El caso Bettencourt: la influencia indebida sobre la mujer más rica del mundo
- Alfredo Calcedo
- 30 oct
- 26 Min. de lectura

Introducción
Liliane Bettencourt, heredera del imperio L’Oréal y durante años la mujer más rica de Francia, fue protagonista de un prolongado escándalo judicial y mediático a finales de la década de 2000 y principios de 2010. El llamado caso Bettencourt abarcó desde disputas familiares y acusaciones de manipulación hasta derivaciones políticas, pero en el centro del litigio estuvo la salud mental de Bettencourt en sus últimos años. En particular, los informes médicos y psiquiátricos sobre su capacidad cognitiva jugaron un papel clave en el proceso judicial por “abus de faiblesse” (abuso de debilidad), figura penal francesa que sanciona la explotación de la vulnerabilidad de una persona mayor o debilitada.
Este ensayo examina cronológicamente la evolución del caso Bettencourt desde los primeros indicios de fragilidad cognitiva de Liliane, pasando por los diagnósticos clínicos que se hicieron públicos, hasta el juicio por abuso de debilidad y sus repercusiones. Se analiza críticamente cómo los datos médicos –especialmente el diagnóstico de demencia de tipo Alzheimer– fueron utilizados para fundamentar la supuesta manipulación de Bettencourt por parte de terceros de su entorno. Asimismo, se abordan las controversias en torno al uso de evaluaciones psiquiátricas con fines legales, considerando el debate sobre la autonomía de la persona anciana versus su protección jurídica. Aunque el caso tuvo ramificaciones políticas (como las acusaciones de financiamiento ilícito de campañas), dichas aristas se mencionarán solo brevemente para contextualizar el ambiente del escándalo, manteniendo el enfoque en el aspecto médico-legal del proceso.
Con base en fuentes judiciales, testimonios de médicos involucrados, y coberturas de medios reconocidos (Le Monde, Le Figaro, France Info, entre otros), se reconstruye la secuencia de eventos por periodos, desde el conflicto familiar inicial en 2007 hasta las sentencias definitivas en 2015-2016. El objetivo es ofrecer una visión comprensible para el lector no especialista, combinando rigor académico con claridad narrativa, sobre cómo la salud mental de Liliane Bettencourt se convirtió en pieza central de un sonado proceso judicial en Francia.
Primeros indicios de fragilidad y conflicto familiar (2006–2007)
Liliane Bettencourt llegó a sus 80 años como una figura prominente en la sociedad francesa, conocida por su enorme fortuna y su vida social activa. Sin embargo, hacia mediados de la década de 2000 comenzaron a surgir señales sutiles de deterioro en su salud que años después cobrarían gran importancia. En septiembre de 2006, Bettencourt sufrió una caída durante unas vacaciones en las islas Baleares de la que tardó en recuperarse, un incidente que médicos forenses identificarían más tarde como posible punto de inflexión en su estado cognitivo. De hecho, según peritos posteriores, ese “episodio confusionnel de septembre 2006” marcó el inicio de trastornos cognitivos más evidentes, aunque probablemente ya existían manifestaciones esporádicas desde 2003. Aún así, en aquel momento dichos problemas pasaron relativamente inadvertidos fuera de su círculo íntimo.
Paralelamente, la relación de Liliane con personas de su entorno empezó a levantar sospechas. En particular, su amistad con el fotógrafo François-Marie Banier, varias décadas menor que ella, llamó la atención de empleados y familiares. Bettencourt había conocido a Banier en 1987 y le había tomado gran afecto, llegando a colmarlo de regalos y generosidad financiera. Tras el fallecimiento del esposo de Liliane en 2007, la cercanía de Banier se intensificó. Ese mismo año, la hija única de Liliane, Françoise Bettencourt-Meyers, descubrió que Banier se había beneficiado de donaciones y ventajas económicas de su madre por valores extraordinarios –según estimaciones, cerca de 1.000 millones de euros en conjunto, incluyendo obras de arte, cheques y pólizas de seguro de vida–. Françoise, alertada además por el personal de servicio sobre un posible “aprovechamiento de la fragilidad psicológica” de su madre, decidió confrontar la situación.
En 2007 Françoise Bettencourt-Meyers presentó una denuncia formal acusando a François-Marie Banier de manipular y explotar la debilidad mental de Liliane para obtener esas sumas descomunales. Este fue el punto de partida del conflicto familiar y legal que iría escalando con los años. Liliane, entonces de 84 años, negó rotundamente ser víctima de manipulación y defendió que los regalos a Banier eran producto de su amistad y voluntad libre. Sin embargo, la hija sostenía que su madre no se encontraba plenamente lúcida para tomar esas decisiones, insinuando que podía haber un principio de demencia senil detrás de su prodigalidad. Así, desde el inicio, la cuestión de la capacidad cognitiva de Bettencourt quedó planteada como eje del litigio: ¿eran aquellas donaciones el deseo consciente de Liliane o el resultado de su vulnerabilidad explotada?
Las autoridades inicialmente abordaron el caso con cautela. En 2008, tras una investigación preliminar, la Brigada Financiera recopiló un conjunto de indicios que “tendían a confirmar” el delito de abuso de debilidad, según trascendió posteriormente. No obstante, persuadir a la justicia para que actuara no fue sencillo. La fiscalía de Nanterre (donde se radicó la denuncia) se mostró poco dispuesta a procesar a Banier en un primer momento. La falta de pruebas médicas contundentes sobre el supuesto deterioro mental de Liliane fue uno de los factores que ralentizó el avance. Las observaciones de empleados domésticos o las sospechas de la hija resultaban insuficientes legalmente para declarar a Bettencourt incapaz o para probar la explotación.
