El Síndrome de Resignación y el drama de la inmigración
- Alfredo Calcedo
- hace 6 días
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Introducción
En las últimas décadas se ha documentado en Suecia un extraño fenómeno psiquiátrico conocido como síndrome de resignación, término traducido del sueco uppgivenhetssyndrom. Se trata de un cuadro que afecta exclusivamente a menores —niños y adolescentes— pertenecientes a familias solicitantes de asilo. Los afectados caen en un estado similar al coma tras recibir noticias desfavorables sobre su estatus migratorio, como la notificación de que serán deportados de Suecia. El primer caso moderno se registró en 1998 y desde entonces se han reportado cientos de casos, principalmente en hijos de refugiados provenientes de países de la antigua Unión Soviética, Yugoslavia u otras minorías perseguidas (por ejemplo, la minoría yazidí). Aunque algunos investigadores llegaron a plantear que podría haber miles de casos a lo largo de los años, convirtiéndolo en una especie de “histeria epidémica”, oficialmente las autoridades suecas lo han denominado Síndrome de Resignación (SR). Este fenómeno ha desconcertado a médicos, psiquiatras y autoridades, pues solo se ha documentado en Suecia (salvo reportes más recientes en un contexto similar de detención de refugiados en Australia), y sus causas exactas siguen sin explicación contundente.
Este post explora el síndrome de resignación desde un enfoque médico, psiquiátrico y legal, revisando la literatura científica disponible, informes de organismos internacionales (UNICEF, ACNUR, Médicos Sin Fronteras) y reportajes periodísticos, así como documentos del sistema de salud sueco. Se incorporan testimonios y casos reales para ilustrar el impacto de este síndrome en las familias afectadas. Asimismo, se examinan los tratamientos empleados y su efectividad, el papel del trauma migratorio y de la incertidumbre legal asociada al asilo, junto con el debate ético y jurídico que ha surgido en torno a esta misteriosa condición. A continuación, se ofrece una descripción detallada del síndrome y sus manifestaciones clínicas, para luego abordar sus posibles causas y factores desencadenantes, las respuestas médicas y legales que ha generado, y las controversias que permanecen abiertas sobre su naturaleza y manejo.
Descripción del síndrome de resignación
El síndrome de resignación (uppgivenhetssyndrom en sueco) es un cuadro neuropsiquiátrico poco común en el cual niños y adolescentes entran en un estado de apatía extrema y desconexión de la realidad, que progresa hacia una condición de inmovilidad, mutismo y ausencia de respuesta a estímulos externos. Los menores afectados van dejando de hablar, de caminar y de realizar sus actividades cotidianas, hasta llegar a un estado cercano al coma en el que ni siquiera ingieren alimentos o líquidos por sí mismos. En esta fase avanzada, suelen requerir alimentación por sonda nasogástrica y cuidados constantes, presentándose con frecuencia incontinencia y una completa falta de reacción incluso ante el dolor físico. Un psiquiatra infantil sueco describió a estos pacientes como “totalmente pasivos, inmóviles, carentes de tono muscular, retraídos, mudos, incapaces de comer y beber, incontinentes y sin reaccionar ante los estímulos físicos o el dolor”. A simple vista, parecen quedar desconectados del mundo, como si hubiesen “perdido la voluntad de vivir”. Popularmente en Suecia se les ha llamado “niños apáticos” (apatiska barn) debido a esta presentación clínica.
Una característica notable del síndrome es su curso prolongado: los niños pueden permanecer en este estado de estupor por meses e incluso años si las circunstancias no cambian. Se han documentado casos con más de dos años en cama sin responder a estímulos. A pesar de la gravedad del cuadro, es importante resaltar que no se encuentra una causa orgánica que lo explique: los exámenes médicos rutinarios no muestran enfermedades neurológicas, infecciosas ni de otro tipo que justifiquen el coma aparente. De hecho, en estudios hospitalarios los signos vitales y reflejos de estos niños suelen ser normales, indicando que fisiológicamente están despiertos aunque se comporten como si estuvieran inconscientes.
Desde el punto de vista nosológico, el síndrome de resignación no encaja plenamente en ninguna categoría diagnóstica convencional. No está reconocido en las clasificaciones internacionales de enfermedades psiquiátricas (no figura en el DSM-5 ni en la CID-10 de la OMS). Sin embargo, dada la magnitud del problema en Suecia, la Junta Nacional de Salud y Bienestar sueca (Socialstyrelsen) decidió en 2014 incluir el diagnóstico de “síndrome de resignación” como entidad separada en sus guías clínicas, reconociéndolo oficialmente para el sistema sanitario sueco. Algunos expertos han notado similitudes con otros trastornos conocidos: por ejemplo, guarda relación con el fenómeno del síndrome de rechazo generalizado (pervasive refusal syndrome), un raro trastorno infantil donde el menor deja de comer, hablar y moverse por razones psicogénicas; también presenta paralelismos con estados de catatonia asociados a depresión mayor o con ciertos trastornos disociativos o de conversión extremos. No obstante, a diferencia de estos diagnósticos, el síndrome de resignación parece ligado de forma muy estrecha al contexto sociocultural y legal en que viven los pacientes, lo que ha llevado a considerarlo un posible “síndrome ligado a la cultura” o incluso una forma de reacción psicógena colectiva única de determinadas circunstancias.
En suma, clínicamente el SR se manifiesta como una suspensión completa de la vida voluntaria en niños por lo demás sanos, desencadenada en un contexto vital muy específico. Esta desconcertante presentación ha obligado a médicos y psiquiatras a mirar más allá de las explicaciones biomédicas tradicionales y explorar los factores psicológicos, traumáticos y sociales que concurren en estos casos excepcionales.
