Centros de Salud Mental en España: del sueño comunitario al colapso hospitalocéntrico (1986-2025)
- Alfredo Calcedo
- hace 5 días
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La génesis de una promesa y la arquitectura de la reforma
La historia de la atención a la salud mental en la España democrática es, en esencia, la crónica de una transformación radical incompleta, un proyecto de modernización sanitaria que colisionó frontalmente con las limitaciones estructurales del Estado de Bienestar y, posteriormente, con la lógica neoliberal de gestión de lo público. Para comprender la magnitud del desplazamiento actual hacia la medicalización y el hospitalocentrismo, es imprescindible diseccionar el momento fundacional de la reforma psiquiátrica, no como un mero hito administrativo, sino como un cambio de paradigma cultural y político que pretendía devolver la ciudadanía a la locura.
La promulgación de la Ley General de Sanidad (LGS) 14/1986, de 25 de abril, no fue un evento aislado, sino la cristalización legislativa de un movimiento de crítica institucional que había comenzado a finales de la dictadura franquista. El manicomio, esa institución total descrita por Erving Goffman, se erigía en España no solo como un depósito de cronicidad y marginación, sino como el símbolo de una psiquiatría segregadora que ocultaba el sufrimiento psíquico tras los muros de la beneficencia provincial. El Informe de la Comisión Ministerial para la Reforma Psiquiátrica de 1985, preludio intelectual de la ley, estableció un diagnóstico devastador sobre la situación de los hospitales psiquiátricos y trazó una hoja de ruta clara: la integración plena de la salud mental en el sistema sanitario general.
El Artículo 20 de la LGS de 1986 consagró principios que hoy, casi cuarenta años después, resuenan con la melancolía de lo no realizado. El texto legal estipulaba que la atención a los problemas de salud mental se realizaría en el ámbito comunitario, potenciando los recursos ambulatorios y los sistemas de hospitalización parcial y atención a domicilio, reduciendo al máximo la hospitalización total. La filosofía subyacente bebía de las corrientes de psiquiatría comunitaria europeas, especialmente de la desinstitucionalización italiana liderada por Franco Basaglia, aunque aplicada con el pragmatismo —y a menudo la precariedad— característico de la Transición española. Se buscaba sustituir la "custodia" por el "tratamiento", y el "aislamiento" por la "integración".
Sin embargo, el despliegue de este modelo se enfrentó desde sus inicios a una dualidad operativa que sembraría la semilla de su crisis actual. Por un lado, se procedió al desmantelamiento progresivo de los grandes hospitales psiquiátricos monográficos, un proceso éticamente imperativo pero logísticamente complejo. Por otro lado, la construcción de la red alternativa —centros de salud mental, hospitales de día, unidades de rehabilitación, pisos tutelados— se realizó a velocidades asimétricas en las distintas comunidades autónomas y, a menudo, con una infrafinanciación crónica. La reforma psiquiátrica española, a diferencia de otras experiencias europeas, no contó con una Ley de Salud Mental específica que blindara presupuestariamente el desarrollo de los dispositivos comunitarios, quedando diluida dentro de la generalidad sanitaria.
Esta carencia de un marco normativo específico y vinculante para el desarrollo de recursos intermedios permitió que, con el paso de las décadas, la inercia gravitatoria del hospital general —la catedral de la biomedicina— volviera a ejercer su hegemonía. La promesa de una atención biopsicosocial, que abordara el sufrimiento psíquico en su contexto vital y territorial, comenzó a erosionarse lentamente bajo la presión de una demanda creciente y la rigidez de un sistema que privilegiaba el acto médico puntual sobre el acompañamiento continuado. Lo que en 1986 se dibujaba como un horizonte de emancipación para el paciente psiquiátrico, integrado en su barrio y atendido por equipos multidisciplinares, se ha transformado en 2024 en un paisaje saturado donde la crisis aguda se gestiona con eficacia técnica en las urgencias, pero donde el malestar crónico y los determinantes sociales del sufrimiento quedan huérfanos de respuesta, siendo sistemáticamente reconducidos hacia la farmacología.