En estos años iniciales del conflicto (2007–2009), la actitud de Liliane Bettencourt fue desafiante respecto a cualquier insinuación sobre su salud mental. Ella seguía participando en eventos sociales y manejando sus asuntos con aparente normalidad. Incluso, tras la denuncia de su hija, Liliane llegó a desheredar a sus nietos en represalia y se mostró determinada a mantener su autonomía patrimonial. No había aún un diagnóstico médico formal de Alzheimer u otra demencia –al menos no divulgado públicamente–, y cualquier declive cognitivo era negado o minimizado por la propia protagonista. Esta etapa sentó las bases de un choque entre, por un lado, el derecho de una persona mayor a disponer libremente de su fortuna y relaciones, y por otro, el deber de protección cuando existe sospecha de vulnerabilidad y abuso. Para dirimir ese dilema, pronto sería inevitable recurrir a evaluaciones clínicas especializadas.
Investigaciones y primeras evaluaciones médicas frustradas (2008–2009)
Ante la insistencia de Françoise Bettencourt-Meyers y los indicios recopilados, la justicia francesa dio algunos pasos para esclarecer la condición de Liliane y las circunstancias de los regalos a Banier. En 2009, un tribunal de Nanterre decidió llevar a François-Marie Banier a juicio por abuso de debilidad –un delito penado con hasta 3 años de cárcel y 375.000 € de multa–, abriendo la vía penal para esclarecer si el fotógrafo se había aprovechado de una eventual disminución psíquica de Bettencourt. Con vistas a ese juicio, resultaba crucial obtener una pericia médica objetiva sobre el estado mental de Liliane en los años de los hechos.
Por ello, a finales de 2009 se ordenó oficialmente una prueba pericial médica colegiada de Liliane Bettencourt, a cargo de tres facultativos designados por el tribunal. El objetivo era determinar si la millonaria se hallaba en “estado de debilidad” durante el período en que Banier habría obtenido parte de su fortuna. En particular, se buscaba evaluar si Bettencourt presentaba algún tipo de demencia, trastorno cognitivo o vulnerabilidad psicológica que mermara su capacidad de consentir libremente en esas transacciones.
Sin embargo, este esfuerzo chocó frontalmente con la oposición de la propia Liliane. En diciembre de 2009, Bettencourt –entonces de 87 años– se negó rotundamente a someterse a la pericia psiquiátrica. A través de su abogado, Georges Kiejman, hizo llegar una carta al neurólogo designado (el profesor Philippe Azouvi, del Hospital Raymond-Poincaré de Garches) comunicando que no acudiría a la cita programada. Asimismo, notificó que apelaría legalmente la decisión de someterla a dicha evaluación. Según explicó su abogado a la prensa, Liliane Bettencourt “había dado su acuerdo en principio a un examen médico, pero no a una expertise psiquiátrica, que se empeñan en hacerle pasar”. Es decir, la heredera aceptaba quizás una revisión de salud general, pero no un examen psicológico profundo de sus facultades mentales.
Esta negativa obstinada evidenciaba varias cosas. En primer lugar, Liliane mantenía que estaba en pleno uso de sus facultades y consideraba ofensivo (e innecesario) ser sometida a pruebas de capacidad mental. En sus propias declaraciones públicas de la época insistía en que no era “una anciana senil” ni “una idiota”, y que tenía derecho a disponer de su dinero a su antojo. En segundo lugar, la renuencia subrayaba un aspecto delicado: en ausencia de cooperación de Bettencourt, resultaba muy difícil para los jueces obtener pruebas clínicas de su supuesto deterioro. Legalmente, nadie podía obligarla fácilmente a someterse a una batería neuropsicológica contra su voluntad en ese momento, ya que ella no estaba declarada incapaz ni bajo tutela alguna. Forzar una evaluación podía interpretarse como una intromisión en su privacidad y dignidad.
Así, a comienzos de 2010, el caso se encontraba en una encrucijada. El juicio contra Banier había sido fijado inicialmente para abril de 2010, pero sin un peritaje médico sobre Liliane existía la posibilidad de que se desarollase “sin ese dictamen”, lo que debilitaba la acusación. La fiscalía contaba con testimonios y cifras de las exorbitantes dádivas (que Banier no negaba haber recibido), pero necesitaba demostrar la “abusiva” explotación de una fragilidad. Banier, por su parte, seguía alegando que Bettencourt le entregó esos bienes por amistad y cariño, con pleno consentimiento. La palabra de Liliane respaldaba a Banier: ella seguía defendiéndolo públicamente, negando ser manipulada.
En ausencia de una prueba pericial concluyente, el litigio tendía a empantanarse. De hecho, en marzo de 2011 la denuncia por abuso de debilidad fue temporalmente archivada sin más acciones. Pero antes de llegar a ese punto –y como se verá en la siguiente sección– nuevos acontecimientos y revelaciones vendrían a cambiar la dinámica del caso.
Grabaciones clandestinas y explosión del escándalo (2010)
El año 2010 marcó un giro dramático en la saga Bettencourt, aportando evidencias inesperadas que alimentaron tanto el proceso judicial como el interés público. En el trasfondo, latía no solo la disputa familiar, sino también posibles implicaciones político-financieras que elevaron el caso a la categoría de escándalo nacional en Francia.
El detonante fueron unas grabaciones secretas realizadas por Pascal Bonnefoy, el mayordomo de Liliane Bettencourt, entre 2009 y 2010. Bonnefoy afirmó que decidió grabar las conversaciones en el domicilio de su jefa porque ya “no soportaba ver a Madame dejarse abusar por gente sin escrúpulos”. Durante meses, ocultó una grabadora en la residencia de Neuilly-sur-Seine, captando diálogos entre Bettencourt y varios miembros de su círculo (Banier, su administrador de fortuna Patrice de Maistre, abogados, etc.). En junio de 2010, parte de esos audios salieron a la luz a través de la prensa, desatando un verdadero torbellino.
