De la Antipsiquiatría a la Psiquiatría "Woke"
- Alfredo Calcedo
- 11 oct
- 35 Min. de lectura

Introducción
En las últimas décadas, la noción de “estar woke” – término que alude a estar despierto o consciente frente a las injusticias sociales – ha cobrado una notable relevancia cultural. Paralelamente, ha resurgido el interés por movimientos críticos en el ámbito de la salud mental, entre ellos la antipsiquiatría, que cuestiona los fundamentos de la psiquiatría tradicional. A primera vista, el movimiento Woke y la antipsiquiatría podrían parecer fenómenos distintos, incluso alejados en el tiempo y el contexto: el primero vinculado a las luchas sociales contemporáneas por la justicia e igualdad, y el segundo a corrientes críticas de la psiquiatría surgidas en los años 60 y 70 del siglo XX. Sin embargo, una mirada más profunda revela importantes puntos de contacto entre ambos.
Este ensayo explora la relación entre el movimiento Woke y la antipsiquiatría, examinando sus orígenes, principios y objetivos, así como las convergencias y divergencias en sus críticas a las estructuras de poder y en la defensa de grupos históricamente marginados. Veremos cómo comparten un trasfondo de cuestionamiento de las normas establecidas, una preocupación por la justicia social – incluida la justicia en salud mental – y la denuncia de prácticas consideradas opresivas o patologizantes. Asimismo, analizaremos en qué aspectos difieren: sus contextos históricos, enfoques y algunas tensiones ideológicas. Finalmente, se reflexionará sobre la influencia mutua en la actualidad, en particular cómo la sensibilidad woke está incidiendo en la forma en que concebimos la salud mental y cómo ciertos planteamientos antipsiquiátricos reaparecen en discursos progresistas contemporáneos.
A través de este recorrido, se pretende ofrecer una visión comprehensiva y crítica sobre cómo el clima cultural “woke” y la herencia del movimiento antipsiquiatría interactúan. Entender esta relación no solo ilumina debates actuales en torno a la salud mental – por ejemplo, sobre la medicalización versus la consideración de factores sociales – sino que también permite apreciar cómo las luchas por la dignidad y la despatologización de la diferencia han adoptado nuevas formas en el siglo XXI. En suma, se plantea que las luchas por la inclusión y la equidad social propias del movimiento Woke encuentran eco en viejas reivindicaciones antipsiquiátricas, al mismo tiempo que surgen desafíos y críticas en el encuentro de ambos mundos.
El movimiento Woke: Orígenes y postulados
El movimiento Woke tiene sus raíces en el contexto sociopolítico de Estados Unidos. El término “woke” (despertar, en inglés) surgió en comunidades afroamericanas a mediados del siglo XX, originalmente referido a estar alerta frente a la injusticia racial. En la década de 2010 cobró mayor visibilidad global a raíz de movimientos como Black Lives Matter, ampliándose para designar una conciencia activa respecto de diversas formas de opresión. Hoy en día, ser woke implica estar consciente de las desigualdades y comprometido en la lucha contra el racismo, el sexismo, la homofobia, la transfobia, el clasismo y cualquier otra forma de discriminación estructural.
Los postulados fundamentales de la cultura Woke giran en torno a la justicia social, la equidad y la inclusión. Entre sus características principales se encuentran:
Conciencia de la opresión sistémica: El movimiento Woke enfatiza que muchas desigualdades sociales no son casos aislados ni meramente fruto del destino individual, sino producto de sistemas históricos de opresión. Esto incluye reconocer fenómenos como el racismo institucional, el patriarcado, la heteronormatividad obligatoria, la transfobia, la discriminación por discapacidad, entre otros. La visión woke sostiene que es necesario “despertar” a estas realidades para desmantelar prejuicios y privilegios arraigados en la sociedad.
Voz a los marginados y diversidad: Un pilar central es dar visibilidad y legitimidad a las experiencias de grupos históricamente marginados o silenciados. La cultura woke celebra la diversidad étnica, de género, sexual, funcional y neurodivergente, entre otras. Propugna la idea de que las identidades minoritarias merecen no solo tolerancia, sino plena aceptación e igualdad de derechos. Así, fomenta la representación y participación activa de minorías en todos los ámbitos (cultural, político, académico), como una forma de corregir injusticias históricas.
Cuestionamiento de narrativas dominantes: El movimiento Woke invita a revisar críticamente la historia oficial, los discursos mediáticos y las normas culturales establecidas, que a menudo han sido definidos desde la perspectiva de grupos dominantes. Este cuestionamiento puede abarcar desde revisar el currículo educativo (incorporando perspectivas poscoloniales, por ejemplo) hasta desafiar estereotipos en los medios o en el lenguaje cotidiano. Lo woke conlleva un ejercicio constante de deconstrucción de ideas asumidas para detectar sesgos discriminatorios ocultos.
Activismo y cambio social: La filosofía woke no se queda en la toma de conciencia pasiva, sino que impulsa a la acción. Esto se traduce en diversas formas de activismo: manifestaciones, campañas en redes sociales, creación de espacios seguros y políticas inclusivas, entre otros. El objetivo es lograr cambios tangibles – legales, institucionales y culturales – que reduzcan las desigualdades. Por ejemplo, el movimiento Woke ha apoyado reformas policiales y judiciales contra la violencia racista, políticas de igualdad de género, reconocimiento de derechos para personas trans, accesibilidad para personas con discapacidad, etc.
Interseccionalidad: Un concepto clave abrazado por la cultura woke es el de la interseccionalidad, introducido por la académica Kimberlé Crenshaw. Este enfoque reconoce que las distintas formas de opresión (como raza, género, clase, orientación sexual, identidad de género, capacidad, etc.) no actúan de manera aislada sino entrelazada. Una persona puede estar oprimida en múltiples ejes simultáneamente (por ejemplo, una mujer negra experimenta tanto sexismo como racismo, y ambas experiencias se combinan de forma única). La interseccionalidad, por tanto, exige soluciones que aborden esas superposiciones de desigualdad. En el contexto Woke, esto implica luchar por la justicia de manera holística, comprendiendo cómo las injusticias se refuerzan unas a otras.
En suma, el movimiento Woke se caracteriza por un profundo sentido crítico hacia el estatus quo social y una voluntad de transformarlo en pos de la igualdad real. Ha popularizado términos como “privilegio”, “microagresión”, “apropiación cultural”, y ha puesto de relieve discusiones antes marginadas (por ejemplo, la salud mental de comunidades oprimidas, el impacto psicológico del racismo y la discriminación, etc.). Si bien el término “woke” a veces se usa despectivamente por detractores que lo asocian con extremismo o corrección política excesiva, en esencia el movimiento reivindica la empatía social, la visibilización del sufrimiento de los excluidos y la responsabilidad colectiva en la construcción de una sociedad más justa.
Esta descripción de la cultura Woke nos servirá de base para luego entender cómo algunas de sus ideas y prácticas entran en diálogo con la antipsiquiatría. Antes de ello, conviene delinear qué entendemos por antipsiquiatría, su origen histórico y sus principales críticas al modelo psiquiátrico tradicional.
El movimiento antipsiquiatría: Historia y fundamentos
El término “antipsiquiatría” fue acuñado en 1967 por el psiquiatra sudafricano David Cooper para describir una serie de ideas y movimientos de crítica radical a la psiquiatría convencional. La antipsiquiatría emergió con fuerza durante las décadas de 1960 y 1970, en un clima cultural y político de efervescencia contracultural que cuestionaba muchas formas de autoridad establecida. Así como otros movimientos de la época – feminismo, liberación sexual, derechos civiles, oposición a la guerra, etc. – cuestionaban las normas tradicionales, la antipsiquiatría cuestionó los supuestos básicos de la práctica psiquiátrica y la noción misma de enfermedad mental.