Manifestaciones clínicas y perspectiva psiquiátrica
Desde el enfoque médico y psiquiátrico, el síndrome de resignación plantea numerosos interrogantes. Su sintomatología principal (estupor psicógeno prolongado con mutismo, inmovilidad y rechazo alimentario) recuerda a estados de catatonía asociados a depresión o a estrés postraumático severo. Algunos autores han propuesto que podría entenderse dentro de ese espectro catatónico o disociativo: es decir, como una respuesta extrema de “apagamiento” del organismo ante una situación psicológica insoportable. De hecho, en la literatura se han utilizado términos como “síndrome de abandono”, “síndrome de retraimiento traumático” o “síndrome de darse por vencido” para describir esta condición, enfatizando la idea de que el niño se rinde y se desconecta de la realidad como mecanismo de defensa ante el estrés abrumador.
A pesar de estas similitudes con cuadros psiquiátricos conocidos, el SR presenta rasgos peculiares. Uno de ellos es la selectividad demográfica: afecta casi exclusivamente a menores de entre aproximadamente 7 y 19 años. No suele presentarse en adultos, lo cual algunos explican señalando que los padres, por tener personas a su cargo, “no pueden permitirse perder el control”, mientras que los niños sí pueden somatizar el sufrimiento familiar mediante este tipo de retraimiento profundo. Este rasgo etario sugiere que intervienen factores evolutivos y psicológicos propios de la infancia/adolescencia, como la mayor vulnerabilidad a influencias externas y a dinámicas familiares.
Otro aspecto notable es la concentración geográfica y cultural de los casos. Durante más de dos décadas, prácticamente todos los pacientes conocidos de síndrome de resignación vivían en Suecia, perteneciendo a familias inmigrantes en proceso de asilo. Esto ha llevado a plantear que podría tratarse de un síndrome psicógeno ligado a la cultura o al contexto social. Investigadores suecos como Karl Sallin han sugerido que estos niños “internalizan patrones de conducta” observados en su entorno inmediato. En otras palabras, podrían estar reaccionando de forma aprendida o influida por conocer otros casos similares, lo cual explicaría por qué la enfermedad se agrupó en Suecia y no en otros países que también acogen refugiados. Esta hipótesis de una “psicogénesis cultural” también conlleva un dilema ético: si el entorno refuerza (involuntariamente) la manifestación del síndrome, la atención y el apoyo brindados a los niños enfermos podrían, paradójicamente, propiciar nuevos casos en otros niños que perciben esa dinámica. Dicho de otro modo, tratar y proteger a un niño con SR es obligatorio desde el punto de vista médico y humanitario, pues de lo contrario podría morir, pero al mismo tiempo “el hecho de atenderlos parece dar pie a nuevos casos” en la comunidad. Este delicado equilibrio entre atención médica y posible efecto contagio psicosocial ha estado muy presente en el debate psiquiátrico sobre el síndrome.
Cabe mencionar que los profesionales de salud mental en Suecia, ante la cantidad de casos, en general aceptaron el SR como una entidad real ligada al trauma, y durante años prevaleció el consenso de que “los niños no estaban fingiendo”. Esta convicción se basaba en la consistencia de los síntomas, los antecedentes de los pacientes y la falta de evidencias de simulación deliberada. No obstante, como veremos más adelante, con el paso del tiempo surgieron voces discrepantes y nuevas investigaciones que pusieron en tela de juicio algunos supuestos, generando un intenso debate ético sobre la naturaleza misma del síndrome: ¿es una auténtica condición médica derivada del trauma, o existen casos en que podría haber una influencia consciente de terceros? Por ahora, desde la perspectiva clínica, el síndrome de resignación se concibe como una respuesta extrema de la psiquis infantil al estrés y la desesperanza, que no encaja perfectamente en diagnósticos tradicionales pero exige atención especializada. Las guías suecas han enfatizado la necesidad de un abordaje multidisciplinar, atendiendo tanto la salud física (nutrición, cuidados generales) como el entorno psicológico y social del menor. A falta de criterios diagnósticos formales internacionales, los clínicos se han guiado por la presentación típica ya descrita y por la historia migratoria del paciente para identificar casos de SR.
En síntesis, desde el punto de vista psiquiátrico el síndrome de resignación representa un estado de desconexión y “cierre” psicológico posiblemente único en su tipo, en el que confluyen depresión, catatonia, disociación y factores de estrés psicosocial. Ello plantea desafíos diagnósticos (al no haber marcadores objetivos) y obliga a encuadrar el fenómeno no solo en términos médicos, sino también considerando las vivencias traumáticas y la situación legal que rodea al niño.
Causas y factores desencadenantes
El trauma migratorio y sus secuelas
Todos los datos disponibles apuntan a que el trauma psicológico desempeña un papel fundamental en el origen del síndrome de resignación. Estos niños no han tenido infancias normales: provienen de entornos marcados por la violencia, la persecución y la guerra, y a menudo han experimentado o presenciado eventos terribles a temprana edad. Un estudio retrospectivo realizado en Suecia sobre 46 niños con síndrome de resignación encontró que todos ellos habían estado expuestos a traumas graves, persecución o violencia en sus países de origen o durante la travesía migratoria. Muchos pertenecían a minorías étnicas que sufrieron opresión sistemática (por ejemplo, familias roma de los Balcanes, yazidíes de Oriente Medio, etc.), y varias de las familias habían huido de conflictos bélicos o amenazas directas contra sus vidas. Como era de esperarse, la mayoría de estos niños presentaban ya antecedentes de trastornos mentales, principalmente depresión y trastorno de estrés postraumático (TEPT), antes de caer en el estado de resignación.
A menudo se ha observado que, dentro de una misma familia refugiada, no todos los niños desarrollan el síndrome, sino típicamente uno de ellos. Suele tratarse del hijo o hija que asumió más responsabilidades durante la migración —por ejemplo, aquel que hacía de traductor con las autoridades o el que parecía cargar con la preocupación por el bienestar familiar—. También suele ser quien tuvo las experiencias más traumáticas: hay casos en que el menor afectado fue testigo de la tortura o asesinato de familiares cercanos, o él mismo sufrió abusos físicos/psicológicos severos antes de llegar a Suecia. Todos estos antecedentes parecen crear una vulnerabilidad individual en el niño. Es como si su resiliencia emocional hubiese sido ya llevada al límite por el trauma previo, de modo que ante un nuevo golpe (en este caso, la amenaza de deportación) su mente “baja la persiana” como mecanismo de autoprotección. De hecho, la Dra. Elisabeth Hultcrantz —médica voluntaria que ha atendido a muchos de estos menores— opina que el estado comatoso es “una forma de protección, un refugio ante algo terrible”. Esta idea concuerda con la noción de indefensión aprendida o de “respuesta de congelamiento” ante el peligro: los niños traumatizados, al sentirse totalmente desamparados, se resignan y se refugian en un mundo interno inaccesible, evitando así enfrentar una realidad insoportable.