La arquitectura fallida de lo comunitario: del territorio a la gerencia
El concepto de sectorización y la pérdida del territorio
El pilar maestro sobre el que se edificó el modelo comunitario fue la "sectorización". Esta idea, revolucionaria en su momento, implicaba que un equipo de salud mental multidisciplinar —psiquiatras, psicólogos, enfermeras, trabajadores sociales— se hacía responsable de la salud mental de una población geográficamente delimitada. El territorio no era solo una demarcación administrativa, sino el espacio terapéutico por excelencia: el lugar donde el paciente vivía, enfermaba y debía recuperarse. La vinculación del equipo con el territorio permitía, en teoría, una coordinación fluida con los servicios sociales municipales, los centros educativos y el tejido asociativo vecinal, entendiendo que la salud mental no podía desligarse de las condiciones de vida de la comunidad.
Durante los primeros años de la reforma, los Centros de Salud Mental (CSM) o Centros de Salud Mental de Distrito intentaron operar bajo esta lógica de proximidad. Sin embargo, la evolución de la gestión sanitaria en las últimas dos décadas ha desdibujado sistemáticamente este principio. La introducción de modelos de gestión gerencialista, inspirados en el New Public Management, ha desplazado el foco desde la responsabilidad poblacional hacia la eficiencia de los procesos clínicos intrahospitalarios. El territorio, como variable clínica y social, ha sido sustituido por el "flujo de pacientes" y la "libre elección".
En algunas comunidades autónomas este desmantelamiento conceptual y organizativo es evidente. La implantación del "Área Única" ha eliminado las fronteras de las áreas sanitarias tradicionales, rompiendo el vínculo necesario entre el paciente, su lugar de residencia y su equipo de referencia. Bajo la retórica de la libertad de elección de médico, se disolvió la responsabilidad territorial de los equipos. Un Centro de Salud Mental dejó de ser el referente comunitario de un barrio para convertirse, funcionalmente, en una extensión de las consultas externas del hospital de referencia.
Asociaciones profesionales y colectivos de usuarios han denunciado reiteradamente que esta centralización en torno a las gerencias hospitalarias subordina la lógica de los cuidados comunitarios a las prioridades del hospital de agudos. En este esquema, los programas de continuidad de cuidados —esenciales para los pacientes con trastorno mental grave que requieren un seguimiento proactivo para evitar la desconexión— se vuelven inoperantes. Si el paciente puede circular por cualquier punto del sistema, la responsabilidad de "ir a buscarle" si abandona el tratamiento se diluye. La "comunidad" deja de existir como sujeto de intervención y se convierte simplemente en el lugar donde el paciente reside mientras espera su próxima cita hospitalaria.
La absorción hospitalocéntrica: Unidades de Gestión Clínica
La estructura administrativa que ha consolidado este retorno al hospitalocentrismo es la Unidad de Gestión Clínica (UGC) o los Institutos de Psiquiatría y Salud Mental integrados en los grandes hospitales. En este modelo, todos los dispositivos de salud mental de un área (CSM, Hospital de Día, Unidad de Hospitalización, etc.) dependen jerárquica y presupuestariamente de la gerencia del hospital general. Aunque sobre el papel esto podría favorecer la coordinación, en la práctica ha supuesto la imposición de la cultura hospitalaria sobre la cultura comunitaria.
La cultura hospitalaria se basa en la atención a la crisis aguda, la alta tecnología, la rotación rápida de camas y la primacía del diagnóstico biológico. La cultura comunitaria, por el contrario, requiere tiempos largos, intervenciones en el entorno, trabajo con familias y coordinación intersectorial. Al integrar los CSM bajo la férula del hospital, se han importado los indicadores de éxito hospitalarios al ámbito ambulatorio: se mide el número de consultas, la demora en la cita o el gasto farmacéutico, pero raramente se evalúa la integración social, la calidad de vida o la reducción de la carga familiar.
El resultado es que los Centros de Salud Mental han sufrido un proceso de "ambulatorización" burocrática. Los profesionales, sobrecargados por ratios de pacientes inasumibles, se ven obligados a reducir su actividad a la consulta de despacho, abandonando las visitas domiciliarias y las intervenciones grupales o comunitarias. El psiquiatra comunitario, que debía ser un agente de salud en el territorio, se convierte en un dispensador de recetas y diagnósticos en una cadena de montaje asistencial. Las asociaciones profesionales han criticado este "hospitalocentrismo que corroe el sistema", señalando que la falta de autonomía de los dispositivos comunitarios impide desarrollar programas de prevención y promoción de la salud real.
El déficit crónico de recursos intermedios
La promesa de cerrar los manicomios llevaba implícita la creación de una red de recursos intermedios que sostuvieran a las personas con sufrimiento psíquico grave en la comunidad. Sin embargo, la inversión en ladrillo hospitalario siempre ha sido políticamente más rentable y visible que la inversión en la capilaridad de la red social. España se sitúa sistemáticamente a la cola de Europa en ratios de plazas en dispositivos de rehabilitación psicosocial y residenciales.