Orígenes y contexto histórico
Aunque el concepto formal de “antipsiquiatría” surgió a mediados del siglo XX, las raíces de la crítica a la psiquiatría se remontan más atrás. Ya en el siglo XVIII y XIX hubo voces aisladas que denunciaron los malos tratos en los manicomios y la idea de encerrar a los “locos” como solución. Sin embargo, fue en el siglo XX – particularmente tras la Segunda Guerra Mundial – cuando se consolidó un movimiento identificable. En las décadas de 1960 y 1970 confluyeron varios factores:
Movimientos contraculturales: La antipsiquiatría creció a la par de los movimientos contraculturales y de liberación de los 60. En ese contexto, prevalecía un espíritu general de rebeldía contra la autoridad y las instituciones tradicionales. La psiquiatría, con su poder de internar, medicar forzosamente y definir qué es normal o patológico, fue vista por algunos pensadores como una institución al servicio del orden establecido. En otras palabras, se percibía a la psiquiatría como una herramienta para controlar a individuos cuya conducta se desviaba de lo socialmente aceptado. Esta sospecha caló hondo en una época de cuestionamiento del establishment.
Abusos e ineficacias del sistema psiquiátrico: A mediados del siglo XX, los hospitales psiquiátricos (manicomios) en muchos países estaban hacinados y utilizaban prácticas hoy consideradas inhumanas: reclusión prolongada, electroshocks frecuentes (muchas veces sin anestesia ni consentimiento), lobotomías en algunos casos, condiciones insalubres y un trato despersonalizado a los pacientes. Hubo escándalos por violaciones de derechos humanos en instituciones mentales. Al mismo tiempo, los tratamientos psicofarmacológicos aún eran limitados (antes del descubrimiento de ciertos fármacos en los 50 y 60) y muchas personas permanecían internadas de por vida sin una cura clara. Todo ello generó terreno fértil para quienes argumentaban que la psiquiatría más que sanar, a veces dañaba o tenía una función de custodia social.
Nuevas corrientes filosóficas y científicas: Influyeron también corrientes desde la filosofía y las ciencias sociales. Por un lado, el existencialismo y el humanismo en psicología (Carl Rogers, Abraham Maslow, etc.) enfatizaban comprender al individuo y su experiencia subjetiva en vez de etiquetarlo. Por otro lado, intelectuales como Michel Foucault – con su “Historia de la locura en la época clásica” (1961) – aportaron una mirada histórica y sociológica: Foucault analizó cómo la idea de locura fue construida por la sociedad y cómo el encierro de los “locos” servía a fines de orden social. Sus ideas sugerían que la locura es un concepto relativo al contexto cultural y que la psiquiatría formaba parte de mecanismos de control social. Esta perspectiva foucaultiana nutrió la ideología antipsiquiátrica al enfatizar el rol del poder en la definición de la cordura.
Primera generación de psiquiatras disidentes: Lo más decisivo, claro, fue la aparición de figuras clave dentro de la propia psiquiatría que se convirtieron en críticos abiertos del sistema. Entre los pioneros destacan Thomas S. Szasz, R.D. Laing, David G. Cooper, Franco Basaglia, y Leonard Roy Frank, entre otros. Cada uno desde una óptica distinta, pero convergieron en señalar que la psiquiatría tradicional estaba profundamente equivocada en sus fundamentos teóricos o éticos.
Principales ideas y críticas de la antipsiquiatría
Aunque no fue un movimiento monolítico – las posturas variaban de unos autores a otros –, la antipsiquiatría en general planteó varias críticas fundamentales al modelo psiquiátrico convencional y a la noción de enfermedad mental:
La enfermedad mental como constructo social: Quizá la idea más famosa viene de Thomas Szasz, psiquiatra estadounidense de origen húngaro, quien en 1961 publicó “El mito de la enfermedad mental”. Szasz argumentó que no existe una “enfermedad mental” en el sentido en que existe una enfermedad física. Decía que llamar “enfermedad” a problemas de pensamiento, emoción o conducta era una metáfora mal aplicada. A su juicio, los llamados trastornos mentales no eran entidades médicas objetivas, sino etiquetas que la sociedad coloca a comportamientos que juzga indeseables, incómodos o incomprensibles. Por ejemplo, sostuvo que diagnósticos psiquiátricos sirven muchas veces para catalogar y controlar desviaciones de normas sociales, más que para identificar patologías reales en el cerebro. En síntesis, Szasz veía la psiquiatría como una forma de control social disfrazado de medicina. Esta idea de la enfermedad mental como construcción social resonaba con planteamientos contemporáneos en sociología (Teoría del etiquetamiento o labeling theory) que sugerían que la desviación es definida socialmente.
Crítica a la medicalización y al modelo biomédico: La antipsiquiatría cuestionó fuertemente la tendencia de la psiquiatría a medicalizar la vida. Esto implica convertir en trastorno médico lo que podrían ser variantes de comportamiento o reacciones comprensibles a entornos difíciles. Por ejemplo, ¿es la depresión endógena una enfermedad cerebral o, en muchos casos, una respuesta humana a situaciones de pérdida, abuso o falta de sentido vital? Los antipsiquiatras acusaban a su disciplina de reducir problemas existenciales o sociales a desequilibrios químicos individuales. Además, criticaron el uso indiscriminado de fármacos psiquiátricos como camisa de fuerza química. Autores como R.D. Laing – psiquiatra escocés – proponían que lo que se llama “locura” podía ser a veces una respuesta sensata a una sociedad alienante o a una vida familiar insana. En su célebre libro “La política de la experiencia” y otros trabajos, Laing sugirió que síntomas de psicosis podían interpretarse como expresiones de sufrimiento o intentos de sobrevivir a entornos opresivos, en lugar de simplemente disfunciones biológicas. Este enfoque más humanista y fenomenológico buscaba entender la experiencia subjetiva del paciente (por ejemplo, ver la esquizofrenia no solo como un desequilibrio químico, sino como la vivencia de un individuo en conflicto con su mundo).
Oposición a las prácticas coercitivas: Un punto de convergencia de los antipsiquiatras fue la denuncia de las prácticas consideradas violatorias de los derechos humanos en psiquiatría. Esto incluía la internación involuntaria (encierro sin consentimiento), el uso forzado de tratamientos (medicación o electroshock sin la voluntad del paciente), y otras medidas que eliminaban la autonomía de la persona diagnosticada. La antipsiquiatría veía estas prácticas como inaceptables en nombre de la “medicina”. Franco Basaglia, en Italia, lideró reformas inspiradas en estos ideales: cerró manicomios en Trieste y promovió la Ley 180 de 1978 que prohibió nuevos ingresos psiquiátricos indefinidos y fomentó tratamientos comunitarios. La antipsiquiatría insistió en tratar al paciente como sujeto de derechos, no como objeto de custodia. Se promovieron alternativas más benignas, como comunidades terapéuticas abiertas (R.D. Laing fundó casas comunitarias donde convivían pacientes y terapeutas en pie de igualdad), terapias grupales de apoyo mutuo, etc. La dignidad y libertad del individuo se pusieron por encima de la “seguridad” o conveniencia de la institución.
