Ideología, política y ciencia: del lysenkoísmo al debate actual sobre el sexo
- Alfredo Calcedo
- 28 abr
- 15 Min. de lectura

Introducción
Acabo de leer en una entrevista en elconfidencial.com al científico Alan Sokal en la que analiza desde una perspectiva muy interesante el debate actual sobre sexo y género, y defiende la tesis de que lo que estamos viendo en la actualidad se debe a que la ideología está contaminando la ciencia, Algo parecido ya ocurrió en la Rusia soviética con el caso de Trofim Lysenko. Este artículo es una ampliación de esta analogía de Sokal.
La historia de la ciencia muestra episodios en que la ideología y la política se entrometen en la búsqueda del conocimiento. Cuando el poder político impone una visión ideológica por encima de la evidencia, el progreso científico puede frenarse e incluso revertirse. Un caso emblemático ocurrió en la Unión Soviética con Trofim Lysenko, donde la doctrina comunista dictó los rumbos de la biología con consecuencias desastrosas. Actualmente, surgen debates sobre el sexo como constructo sociológico, en los que distintas corrientes ideológicas influyen en cómo se define y aplica el concepto de sexo en la educación, la academia y la legislación. Este ensayo explora ambos escenarios –el lysenkoísmo en la URSS y las controversias contemporáneas sobre sexo y género– para examinar cómo la ideología y la política influyen en la ciencia, comparando enfoques ideologizados versus enfoques científicos en cada caso. Se presentan fuentes históricas y actuales confiables, con un tono claro y accesible para el público general.
El caso de Trofim Lysenko en la Unión Soviética
Ciencia soviética bajo sospecha ideológica
En la década de 1930, la biología soviética quedó subordinada a la ideología comunista. Trofim Denísovich Lysenko, un ingeniero agrónomo de origen campesino, se ganó el favor de Iósif Stalin prometiendo soluciones agrícolas milagrosas acordes con la doctrina socialista. Lysenko rechazaba abiertamente la genética mendeliana y la teoría de la evolución darwiniana, calificándolas de ideas “burguesas” y “reaccionarias” contrarias al marxismo. En su lugar, promovió la idea (inspirada en el lamarquismo) de que el entorno era el factor determinante: postulaba que las plantas y animales podían ser reformados casi indefinidamente mediante estímulos ambientales, y que los caracteres adquiridos se heredarían por generaciones. Esta noción, que implicaba que incluso la biología obedecería a la voluntad revolucionaria, entusiasmó a los líderes soviéticos, que buscaban “una ciencia adaptada a sus ideales colectivistas”. En palabras del propio Lysenko, cuando había un choque entre “las doctrinas de la ciencia y las del comunismo”, él siempre optaba por estas últimas, confiando en que eventualmente “la biología se conformaría a la ideología”.
Las promesas de Lysenko eran atractivas para el régimen. Afirmó haber desarrollado métodos para incrementar drásticamente la producción agrícola y acabar con el hambre, por ejemplo “educando” semillas: sumergía granos en agua helada antes de plantarlos (proceso que llamó vernalización) con la idea de acostumbrar a los cultivos al invierno, y sostenía que ese rasgo adquirido pasaría a la descendencia. Tales anuncios, aunque carecían de rigor experimental, fueron aplaudidos por la prensa oficial (que lo celebraba como el “científico descalzo” salido del pueblo) y por funcionarios deseosos de soluciones rápidas. Mientras tanto, la verdadera comunidad científica observaba con alarma cómo Lysenko ignoraba las leyes básicas de la genética. De hecho, Lysenko negaba la existencia misma de los genes, ya que la idea de factores hereditarios fijos contradecía su visión igualitarista y la noción comunista de que no hay “privilegios por razón de origen” incluso en la naturaleza.