El Defensor del Pueblo ha alertado en múltiples informes anuales sobre esta carencia estructural. La "falta de recursos comunitarios" no es un mero problema de confort, sino una vulneración de derechos: obliga a pacientes estabilizados a permanecer ingresados en unidades de agudos por no tener adónde ir (bloqueando camas necesarias para crisis), o precipita el alta de personas vulnerables a entornos familiares claudicantes o a la situación de calle.
La red de Centros de Rehabilitación Psicosocial (CRPS), Centros de Día y Pisos Tutelados es notoriamente insuficiente y desigual entre comunidades autónomas. En muchas regiones, esta red ha sido externalizada a empresas de servicios u ONGs mediante conciertos económicos precarios, lo que fragmenta la continuidad asistencial. El sistema público "cura" la crisis en el hospital, pero "subcontrata" la vida. Esta fractura entre lo sanitario (público/hospitalario) y lo sociosanitario (concertado/precario) es una de las grietas por donde se pierden miles de proyectos vitales de recuperación.
La crisis de la Atención Primaria: el motor de la medicalización
La puerta de entrada colapsada
Si el hospital absorbe los recursos, la Atención Primaria (AP) absorbe el malestar. Diseñada como la puerta de entrada al sistema y el nivel encargado de la prevención y la promoción de la salud, la AP en España ha sufrido un proceso de deterioro progresivo que alcanzó cotas dramáticas tras la crisis financiera de 2008 y la pandemia de COVID-19. Este colapso no es un problema periférico a la salud mental; es el factor determinante que explica la explosión de diagnósticos y el consumo masivo de psicofármacos.
El tiempo medio por consulta en Atención Primaria se sitúa entre los 6 y 7 minutos, una cifra incompatible con la escucha empática y el abordaje integral que requiere cualquier problema de salud mental, por leve que sea.
Cuando un paciente acude a su médico de familia manifestando insomnio, nerviosismo, tristeza o cansancio vital, el profesional se encuentra ante una encrucijada ética y técnica imposible: abordar el sufrimiento desde la palabra y el contexto requiere un tiempo del que no dispone; derivar a salud mental especializada implica listas de espera de meses; no hacer nada es negligente. La única salida operativa que el sistema ofrece en esos seis minutos es la receta.
El filtro roto y la derivación imposible
Se estima que los problemas de salud mental o malestar emocional están detrás de aproximadamente el 20-30% de las consultas en Atención Primaria. Esta presión asistencial es inmanejable para un nivel primario descapitalizado. La función de "filtro" que debería ejercer la AP, resolviendo los cuadros leves y conteniendo el malestar mediante intervenciones breves o prescripción social, ha quebrado.
Los médicos de familia denuncian la falta de herramientas no farmacológicas. La figura del psicólogo clínico en Atención Primaria es prácticamente inexistente en la mayoría de las comunidades autónomas, a pesar de las experiencias piloto recientes. Sin la posibilidad de derivar a un profesional de la psicología en el mismo centro de salud para una intervención breve, el médico de cabecera se convierte, de facto, en el psiquiatra de baja intensidad del sistema, gestionando duelos, rupturas sentimentales, desempleo y soledad con herramientas biomédicas.
La relación con la Atención Especializada se ha verticalizado. La "interconsulta" o el trabajo compartido entre el psiquiatra del CSM y el médico de AP, que fue un objetivo de la reforma para capacitar a los generalistas, ha desaparecido en favor de la mera derivación burocrática. Esto genera una saturación de los Centros de Salud Mental con patologías leves o problemas de la vida cotidiana que no deberían estar en el nivel especializado, restando tiempo y recursos para la atención de los Trastornos Mentales Graves, que son los que más sufren el deterioro de la calidad asistencial.
Ratios profesionales: la excepción española en Europa
La raíz de este cuello de botella es la alarmante escasez de profesionales especializados en la red pública. España presenta una de las ratios de psicólogos clínicos más bajas de la Unión Europea en el sistema público, con aproximadamente 6 psicólogos por cada 100.000 habitantes, frente a medias europeas que triplican esta cifra (18-20 en países de nuestro entorno).