Contexto social del sufrimiento psíquico: En línea con la crítica a la medicalización, la antipsiquiatría subrayó que muchos llamados trastornos mentales tienen raíces sociales. David Cooper hablaba de “demencia social” para referirse a una sociedad enferma que genera locura en los individuos, en lugar de culpar solo a un desequilibrio interno del sujeto. Los antipsiquiatras apuntaban a factores como la pobreza, la opresión, la guerra, la desintegración comunitaria, la violencia familiar, etc., como causas de sufrimiento psíquico. Por ejemplo, señalaron que la esquizofrenia a veces aparecía en entornos familiares altamente disfuncionales (lo que inspiró teorías como la “doble vinculación” o double bind). También criticaron cómo ciertas etiquetas psiquiátricas recaían desproporcionadamente sobre personas de clases bajas o minorías étnicas, evidenciando posibles sesgos de clase y raza en el diagnóstico. Un ejemplo histórico: en EE.UU. durante los 60, hombres negros manifestando rabia contra la discriminación fueron a veces diagnosticados con “esquizofrenia paranóide”, un claro caso de confusión entre protesta legítima y síntoma clínico. Esta sensibilidad hacia lo social anticipa en cierto modo la interseccionalidad que hoy defiende la cultura Woke.
Negación de la psiquiatría como ciencia objetiva: Algunos antipsiquiatras incluso llegaron a negar la validez científica de la psiquiatría. Argumentaban que a diferencia de otras ramas de la medicina, la psiquiatría carecía de marcadores biológicos claros para sus diagnósticos (no había análisis de sangre ni escáneres cerebrales en ese entonces para “medir” depresión o esquizofrenia). La clasificación diagnóstica era vista como arbitraria y culturalmente sesgada. Michel Foucault fue especialmente influyente al mostrar cómo en distintas épocas se definió la locura de maneras incompatibles entre sí, lo que sugiere que responde más a necesidades de orden social que a una entidad natural. En resumen, la antipsiquiatría desafió la pretensión de objetividad de la psiquiatría, considerándola más bien una práctica institucional con un marco teórico discutible.
Cabe señalar que la antipsiquiatría no fue homogénea. Por ejemplo, Thomas Szasz, desde una postura libertaria, pedía incluso la abolición de la psiquiatría coercitiva y defendía la libertad individual a ultranza, mientras que David Cooper y otros de orientación izquierdista veían en la psiquiatría una herramienta del capitalismo y abogaban por una transformación socialista de la sociedad para acabar con la locura. R.D. Laing exploró enfoques psicoterapéuticos no convencionales, incluso coqueteando con explicaciones casi místicas del fenómeno psicótico. A pesar de sus diferencias, todos compartían la visión de que la psiquiatría necesitaba un cambio radical y de que la forma en que se concebía la enfermedad mental era profundamente problemática.
Declive y legado de la antipsiquiatría
Hacia finales de los años 1970 y en los 80, el movimiento antipsiquiátrico perdió ímpetu. Varias razones contribuyeron a ello: la aparición de nuevos fármacos psicotrópicos más eficaces (como los antipsicóticos de segunda generación o los antidepresivos ISRS) que mejoraron el pronóstico de muchos pacientes, restando fuerza a la idea de que la psiquiatría solo reprimía y no ayudaba; la institucionalización de algunas críticas (por ejemplo, se implementaron reformas en hospitales y leyes de salud mental, humanizando en parte la asistencia y regulando las internaciones involuntarias); y también el descrédito de ciertos excesos teóricos de la antipsiquiatría (se la acusó de romantizar la locura o de ser ingenua respecto a la gravedad de algunos trastornos). Sin embargo, el legado de la antipsiquiatría persistió de varias maneras:
Derechos de los pacientes: Hoy es ampliamente aceptado que los pacientes psiquiátricos tienen derechos y que se debe buscar su consentimiento informado siempre que sea posible. Las voces antipsiquiátricas fueron pioneras en exigirlo. Organismos internacionales y muchas legislaciones enfatizan ahora la rehabilitación psicosocial, el tratamiento comunitario y la reducción de camas asilares.
Crítica al reduccionismo biomédico: Si bien la psiquiatría actual sigue siendo médica, se reconoce mucho más el rol de los factores psicosociales. Modelos integradores bio-psico-sociales dominan en teoría, aunque en la práctica a veces se desbalanceen. La antipsiquiatría ayudó a que la disciplina sea más autocrítica y a que disciplinas como la psicología comunitaria, la psiquiatría social o la psicoterapia ganaran espacio frente a la mera farmacología.
Movimiento de usuarios y supervivientes de la psiquiatría: A partir de los 1980, emergieron asociaciones de pacientes y survivors (supervivientes) que abogan por la participación de los usuarios en las decisiones sobre su tratamiento. El llamado movimiento consumer-survivor y posteriormente el Mad Pride (orgullo loco) beben de la antipsiquiatría en su afirmación de la dignidad de quienes han sido tratados como “locos” y en su denuncia del estigma. El Mad Pride en particular, surgido en los 1990, organiza desfiles y eventos donde personas con experiencias de enfermedad mental reivindican su identidad sin vergüenza, al estilo de otros orgullos (gay pride, etc.). Este activismo conecta directamente con agendas de derechos humanos, muy afines a la sensibilidad Woke en su lucha contra la discriminación.
Desarrollo de enfoques alternativos: Algunas ideas antipsiquiátricas se transformaron en escuelas o corrientes respetables. Por ejemplo, la “psicología crítica” y la “psiquiatría crítica” son subdisciplinas actuales que continúan cuestionando prácticas psiquiátricas, aunque desde dentro de la academia. La terapia familiar sistémica, que ve los problemas individuales como reflejo de dinámicas familiares, también floreció en parte inspirada en críticas a la psiquiatría individualista. Programas como Hearing Voices Network (Red de Escuchadores de Voces), que ayuda a personas que oyen voces sin automáticamente patologizarlas, también son herederos del legado antipsiquiátrico.
Habiendo delineado la esencia del movimiento Woke y de la antipsiquiatría por separado, podemos pasar a examinar cómo dialogan entre sí. Como veremos a continuación, existen convergencias sorprendentes en sus principios – especialmente en la idea de que muchos sufrimientos provienen de la injusticia social y en la denuncia de mecanismos de exclusión – pero también diferencias notables en su marco histórico e ideológico.
Convergencias entre el movimiento Woke y la antipsiquiatría
Pese a originarse en épocas y ámbitos distintos, el movimiento Woke y la antipsiquiatría comparten un sustrato común: ambos surgen de la crítica hacia estructuras establecidas de poder y buscan reivindicar la dignidad de grupos o individuos marginados por el sistema vigente. A continuación, se detallan las principales convergencias o paralelismos entre estas dos corrientes:
1. Cuestionamiento de la autoridad establecida y las instituciones tradicionales
Tanto la cultura Woke como la antipsiquiatría desconfían de las estructuras de autoridad tradicionales.
En el caso Woke, esta desconfianza se dirige hacia instituciones sociales vistas como opresivas o cómplices de la opresión: por ejemplo, fuerzas policiales con sesgos racistas, sistemas judiciales que castigan desproporcionadamente a minorías, instituciones educativas que perpetúan narrativas eurocéntricas o sexistas, etc. La visión woke sostiene que la autoridad sin supervisión ciudadana puede perpetuar privilegios y marginación, por lo que insiste en exigir responsabilidad y reforma de dichas instituciones.
En la antipsiquiatría, la institución puesta bajo escrutinio es precisamente la institución psiquiátrica (hospitales, manicomios, la profesión médica en salud mental). Los antipsiquiatras consideraban que la psiquiatría, amparada por la autoridad médica y legal, ejercía un poder excesivo sobre individuos vulnerables, imponiendo tratamientos o encierros sin un fundamento científico claro o sin respetar los derechos del paciente. Al igual que el movimiento Woke con otras instituciones, la antipsiquiatría clamaba por limitar y humanizar el poder psiquiátrico, haciendo que la profesión rindiera cuentas y abandonara prácticas autoritarias.