En resumen, el trauma migratorio actúa como base sobre la cual se edifica el síndrome de resignación. Las experiencias extremas de horror y pérdida erosionan la salud mental del menor, dejándolo en un estado frágil. Sin ese antecedente de trauma severo, es impensable que un niño saludable caiga repentinamente en la apatía absoluta. Por ello, organizaciones como UNICEF y ACNUR han destacado que este síndrome ejemplifica las consecuencias más extremas que la violencia y el desarraigo pueden tener sobre la psique de un niño refugiado. El síndrome, en cierto modo, revela las heridas invisibles que la guerra y la persecución dejan en los menores, heridas que pueden permanecer latentes hasta que otro factor desencadena el colapso.
La incertidumbre legal y el estrés del asilo
Si el trauma constituye el sustrato, el desencadenante inmediato del síndrome de resignación es, casi invariablemente, la incertidumbre prolongada y el miedo insuperable asociado al proceso de asilo. A estos niños la vida les ha dado un respiro temporal al llegar a Suecia, donde han podido sentirse a salvo tras huir del horror; sin embargo, su estabilidad pende de una decisión administrativa: la concesión o denegación del asilo. Durante años, muchas familias refugiadas en Suecia atraviesan un tortuoso proceso legal con múltiples solicitudes, rechazos y apelaciones. Los niños crecen en un estado de limbo migratorio, asistiendo a la escuela y tratando de integrarse, pero sabiendo que en cualquier momento podrían recibir la orden de expulsión del país.
Las estadísticas oficiales muestran lo prolongado y desgastante que puede ser este proceso: a mediados de la década de 2000, miles de familias aguardaban una resolución, y entre los menores solicitantes de asilo llegaron a reportarse centenares de casos de apatía profunda. Solo entre 2003 y 2005 se diagnosticaron 424 niños con síntomas de resignación en Suecia. En 2004, esa cifra representaba aproximadamente el 2,8% de todos los niños solicitantes de asilo en el país. Hubo un pico en el número de casos a principios de la década de 2000, lo que coincidió con periodos de políticas migratorias más estrictas; luego el fenómeno pareció disminuir cuando las autoridades adoptaron un enfoque más compasivo hacia 2005-2006. De hecho, la incidencia anual bajó temporalmente después de 2006, cuando la Junta de Migración sueca tomó un criterio más indulgente para otorgar permisos de residencia a familias con niños enfermos. Esto sugiere una relación directa entre la política migratoria y la manifestación del síndrome.
El momento crítico, descrito repetidamente en los casos, es cuando el menor o su familia reciben la notificación final de que deben abandonar Suecia. A veces, el propio niño es quien lee la carta de rechazo (porque ha aprendido el idioma antes que sus padres) y comprende su contenido devastador. En ese instante muchos menores entran en una especie de colapso: por ejemplo, un chico de 13 años, refugiado ruso, leyó en 2015 la carta que ordenaba la deportación de su familia y de inmediato sintió que “su cuerpo se volvía líquido”. Dejó caer la carta, se acostó en su cama y literalmente “cerró los ojos” negándose a moverse o comer desde ese día. Otro caso conocido es el de dos hermanas de origen kosovar: cuando la apelación final de su familia fue rechazada en 2015, la hermana mayor (de 15 años) perdió la capacidad de caminar en 24 horas, quedando tan flácida que su padre tuvo que llevarla en brazos a casa; la hermana menor, de 12 años, ya llevaba meses en cama en estado apático. Historias como estas ilustran vívidamente cómo la amenaza inminente de deportación actúa como detonante del síndrome de resignación. Es la gota que colma el vaso de la desesperanza: el menor percibe que se acaba su último refugio de seguridad y que será devuelto al lugar donde sufrió tanto, o condenado a la incertidumbre absoluta. En palabras de una especialista, “al verse enfrentados a la expulsión, los niños se retraen completamente, bajan las persianas fisiológicas”, renunciando a la vida consciente como una forma de escape.
La incertidumbre legal prolongada es en sí misma otra forma de trauma. Médicos Sin Fronteras, en su informe tras trabajar con refugiados, destacó que en contextos como Nauru (isla donde Australia retenía a familias asiladas) “la falta de un horizonte claro genera desesperanza generalizada; la sensación de no tener control sobre sus vidas se asocia con diagnósticos psiquiátricos graves”. En Suecia ocurría algo similar: muchos niños pasaban años temiendo que cualquier día llegara la orden de deportación, viviendo en un estado de angustia latente. Este estrés crónico erosiona su salud mental hasta hacerlos extremadamente vulnerables. Así, la confirmación de sus peores temores (el fallo negativo de migración) precipita la “rendición” psicológica.
Hay que señalar que Suecia, al tomar conciencia de esta problemática, introdujo en su legislación una cláusula llamada “circunstancias particularmente angustiosas” que permitía considerar el impacto de la deportación en la salud psicológica del niño como un factor para otorgar residencia. Gracias a esa disposición y a la movilización de la sociedad civil sueca, muchas familias con niños enfermos de SR lograron obtener permisos de residencia permanentes. Por ejemplo, el caso del chico ruso mencionado (Georgi) culminó con la concesión de asilo a su familia en 2016; en la carta oficial, la Junta de Migración reconoció que “el menor necesita un entorno seguro y estable para recuperarse”. De modo similar, tras la presión pública en 2017, el Parlamento sueco ordenó revisar 30.000 expedientes de familias cuya deportación era inminente, priorizando aquellas con niños apáticos. Estas medidas reflejan el reconocimiento legal de que el síndrome de resignación no es solo un tema médico, sino un asunto humanitario ligado a las políticas de asilo.