Esta carencia estructural tiene una consecuencia directa en el modelo terapéutico: la psicoterapia, recomendada por las guías clínicas internacionales como tratamiento de primera elección para la depresión leve-moderada y los trastornos de ansiedad, es un bien de lujo en España. En la sanidad pública, cuando se consigue acceder a un psicólogo, las citas pueden espaciarse uno, dos o tres meses, lo que invalida cualquier proceso terapéutico serio. El sistema público ofrece fármacos; el mercado privado ofrece terapia. Esta dualidad rompe el principio de equidad de la Ley General de Sanidad, convirtiendo la recuperación funcional y emocional en un privilegio de clase.
La medicalización del malestar social: de la pobreza a la patología
Marco teórico: la psicologización de la existencia
Más allá de los déficits organizativos, el fenómeno más profundo y corrosivo que define la salud mental en la España contemporánea es la medicalización de los problemas socioeconómicos. Este proceso, analizado lúcidamente por teóricos críticos como Guillermo Rendueles y filósofos como Santiago López Petit, consiste en la relectura de los conflictos estructurales —pobreza, explotación laboral, crisis de vivienda— bajo el código de la psicopatología individual.
Rendueles argumenta que hemos asistido a una "psicologización de la pobreza" y del conflicto social. En una sociedad donde los vínculos colectivos (sindicatos, asociaciones vecinales, comunidades religiosas) se han disuelto o debilitado, el individuo queda expuesto a la intemperie del mercado sin más refugio que su propia subjetividad. Cuando las condiciones materiales de vida se vuelven insoportables, el malestar resultante no se canaliza hacia la protesta o la organización política, sino hacia la consulta médica. El sufrimiento se privatiza; la injusticia se convierte en síntoma.
Esta operación ideológica es funcional al orden neoliberal. Si el desempleo causa depresión, y la depresión es una enfermedad por déficit de serotonina, la solución es farmacológica y la responsabilidad es individual. Se desactiva así el potencial impugnador del sufrimiento. El sistema sanitario actúa como un amortiguador social, un "gestor de la miseria" que etiqueta como "Trastorno Adaptativo" lo que en realidad es una reacción lógica y sana ante un entorno agresivo.
Evidencia empírica: desahucios, desempleo y salud mental
La correlación entre determinantes sociales y salud mental en España no es una hipótesis teórica, sino una realidad epidemiológica sangrante, especialmente visible tras el estallido de la burbuja inmobiliaria y la crisis financiera. Los estudios realizados sobre población afectada por procesos de ejecución hipotecaria y desahucios en ciudades como Granada o Barcelona arrojan datos que deberían provocar una emergencia de salud pública, no psiquiátrica.
Un estudio de la Universidad de Granada y la Escuela Andaluza de Salud Pública reveló que el 88% de las personas en proceso de desahucio presentaban criterios clínicos de ansiedad y el 91% de depresión. El 95,1% de los participantes manifestaba experimentar el proceso con "miedo, impotencia u horror", síntomas nucleares del Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT). Sin embargo, la respuesta institucional mayoritaria a estas personas no fue la paralización del desahucio o la garantía habitacional, sino la prescripción de ansiolíticos por parte de sus médicos de cabecera para "soportar" la situación.
El Informe SESPAS 2020 sobre el impacto de la Gran Recesión corrobora que el desempleo, especialmente el de larga duración, actúa como un potente detonante de deterioro mental y riesgo suicida. Se observó que, en los periodos de mayor destrucción de empleo, las consultas por salud mental y el consumo de psicofármacos se dispararon, pero no así los recursos para abordar las causas raíz. La crisis económica se transformó en una crisis de salud mental gestionada químicamente.
3.3. La industria de la felicidad y la culpabilización de la víctima
Paralelamente a la precariedad material, se ha impuesto una cultura de la "psicología positiva" y el coaching que permea las instituciones públicas de empleo y los departamentos de recursos humanos. Rendueles denuncia cómo se "psicologiza el paro", transformando un problema macroeconómico en una cuestión de actitud personal, motivación y "empleabilidad".
Al desempleado se le exige "resiliencia", "reinventarse" y mantener una "actitud positiva". Si no encuentra trabajo, la culpa recae sospechosamente sobre sus bloqueos internos o su falta de optimismo. Esta narrativa no solo es falsa, sino iatrogénica: genera culpa y vergüenza en la víctima de la crisis económica. El sistema de salud mental, lejos de cuestionar este marco, a menudo lo refuerza ofreciendo terapias para mejorar la "autoestima" o la "gestión del estrés" a personas que lo que necesitan es un salario digno y techo seguro. La psiquiatría se convierte así en una técnica de adaptación del individuo a un medio hostil, en lugar de una herramienta de curación.