En ambos movimientos subyace la idea de que “lo establecido” – sea en política, cultura o medicina – debe ser permanentemente evaluado a la luz de principios éticos de libertad, igualdad y dignidad. No aceptan la “verdad oficial” sin más; por el contrario, animan a la población a estar alerta a posibles abusos de la autoridad. Esta actitud vigilante y crítica se resume bien en el eslogan “Stay Woke” (permanece despierto), que podría trasladarse al contexto antipsiquiátrico como “mantente alerta ante los abusos institucionales”.
Además, ambos movimientos emergen desde abajo: la cultura Woke está muy ligada a activismo de base (movilizaciones ciudadanas, colectivos de minorías organizados), mientras la antipsiquiatría, aunque iniciada por algunos profesionales disidentes, fue abrazada también por pacientes y movimientos sociales (por ejemplo, en Italia el movimiento de Basaglia involucró a trabajadores y ciudadanos en la reforma psiquiátrica). Hay, pues, en los dos casos, una dimensión de empoderamiento de las bases frente a las jerarquías tradicionales.
2. Denuncia de la opresión y defensa de grupos marginados
Tanto el Woke como la antipsiquiatría centran su atención en colectivos o personas que han sufrido marginación, estigmatización o trato injusto por parte de la sociedad.
El movimiento Woke defiende a múltiples grupos marginados: minorías raciales discriminadas, mujeres afectadas por el patriarcado, personas LGBTIQ+ en contextos homófobos/transfóbicos, comunidades indígenas desplazadas, inmigrantes, etc. La esencia de estar woke es precisamente no ser indiferente al sufrimiento de estos grupos y abogar por sus derechos. Por ejemplo, el Woke denuncia fenómenos como la brutalidad policial contra negros, la brecha salarial de género, el acoso a personas trans, la falta de accesibilidad para personas con discapacidad, la discriminación hacia personas con problemas de salud mental (estigma), entre otros. Este último punto conecta ya directamente con la antipsiquiatría: el Woke reconoce que quienes padecen trastornos mentales o neurodivergencias también son un grupo que históricamente ha sido marginado y estigmatizado (se habla incluso de “sanismo” para referirse a la discriminación por diagnóstico psiquiátrico, análogo a racismo o sexismo).
La antipsiquiatría, por su parte, puede considerarse un movimiento en defensa de los “locos”, es decir, de aquellas personas etiquetadas como enfermos mentales, quienes a menudo habían sido los marginados entre los marginados. Estos individuos, especialmente cuando eran internados, sufrían pérdida de derechos, estigma social extremo (ser llamado “loco” era y es altamente peyorativo), e incluso dentro de la medicina eran vistos con recelo. La antipsiquiatría tomó partido por ellos, argumentando que eran víctimas de una sociedad opresiva y de un sistema médico que no los comprendía. En lugar de verlos como casos perdidos o peligrosos, muchos antipsiquiatras los veían como personas en sufrimiento que merecían solidaridad y nuevos enfoques de comprensión.
Ambos movimientos, entonces, comparten un ethos de solidaridad con el marginado. Así como un activista woke protesta en la calle por los derechos civiles de una minoría, un antipsiquiatra o sus seguidores protestaban por los derechos de los pacientes encerrados en asilos (hubo casos famosos de activistas “asaltando” manicomios para liberar simbólicamente a pacientes). En la actualidad, no es casualidad que algunos colectivos que agrupan a personas con trastorno mental o neurodivergencias se identifiquen con el lenguaje y los valores Woke. Por ejemplo, el movimiento de Neurodiversidad – originado en comunidades autistas – sostiene que trastornos como el autismo o el TDAH son variantes neurológicas naturales y no trastornos que deban ser “curados”, sino entendidos y aceptados. Este movimiento tiene un fuerte componente antipsiquiátrico (rechaza la noción de patología en ciertos casos, critica tratamientos forzados) a la vez que emplea la lógica de la identidad y el orgullo de pertenencia típica de la política Woke. Hablan de “orgullo autista”, denuncian opresiones específicas (como terapias coercitivas para autistas), y exigen inclusión social plena. Esto ejemplifica vivamente la confluencia: son al mismo tiempo herederos de la antipsiquiatría (en su crítica a la medicalización del autismo) y parte de la ola Woke (en su lenguaje de justicia social e identidades marginadas).
Otro ejemplo de convergencia es el movimiento Mad Pride mencionado previamente: sus marchas y manifestaciones mezclan la estética de protesta social (pancartas, consignas reivindicativas) con la afirmación identitaria de “locura” como algo que merece respeto. No es extraño ver en eventos de Mad Pride alusiones a otros movimientos de justicia social, subrayando que la lucha contra el estigma en salud mental es parte de la lucha más amplia contra todo tipo de discriminación.
3. Despatologización de la diferencia y crítica al concepto de “normalidad”
Un elemento esencial que conecta el ideario Woke con la antipsiquiatría es el cuestionamiento de los estándares de normalidad impuestos y la consiguiente despatologización de las diferencias.
Desde la perspectiva Woke, muchas características o comportamientos que históricamente se consideraron “anormales” o problemáticos en realidad simplemente reflejan la diversidad humana y deberían ser aceptados en lugar de estigmatizados. Un claro ejemplo: la homosexualidad. Fue catalogada como enfermedad mental en los manuales diagnósticos (DSM) hasta 1973. Activistas de derechos LGBT lucharon para que se eliminara esa etiqueta patologizante, argumentando (correctamente) que la atracción por el mismo sexo no es una enfermedad sino una variación normal de la sexualidad humana. Este logro es un precedente histórico de despatologización que conjuga antipsiquiatría (critica un diagnóstico psiquiátrico) con justicia social (movimiento gay). En la actualidad, el ethos Woke aboga por seguir despatologizando otras identidades: por ejemplo, la transexualidad dejó de considerarse trastorno en la OMS (pasó a definirse como “incongruencia de género” en un capítulo no patologizante) gracias a años de activismo trans que denunciaban la carga estigmatizante de estar en un manual psiquiátrico. La lógica es la misma: lo que se tilda de trastorno mental a veces es simplemente un rasgo de identidad o una expresión personal que choca con prejuicios sociales.
La antipsiquiatría, décadas atrás, ya venía diciendo algo similar: que la psiquiatría tiende a patologizar la diferencia, a etiquetar como enfermo al que no se adecua a las normas. Thomas Szasz criticó diagnósticos que a su juicio se utilizaban para describir pecados o desviaciones morales en términos médicos. Un ejemplo extremo que se cita a menudo: en la Unión Soviética se diagnosticaba “esquizofrenia de tipo lento” a algunos disidentes políticos, usando la psiquiatría como excusa para encarcelarlos en hospitales. Aunque ese caso es político, incluso en Occidente se llegó a patologizar formas de ser incómodas: la “histeria” se empleó para descalificar la rebeldía de muchas mujeres, o la “drapetomanía” (en siglos pasados) fue un supuesto trastorno que explicaba el deseo de los esclavos negros de huir, evidenciando racismo en la misma noción de enfermedad. La antipsiquiatría acumuló estos ejemplos para señalar que lo normal vs. anormal lo decide la sociedad: el manual diagnóstico muchas veces reflejaba prejuicios de la época. Como hemos visto, Foucault y otros mostraron cómo la definición de locura varió con las épocas y conveniencias sociales.