Del laboratorio al campo: imposición y consecuencias
Con el apoyo incondicional de Stalin, Lysenko ascendió a dirigir la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas. Desde esa posición de poder, impuso sus teorías pseudocientíficas como política oficial. Por ejemplo, ordenó a los agricultores sembrar las semillas muy juntas alegando su “ley de la vida de la especie” (según la cual plantas de la misma “clase” no competirían entre sí), y prohibió el uso de fertilizantes y pesticidas convencionales. Estas directrices contravenían décadas de agronomía científica, pero cuestionarlas se volvió peligroso. En poco tiempo, las cosechas plantadas bajo los métodos de Lysenko comenzaron a fracasar estrepitosamente, pudriéndose o dando rendimientos muy bajos.
Las consecuencias fueron trágicas: se desataron nuevas crisis alimentarias y hambrunas en varias regiones soviéticas . Ya a comienzos de los 30, la URSS había sufrido la terrible hambruna del Holodomor (resultado en gran medida de la forzada colectivización estalinista); ahora, las recetas de Lysenko prolongaban y agravaban la escasez. Entre 1932 y 1933 murieron al menos 7 millones de personas por hambre en la Unión Soviética, y años después, tras multiplicarse exponencialmente las hectáreas cultivadas bajo esquemas lysenkoístas, la producción agrícola seguía cayendo por debajo de los niveles previos. Incluso China, aliada comunista, adoptó las teorías de Lysenko en el Gran Salto Adelante con resultados catastróficos: se estima que al menos 30 millones de personas murieron de inanición en la hambruna china de 1958-61.
A pesar del rotundo fracaso empírico de sus métodos, Lysenko mantuvo su influencia durante décadas gracias al respaldo político. Stalin consideraba inadmisible admitir error, de modo que las explicaciones alternativas fueron silenciadas en lugar de escuchadas. Genetistas y biólogos que se opusieron a Lysenko o defendieron la genética clásica fueron objeto de persecución estatal. Muchos fueron destituidos de sus puestos; otros acabaron arrestados, enviados a gulags o incluso ejecutados bajo acusaciones de sabotaje contrarrevolucionario. El célebre botánico Nikolai Vavílov, pionero de la genética soviética, murió de hambre en una cárcel en 1943 tras años de hostigamiento por enfrentarse al lysenkoísmo. En 1948, la situación llegó al extremo: la investigación en genética fue prácticamente prohibida en la URSS por decreto oficial. Los retratos de Lysenko colgaban en los institutos científicos, mientras que la genética mendeliana se tachaba de “pseudociencia burguesa”. Este oscuro periodo de dogmatismo hizo que el desarrollo de la biología en la Unión Soviética se retrasara décadas respecto al resto del mundo. Según algunos historiadores, la biología rusa quedó rezagada medio siglo debido al control absoluto que Lysenko ejerció sobre la academia.
Finalmente, tras la muerte de Stalin en 1953, el clima político cambió lo suficiente para que la comunidad científica soviética comenzara a recuperarse. En 1956, bajo Nikita Jrushchov, se permitió criticar abiertamente a Lysenko, y en 1964 este fue removido de su cargo directivo. No obstante, el daño ya estaba hecho: la URSS había perdido numerosos científicos valiosos y oportunidades de avance. El caso Lysenko pasó a la historia como un ejemplo aleccionador de cómo la imposición ideológica puede desviar a la ciencia de sus fundamentos empíricos, con costos humanos y retraso del conocimiento.
En resumen, el lysenkoísmo ilustró cómo un enfoque pseudocientífico ideologizado —sostenido por el poder político— puede desplazar al método científico y acarrear graves consecuencias. La biología soviética quedó como lección histórica de la importancia de mantener la ideología separada de la ciencia. A continuación, pasaremos a un debate contemporáneo donde nuevamente afloran tensiones entre postulados ideológicos y evidencia científica: la discusión en torno a la definición del sexo humano.
Debates contemporáneos: ¿sexo como constructo sociológico?