España, el país de la sedación: análisis del consumo de psicofármacos
Liderazgo mundial en benzodiacepinas
La consecuencia directa del colapso de la Atención Primaria y la medicalización de la pobreza es que España se ha convertido en una anomalía farmacológica a nivel mundial. Según los informes de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE) de Naciones Unidas y datos del Ministerio de Sanidad, España lidera recurrentemente el consumo mundial de benzodiacepinas (ansiolíticos e hipnóticos) por habitante.
En 2023 y 2024, los datos confirman una tendencia al alza que no se ha revertido tras la pandemia. El consumo de hipnosedantes se ha triplicado en las últimas dos décadas. Las benzodiacepinas (Lorazepam, Alprazolam, Diazepam) se han convertido en una tecnología de gobernanza social: permiten a una población exhausta, ansiosa y precarizada seguir produciendo y consumiendo, o al menos mantenerse silente.
El uso de estos fármacos, que las guías clínicas recomiendan restringir a periodos de 2 a 4 semanas debido a su alto potencial adictivo y tolerancia, se cronifica durante años en millones de españoles. La falta de seguimiento médico en una Atención Primaria desbordada hace que la "receta crónica" se renueve automáticamente, perpetuando la dependencia.
La explosión de los antidepresivos
No solo los tranquilizantes están en auge. El consumo de antidepresivos en España ha crecido de manera exponencial, con un aumento del 24% solo en el último año según datos de dispensación en farmacias. España ocupa posiciones de liderazgo en la OCDE en el uso de estos fármacos.
Este incremento no se correlaciona necesariamente con un aumento biológico de la depresión endógena, sino con la ampliación de los criterios diagnósticos y la prescripción para cuadros de malestar inespecífico, duelo, o tristeza reactiva. La industria farmacéutica ha jugado un papel crucial en la promoción de la idea de que cualquier sufrimiento emocional tiene una base neuroquímica corregible. El médico de familia, desarmado de tiempo y alternativas psicoterapéuticas, encuentra en el antidepresivo una herramienta que ofrece una promesa de alivio y permite cerrar la consulta.
Iatrogenia y costes ocultos
Esta sobremedicación masiva no es inocua. Genera una iatrogenia considerable: aumento de caídas y fracturas de cadera en ancianos, deterioro cognitivo, accidentes de tráfico y, paradójicamente, cronificación de los cuadros ansiosos por la dependencia generada. Además, tiene un coste de oportunidad enorme: el dinero gastado en millones de dosis diarias de fármacos podría financiar la contratación de miles de psicólogos clínicos y trabajadores sociales que abordaran las causas del problema. La sociedad española está "anestesiada", perdiendo capacidad de afrontamiento autónomo y colectivo ante las adversidades.
Conclusiones y propuestas: hacia una nueva reforma
El análisis de la evolución de la salud mental en España desde 1986 nos deja ante un panorama de luces y sombras profundas. La reforma psiquiátrica triunfó en su dimensión ética de cerrar los manicomios y universalizar el derecho a la asistencia, pero fracasó en su dimensión política y técnica de construir un verdadero modelo comunitario preventivo.
El desplazamiento hacia un modelo hospitalocéntrico y la medicalización de la pobreza no son accidentes, sino consecuencias lógicas de la aplicación de políticas neoliberales a un sistema sanitario infrafinanciado. El hospital y el fármaco son respuestas "eficientes" a corto plazo para gestionar el malestar de una sociedad rota, pero son ineficaces e inhumanas a largo plazo.
Para revertir esta situación, no basta con "más psicólogos" o "más camas", aunque sean necesarios. Se requiere un cambio de paradigma que incluya:
Desmedicalizar. Reconocer el origen social de gran parte del sufrimiento y derivar recursos hacia intervenciones sociales (vivienda, empleo, apoyo comunitario) en lugar de sanitarias.
Recuperar el territorio. Devolver a los Centros de Salud Mental su función comunitaria, con responsabilidad poblacional y trabajo de calle, desvinculándolos de la gerencia hospitalaria.
Democratizar. Incorporar el saber en primera persona de los usuarios en la gestión y evaluación de los servicios, erradicando las prácticas coercitivas.
La salud mental de España no mejorará solo en las consultas, sino en las condiciones de vida de su ciudadanía. Mientras la precariedad sea la norma, la psiquiatría seguirá siendo, tristemente, la gestora de un dolor que es político, no biológico.
Este texto ha sido redactado con ayuda de inteligencia artificial.