Las transcripciones revelaban por un lado escenas inquietantes sobre el manejo de los asuntos de Liliane. En las cintas se escuchaba a sus asesores discutiendo con ella complejas gestiones financieras, ventas de propiedades e incluso donaciones a políticos. Bettencourt aparecía a ratos confundida o fácilmente influenciable. En un fragmento presentado después ante el tribunal, se oye a Patrice de Maistre hacer que Liliane firme numerosos documentos, explicándole con rapidez que eran para donaciones, compras e incluso aportes a campañas políticas (por ejemplo, menciona entregar 7.500 € a ciertos políticos). Liliane responde de manera aquiescente, sin llegar a comprender del todo el alcance de lo que firma, según la interpretación acusatoria. Estas escenas reforzaron la tesis de que su entorno estaba aprovechándose de ella –“abusando de su debilidad” en términos legales–. De hecho, la justicia consideró luego que a partir de 2006 Liliane Bettencourt había empezado a mostrar signos claros de deterioro cognitivo, por lo que toda dádiva posterior a esa fecha debía examinarse bajo sospecha. Las grabaciones de 2010 ilustraban vívidamente esa vulnerabilidad en la práctica cotidiana.
Por otro lado, los audios contenían referencias comprometedoras a posibles delitos financieros: indicios de evasión fiscal (cuentas no declaradas en Suiza), de movimientos de dinero en efectivo, y la ya mencionada entrega de aportes a personalidades políticas. En particular, la mención del entonces ministro de Trabajo Éric Woerth (y ex tesorero de la campaña de Nicolas Sarkozy) recibiendo fondos de Bettencourt desató un escándalo político de primera magnitud. Lo que inició como un pleito familiar derivó así en la llamada “affaire Woerth-Bettencourt”, con investigaciones por supuesto financiamiento ilegal de la campaña presidencial de 2007. Este componente político, aunque paralelo, aumentó la exposición mediática del caso y puso presión adicional sobre los actores judiciales.
En síntesis, a mediados de 2010 el caso Bettencourt había estallado en múltiples frentes: el familiar-penal, centrado en la posible explotación de la anciana; y el político-fiscal, enfocado en delitos conexos revelados por las cintas. La opinión pública descubrió estupefacta detalles de la intimidad de una de las fortunas más grandes del país, con ingredientes de culebrón: peleas familiares, intriga, poder y dinero. Bettencourt pasó de ser una figura discreta a ocupar portadas diarias. Ella, por su parte, se declaró traicionada por su mayordomo (quien violó su privacidad al grabarla) y se quejaba del “derrumbe de su mundo” ante la avalancha mediática. Irónicamente, la propia Liliane había propiciado titulares ese año al afirmar: “quizá tengo demasiada dinero, no sé qué hacer con él”, frase que sus críticos veían como señal de su posible confusión mental.
En términos judiciales, las grabaciones produjeron movimientos importantes. Ante la magnitud del escándalo y el riesgo de parcialidad en Nanterre –donde el fiscal Philippe Courroye fue acusado de obstaculizar a los jueces instructores–, el Tribunal de Casación decidió a finales de 2010 desplazar el caso a la jurisdicción de Burdeos. Esto implicó que nuevos jueces independientes retomaran todas las aristas de la investigación. Entre tanto, la propia Bettencourt tomó medidas inesperadas: a finales de 2010 buscó una tregua con su hija para frenar la espiral destructiva.
Tregua y evaluación médica privada (finales de 2010)
Tras la tormenta mediática desatada en verano de 2010, la relación entre Liliane Bettencourt y su hija Françoise dio un giro sorprendente hacia la reconciliación. Madre e hija, que habían estado enfrentadas abiertamente desde 2007, anunciaron en diciembre de 2010 un acuerdo para hacer las paces y poner fin a las hostilidades judiciales. Este acercamiento, logrado “en vísperas de Navidad”, fue visto inicialmente como un desenlace pacífico a la guerra familiar: se le presentó como un final feliz donde ambas dejaban atrás los pleitos que las habían desgarrado públicamente.
El protocolo de conciliación, firmado el 6 de diciembre de 2010, estipulaba varios puntos clave. Por un lado, Françoise Bettencourt-Meyers se comprometía a retirar las acciones legales contra Banier y otros (incluyendo la demanda por abuso de debilidad) y renunciaba a intentar de nuevo incapacitar legalmente a su madre. A cambio, Liliane Bettencourt accedió a “cortar las relaciones con su amigo” Banier, es decir, a apartar de su entorno al controvertido fotógrafo. Se trataba de alejar al “dandy” –como lo llamaban algunos medios– que había originado la discordia. Asimismo, Liliane aceptó realizar un examen médico voluntario para despejar dudas sobre su salud. Este punto era crucial para la tranquilidad de la hija: quería constatar el estado cognitivo de su madre, pero de forma acordada y discreta.
En cumplimiento de ese pacto, el 17 de diciembre de 2010 Liliane Bettencourt fue examinada en privado en su domicilio por el Dr. Christophe de Jaeger, un reconocido geriatra y médico evaluador de confianza. El resultado de esa evaluación médica –cuyos detalles se filtraron después a la prensa– confirmó los temores sobre su deterioro mental. El Dr. de Jaeger certificó en su informe que Liliane, de 88 años, presentaba “una importante disminución de la audición” junto con “facultades cognitivas nettement altérées par une maladie cérébrale d’origine mixte”. En otras palabras, padecía una “demencia mixta”: combinación de enfermedad de Alzheimer en fase avanzada con elementos de demencia vascular. Según el informe clínico, Bettencourt mostraba “desorientación temporo-espacial severa”, “episodios de confusión” y “lagunas en la memoria inmediata”. Sufría pérdidas de vocabulario (afasia leve, dificultad para encontrar palabras) y problemas de atención y concentración. No obstante, el médico anotó que Liliane conservaba cierta conciencia de sus déficits, aunque tendía a minimizarlos –un fenómeno sugestivo de anosognosia parcial, común en pacientes de Alzheimer que no reconocen completamente su enfermedad.