En las últimas décadas, la discusión sobre sexo y género ha trascendido el ámbito científico para convertirse en un debate sociopolítico candente. Algunas corrientes de las ciencias sociales y humanidades –notablemente la teoría de género y la filosofía feminista posmoderna– proponen que el concepto de “sexo” (categorías masculino/femenino) no es una realidad totalmente objetiva y biológica, sino en gran medida un constructo sociocultural. Por otro lado, la mayoría de las ciencias biológicas sostiene que el sexo es una realidad biológica material y esencialmente binaria, aunque con un reconocimiento de variaciones poco comunes. Estas visiones divergentes chocan en debates académicos, en la educación y en políticas públicas, generando controversias similares, en cierto sentido, a las que vimos en el caso Lysenko: ¿debe primar la narrativa ideológica o la evidencia científica en cómo entendemos y enseñamos algo tan fundamental como el sexo?
Visión desde las ciencias sociales: sexo y género como construcciones
La idea de que el sexo es un constructo social surge principalmente de la distinción entre sexo biológico y género. Tradicionalmente, “sexo” se refería a la condición biológica de ser hembra o macho (en humanos, mujer u hombre), mientras que “género” aludía a los roles, identidades y expresiones construidas socialmente en torno a ese sexo. Sin embargo, influyentes teóricos han argumentado que incluso lo que llamamos “sexo” no es una categoría puramente natural, sino que está mediada por la cultura y el lenguaje. Por ejemplo, la filósofa Judith Butler planteó en 1990 que el sexo es performativamente construido, es decir, que la propia categorización de alguien como “hombre” o “mujer” es un acto social repetido que termina por dar la apariencia de algo natural. Butler señala que considerar el sexo como un hecho bruto de la anatomía es simplista; más bien, desde el momento del nacimiento con anuncios como “¡Es niño!” o “¡Es niña!”, la sociedad impone una interpretación sobre un continuo de características físicas. En esta línea de pensamiento, los cuerpos humanos presentan múltiples atributos (cromosomas, hormonas, genitales, rasgos secundarios) que no siempre encajan perfectamente en dos conjuntos excluyentes, y es la sociedad la que decide cuál de esos atributos se considera definitorio. Por tanto, “sexo” tendría una dimensión social: es una etiqueta que usamos para simplificar una realidad biológica compleja en dos grupos, con fines organizativos (legales, médicos, culturales).
Algunos científicos sociales y activistas argumentan que insistir en una dicotomía sexual rígida invisibiliza a las personas que no encajan plenamente en ella. Citan, por ejemplo, la existencia de individuos intersexuales (personas con variaciones en los cromosomas sexuales, gónadas o anatomía reproductiva) que no corresponden totalmente con las definiciones típicas de hombre o mujer. Estudios clínicos señalan que entre 1 de cada 100 y 1 de cada 1000 nacidos presentan algún tipo de DSD (sigla en inglés de trastorno/diferencia del desarrollo sexual), dependiendo de qué tan amplia sea la definición utilizada. Casos como el quimerismo (personas con dos líneas celulares, XX y XY, en un mismo cuerpo) o el síndrome de insensibilidad a los andrógenos (individuos XY con desarrollo corporal femenino) muestran que la realidad biológica no siempre es binaria absoluta. A nivel genético y endocrino, “cada individuo es un mosaico” y hay solapamiento en las distribuciones de características masculinas y femeninas. Desde esta perspectiva, “sexo” más que binario, sería un espectro continuo de combinaciones biológicas.
Consecuentemente, muchos en ciencias sociales proponen que definamos el sexo de forma más inclusiva y contextual. No sería un atributo fijo y simple, sino un conjunto de dimensiones (cromosómica, gonadal, hormonal, morfológica, psicológica) que pueden no coincidir todas en el “masculino” o “femenino” para ciertas personas. En lugar de dos cajones tajantes, tendríamos múltiples “dimensiones de sexo”. De hecho, en 2022 un simposio organizado por el Instituto Nacional de Salud de EE.UU. se tituló “Explorando las múltiples dimensiones del sexo y el género”, reflejando esta idea de complejidad. En ese evento, diversos expertos abogaron por definiciones más inclusivas de sexo en investigación y medicina, para reconocer la diversidad biológica humana y mejorar la calidad de los datos científicos.