En conclusión, la incertidumbre y el limbo legal actúan como auténticos estresores patógenos en estos niños. La prolongación de los procesos de asilo y el temor constante a la deportación han sido calificados incluso como una forma de “abuso infantil sistemático” por algunos activistas y profesionales, debido al daño psicológico que infligen.
El síndrome de resignación pone en evidencia cómo una política migratoria puede literalmente enfermar a los menores más sensibles: es la cara más trágica de la burocracia del asilo, donde la esperanza o su ausencia determinan la delgada línea entre una infancia relativamente normal y un estado vegetativo.
Hipótesis socioculturales y controversias sobre la causa
Dado lo inusual de este síndrome, se han planteado diversas hipótesis adicionales para explicar por qué ocurre únicamente en ciertos contextos. Una de las teorías predominantes es la mencionada “psicogénesis cultural”: los niños podrían estar influenciados por conocer de otros casos y, de forma inconsciente, adoptar síntomas similares como vía de escape. Esta teoría intenta explicar la agrupación geográfica de los casos en Suecia, sugiriendo que hay un componente de sugestión colectiva o aprendizaje social involucrado. De hecho, historiadores médicos han señalado que en situaciones extremas previas ha habido fenómenos parecidos de “colapso apático”: por ejemplo, se han citado casos anecdóticos de prisioneros en campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial que entraban en estados de completa indiferencia y abandono vital, o de niñas en entornos de abuso que presentaban mutismo prolongado. No obstante, el síndrome de resignación tal como se observa en Suecia tiene características únicas por su duración, severidad y ocurrencia en niños refugiados.
Algunos expertos, como el neurólogo Karl Sallin, han advertido que calificar al SR de “cultural” no significa restarle realidad, sino entender que el entorno social actúa como co-factor. Estos investigadores temen un posible “efecto dominó”: si la sociedad (medios de comunicación, comunidades de refugiados, etc.) presta mucha atención al fenómeno sin atajar sus causas profundas, otros niños en situaciones desesperadas podrían desarrollar síntomas análogos al ver que es “una forma aceptada de expresar la desesperanza”. De hecho, la cobertura mediática internacional a partir de 2017 fue enorme —reportajes en The New Yorker, BBC, The Guardian, The Washington Post, documentales en Netflix— y amplió el conocimiento global sobre estos “niños apáticos”. Esto generó un debate acerca de si dicha atención era beneficiosa (por visibilizar el problema) o si podía incentivar involuntariamente nuevos casos al difundir el marco cultural del síndrome.
Por otro lado, han surgido acusaciones de simulación o manipulación en algunos casos, lo cual introduce una controversia ética. Durante muchos años las autoridades suecas afirmaban que no había indicios de que los niños o sus familias estuvieran fingiendo la enfermedad: la guía clínica de Socialstyrelsen incluso aclaraba que “no existe evidencia científica de que el síndrome sea resultado de simulación o envenenamiento”. Sin embargo, en 2019 una investigación periodística de la revista Filter entrevistó a varios jóvenes que años atrás habían sido catalogados como “niños apáticos” y cuyos casos aparentemente fueron fraudulentos. Por ejemplo, Nermin, un chico bosnio, reveló que sus padres lo forzaron a aparentar los síntomas: “me obligaban a estar en silla de ruedas, no me daban comida sólida, solo batidos nutritivos; mi padre me pegaba en la nuca si abría un ojo en las visitas médicas”, confesó. A puerta cerrada, Nermin podía moverse algo en su habitación, pero ante terceros debía permanecer inmóvil. “Mi única función era darles a mis padres un permiso de residencia”, dijo, lamentando que ningún médico cuestionara la farsa.
Testimonios como este desataron un escándalo en Suecia. Medios nacionales titularon que “la estafa de los niños apáticos es un escándalo”, acusando a las autoridades de haber sido ingenuas o negligentes. Se llegó a afirmar que algunos padres habrían instrumentalizado a sus hijos, induciéndoles síntomas (mediante fármacos sedantes o puro condicionamiento) para evitar la deportación de la familia. Estos hallazgos obligaron a reabrir el debate público: ¿fueron reales todos los casos de síndrome de resignación, o hubo un porcentaje de simulación inducida?
La respuesta probablemente es compleja. La mayoría de expertos sostiene que ambas cosas pueden ser ciertas: es innegable que hubo decenas de niños en estado de coma aparente por causas psicógenas genuinas, pero también podría haber habido casos aislados de abuso por parte de padres desesperados. La disyuntiva ética es enorme. Si siquiera un niño fue obligado a esta condición, estaríamos ante una forma gravísima de maltrato infantil y fraude al sistema de asilo. Por otro lado, si las autoridades asumieran que todos los casos son fingidos, correrían el riesgo de desproteger a niños auténticamente vulnerables e incluso poner sus vidas en peligro. Tras la polémica de 2019, el gobierno sueco encargó a la agencia SBU (Consejo de Evaluación Médica) revisar la evidencia científica sobre el síndrome. El informe de 2020 de SBU concluyó que “no existen estudios científicos que respondan a cómo diagnosticar el síndrome de resignación ni qué tratamientos son efectivos”. Es decir, la literatura disponible era tan limitada que no permitía ni confirmar ni refutar con rigor ninguna hipótesis; prácticamente solo había reportes de caso y series clínicas observacionales. En palabras de la directora del proyecto, “filtramos la búsqueda hasta quedarnos sin nada”, evidenciando la falta de investigación sólida sobre el tema. SBU recomendó impulsar estudios formales, pero reconoció que cuestiones éticas (experimentar con estos niños) y prácticas (baja prevalencia, privacidad) lo dificultan.