El diagnóstico fue contundente: Liliane Bettencourt padecía ya un cuadro demencial moderadamente severo que la colocaba en la “imposibilidad de gestionar sola su fortuna”.
En consecuencia, siguiendo el plan acordado, madre e hija activaron de inmediato un mecanismo legal llamado “mandato de protección futura”. Este instrumento, relativamente nuevo en el derecho francés (vigente desde 2009), permite a una persona anticipar quién administrará sus bienes si en el futuro queda incapaz. Así, el 20 de enero de 2011, Liliane Bettencourt otorgó formalmente poder a su abogado de confianza, Pascal Wilhelm, para que gestionase su patrimonio en caso de que ella ya no pudiera hacerlo. Este mandato se basó precisamente en el certificado del Dr. de Jaeger, que había constatado la degradación de sus facultades.
A ojos de muchos, estos pasos parecían solucionar el drama: Liliane quedaba protegida sin necesidad de una tutela judicial forzosa; la hija obtenía garantías de que terceros no explotarían a su madre (pues Wilhelm actuaría como gestor vigilado); y se evitaba seguir ventilando intimidades en los tribunales. De hecho, en marzo de 2011, la abogada de Françoise comunicó a la jueza de tutela que estaban “convencidos con este dispositivo de protección”, el cual “bastaba para los intereses” de su madre y “se ajustaba a la voluntad” de Liliane. Parecía que la “guerra nuclear” prometida por Liliane contra su hija podía desactivarse.
Sin embargo, la paz sería efímera. Detrás de la aparente reconciliación, surgieron nuevas desconfianzas. Françoise Bettencourt-Meyers empezó a recelar del “nuevo círculo íntimo” de su madre, ahora encabezado por el abogado Pascal Wilhelm y otros asesores que habían sustituido a Banier en la confianza de Liliane. En los primeros meses de 2011, Liliane, ya sin Banier a su lado, continuó haciendo movimientos financieros cuestionables.
El caso más sonado fue una inversión de 143 millones de euros que Bettencourt realizó a finales de 2010 y comienzos de 2011 en una sociedad del empresario Stéphane Courbit –amigo y cliente de Me Wilhelm–, lo que planteaba un patente conflicto de intereses de su representante. Este episodio hizo saltar las alarmas de Françoise: temía que su madre siguiera siendo influenciable y que ahora otros pudieran ocupar el lugar de Banier en cuanto a aprovecharse de su estado. En palabras de la hija, “se está constituyendo un círculo a su alrededor que se pretende afectivo en detrimento de su familia”.
Ante esto, en junio de 2011 Françoise Bettencourt-Meyers rompió la tregua y volvió a acudir a la juez de tutelas de Courbevoie solicitando protección judicial para Liliane. Presentó una nueva demanda alegando “graves irregularidades” tras el acuerdo secreto y pidiendo revisar tanto la gestión personal como patrimonial de su madre. En su escrito, Françoise denunció que varias personas –incluyendo al enfermero y al médico privado de Liliane– habían creado un “verdadero cordón de seguridad” para aislarla de su madre. Y aunque ella misma había aceptado meses antes el mandato de protección con Wilhelm, ahora lo veía con sospecha, acusándolo de actuar en contra de los intereses de Bettencourt. La hija advirtió de “derivas contrarias” al bienestar de Liliane y solicitó investigar la ejecución del mandato de protección futura otorgado a Wilhelm.
En suma, a mediados de 2011 el conflicto resurgió con nuevos actores y bajo nuevas circunstancias. Liliane Bettencourt, tras un breve periodo de calma, se encontraba otra vez en el ojo del huracán legal, esta vez con su propio abogado-gestor bajo escrutinio. Y nuevamente, la cuestión central era su salud mental: ¿estaba Liliane lo suficientemente “demente” como para justificar una tutela que anulara incluso el arreglo privado que ella misma había suscrito? La respuesta vendría de nuevos exámenes médicos, esta vez ya en un contexto contencioso.
La imposición de la tutela y el informe clínico pericial (2011)
La reapertura del expediente de tutela en junio de 2011 llevó a que la justicia francesa encarara de manera definitiva la evaluación de la capacidad de Liliane Bettencourt. Tanto la jueza civil de Courbevoie, encargada de decidir sobre su posible incapacitación, como los jueces penales de Burdeos que investigaban el abuso de debilidad, procedieron a encargar peritajes médico-psiquiátricos exhaustivos de la anciana millonaria. Por fin, tras años de resistencia, la salud mental de Bettencourt sería examinada formalmente por un panel de expertos independientes, con valor probatorio.
Un primer hito ocurrió el 25 de marzo de 2011, cuando la jueza de tutela Stéphanie Kass-Danno emitió una ordenanza constatando el estado de debilidad de Bettencourt. En ese documento –que Le Monde reveló después– la magistrada afirmó que “las facultades cognitivas de Mme. Liliane Bettencourt están netamente alteradas por una enfermedad cerebral”, lo que la coloca en “la imposibilidad de velar por sus intereses sola”. Esta conclusión se basaba en el certificado del Dr. de Jaeger de diciembre anterior y en las observaciones directas de la jueza. Sin embargo, pese a tal diagnóstico, inicialmente Kass-Danno no puso inmediatamente a Liliane bajo tutela, en parte porque existía el mandato de protección con Wilhelm en vigor. La jueza incluso elevó una consulta al Tribunal de Casación para aclarar si la reconciliación y desistimiento previo de Françoise (en diciembre 2010) impedían retomar ahora el proceso tutelar. Había un compás de espera legal hasta recibir esas orientaciones.