Para los defensores de esta visión, recalcar la construcción social del sexo no implica negar la biología, sino interpretarla de otro modo. Argumentan que fijarse solo en los genitales o cromosomas al nacer es una decisión cultural (por ejemplo, hay culturas o épocas históricas que clasificaron a las personas de maneras distintas). Además, señalan que las nociones binarias han sido usadas para justificar jerarquías de género (como la idea decimonónica de “sexo débil” vs “sexo fuerte”), por lo que desmantelar ese binario tendría también un fin emancipador. En suma, desde las ciencias sociales y la teoría de género se plantea que la ciencia misma debe actualizarse para reflejar “la verdadera diversidad de la experiencia humana” en cuanto al sexo, saliendo de esquemas simplificados.
La perspectiva de las ciencias biológicas: el sexo como realidad biológica
Frente a estas propuestas, muchos científicos –biólogos, genetistas, médicos– sostienen que si bien el género es una construcción social, el sexo biológico es un hecho natural fundamental. Desde la biología evolutiva, el sexo se define estrictamente por la función reproductiva: existen dos tipos de gametos (células sexuales) en las especies con reproducción sexual –óvulos y espermatozoides– y, por convención, se denomina hembra al organismo que produce los gametos grandes (óvulos) y macho al que produce los pequeños (espermatozoides). Esta definición basada en gametos es independiente de características secundarias como genitales externos o apariencia, y no admite un tercer tipo de gameto; por tanto, el sexo se concibe como binario en esencia (dos categorías). Los científicos reconocen la existencia de individuos intersexuales con combinaciones atípicas de rasgos sexuales, pero afirman que estas excepciones no invalidan la regla subyacente: casi todos los humanos se desarrollan dentro de dos clases reproductivas, y la especie no tendría un “tercer sexo” funcional en términos de reproducción. Dicho de forma sencilla, la diversidad de expresiones sexuales ocurre dentro de los dos sexos, no fuera de ellos.
Además, muchos biólogos expresan que calificar el sexo como un “constructo social” lleva a confusión. Subrayan que una cosa es la asignación social del sexo (por ejemplo, decidir legalmente qué marca poner en un acta de nacimiento ante un caso intersexual) y otra distinta es la realidad biológica del dimorfismo sexual. Negar que existan dos sexos en la naturaleza sería equivalente –según estos expertos– a negar un hecho observable en millones de especies. De hecho, un grupo de biólogos evolucionistas criticó abiertamente la tendencia de algunas publicaciones a presentar el sexo como un continuo, señalando que se trata de un “hecho biológico fundamental” y que su negación obedece más a posturas ideológicas que a evidencias. En un artículo de 2022 (publicado en BioEssays), argumentaron que si bien apoyar la inclusión de personas diversas en nada exige negar la biología, se estaba extendiendo una narrativa relativista en revistas de alto perfil que podía “erosionar el progreso científico” y abrir la puerta a “verdades alternativas” peligrosas. En este sentido, equiparaban la tendencia a diluir el concepto de sexo con un tipo de oscurantismo, evocando quizá (implícitamente) casos históricos como el de Lysenko.
Los defensores de la perspectiva biológica señalan que la complejidad no niega la categoría. Es cierto –admiten– que factores como hormonas, cromosomas o anatomía presentan variaciones, pero recalcan que ninguno de esos factores por sí solo define el sexo en todas las circunstancias. Por ejemplo, hay mujeres (sexo hembra) que son XY debido a insensibilidad a andrógenos, pero siguen siendo genéticamente definibles por la función gonadal; o varones XX con el gen SRY translocado. Estos casos, aunque interesantes, son estadísticamente raros. La gran mayoría de la población se encuadra claramente en uno de los dos sexos. En todo caso, los individuos con DSD intermedios confirman la regla al ser comprensibles solo en relación con las dos categorías base (son combinaciones inusuales de rasgos masculinos y femeninos, no un sexo nuevo). Así, la biología moderna sostiene que el sexo es binario a nivel reproductivo, aunque reconoce un espectro a nivel fenotípico (de características) dentro de cada sexo. Incluso en especies con rarezas –como peces que cambian de sexo o animales hermafroditas–, sigue habiendo dos células sexuales de distinto tamaño en juego, por lo que la definición binaria se mantiene a nivel de especie.