En medio de este debate, algunos profesionales han propuesto abordajes alternativos controvertidos. Un estudio sueco publicado en 2021 sugirió que separar temporalmente al niño de sus padres y no conceder automáticamente el permiso de residencia podría, en ciertos casos, acelerar la recuperación. Detrás de esta recomendación está la sospecha de que en algunas familias la dinámica de sobreprotección o coerción parental estaría perpetuando los síntomas. Esta idea —semejante a tratar el caso como un posible Síndrome de Munchausen por poderes— fue recibida con escepticismo y críticas por muchos otros especialistas, que la consideran una generalización peligrosa. Retirar la custodia a padres refugiados sin pruebas contundentes de abuso podría traumatizar aún más a menores que quizá sí están enfermos de verdad. Hasta la fecha, no se ha adoptado oficialmente ninguna política de separación sistemática; los enfoques siguen decidiéndose caso por caso, evaluando el interés superior del niño.
Lo cierto es que, con independencia de los abusos aislados que puedan haber existido, el síndrome de resignación real sí fue observado clínicamente en cientos de niños y constituye una llamada de atención estremecedora. Muchos profesionales lo consideran un “lenguaje del sufrimiento” más que una patología convencional. Es la forma en que estos menores expresaron, con su cuerpo, algo que no pudieron decir con palabras: su terror al futuro, su absoluta desesperanza y falta de control sobre sus vidas. En palabras de la neuróloga Suzanne O’Sullivan, “su enfermedad era social antes que médica”, y la cura no se hallaba en un fármaco sino en devolverles la esperanza. En consonancia con ello, tras los cambios legales que otorgaron protección a las familias afectadas, el número de nuevos casos cayó drásticamente. Para 2021, Socialstyrelsen reportó que la cifra de niños con uppgivenhetssyndrom había disminuido claramente en comparación con años anteriores. Esto se atribuye tanto a que hubo menos solicitantes de asilo infantil tras 2015, como a que al acelerar las resoluciones favorables para familias vulnerables, menos niños llegan a ese punto crítico de desesperación.
En suma, el debate ético y jurídico en torno al síndrome de resignación oscila entre dos polos: por un lado, la obligación de proteger y dar amparo a niños que colapsan bajo el peso del trauma y la incertidumbre; por otro, la necesidad de prevenir engaños y de comprender si existen factores iatrogénicos o socioculturales que se puedan corregir. Este caso nos enfrenta a preguntas difíciles sobre la credulidad vs. el escepticismo en medicina, sobre cómo reacciona una sociedad ante el sufrimiento extremo de los más inocentes, y sobre qué significa realmente “curar” en un contexto donde la enfermedad es reflejo de injusticias mayores.
Tratamientos y recuperación
El manejo del síndrome de resignación ha supuesto un desafío inusual para el personal médico. En la fase aguda, el abordaje es principalmente de soporte vital: se hospitaliza al niño si es necesario, se le hidrata y alimenta mediante sonda, y se previenen complicaciones por inmovilidad (úlceras por presión, rigidez articular, etc.). Dado que los pacientes suelen estar apáticos pero físicamente estables, muchos son cuidados en casa por sus padres con supervisión ambulatoria, reservando la hospitalización para casos de desnutrición avanzada o riesgo médico agudo. No existe un fármaco ni terapia específica aprobado para “revertir” el estado de resignación. Algunas intervenciones psiquiátricas estándar para catatonía, como administrar benzodiacepinas o incluso terapia electroconvulsiva, se han contemplado teóricamente (dado que en la catatonia tradicional suelen ser efectivas). Sin embargo, en la práctica sueca la mayoría de estos niños no fueron sometidos a tratamientos farmacológicos agresivos, en parte por la incertidumbre diagnóstica y en parte por consideraciones éticas en pacientes pediátricos. Según reportes clínicos, los resultados con medicación han sido modestos: algunos niños mostraron leves mejorías transitorias con sedantes, pero nada que los “despertara” mientras las circunstancias desencadenantes permanecían vigentes. Así, el consenso ha sido que el síndrome de resignación no tiene una solución médica fácil, y que la clave de la recuperación está más en el plano psicoterapéutico, familiar y social.
Los esfuerzos terapéuticos se han centrado entonces en crear un ambiente de seguridad y esperanza alrededor del menor. Equipos de salud mental (psicólogos, psiquiatras infantiles) trabajaron con las familias para intentar estimular al niño de manera gentil, sin presiones. Se recomendaba mantener rutinas suaves, hablarle, ponerle música, leerle cuentos, aun cuando no respondiera, bajo la idea de que “el niño escucha desde su mundo interno y necesita saber que está en un lugar seguro”. Una vez que la familia obtenía el permiso de residencia o al menos una garantía de estabilidad temporal, se observaba que los padres cambiaban su actitud y atmósfera emocional: pasaban de la angustia al alivio y alegría. Ese cambio sutil era percibido por el niño en coma. Un psiquiatra describió que la mejora comienza “en el tono de voz de la madre, en cómo habla ahora con decisión; ese subtexto le transmite al hijo la valentía para asomarse de nuevo al mundo”. En efecto, la recuperación típicamente inicia días o semanas después de haberse resuelto la situación legal del menor. No es inmediato: suele tomar tiempo que el niño “registre” que su situación cambió. Por ejemplo, en un caso documentado, dos semanas después de que la familia fuera informada de que podía quedarse en Suecia, el niño abrió los ojos por primera vez brevemente. Al principio la luz le resultó dolorosa y volvió a cerrarlos, pero era la señal de que comenzaba a despertar.
El proceso de salida del estado de resignación tiende a ser gradual y en orden inverso a la instalación: primero el niño abre los ojos y establece contacto visual; luego comienza a tomar algunos sorbos de líquido y a aceptar algo de comida; más adelante recupera movilidad en las extremidades, al principio con debilidad; finalmente vuelven el habla y la interacción social. Este progreso puede tomar desde semanas hasta varios meses, dependiendo de cuánto tiempo llevase en estado apático y de la condición física general. En un caso publicado, una niña tardó ocho meses en volver a la normalidad tras obtener el asilo, quedando con secuelas cognitivas leves (una notable lentitud en el procesamiento mental, posiblemente por la atrofia por desuso). En cambio, otros niños más jóvenes se recuperaron en lapsos más cortos, de 1 a 3 meses, y pudieron reintegrarse a la escuela con rendimiento prácticamente normal. No obstante, incluso los que despiertan más rápido suelen requerir rehabilitación física (fisioterapia para volver a caminar y fortalecer músculos) y apoyo psicoterapéutico para manejar los recuerdos traumáticos y la experiencia vivida.