En síntesis, tanto los activistas Woke como los antipsiquiatras comparten la meta de despojar a la diferencia de su manto de patología cuando ese manto es injusto o infundado. Prefieren un modelo que celebre la neurodiversidad y la pluralidad de experiencias, en lugar de uno que etiquete rápidamente cualquier desviación de la norma estadística como trastorno. Esta convergencia se ve, por ejemplo, en la popularización actual de términos como “neurodivergente” (alguien cuyo funcionamiento neurológico diverge del típico, sin implicar que sea inferior o enfermo) en sustitución de términos clínicos cargados de connotación negativa.
La crítica a la noción de normalidad es otro lazo común. La cultura Woke es muy consciente de que “lo normal” a menudo ha significado “lo de la mayoría” o “lo del grupo dominante”, invalidando otras realidades. De igual forma, la antipsiquiatría cuestionaba la idea de que existe un criterio absoluto de normalidad mental. R.D. Laing llegó a decir que quizá la sociedad moderna en su conjunto es profundamente “enferma” o alienante, de modo que las personas rotuladas de psicóticas podrían ser, en cierto sentido, respuestas cuerdas a una situación insana. Sin llegar a tales extremos, ambos movimientos nos invitan a reflexionar: ¿quién define qué es normal? ¿Normal según quién? Y en última instancia, ¿es la adaptación a una sociedad injusta un signo de salud, o es comprensible que haya quienes no se adapten?
4. Énfasis en los factores sociales y estructurales del malestar psicológico
El movimiento Woke y la antipsiquiatría convergen en reconocer la enorme influencia de lo social, económico y cultural en la génesis del sufrimiento mental, en contraposición a una visión puramente individual o biológica.
Para la visión Woke, los problemas individuales con frecuencia tienen raíces sistémicas. Por ejemplo, las altas tasas de ansiedad y depresión en comunidades marginadas no se ven simplemente como un asunto médico-psicológico interno de esas personas, sino como resultado de vivir bajo estrés constante de discriminación, pobreza o violencia. Estudios en psicología social respaldan que el racismo y la discriminación actúan como estresores crónicos que deterioran la salud mental. Asimismo, la cultura Woke presta atención al trauma colectivo: poblaciones que han sufrido opresiones históricas (genocidios, esclavitud, colonialismo) llevan cicatrices intergeneracionales que afectan el bienestar actual. Todo esto subraya que para mejorar la salud mental de la población no basta con tratamiento individual; hay que abordar las condiciones sociales injustas que generan desesperanza, ira o trauma. Este discurso calza con la idea antipsiquiátrica de que las “enfermedades mentales” en muchos casos no están en la cabeza del individuo sino en la sociedad.
La antipsiquiatría, desde su origen, puso el foco en lo social: sostuvo que muchas veces la locura es la respuesta humana ante situaciones sociales insostenibles (familias disfuncionales, miseria, guerra, opresión). Franco Basaglia, por ejemplo, argumentaba que la institución psiquiátrica servía para ocultar el fracaso de la sociedad en integrar a todos sus miembros. En vez de arreglar la injusticia, se encerraba al que la manifestaba con su conducta “anormal”. Hoy en día, un psiquiatra crítico diría: ¿realmente un alto número de personas deprimidas indica un trastorno cerebral epidémico, o más bien una sociedad que produce soledad, competitividad feroz, precariedad laboral y falta de propósito compartido? La respuesta seguramente esté en un punto intermedio, pero la antipsiquiatría inclinaba la balanza hacia culpar a lo externo más que a lo interno.
En la actualidad, la influencia de la perspectiva Woke se nota, por ejemplo, en políticas públicas que resaltan los determinantes sociales de la salud mental. Se habla de combatir la pobreza, mejorar el acceso a la vivienda, eliminar el acoso escolar, promover la igualdad de género, como parte de una estrategia de bienestar mental populacional. Este enfoque coincide con la idea de fondo antipsiquiátrica: “la sociedad enferma al individuo”.
Incluso en ámbitos académicos y clínicos formales ha habido un giro hacia lo social: la Organización Mundial de la Salud, por ejemplo, enfatiza un modelo “bio-psico-social” y programas de psiquiatría comunitaria integrados con servicios sociales. El auge contemporáneo de la llamada “psicología comunitaria” y la “salud mental colectiva” es afín a esta mentalidad. Estos campos buscan intervenciones a nivel comunitario, empoderar a comunidades para gestionar su propio bienestar, y promover la justicia social como vía de prevención de trastornos.
En resumen, Woke y antipsiquiatría se encuentran en proclamar que los problemas mentales no ocurren en el vacío: que hay que mirar alrededor, al barrio, a la sociedad, a la cultura, para entender por qué la gente sufre emocionalmente. Esta noción contrasta con visiones antiguas donde se aislaba al individuo de su contexto o se atribuía todo a genes y neuroquímica.
5. Visión crítica de las relaciones entre poder, ciencia y discurso
Otra convergencia importante está en una actitud crítica hacia cómo el poder influye en la producción de conocimiento y en qué discursos se consideran legítimos.
El movimiento Woke frecuentemente señala que muchas disciplinas académicas y científicas tradicionales han estado dominadas por visiones eurocéntricas, patriarcales o elitistas que ignoraban otras perspectivas. Por ejemplo, se cuestiona que en la medicina clásica apenas hubiera estudios con enfoque de género o diversidad étnica, o que en psicología la noción de “familia ideal” fuese cisheteronormativa. Así, los woke impulsan la “decolonización” de la academia: incluir conocimientos de poblaciones indígenas, estudiar cómo el sesgo de investigadores ha llevado a conclusiones prejuiciosas (por ejemplo, teorías racistas disfrazadas de ciencia en el pasado). En definitiva, hay un análisis de cómo el poder (colonial, masculino, blanco, etc.) ha moldeado la ciencia y qué se considera verdad.
La antipsiquiatría, en su época, hizo algo similar con la psiquiatría: develó que las categorías diagnósticas y las teorías de enfermedad mental no eran verdades objetivas descubiertas en un vacío, sino conceptos influenciados por valores culturales y por dinámicas de poder. Michel Foucault es ejemplar aquí: su análisis histórico mostró cómo la psiquiatría y la psicología surgieron en parte para servir a ciertos intereses sociales (controlar la desviación, hacer productiva a la población, etc.). Thomas Szasz también desnudó la alianza entre psiquiatría y legalidad: cómo un psiquiatra podía privar de libertad a alguien con el aval del Estado, sin juicio, por considerarlo enfermo – un poder enorme que usualmente no se cuestionaba porque se asumía que la psiquiatría era puramente técnica y benéfica. La antipsiquiatría dijo: “No, atención, hay un juego de poder aquí; el psiquiatra tiene autoridad de definir realidad, y eso puede ser arbitrario o incluso político.”
Ambos movimientos, por tanto, fomentan un pensamiento crítico sobre las verdades establecidas. Nos invitan a preguntarnos: ¿quién se beneficia de que creamos tal cosa?, ¿qué voces fueron excluidas al definir esta teoría?, ¿qué prejuicios inconscientes arrastramos en nuestra mirada “científica” o “objetiva”?
En la intersección de Woke y antipsiquiatría, podemos ver emergente lo que algunos llaman “psiquiatría woke” o “psicología woke”. No es una escuela formal con ese nombre, pero se refiere a profesionales de la salud mental que integran conscientemente la perspectiva de género, raza, clase y demás ejes de desigualdad en su práctica. Por ejemplo, un psicólogo woke será sensible a las microagresiones raciales que su paciente ha sufrido y cómo contribuyen a su ansiedad; un psiquiatra woke cuestionará sus propios sesgos al diagnosticar (¿estoy sobrediagnosticando esquizofrenia en este paciente por su pertenencia a X minoría? ¿Estoy interpretando su desconfianza hacia mí como paranoia clínica cuando quizá es una desconfianza justificable hacia las instituciones por experiencias previas?). Esta clase de reflexividad crítica es fruto del cruce entre la conciencia Woke y las lecciones de la antipsiquiatría sobre poder y diagnóstico.