Mientras tanto, en la vía penal de Burdeos, el juez de instrucción Jean-Michel Gentil avanzaba con su propia investigación de abuso de debilidad y también necesitaba determinar desde cuándo Liliane era vulnerable. Por ello, el juez Gentil ordenó una experticia judicial de Bettencourt, separada de la vía civil. El 7 de junio de 2011, coincidentemente el mismo día en que Françoise presentaba su nueva solicitud de tutela, cinco especialistas se presentaron en el domicilio de Liliane para examinarla por encargo judicial. El equipo multidisciplinar estaba liderado por la Dra. Sophie Gromb, médico forense de Burdeos, e incluía dos neurólogos (entre ellos la Dra. Sophie Auriacombe y el Dr. Jean-François Dartigues), un psicólogo (Dr. Bruno Daunizeau) y un médico otorrino. Dada la negativa de Liliane a acudir a hospitales, la evaluación se realizó en su propia casa. Para lidiar con su severa sordera, contaron con la ayuda del enfermero personal de Bettencourt, Alain Thurin, quien repetía al oído de Liliane las preguntas de los expertos.
Los resultados de este peritaje judicial confirmaron el diagnóstico de demencia y lograron fijar una línea temporal de su evolución. En su informe entregado a finales de septiembre de 2011, los cinco expertos concluyeron que Liliane Bettencourt sufría enfermedad de Alzheimer en estadio moderadamente severo acompañada de angiopatía cerebrovascular (la llamada “demencia mixta”). Destacaron trastornos cognitivos evidentes: desorientación temporal y espacial, fallos de memoria, alteraciones del razonamiento y algunas dificultades de lenguaje (afasia ligera). La descripción clínica correspondía a “un cuadro de demencia en un estadio moderadamente severo”. El informe especificaba asimismo que Bettencourt padecía “la enfermedad de Alzheimer en un estadio moderadamente severo con posible componente vascular”, y que era presa de un “proceso degenerativo cerebral lento y progresivo”. En términos funcionales, se evidenciaba que Liliane tenía dificultades para comprender preguntas básicas sobre sí misma o su entorno: por ejemplo, cuando se le preguntó qué año era, “tuvo mucha dificultad en entender qué se le quería decir”, y no podía nombrar correctamente el lugar donde se encontraba. Fue incapaz de repetir tres palabras simples instantes después de oírlas, ni de describir su agenda cotidiana. En pruebas de vocabulario básico también fracasó. Todos estos son signos típicos de una demencia de Alzheimer ya instalada.
Un dato crucial del informe pericial fue la estimación retroactiva de cuándo inició la vulnerabilidad de Bettencourt. Basándose en el historial recopilado y en testimonios, los expertos situaron el origen del estado de debilidad en septiembre de 2006. Señalaron que la caída sufrida por Liliane ese mes en España “marca el inicio de los trastornos más aparentes”, si bien es probable que “ya existían episodios de ese tipo en 2006 e incluso desde 2003”. Esta conclusión sirvió para que la justicia fijara formalmente septiembre de 2006 como la fecha a partir de la cual cualquier donación o acto a favor de terceros podría constituir abuso de debilidad. En otras palabras, a ojos de los jueces, Liliane Bettencourt fue una “persona disminuida” desde 2006, pese a que ella misma no lo reconociera.
Con el contundente informe de los expertos en mano, la jueza de tutela actuó. En octubre de 2011, Stéphanie Kass-Danno decidió poner bajo tutela judicial a Liliane Bettencourt, entregando su protección y gestión a la familia. La resolución, fechada el 17 de octubre de 2011, colocó el patrimonio de Liliane (incluido el ~30% de L’Oréal que poseía) bajo la administración de Françoise Bettencourt-Meyers y sus dos hijos, mientras que la guarda de su persona recaería en su nieto mayor, Jean-Victor Meyers. La juez fundamentó esta tutela precisamente en el peritaje médico, que “concluía que la multimillonaria de casi 89 años sufre de ‘demencia mixta’ y de Alzheimer en un estado avanzado”. También mencionó que a Liliane “le espera un proceso degenerativo cerebral lento y progresivo”, según los neurólogos. Era, en la práctica, la incapacitación legal de la célebre heredera, tras cuatro años de disputas.
La reacción de Liliane Bettencourt a este revés fue de enojo y desafío. En las semanas previas, había dado entrevistas demostrando su oposición frontal a caer bajo el control de su hija. Declaró al Journal du Dimanche que si la ponían en tutela de Françoise, “abandonaría el país”, llegando a afirmar: “Si mi hija se ocupa de mí, me asfixiaré… Lo peor, la pesadilla, sería depender de mi hija”. Tras la decisión de la juez, sus abogados inmediatamente apelaron el fallo y cuestionaron nuevamente el informe médico. La prioridad de Liliane era intentar al menos que la tutela excluyera a su hija. De hecho, llegó a proponer que aceptaría la tutela si “únicamente se confiaba a Jean-Victor”, su nieto, “excluyendo así a su hija”. Pero la corte de apelación de Versalles rechazó esa petición en noviembre de 2011, manteniendo a Françoise al frente de la tutela. Bettencourt, a sus 89 años, perdía así la batalla por su independencia.