Es importante destacar que el factor terapéutico más consistente ha sido la concesión de un entorno seguro y estable, en particular la garantía de residencia. En palabras de O’Sullivan, “la cura para el síndrome de resignación es ofrecerle asilo al niño”. Médicos Sin Fronteras, tras su experiencia en Nauru, llegó a la misma conclusión: “no hay solución terapéutica posible para refugiados que siguen detenidos indefinidamente; la única forma de prevenir más daño es evacuarlos a un entorno seguro”. Esta afirmación refleja que, una vez eliminada la fuente de estrés (la amenaza de deportación o la detención), la situación del niño mejora notablemente con los cuidados básicos. Por el contrario, mientras la familia seguía en limbo legal, ningún tratamiento psicológico tenía efecto. Un psiquiatra de MSF resumió: “Cada día en Nauru me quedaba más claro que no era la persona la que necesitaba tratamiento, sino la situación. Lo único que mejorará su salud mental es sacarlos de la isla a un lugar seguro y estable”.
En Suecia, los profesionales de la salud aprendieron con la práctica que debían colaborar estrechamente con las autoridades migratorias. Más que administrar medicamentos, su rol muchas veces fue el de abogados de sus pacientes: emitían informes al Servicio de Migración explicando que el niño no podría recuperarse a menos que la familia recibiera protección permanente. Estos informes médicos fueron determinantes para que se otorgaran permisos de residencia por razones humanitarias. En cierto sentido, los médicos se vieron obligados a actuar tanto en el campo sanitario como en el campo legal, ya que la “medicina” que necesitaban los niños (la seguridad) solo podía provenir de una decisión jurídica.
Una vez recuperados, la mayoría de niños dejan atrás el estado apático sin recaídas, siempre y cuando sus condiciones de vida se mantengan estables. No se han descrito muchos casos de síndrome de resignación fuera del contexto de la solicitud de asilo; es decir, un menor que ya tenga residencia y esté seguro no debería, en teoría, volver a ese estado por el mismo motivo. Los sobrevivientes a veces recuerdan parcialmente lo ocurrido. Algunos refieren que se sentían “atrapados en una caja de cristal” durante la enfermedad, conscientes de algunas cosas pero incapaces de reaccionar. Otros simplemente tienen lagunas en la memoria, como si hubieran estado dormidos todo el tiempo. En cualquier caso, tras despertar suelen experimentar alegría, alivio pero también confusión. Reincorporarse a la vida implica para ellos enfrentar aquello de lo que huyeron mentalmente. Por eso, muchos necesitan apoyo psicológico continuado para procesar el trauma original y el estrés sufrido.
En síntesis, el tratamiento del síndrome de resignación se ha apoyado en dos pilares: sostén médico integral y resolución del factor estresante externo. Mientras la ciencia no ofrece aún un fármaco ni técnica específica, la experiencia sugiere que brindar seguridad, amor y paciencia al niño, y garantizar que no será devuelto al horror, han sido la “receta” más efectiva. Es un caso donde la intervención más poderosa proviene más del ámbito legal/social que del clínico: una resolución de asilo puede significar la diferencia entre la vida y la muerte (o entre la inconsciencia y la vigilia) para estos menores. Esto nos recuerda que la salud mental, especialmente en niños, está profundamente entrelazada con el contexto en que se desarrolla la vida.
Testimonios y casos emblemáticos
Para comprender el impacto humano del síndrome de resignación, es útil revisar algunos casos reales que han sido documentados en reportajes y estudios de caso. A continuación se presentan brevemente tres historias emblemáticas que ilustran distintas facetas de este fenómeno:
El caso de Georgi, contado en The New Yorker: Georgi era un chico ruso de 13 años, perfectamente sano e integrado en Suecia, descrito por sus amigos como alegre y lleno de vida. Su familia huía de la persecución religiosa en Osetia del Norte. Después de años de vivir semiocultos en Suecia, aprendiendo el idioma y haciendo amigos, en 2015 recibieron la noticia de la deportación definitiva. Georgi, que hacía de intérprete para sus padres, leyó la carta de rechazo en voz alta. Tras traducirles las palabras “deben abandonar Suecia”, se quedó en silencio, dejó caer la carta y se fue a su habitación. Allí se tumbó en la cama y no volvió a levantarse. En cuestión de días dejó de hablar y de comer; su hermano menor tuvo que darle Coca-Cola con una cucharilla para intentar alimentarlo. Cuando la doctora Hultcrantz lo examinó, Georgi yacía inmóvil con los ojos cerrados, sin responder siquiera al reflejo de dejar caer sus brazos sobre su cara. Fue diagnosticado con uppgivenhetssyndrom y alimentado por sonda nasogástrica. La familia hizo una nueva petición de asilo alegando la grave condición del niño. Meses después, en 2016, las autoridades finalmente les otorgaron residencia permanente considerando que Georgi necesitaba un entorno seguro para recuperarse. Aun así, al notificarle la buena noticia, Georgi no reaccionó al principio: su mirada seguía perdida, como ausente. Con el paso de las semanas, empezó a mostrar pequeñas mejoras: abrió los ojos ligeramente tras dos semanas, luego pudo tragar algo de agua endulzada, más adelante movió sus manos y así progresivamente. Aproximadamente a los 6 meses de concedido el asilo, Georgi pudo ya caminar y conversar normalmente, y volvió a la escuela ese otoño. Hoy lleva una vida normal como adolescente en Suecia. Su caso ejemplificó tanto la profundidad del problema (un niño tan integrado que “había olvidado su ruso” sucumbió ante la desesperanza) como la posibilidad de recuperación plena una vez restituida la esperanza.