Algunos científicos también cuestionan la afirmación de que “sexo” y “género” deban fusionarse. Proponen conservar una distinción conceptual clara: el sexo como realidad biológica constatable y material, y el género como un constructo cultural referente a roles y expectativas. Señalan que confundir ambos conceptos puede llevar a conclusiones erróneas. Por ejemplo, la Asociación Española Contra el Borrado de las Mujeres sostiene que “afirmar que el sexo no es biológico sino una característica construida socialmente, consolida el género, que es precisamente la herramienta cultural que justifica la desigualdad estructural entre mujeres y hombres”. En otras palabras, si decimos que “ser mujer” es solo un sentimiento o una etiqueta elegible, corremos el riesgo de perder de vista las bases materiales sobre las que se ha discriminado históricamente a las mujeres (la capacidad reproductiva, la anatomía, etc.). Para este sector del feminismo, la categoría “mujer” basada en el sexo biológico ha sido crucial para luchar contra el machismo, y diluirla podría revertir logros (por ejemplo, en estadísticas de violencia o acciones afirmativas). Así, paradójicamente, la postura “biologicista” de afirmar la realidad del sexo cuenta con el apoyo de ciertos grupos feministas que ven en las nociones de género autodeterminado un peligro para la protección de las mujeres como clase sexual.
Impacto de la política en la educación y la legislación sobre sexo
El choque entre estas visiones teóricas tiene consecuencias prácticas en la sociedad actual. En educación, por ejemplo, existe debate sobre qué enseñar a los niños y jóvenes respecto al sexo y el género. En algunos países y currículos progresistas, se incorpora la idea de que además de niño y niña existen identidades no binarias, o que el género es fluido. Quienes apoyan este enfoque argumentan que promueve la inclusión y el respeto a las diferencias. Quienes lo critican temen que pueda generar confusión científica. Un manifiesto firmado por académicas españolas afirmaba: “Decir a las niñas y a los niños que los estereotipos sexistas son los que definen el sexo de las personas atenta contra la ciencia”. Aquí la preocupación es que se esté reemplazando una explicación biológica (sexo basado en características corporales) por una puramente cultural (sexo basado en gustos, rol o atuendo), lo cual, según estas voces, envía un mensaje anticientífico y refuerza los mismos estereotipos de género que se pretende eliminar (por ejemplo, insinuar que si una niña no encaja en los estereotipos “femeninos” entonces no es realmente una niña). Este debate educativo muestra cómo la definición de sexo tiene implicaciones en la formación de la próxima generación, y cómo la política (en este caso, políticas educativas y presión de colectivos) trata de influir en los contenidos curriculares.
En el terreno legal y político, la influencia ideológica es aún más palpable. Varios países han reformado leyes para acomodar la noción de identidad de género por encima del sexo biológico. Un ejemplo reciente es España, donde en 2023 se aprobó la conocida como “Ley Trans”, que permite la autodeterminación del género legal: a partir de los 16 años, cualquier persona puede solicitar el cambio de la mención de sexo en el Registro Civil mediante una simple declaración de voluntad, sin requisitos médicos ni trámites largos. Esto significa que, legalmente, el Estado reconoce como mujer a quien se identifique como tal (y viceversa para hombre), independientemente del sexo con el que nació. Para los colectivos trans y quienes apoyan la ley, esto corrige una discriminación histórica y reconoce la vivencia personal de la identidad. No obstante, la ley enfrentó un acalorado debate y una inusual coincidencia entre sectores ideológicamente distantes: mientras partidos conservadores la rechazaban por motivos tradicionales, algunos grupos feministas también se opusieron, temiendo que borrar la distinción de sexo pudiera perjudicar la protección de los derechos de las mujeres basados en su sexo biológico. De hecho, más de 40 organizaciones feministas españolas llegaron a pedir la retirada de la ley argumentando que “permitir que cualquier hombre autoidentificado mujer acceda libremente a cuotas y espacios seguros para mujeres” supone un retroceso en la lucha contra la desigualdad. Plantearon dudas como: qué pasa con las estadísticas de violencia machista si el agresor cambia su sexo legalmente?, ¿y con las competiciones deportivas femeninas o los espacios separados (baños, prisiones)?. Estas preguntas evidencian que la cuestión no es meramente semántica: según cómo definamos “sexo” en las leyes, se afectan ámbitos de seguridad, justicia y equidad.