Para la opinión pública francesa, la imagen de la rica heredera siendo declarada incapaz resultó impactante pero, dadas las revelaciones previas, no sorprendente. Los informes clínicos –que se hicieron parcialmente públicos a través de Le Monde y otros medios– mostraban a las claras que Liliane sufría demencia. Muchos se solidarizaron con Françoise, al ver confirmadas sus advertencias de que su madre estaba en manos de personas poco confiables. Otros, sin embargo, criticaron la crudeza del procedimiento, comparándolo con un “ajuste de cuentas” familiar donde se exhibieron intimidades médicas de una anciana que, pese a todo, seguía expresando sus deseos (aunque estos fueran discutibles). En cualquier caso, a fines de 2011 la justicia había zanjado el tema civil: Liliane Bettencourt quedó bajo protección familiar hasta el final de sus días.
Mientras tanto, el proceso penal por abuso de debilidad seguía su curso en Burdeos. Con Bettencourt ahora oficialmente reconocida como paciente con demencia, los jueces instructores procedieron a inculpar a varios miembros del círculo de Liliane, dando paso al juicio que tendría lugar un par de años después. François-Marie Banier, quien tras el acuerdo de 2010 había devuelto ciertas sumas y se había alejado de Liliane, fue finalmente imputado formalmente en diciembre de 2011 por abus de faiblesse, junto a su entonces pareja Martin d’Orgeval. También fueron imputados el exgestor de fortuna Patrice de Maistre (detenido al regresar del extranjero), el abogado Pascal Wilhelm y otros colaboradores, acusados de participar de una u otra forma en la explotación de la debilidad de Bettencourt. El escenario estaba listo para un juicio penal sin precedentes, donde los informes médicos recabarían tanta importancia como los hechos financieros mismos.
El juicio por abuso de debilidad: datos médicos ante el tribunal (2015)
Tras varios años de instrucción y retrasos (durante los cuales incluso se exploró sin éxito imputar al expresidente Sarkozy por el hilo político del caso), el juicio penal por abuso de debilidad contra François-Marie Banier y otros nueve acusados se celebró finalmente a inicios de 2015 en el Tribunal Correccional de Burdeos. Liliane Bettencourt, de 92 años, ya no asistió a las audiencias debido a su delicado estado de salud y su demencia avanzada. No obstante, su presencia se sintió en cada jornada mediante los numerosos testimonios y, especialmente, a través de los informes clínicos forenses que delineaban su deterioro cognitivo.
Un momento crucial del juicio llegó el 16 de febrero de 2015, cuando en la sala comparecieron los médicos peritos que habían examinado a Bettencourt en 2011 para exponer sus conclusiones. Aquella sesión se centró en responder a la pregunta medular: “¿A partir de cuándo estaba Liliane Bettencourt en estado de debilidad?”. La “batalla de expertos” se desarrolló ante los jueces. Por un lado, la mayoría de los expertos mantenía la posición ya conocida: en 2011 Liliane padecía Alzheimer y su vulnerabilidad se remontaba al menos a septiembre de 2006. La neuróloga Sophie Auriacombe reiteró que la caída de 2006 “marca el comienzo de los trastornos más aparentes” en Bettencourt. Recordó que la evaluación de junio de 2011 concluyó que Liliane sufría “una demencia en un estadio moderadamente severo”, mezcla de Alzheimer y lesiones vasculares, acompañada de “trastornos cognitivos” en orientación y memoria. El otorrino del panel confirmó la “sordera severa evolutiva” de Bettencourt, que agravaba su aislamiento.
Los expertos relataron también sus entrevistas in situ con Liliane durante la pericia: cómo apenas podía responder qué año era o dónde estaba, cómo no lograba repetir palabras ni seguir conversaciones sencillas. Sin embargo, aportaron un matiz interesante: según el psicólogo Bruno Daunizeau, cuando Liliane llevaba la iniciativa de la conversación, podía dar impresión de coherencia e incluso “abusar de su interlocutor” llevándolo por temas de su interés. Esto se interpretó como resultado de la personalidad y entrenamiento social de Bettencourt –una mujer acostumbrada a liderar conversaciones en su “mundo aparte” de riqueza–, pero no significaba que entendiera realmente cuestiones nuevas o complejas. En definitiva, ante preguntas directas sobre el presente, Liliane fallaba, pero si charlaba de algo que ella proponía (por ejemplo recuerdos lejanos), podía disimular mejor sus lagunas. Este punto fue importante para ilustrar cómo alguien con demencia moderada puede a veces dar apariencia de lucidez, complicando la percepción de terceros sobre su estado.
Por otro lado, la defensa de los acusados trató de contraatacar cuestionando esas evaluaciones. Los abogados de Banier y de Maistre apuntaron a posibles sesgos en la pericia de 2011, repitiendo una vieja polémica: la cercanía entre la Dra. Sophie Gromb (jefa de los peritos) y el juez Gentil. Se hizo público que Gromb era amiga del juez instructor (incluso testigo en su boda), sugiriendo que no era totalmente imparcial. La defensa calificó las pruebas de “parciales”, acusando a los expertos de haber privilegiado ciertos documentos médicos y desechado otros. En concreto, insinuaron que existían informes o episodios donde Liliane se había desempeñado mejor cognitivamente, pero que no fueron ponderados. No obstante, estos alegatos no lograron invalidar el núcleo del diagnóstico, ya que la Corte de Casación había ratificado previamente la validez de la pericia pese a las recusaciones planteadas. Los jueces del tribunal, al escuchar a los expertos, se mostraron convencidos de la realidad del declive de Bettencourt. De hecho, el Ministerio Público, en su alegato final, enfatizó que Liliane era “una mujer disminuida desde 2006” y que Banier orquestó a su alrededor una verdadera explotación de esa debilidad, con ayuda de otros del entorno.