Habiendo cubierto las similitudes y sintonías entre el movimiento Woke y la antipsiquiatría, cabe aclarar que no son equivalentes ni idénticos. Existen diferencias claras en su foco, metodología y algunas conclusiones. En la siguiente sección exploraremos esas divergencias y tensiones, para ofrecer un panorama equilibrado.
Diferencias y tensiones entre el movimiento Woke y la antipsiquiatría
A pesar de las convergencias señaladas, es importante subrayar que el movimiento Woke y la antipsiquiatría tienen orígenes, enfoques y contextos distintos, lo cual genera diferencias significativas:
1. Contexto histórico e impacto temporal
La antipsiquiatría fue un movimiento fundamentalmente de las décadas de 1960-70 (con reverberaciones en los años siguientes). Tuvo un periodo de auge y luego un declive. En términos de impacto, transformó ciertos aspectos de la psiquiatría y dejó debates abiertos, pero no llegó a convertirse en la visión dominante de la salud mental. En cambio, el movimiento Woke es un fenómeno del siglo XXI (aunque con raíces anteriores), en plena vigencia y expansión en diversos ámbitos sociales, culturales y educativos. Su impacto es amplio y transversal en la sociedad actual, más allá del campo psiquiátrico.
La diferencia temporal hace que, por ejemplo, los documentos clásicos de la antipsiquiatría no emplearan el lenguaje de “woke” o “justicia social” tal como se hace hoy. Sus planteamientos se daban en la jerga de su época (marxista, existencialista, libertaria, etc.). Por tanto, también es cierto que hoy reinterpretamos la antipsiquiatría a la luz de preocupaciones actuales; esto puede simplificar algunas de sus posturas originales que eran más heterogéneas.
2. Alcance temático
El movimiento Woke tiene un alcance temático extremadamente amplio, abarcando todos los aspectos de injusticia social: raza, género, sexualidad, medio ambiente (ecologismo interseccional), derechos de inmigrantes, etc. La antipsiquiatría, en cambio, se circunscribe principalmente al campo de la salud mental y la crítica a la psiquiatría. Si bien, como vimos, sus críticas tocan cuestiones sociales más generales, su foco principal es reformar (o revolucionar) el manejo de la locura en la sociedad.
En otras palabras, Woke es un paraguas ideológico-cultural enorme que abarca también el tema de salud mental entre muchos otros, mientras que la antipsiquiatría es un movimiento especializado. Esto hace que, por ejemplo, una persona puede ser muy activa en el frente Woke (pongamos, luchando contra el racismo) y no tener una opinión formada sobre la psiquiatría; y viceversa, hay críticos de la psiquiatría de hoy que no se sienten identificados con toda la agenda Woke global.
3. Fundamentos ideológicos: diferencias en orientación política
Aunque ambos movimientos se asocian a ideas progresistas o de izquierda, hay diferencias ideológicas internas. El Woke contemporáneo está claramente enmarcado en el progresismo actual (algunos lo emparentan con una evolución del marxismo cultural hacia la política de identidades, aunque es debate aparte). La antipsiquiatría, curiosamente, tuvo corrientes tanto izquierdistas como libertarias (incluso algún tufillo conservador en ciertos seguidores de Szasz).
Por ejemplo, Thomas Szasz era liberal-libertario: creía en la libertad individual máxima, se oponía al estado de bienestar paternalista, consideraba que la psiquiatría era una violación de la libre elección (él incluso criticaba que se pudiera justificar un crimen alegando enfermedad mental, porque en su visión cada individuo debía ser 100% responsable de sus actos). Szasz cooperó con el Church of Scientology en la creación de una organización anti-psiquiatría (Citizens Commission on Human Rights), y la Cienciología es una secta muy conservadora en varios aspectos. Claramente, ese sector del antipsiquiatría no comulgaría con muchos valores Woke (como la intervención del Estado para justicia social, etc.). Por otro lado, figuras como David Cooper o Franco Basaglia eran marxistas y veían la antipsiquiatría como parte de la lucha contra el capitalismo. Ellos sí estarían más alineados con ideas de izquierda radical similares a las del Woke actual, aunque en su tiempo no existía la misma sensibilidad en temas de género o raza como la hay hoy.
El movimiento Woke, en cambio, aunque diverso, se asocia más uniformemente con la izquierda progresista, el feminismo interseccional, teorías poscoloniales, etc. Sus críticos suelen estar en la derecha o el liberalismo clásico, que lo consideran una deriva exagerada del igualitarismo.
Esta diferencia hace que no podamos simplemente decir “Woke = antipsiquiatría rediviva”. Más bien, ciertos aspectos de la antipsiquiatría han sido incorporados en la visión Woke de la salud mental, pero otros no. Por ejemplo, la noción de Szasz de abolir completamente la psiquiatría difícilmente sería abrazada por la mayoría de activistas Woke, quienes suelen reconocer la necesidad de servicios de salud mental aunque piden reformarlos. El Woke no propone eliminar la psiquiatría, sino hacerla más humana e inclusiva. Incluso muchos progresistas actuales promueven la expansión del acceso a la salud mental (terapia accesible para poblaciones pobres, etc.), lo cual está lejos de la idea antipsiquiátrica de “rechacemos los tratamientos médicos”. Más bien, la postura woke tiende a ser: “cambiemos la forma de tratar, quitemos el estigma, incorporemos lo social y cultural, pero ofrezcamos ayuda”. La antipsiquiatría clásica a veces caía en una retórica tan anti-institucional que se la acusaba de romantizar la locura o de dejar al paciente sin ayuda sustituta. Hoy pocos en la izquierda querrían volver a la época pre-psiquiatría de ningún cuidado; más bien se pide una psiquiatría reformada y no coercitiva, pero no una inexistencia de apoyo.
4. Metodología y discurso
El estilo discursivo y metodológico difiere: el Woke se manifiesta mucho a través de activismo social visible, debates públicos, presión en redes, reformas educativas; es un fenómeno cultural. La antipsiquiatría, si bien tuvo algo de activismo, ocurrió mucho en forma de debate intelectual y experimentación clínica (comunidades terapéuticas, escritos teóricos, etc.). Fue un movimiento más “académico” o interno a la profesión en algunos sentidos.
Hoy en día, las críticas a la psiquiatría inspiradas por la sensibilidad Woke siguen teniendo foros académicos (congresos sobre determinantes sociales, etc.), pero también hay mayor difusión mediática. Por ejemplo, críticas a ciertas prácticas psiquiátricas pueden aparecer en periódicos generalistas cuando se enmarcan en un asunto de derechos humanos. Un ejemplo reciente: la polémica sobre los tratamientos forzados en hospitales psiquiátricos o el uso de aislamiento; los activistas de derechos humanos (alineados con visiones woke de dignidad y consentimiento) han sacado estos temas del ámbito cerrado médico y los han llevado al escrutinio de la sociedad civil.
5. Críticas hacia los movimientos desde fuera
Tanto la antipsiquiatría como el Woke han recibido críticas feroces, y en algunos casos los críticos de uno no son los mismos que los críticos del otro:
A la antipsiquiatría se le criticó, desde el establishment médico, que era irresponsable y peligrosa: que negar la realidad de enfermedades mentales graves podía llevar a que pacientes no recibieran ayuda y sufrieran o pusieran en riesgo a otros. También se argumentó que simplificaba al culpar solo a la sociedad y exonerar factores biológicos evidentes (por ejemplo, hay evidencia sólida de componentes neurobiológicos en la esquizofrenia o el trastorno bipolar; ignorarlos no ayuda a quien padece). Asimismo, incluso algunos comentaristas de izquierda luego dijeron que la antipsiquiatría quizá había tirado al bebé con el agua sucia, es decir, en su justo afán de crítica quizás invalidó por completo una disciplina que sí puede aliviar sufrimiento cuando se practica con ética.