El caso de las hermanas de Kosovo (Djeneta e Ibadeta), conocido a través de la prensa sueca y un documental de Netflix (“La vida me supera”, 2019). Djeneta tenía 12 años cuando, tras sucesivas negativas a la solicitud de asilo de su familia romaní, entró en estado de resignación. Llevaba dos años y medio postrada en cama, inmóvil y alimentada por sonda. Su fotografía, tomada por un fotoperiodista sueco en 2017, impactó al mundo: la mostraba pálida e inerte junto a su hermana mayor, Ibadeta, de 15 años, quien también había caído enferma seis meses atrás. Ambas niñas parecían princesas dormidas, con respiración leve y ojos cerrados, cada una con una sonda nasogástrica saliendo de su nariz. Los médicos confirmaban que físicamente sus cuerpos estaban intactos, solo “sus cerebros estaban en una bolsa de naftalina”, según la expresión de Hultcrantz (aludiendo a un estado de suspensión). La familia relató que en Kosovo habían sufrido acoso por ser gitanos, y que las niñas vivieron episodios de violencia antes de huir. Cuando en 2015 las autoridades suecas rechazaron por última vez su caso, la desesperación fue tal que Ibadeta —quien hasta entonces cuidaba de su hermana— colapsó también: su padre la encontró un día literalmente “floja como un muñeco de trapo”. Al intentar llevarla al colegio en bicicleta, Ibadeta se desvaneció; su padre la cargó de vuelta a casa y no volvió a moverse por sí misma. Estos hechos suscitaron enorme compasión en Suecia. Finalmente, a través de una campaña ciudadana y mediática (su fotografía ganó un World Press Photo en 2018), las hermanas obtuvieron permiso de residencia junto a sus padres. Con el tiempo —meses, según trascendió— ambas fueron saliendo gradualmente de su estado. Su caso se convirtió en símbolo de los “niños apáticos” y ayudó a que muchos suecos tomaran conciencia de la situación de las familias refugiadas. También, desafortunadamente, fue blanco de críticas de escépticos, especialmente después de las revelaciones de 2019, aunque no hubo evidencia de que ellas fingieran en absoluto. Por el contrario, su historia mostró el inmenso costo humano que la incertidumbre migratoria puede acarrear.
Casos en Nauru (Oceanía): Fuera de Suecia, el único contexto donde se han reportado síndromes similares ha sido en la isla de Nauru, donde Australia retenía a niños refugiados en un régimen de internamiento indefinido. Allí, médicos de MSF documentaron alrededor de 12 menores con un cuadro prácticamente idéntico al síndrome de resignación durante 2017-2018. Eran niños que habían vivido situaciones de guerra o persecución (provenientes de Oriente Medio y Asia) y luego pasaron años encerrados en campos sin horizonte de reasentamiento. Presentaban la misma apatía profunda, mutismo y necesidad de alimentación por sonda. La prensa australiana narró casos conmovedores, como el de un niño de 12 años en huelga de hambre que terminó en estado de coma psicógeno, o una niña de 14 años que “rogaba morir” y hubo que evacuar de urgencia a un hospital fuera de Nauru. Estas historias conmovieron a la opinión pública internacional y aumentaron la presión sobre Australia para que liberase a los menores de la isla. En 2019, todos los niños fueron finalmente evacuados de Nauru a otros países para recibir tratamiento, poniendo fin (al menos por entonces) a ese capítulo de “niños resignados” fuera de Suecia. MSF resumió: “Los niños en Nauru mostraban síntomas de Resignation Syndrome debido al estrés extremo y la duración indefinida de su detención”, reforzando la idea de que la causa última no era cultural sueca sino la situación de asilo prolongado e inhumano, reproducida ahora en otro lugar del mundo.
Estos testimonios y casos nos permiten poner rostro a una condición que, de otra manera, podría parecer abstracta. Detrás de los términos médicos hay niños reales, con nombres e historias, cuyas vidas quedaron en suspenso. Sus familias también sufrieron enormemente: madres y padres describieron la angustia de cuidar a “niños vegetativos” sin saber si despertarían, sintiendo culpa (¿y si habíamos hecho algo distinto?…) y al mismo tiempo luchando por salvarlos obteniendo el asilo. Algunos padres narraron que temían que sus hijos murieran de inanición en sus brazos; otros, que al alimentarlos con sonda cada día les susurraban “por favor vuelve, vamos a estar bien”. La implicación emocional es difícil de exagerar. Por eso, comprender el síndrome de resignación no es solo un ejercicio académico, sino una invitación a empatizar con las vivencias extremas de estas familias migrantes.
Respuesta del sistema de salud sueco y de la comunidad internacional
El surgimiento del síndrome de resignación puso a prueba tanto al sistema sanitario sueco como a sus instituciones legales y de bienestar. Suecia es un país conocido por su estado de bienestar robusto y políticas humanitarias; sin embargo, a medida que aumentaron los casos de niños apáticos a inicios de los 2000, quedó claro que era necesario articular una respuesta interinstitucional.
En el ámbito sanitario, la Junta Nacional de Salud y Bienestar (Socialstyrelsen) emitió en 2013 una guía oficial para la atención de niños con uppgivenhetssyndrom. Este documento, dirigido a personal de salud y trabajadores sociales, reconocía formalmente el síndrome y brindaba lineamientos sobre cómo manejar los casos. Se enfatizaba la necesidad de una aproximación multidisciplinar: médicos, enfermeras, psicólogos, trabajadores sociales y abogados de migración debían colaborar estrechamente. La guía recomendaba asegurar la nutrición del menor, brindar apoyo psicológico a la familia y, crucialmente, trabajar con las autoridades migratorias para “mejorar las perspectivas de seguridad percibidas por el niño”.