Durante el juicio, también salieron a relucir cartas personales y testimonios que pintaban la relación madre-hija y la influencia de Banier. Por ejemplo, se mencionó que Liliane en años previos había escrito palabras muy duras contra Françoise (llegando a llamarla “garce” en una carta de 1997), reflejo de su enemistad. Y se reveló que Banier incluso había sido designado como heredero universal en un testamento de diciembre de 2007 –luego anulado–, e incluso consideró la idea extravagante de ser adoptado por Bettencourt. Tales extremos subrayaron ante el tribunal hasta qué punto Banier había ganado la confianza (y control) de Liliane durante los años críticos en que su mente ya flaqueaba.
Tras un mes de audiencias, en mayo de 2015 llegó la sentencia de primera instancia. El tribunal halló culpable a François-Marie Banier de abuso de debilidad contra Liliane Bettencourt. La condena fue ejemplar: 3 años de prisión, de los cuales 2 años y medio firmes (6 meses quedaron en suspenso), una multa de 350.000 € y la obligación de pagar 158 millones de euros en daños y perjuicios civiles. Esta cifra astronómica correspondía aproximadamente al monto de regalos que se consideró que Banier había obtenido indebidamente de Liliane durante su periodo de fragilidad. Junto a él, fueron condenados otros cercanos: Martin d’Orgeval (compañero de Banier) recibió 18 meses de cárcel suspendida y 150.000 € de multa; Patrice de Maistre también fue declarado culpable y sancionado con prisión (aunque en su caso lograría un acuerdo posterior con la familia para no apelar). En cambio, en el vértice político, Éric Woerth fue absuelto de cualquier cargo de abuso de debilidad o financiamiento ilícito, quedando fuera de la mancha del caso.
La sentencia representó una victoria rotunda para Françoise Bettencourt-Meyers, quien había perseverado tantos años en busca de justicia para su madre. El tribunal reconoció oficialmente que Liliane Bettencourt fue víctima de manipulación debido a su demencia incipiente desde 2006 en adelante. La utilización de los informes médicos fue decisiva para trazar esa línea temporal y dar sustento técnico al veredicto. Los acusados, por su parte, anunciaron apelaciones. Banier siempre mantuvo –y siguió manteniendo en los recursos– que “siempre actuó según la voluntad de su amiga Liliane” y que los regalos fueron consentidos. Su defensa intentó presentar el fallo como un “ajuste de cuentas familiar” más que como justicia genuina.
Sentencia final, controversias y repercusiones (2016–2017)
El proceso judicial culminó con la fase de apelación en 2016, poniendo fin definitivamente al caso penal. En agosto de 2016, la Cour d’Appel de Bordeaux emitió su veredicto final. Si bien confirmó la culpabilidad de François-Marie Banier por abuso de debilidad, moderó significativamente las penas impuestas. Banier fue condenado en apelación a 4 años de prisión con suspensión total de pena (es decir, ningún tiempo efectivo en cárcel) y a una multa de 375.000 €. Además, se le eximió de pagar los 158 millones de indemnización civil que se habían fijado inicialmente, probablemente porque entre tanto la familia Bettencourt y Banier llegaron a algún arreglo confidencial sobre esos activos. En la práctica, Banier –de 69 años en ese momento– evitó pisar prisión y tampoco tuvo que devolver la mayor parte de los regalos, aunque su reputación quedó manchada y perdió para siempre su posición en la alta sociedad parisina. Su compañero Martin d’Orgeval mantuvo la condena de prisión suspendida y multa ya establecida en primera instancia. Otros involucrados menores también recibieron penas menores o quedaron absueltos.
Los abogados de Banier celebraron parcialmente el fallo de apelación, llegando a declararlo un “revés humillante para Françoise Bettencourt”, pues de los 158 millones exigidos ella “se va con cero”. Esa afirmación combativa subrayaba que, aun habiendo ganado el caso legalmente, la hija de Liliane no obtendría resarcimiento económico directo a través de la sentencia. Sin embargo, desde 2011 Françoise ya controlaba el patrimonio de su madre mediante la tutela, por lo que de facto el flujo de fondos hacia Banier y otros se había cortado tiempo atrás.
Más allá de las cifras, la sentencia definitiva consolidó un precedente importante en la jurisprudencia francesa sobre abuso de debilidad. Demostró que incluso personas de enorme fortuna y poder pueden ser consideradas víctimas dignas de protección si sufren deterioro cognitivo. El caso puso en primer plano la eficacia de la ley de abuso de debilidad (introducida en 1994 en el Código Penal francés) para combatir la explotación de ancianos vulnerables, una problemática que a menudo se da en silencio en entornos familiares. Tras Bettencourt, se observó un incremento en denuncias y conciencia respecto a maltrato financiero de personas mayores en Francia, un tema que había permanecido relativamente invisible.
No obstante, el caso también dejó preguntas y controversias. Una de las más debatidas fue la relativa al uso de las evaluaciones psiquiátricas con fines legales. Algunos críticos señalaron que la intimidad médica de Liliane Bettencourt fue excesivamente expuesta en público –con filtraciones a la prensa de diagnósticos, incapacidad, etc.– quizás vulnerando su dignidad. Especialmente polémica fue la filtración del informe pericial a Le Monde en octubre de 2011, percibida por el círculo de Liliane como una violación de confidencialidad deliberada para influir en la opinión pública. El entorno de Bettencourt intentó sin éxito anular aquel informe argumentando que “no se realizó en las condiciones apropiadas” al haber sido en su domicilio y en un contexto hostil. Esta crítica apunta al dilema ético: ¿hasta qué punto es legítimo forzar (o hacer bajo presión) un examen psiquiátrico a alguien que no desea ser evaluado, solo para satisfacer una necesidad judicial? En el caso Bettencourt, la justicia optó por prevalecer el interés de protegerla y esclarecer la verdad, sobre la negativa personal de Liliane a ser examinada.