Al movimiento Woke, por su lado, sus detractores (normalmente voces conservadoras o liberales clásicas) lo acusan de extremismo ideológico, intolerancia y relativismo. Se habla de una “religión woke” o de “policía del pensamiento”, alegando que los activistas woke imponen un lenguaje y unas normas de corrección política rígidas, cancelando a quienes disienten. En el ámbito de la salud mental, críticos más tradicionales podrían decir que una “psicología woke” corre el riesgo de politizar en exceso la terapia o de restarle objetividad científica al enfatizar tanto la perspectiva social (por ejemplo, temen que se deje de lado la neurociencia o los tratamientos comprobados en favor de visiones culposas de la sociedad para todo). Un famoso psiquiatra español recientemente calificó la cultura Woke como “la destrucción de la persona y la familia”, aunque esa fue una crítica desde un punto de vista bastante conservador que veía en lo woke un ataque a valores tradicionales. Este tipo de crítica no se hacía en esos términos a la antipsiquiatría (que tenía sus propias críticas, como dijimos, pero no la de “romper la familia”, etc.).
En general, la antipsiquiatría fue un debate más intra-disciplinar y no alcanzó tanta repercusión popular como para ser blanco de las culture wars (guerras culturales) del mismo modo que el Woke lo es hoy. La palabra “woke” se ha vuelto parte del debate político cotidiano; en cambio “antipsiquiatría” es un término que fuera del ámbito especializado poca gente maneja hoy, salvo acaso para referirse a la historia de la psiquiatría.
6. Nivel de aceptación de sus postulados en la corriente principal
Curiosamente, algunas ideas antipsiquiátricas que en su momento fueron revolucionarias hoy se asumen por la mayoría de la sociedad, mientras que ideas Woke aún suscitan resistencia o polarización en ciertos sectores.
Por ejemplo, hoy ningún psiquiatra serio diría que se debe encerrar de por vida a un paciente mental o que la terapia no deba considerar el entorno social; esas lecciones antipsiquiátricas en buena medida se incorporaron. Sin embargo, puntos más radicales de la antipsiquiatría (como negar totalmente la existencia de enfermedades mentales) siguen sin ser aceptados por la mayoría, ni siquiera entre progresistas.
En el caso Woke, en algunos ámbitos (academia, cultura, corporaciones) hay una adopción de su lenguaje y políticas (cursos de sensibilidad, cupos de diversidad, etc.), pero en la sociedad en general es un tema divisivo. La idea de ver casi todo problema social bajo el prisma de la opresión estructural tiene sus entusiastas y sus detractores más vocales. En el terreno de la salud mental, aún hay debate sobre cuánta “justicia social” debe permear la práctica: las generaciones jóvenes de profesionales están muy a favor de una perspectiva inclusiva y atenta a sesgos, mientras profesionales mayores a veces se quejan de modas o de que se esté perdiendo el rigor clínico si todo se politiza. Este debate generacional es notable, y algunos se preguntan “¿Se ha vuelto woke la psicología actual?”. La respuesta de muchos jóvenes es: “esperamos que sí, porque eso significa ser inclusiva y actualizada”.
Entretanto, profesionales mayores críticos dirían que antes la terapia era neutral y ahora se convirtió en otro espacio de militancia (una afirmación discutible). De hecho, muchos defienden que no es militancia, sino humanización necesaria. En cualquier caso, esta discusión sobre la wokeness de la psicología/psiquiatría actual indica un punto de tensión donde el legado antipsiquiátrico (la inclusión de lo social y la crítica a viejos modelos) se está procesando en el marco de las sensibilidades contemporáneas.
Influencia recíproca en la actualidad
Habiendo delineado similitudes y diferencias, vale la pena examinar cómo interactúan actualmente el movimiento Woke y las ideas antipsiquiátricas en el mundo real de la salud mental.
En los últimos años, se observa:
Resurgimiento de ideas antipsiquiátricas en discursos progresistas: Como ya se mencionó, la creciente atención a los determinantes sociales de la salud mental por parte de autoridades sanitarias y colectivos ciudadanos muestra un eco de las tesis antipsiquiátricas. Por ejemplo, en países como España, algunas autoridades vinculadas a partidos progresistas han subrayado que la depresión y otras afecciones están profundamente ligadas a problemas como el desempleo, la vivienda precaria, la soledad urbana, etc. Y aunque no abogan por “abolir la psiquiatría”, sí promueven políticas de salud mental más comunitarias y menos farmacológicas. Los sectores profesionales más tradicionales han llegado a expresar preocupación de que esta visión extrema – según ellos – minimice la base biológica. Tenemos así un interesante tira y afloja: el presidente de una sociedad profesional de psiquiatría alertando que “todo es social” es tan reduccionista como decir “todo es biológico”. Esto refleja que el péndulo de la opinión se ha movido gracias a la sensibilidad woke hacia lo social, y ahora se busca un equilibrio. El solo hecho de este debate prueba la influencia: hace décadas, que una autoridad sanitaria insinuara siquiera semejanza con postulados antipsiquiátricos habría sido impensable; hoy se discute abiertamente la proporción justa entre factores sociales vs. biológicos en salud mental.
Conciencia sobre sesgos y discriminación en psiquiatría: La cultura Woke ha hecho que el campo de la salud mental examine sus propios posibles sesgos en profundidad. Están surgiendo más estudios sobre cómo, por ejemplo, las personas de minorías étnicas son a veces subdiagnosticadas en unos aspectos y sobrediagnosticadas en otros, o reciben peores tratamientos debido a prejuicios implícitos. También cómo mujeres con ciertos trastornos tardan más en ser creídas o diagnosticadas correctamente (a veces etiquetadas de “histéricas” o “ansiosas” cuando había un problema médico real, lo cual recuerda la antigua crítica feminista a la psiquiatría masculina). Este examen interno, promovido por profesionales jóvenes y por demandas sociales, conecta con la herencia antipsiquiátrica de vigilancia al poder médico. Solo que ahora viene envuelta en el discurso de diversidad e inclusión. Se exige, por ejemplo, mayor diversidad en la profesión (más terapeutas de minorías para atender a pacientes de esas minorías con sensibilidad cultural), lo que es muy Woke; pero al mismo tiempo, esta mayor pluralidad dentro de la psiquiatría era un anhelo de humanización que antipsiquiatras también hubieran aplaudido.
Nuevas formas de activismo en salud mental: En redes sociales es frecuente ver campañas con hashtags del estilo #EndTheStigma (terminar con el estigma) respecto a enfermedades mentales. Personas famosas hablan abiertamente de su depresión, ansiedad, trastorno bipolar, etc., buscando normalizarlo. Este movimiento de “normalización” y apertura es coherente con la agenda Woke de visibilizar a grupos marginados (en este caso, enfermos mentales) y demandar respeto e inclusión para ellos. Si bien no proviene directamente de la antipsiquiatría clásica (que era más confrontacional con la institución), el efecto es similar: la sociedad se enfrenta a la realidad de que los problemas mentales son comunes y no deben ser motivo de vergüenza ni segregación. Uno podría decir que la antipsiquiatría se habría alegrado de ver a usuarios de psiquiatría tomando la palabra y definiendo su narrativa, algo que hoy sucede a través de internet y medios. Esta democratización de la voz del paciente es tanto fruto del empoderamiento ciudadano en general (Woke) como cumplimiento del sueño antipsiquiátrico de quitarle a los “expertos” la voz exclusiva.
