a los críticos que ponen palos en la rueda por intereses económicos (seguir cobrando derechos de autor del DSM-IV).


Frances reprocha a los líderes del DSM-V que puede haber intereses de la industria farmacéutica en incluir trastornos subumbral en la clasificación, y así aumentar las tasas de prescripción. También afirma que, aunque el conocimiento neurocientífico de las enfermedades mentales ha aumentado notablemente, todavía no conocemos la fisiopatología de ninguna enfermedad mental. Por ello, no disponemos de ninguna prueba bioquímica, genética, de neuroimagen, o neurofisiológica, que nos permita diagnosticar una enfermedad mental. Por lo tanto tenemos que seguir basándonos en la clínica como elemento determinante para el diagnóstico.


Dos enfoques

Por resumir podemos afirmar que hay dos posiciones claramente diferenciadas respecto al DSM-V. Por un lado están los conservadores que defienden que el conocimiento científico no ha avanzado tanto como para hacer grandes cambios. Por otro lado está la posición neurocientifista que, siguiendo el modelo de la “concepción absoluta”, busca reducir la fenomenología clínica a mecanismos neurocientíficos en los criterios diagnósticos.

Los defensores de la nosología basada en las neurociencias consideran que el conocimiento que aportan ya ha alcanzado la mayoría de edad y ya tiene utilidad práctica. Frances considera que esto no es así y que aun quedan años (o décadas) para que el conocimiento neurocientífico sea aplicable al diagnóstico.


Personalmente creo que la posición de Frances es más sólida. Si las neurociencias han avanzado tanto en psiquiatría ¿Por qué no tenemos ninguna técnica que podamos utilizar en la práctica clínica?¿Acaso existen marcadores en psiquiatría como el electrocardiograma en cardiología, las transaminasas en hepatología, o los marcadores tumorales asociados a pruebas de imagen? Evidentemente no. Tenemos un buen número de genes candidatos pero ninguno con una validez predictiva suficiente. Los marcadores neurofisiológicos y las pruebas de neuroimagen no tienen la suficiente sensibilidad y especificidad. La epigenética nos ha enseñado que el hecho de que el gen esté presente no se correlaciona siempre con un fenotipo determinado.


Una de las reuniones del grupo de trabajo de los trastornos psicóticos se denominó “La deconstrucción de la psicosis”. Se entiende como tal que quieren destruir el concepto de trastorno psicótico que venimos utilizando desde hace 100 años. De hecho, el grupo de trabajo propone que desaparezcan los conceptos clásicos de esquizofrenia paranoide, hebefrénica, catatónica e indiferenciada. Sin embargo, no vemos claro la alternativa o el avance que esto supone. Por ello nos parece más sensata la propuesta de Frances: si las cosas no están claras mejor que se queden como están.


Conclusión:

El enfoque del DSM-V parte de una premisa aun por demostrar: que el diagnóstico psiquiátrico basado en las neurociencias ya es aplicable a la práctica clínica cotidiana. Seguramente, el diagnóstico de la enfermedad mental terminará fundamentado en el conocimiento neurocientífico. Pero la cuestión no es esa, sino si, en el momento actual el conocimiento de la psiquiatría basada en las neurociencias tiene la madurez suficiente para ser incluido en los algoritmos diagnósticos de una clasificación de trastornos mentales.


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