Asimismo, se instaba a descartar otras enfermedades médicas, pero evitando procedimientos invasivos o estresantes para el paciente dada su fragilidad. Socialstyrelsen, en ediciones sucesivas de la guía, incluyó también un apartado para desmentir rumores: por ejemplo, como ya se mencionó, aclaró que no había evidencias de envenenamiento ni simulación generalizada, intentando así evitar estigmatizar a las familias afectadas.
La profesión médica sueca en general respondió con compasión: pediatras y psiquiatras se movilizaron para compartir conocimientos y experiencias. Se publicaron artículos en revistas escandinavas describiendo casos y posibles enfoques (por ejemplo, en 2005 Göran Bodegård publicó en Acta Pædiatrica una de las primeras descripciones clínicas detalladas del síndrome). En 2018, ante la renovada atención al tema, la Asociación Sueca de Psiquiatría llamó a no politizar el asunto y centrarse en la salud de los niños, al tiempo que pidió más investigación. Sin embargo, la investigación formal fue limitada, como constató SBU en 2020. Posiblemente esto se deba a la dificultad ética de diseñar estudios experimentales con estos pacientes y a que, tras 2006, los casos disminuyeron por un tiempo (lo que redujo la urgencia científica, hasta el repunte de 2015).
En cuanto al ámbito legal y político, Suecia pasó por un aprendizaje complejo. Al inicio, la Junta de Migración tendía a evaluar cada caso de asilo sin considerar especialmente la salud del menor. Pero conforme creció el número de niños apáticos y la indignación pública, las autoridades cambiaron de postura. Ya en 2005-2006 se optó por otorgar permisos de residencia a prácticamente todas las familias cuyos hijos presentaran SR, entendiendo que deportarlas no solo era inhumano sino logísticamente inviable (¿cómo envías en un avión a un niño en coma y con sonda?). Este enfoque humanitario tuvo éxito al reducir los casos durante un tiempo. No obstante, tras la afluencia de refugiados de 2014-2015 (muchos huyendo de la guerra en Siria), volvió a haber decenas de niños con el síndrome, reavivando el problema. En 2017, el tema llegó al parlamento: partidos de todo signo pidieron una amnistía para las familias con “niños apáticos”. Gracias a ello, como señalamos antes, miles de casos fueron reexaminados y muchas deportaciones se suspendieron. Se puede decir que el síndrome de resignación forzó a Suecia a aplicar el principio del interés superior del niño de manera más efectiva en su sistema de asilo, priorizando la protección infantil aun por encima de ciertas normativas migratorias estrictas.
A nivel internacional, la situación sueca llamó la atención de organizaciones y provocó también acciones coordinadas. ACNUR (la agencia de la ONU para los refugiados) tomó nota del fenómeno y lo incluyó en algunos de sus informes sobre protección infantil. UNICEF hizo llamados a asegurar que ningún niño refugiado enfrentara un futuro incierto que pudiera llevarlo a tal extremo, recordando a los Estados su obligación bajo la Convención sobre los Derechos del Niño de proveer especial cuidado a menores solicitantes de asilo. Médicos Sin Fronteras jugó un papel muy vocal, sobre todo al denunciar en 2018 la situación en Nauru: en su informe Indefinite Despair, MSF expuso que en apenas 11 meses atendieron a 12 niños con síndrome de resignación en la isla, y declaró públicamente que era urgente acabar con las políticas de detención indefinida que estaban “rompiendo a los niños”. Esta denuncia, amplificada por medios como The Lancet, ayudó a galvanizar una coalición de ONG, abogados y médicos que finalmente logró la evacuación de todos los menores de Nauru.
La comunidad médica internacional también respondió compartiendo la experiencia sueca para evitar que otros países repitieran escenarios similares. En congresos de psiquiatría infantil se discutió el síndrome, y se alertó que podrían presentarse casos en cualquier lugar donde niños refugiados afronten traumas y prolongada incertidumbre (por ejemplo, en centros de detención en otras regiones). Por ahora, Suecia y Nauru han sido los casos paradigmáticos. Sin embargo, las lecciones aprendidas se han incorporado en guías más amplias sobre salud mental de migrantes: la necesidad de procesos migratorios rápidos y justos para familias con niños, la importancia de brindar apoyo psicosocial temprano a solicitantes de asilo, y de capacitar a profesionales para reconocer señales de estrés extremo en menores.
Finalmente, en el terreno mediático-cultural, la respuesta incluyó la producción de documentales, reportajes y hasta obras de ficción inspiradas en el tema. El documental “Life Overtakes Me” (La vida me supera), estrenado en 2019 y nominado al Oscar, conmovió al público global mostrando la vivencia de tres familias de refugiados con hijos en estado de resignación. En él, se entrevistó no solo a médicos sino también a abogados de inmigración y periodistas, dando una visión holística. Al final de la cinta, la Dra. Hultcrantz le dice a unos padres angustiados una frase que resume bien la situación: “Ella (su hija) no sufre; quien sufre son ustedes, porque todo a su alrededor es terrible”. Con esto quería transmitir que la niña, en su letargo, estaba a salvo del dolor consciente, pero la carga recaía en la familia y la sociedad de sacarla de ese mundo terrible que la había llevado a esa condición. La frase refleja la mezcla de alivio y tragedia del síndrome: el niño se evade del sufrimiento, pero a un costo altísimo y trasladando ese sufrimiento a quienes le rodean.
En conclusión, la respuesta al síndrome de resignación ha sido un esfuerzo conjunto de los sectores sanitario, legal y humanitario. Suecia ajustó sus políticas y dotó a sus profesionales de guías para enfrentar este complejo desafío. La comunidad internacional observó con preocupación y actuó para que casos semejantes no proliferasen en otras latitudes. Aún hoy, el síndrome de resignación se cita en informes de derechos humanos como ejemplo de por qué es crucial proteger la salud mental de los niños migrantes y evitar exponerles a incertidumbres prolongadas. Si algo bueno ha dejado esta dolorosa experiencia, es quizás una mayor conciencia de que detrás de las estadísticas de refugiados hay niños vulnerables cuya mente frágil puede sucumbir si los adultos no garantizamos su protección y esperanza en el futuro.