Ligado a lo anterior, surgió la controversia sobre la imparcialidad de los peritos. Como se mencionó, la revelación de la amistad entre la Dra. Gromb (perito) y el juez Gentil dio munición a la defensa para alegar confabulación. Aunque las cortes validaron la pericia, el asunto dejó cierta inquietud sobre la selección de expertos en casos tan sensibles: es esencial que no haya sospecha de connivencia con ninguna de las partes. El caso motivó llamados a reforzar los protocolos de designación de peritos médicos en procedimientos de tutela y penales, para blindar su objetividad.
Otra dimensión del debate fue la línea borrosa entre capacidad jurídica vs. autonomía personal. Hubo quienes argumentaron que, pese a su demencia moderada, Liliane Bettencourt tenía derecho a decidir regalar su dinero a quien quisiera –incluso si pareciera irracional ante ojos externos–. Esta postura liberal sostiene que la pérdida parcial de memoria o de orientación no debería invalidar automáticamente la voluntad de alguien en todos los ámbitos, y que era difícil probar sin ambigüedades la manipulación. Sin embargo, la sentencia y la mayoría de la opinión pública se inclinaron por la protección: considerando los montos desproporcionados implicados y las tácticas documentadas de Banier (quien llegó a idear ser adoptado para heredar), la balanza se fue hacia impedir un despojo patrimonial bajo apariencia de consentimiento. El caso Bettencourt sirvió así para recalcar que el consentimiento de una persona anciana rica, cuando hay indicios de demencia, debe examinarse con lupa para discernir si es auténtico o inducido.
En el plano familiar y humano, el final de esta historia es agridulce. Liliane Bettencourt vivió sus últimos años retirada de la vida pública, bajo el cuidado de su familia pero distanciada afectivamente de su hija. Falleció el 21 de septiembre de 2017, a los 94 años, aún bajo tutela. Françoise Bettencourt-Meyers heredó oficialmente el imperio L’Oréal, consolidándose como la mujer más acaudalada del mundo según Forbes en años posteriores, y destinó también energías a proyectos filantrópicos. François-Marie Banier, por su parte, prácticamente desapareció de la escena social parisina, dedicado a la pintura y a escribir, con su nombre irrevocablemente asociado en la memoria colectiva al arquetipo de “cazador de fortunas”.
En cuanto al sistema judicial francés, el caso supuso un refuerzo de confianza en la capacidad de la justicia para enfrentar incluso las tramas más enrevesadas. A pesar de los tropiezos iniciales y presiones políticas, los jueces consiguieron llevar a término un juicio equilibrado, fundamentado en pruebas documentales, testimoniales y médicas. La separación de los expedientes (familiar, penal, político) y el cambio de jurisdicción a Burdeos fueron decisiones acertadas para garantizar imparcialidad. También se puso de manifiesto la importancia de la colaboración entre disciplinas: sin el aporte de la medicina (neurología, geriatría, psicología), no se habría podido establecer legalmente el abuso. Esto ha animado a seguir perfeccionando los protocolos de peritación en materia de capacidad cognitiva y discernimiento, un campo cada vez más relevante dado el envejecimiento poblacional.
Conclusión
El caso Liliane Bettencourt fue un verdadero espejo para la sociedad francesa en varios sentidos. Reflejó hasta qué punto la vejez –incluso la de una multimillonaria rodeada de privilegios– puede venir acompañada de fragilidad y vulnerabilidad. También expuso la codicia y la falta de escrúpulos que pueden surgir en torno a una persona mayor cuando hay grandes intereses económicos en juego. Los informes clínicos, al diagnosticar demencia y trazar la cronología del deterioro de Bettencourt, se convirtieron en piezas angulares para que la justicia pudiera calificar de “abuso” lo que en apariencia fueron regalos consentidos. Este componente médico-psiquiátrico añadió un nivel de complejidad inédito al proceso, obligando a jueces y jurados a adentrarse en los terrenos de la neurociencia y la psicogeriatría para entender la conducta de Liliane.
La instrumentalización de datos médicos en un juicio plantea siempre retos éticos. En este caso, se justificó por la necesidad de proteger a la víctima y sancionar a quienes aprovecharon su debilidad. Sin embargo, dejó el aprendizaje de que debe procurarse la máxima delicadeza y rigor al manejar información tan sensible como la salud mental de alguien. La dignidad de Liliane Bettencourt sufrió golpes en el camino –al verse exhibida como “demente” en medios y tribunales–, pero su caso posiblemente evitará que muchas otras personas mayores caigan en situaciones similares de explotación silenciosa. Tras el escándalo, aumentó la vigilancia familiar y bancaria sobre movimientos financieros atípicos de ancianos, y se iniciaron campañas de concienciación sobre el abuso a mayores.
En definitiva, la saga Bettencourt mostró un equilibrio posible entre autonomía y protección: durante el tiempo que Liliane quiso ser autónoma, la justicia respetó su negativa a pericias (hasta cierto punto); pero cuando la evidencia de su enfermedad fue abrumadora, se activaron los mecanismos protectores del derecho. A través de una cronología que abarcó indicios iniciales, diagnósticos confidenciales luego hechos públicos, y finalmente su empleo en un tribunal, hemos visto cómo la medicina y el derecho entrelazaron sus caminos en esta historia. El legado del caso Bettencourt reside en haber sentado precedente de que la fortuna no blinda a nadie frente a la vulnerabilidad humana, y que una sociedad democrática debe valerse de todas sus herramientas –legales, médicas, éticas– para cuidar a quienes, aun habiendo tenido todo el poder y dinero del mundo, terminan necesitando la protección que brinda la justicia.
Este texto ha sido desarrollado con ayuda de Inteligencia Artificial