Crítica a la industria farmacéutica y a conflictos de interés: Otro punto donde Woke y antipsiquiatría se encuentran hoy es en la sospecha hacia el poder corporativo en la medicina. La antipsiquiatría ya denunciaba los “nexos económicos con compañías farmacéuticas” que podían sesgar la psiquiatría hacia medicar más de la cuenta. En la época actual, muchos jóvenes concienciados cuestionan la influencia de Big Pharma. Por ejemplo, ha habido controversias por la excesiva prescripción de opioides (crisis de opiáceos en EEUU) o la medicalización de la infancia con diagnósticos como TDAH seguidos de medicación. Si bien los tratamientos farmacológicos son valiosos, la cultura Woke, con su escepticismo hacia los grandes poderes económicos, aplaude los esfuerzos por destapar prácticas poco éticas de la industria (estudios clínicos sesgados, marketing agresivo de psicofármacos, etc.). Este espíritu es un heredero directo de las denuncias antipsiquiátricas sobre la psiquiatría “comprometida” por intereses ajenos a la salud del paciente.
Integración parcial en el mainstream: Como ya se indicó, muchas universidades y programas de formación de psicólogos/psiquiatras están incorporando contenidos sobre diversidad cultural, competencia cultural, trauma histórico y demás. Esto es señal de que la influencia Woke-antipsiquiátrica no es meramente external, sino que está moldeando la próxima generación de profesionales. Cabe preguntarse si esto conducirá a una psiquiatría “post-woke” en unas décadas, quizás tan distinta de la de 1950 como la noche del día. Algunos imaginan que en el futuro la psiquiatría será más colaborativa con pacientes (decisiones compartidas), más reacia a tratamientos involuntarios, más holística (trabajando codo a codo con trabajadores sociales, líderes comunitarios, etc.), y más humilde respecto a sus límites. Esa visión utópica encarna lo mejor de ambos mundos: conservar lo útil de la psiquiatría (conocimientos, terapias) pero despojarla de su viejo ropaje autoritario y reduccionista.
Por supuesto, este proceso no está exento de tensiones, como ya hemos descrito. Aún se batalla conceptualmente: por ejemplo, entre quienes claman que ciertas tendencias (como identificar a casi todo el mundo con algún trastorno leve) es consecuencia de una cultura de la fragilidad promovida por lo Woke, contra quienes responden que más bien es la vieja sociedad la que reprimía y ahora la gente al fin habla de sus problemas abiertamente. Entre quienes temen que ignorar la biología nos haga retroceder, contra quienes temen que ignorar lo social nos deshumanice.
En definitiva, la relación entre el movimiento Woke y la antipsiquiatría hoy es dinámica. No son lo mismo, pero se influyen mutuamente: la sensibilidad woke ha revivido y actualizado preguntas que la antipsiquiatría formuló, y las respuestas a esas preguntas van configurando cómo entendemos y gestionamos la salud mental en nuestra sociedad.
Conclusiones
El análisis de la relación entre el movimiento Woke y la antipsiquiatría revela un entramado rico en coincidencias históricas y conceptuales, sin dejar de lado las distinciones importantes. En este ensayo hemos visto que, pese a surgir en contextos distintos – la antipsiquiatría en la contracultura de los años 60-70 y el fenómeno Woke en las luchas sociales del siglo XXI – ambos comparten un espíritu de crítica al poder establecido y defensa de la dignidad humana frente a la opresión.
¿En qué se asemejan? Tanto los activistas Woke como los antipsiquiatras claman que debemos abrir los ojos (despertar) ante injusticias que dábamos por sentadas. Los primeros ponen el foco en injusticias de tipo racial, de género, de orientación sexual, de clase; los segundos, en la injusticia de un sistema que etiqueta y aparta a quienes sufren mental o emocionalmente en lugar de comprenderlos y apoyarlos adecuadamente. Ambos abogan por dar voz a los silenciados – ya sea una minoría étnica o un paciente psiquiátrico crónico – y luchan contra etiquetas y diagnósticos sociales que sirven para mantener privilegios (sea el privilegio de un grupo social o la supremacía del médico sobre el paciente). Los dos movimientos nos obligan a replantearnos qué entendemos por “normal” y “anormal”, recordándonos que dichas nociones pueden ser instrumentos de dominación más que verdades absolutas.
¿En qué difieren? Reconocimos que la antipsiquiatría fue un movimiento más acotado al ámbito de la salud mental, con un contexto particular y un destino parcialmente asimilado por las reformas psiquiátricas. El Woke es hoy un paraguas mucho más amplio y vigoroso, que a veces integra retóricas antipsiquiátricas pero en un marco ideológico diferente, centrado en la interseccionalidad y la política de identidades. La antipsiquiatría tenía corrientes diversas, algunas no encajarían del todo con el ethos Woke (por ejemplo, sus elementos libertarios radicales). Además, el movimiento Woke suele buscar reformar e incluir, mientras que la antipsiquiatría original a veces sonaba más a abolición y ruptura total con las instituciones psiquiátricas. Estas diferencias de tono y objetivo hacen que no podamos equipararlos sin más.
Lo que resulta claro es que estamos viviendo una nueva etapa en la conversación sobre salud mental, en la que las lecciones del pasado (incluyendo las de la antipsiquiatría) se reinterpretan bajo la luz de la sensibilidad actual. Conceptos como empoderamiento, validez de la experiencia subjetiva, determinantes sociales, derechos humanos en salud mental – que otrora fueron banderas de una minoría rebelde – hoy son (o comienzan a ser) parte del sentido común del discurso progresista. Al mismo tiempo, existe la legítima cautela de no caer en reduccionismos inversos ni en despreciar la contribución de la ciencia médica.
En conclusión, la relación entre el movimiento Woke y la antipsiquiatría puede verse como la de dos oleadas de un mismo mar, el mar de la búsqueda de justicia y humanidad en el trato a las personas. La primera oleada, la antipsiquiátrica, sacudió las rigideces de la psiquiatría tradicional y abrió grietas por donde se filtró más comprensión. La segunda oleada, la Woke, es más amplia y global, y al encontrarse con las ideas que flotaban de aquella primera, las lleva más lejos, las mezcla con otras corrientes, las discute de nuevo y las lanza con fuerza renovada a la orilla de la sociedad.
El resultado final todavía se está escribiendo. ¿Conducirá esta convergencia a una transformación profunda de la psiquiatría y la psicología, haciéndolas verdaderamente “inclusivas, críticas y centradas en la persona”? ¿O habrá un contra-movimiento que rechace lo que considera excesos woke en el campo? Probablemente un equilibrio se alcanzará con el tiempo: uno en el que ni se renuncie a los avances científicos ni se olvide jamás el contexto humano y social de cada individuo.
Lo que es indudable es que, gracias al diálogo entre el pensamiento Woke y el legado antipsiquiátrico, hoy estamos más preparados para detectar injusticias en el ámbito de la salud mental y trabajar para corregirlas. Se ha ampliado la conversación para incluir a quienes antes eran pacientes mudos, ahora participantes activos; se cuestionan los diagnósticos con empatía y sin ingenuidad; se exige que la salud mental sea un derecho y no un privilegio, y que el trato sea con respeto y no con temor. En última instancia, ambos movimientos nos recuerdan la centralidad de la humanidad compartida: despiertos y críticos ante la injusticia, pero también compasivos y solidarios con quienes sufren, sea en la sociedad o en su propia mente. En esa intersección de consciencia social y comprensión de la psique es donde la relación entre Woke y antipsiquiatría encuentra su mayor sentido y potencial transformador.