A nivel internacional, la discusión es similar. Organismos como la OMS han adoptado un lenguaje que distingue sexo y género y promueve la sensibilidad hacia la diversidad (por ejemplo, hablando de “personas embarazadas” en lugar de “mujeres embarazadas” en algunos documentos, para incluir a hombres trans). Al mismo tiempo, hay estados en EE.UU. u otros países que legislan en sentido contrario, definiendo el sexo legal estrictamente según criterios biológicos de nacimiento, incluso prohibiendo en documentos oficiales términos asociados a la ideología de género. La politización del tema es evidente: distintos gobiernos, según su orientación, toman partido ya sea por reformular la ciencia con base en postulados de identidad, o por reafirmar definiciones biológicas clásicas aun a riesgo de desatender a minorías.
Como vemos, el debate contemporáneo sobre el sexo enfrenta un enfoque ideológico (muchas veces bien intencionado en pro de la inclusión, pero acusado de poco rigor científico) y un enfoque científico (que reivindica la importancia de los hechos biológicos, pero acusado a veces de insensibilidad hacia la diversidad humana). Cabe destacar que existen también posturas intermedias que buscan puentes: por ejemplo, científicos que reconocen la base binaria pero promueven empatía y ajustes razonables para casos particulares, o teóricos sociales que sin negar la biología exploran cómo esta es vivida diferentemente en sociedad. En cualquier caso, la influencia de la política es innegable en cómo se desarrolla esta controversia: desde la terminología en publicaciones científicas hasta las leyes nacionales, el péndulo ideológico oscila y la ciencia se ve a veces presionada a adaptarse o a resistir.
Conclusiones
Tanto el caso histórico de Trofim Lysenko en la Unión Soviética como los debates actuales en torno al concepto de sexo muestran que la ciencia no opera en un vacío social. Ideología y política pueden influir profundamente en la ciencia, para bien o para mal. En el lysenkoísmo vimos una advertencia extrema: cuando se subordina la verdad científica a la ortodoxia ideológica, los resultados pueden ser catastróficos, con pérdida de vidas humanas y atraso del conocimiento. La biología soviética tardó décadas en recuperarse del dominio de una pseudociencia impuesta desde el poder. Afortunadamente, la comunidad científica internacional aprendió en parte de esa experiencia a valorar la independencia de la ciencia y la necesidad del escrutinio crítico libre de coerción.
En los debates contemporáneos sobre sexo y género, el panorama es más complejo y matizado, pero algunas dinámicas se repiten. Existen presiones ideológicas –en este caso emanadas de corrientes socioculturales modernas– que buscan redefinir conceptos científicos a la luz de constructos teóricos o de agendas político-identitarias. Estas iniciativas nacen frecuentemente de nobles propósitos de inclusión y justicia social. Sin embargo, diversos científicos alertan que, si se lleva al extremo la noción de que “todo es construcción”, se corre el riesgo de desconectarse de la realidad empírica.
Negar categorías biológicas fundamentales podría minar la confianza en la ciencia y generar confusión en áreas como la medicina (por ejemplo, en estudios epidemiológicos o diagnósticos diferenciados por sexo). A la inversa, ignorar por completo los aportes de las ciencias sociales también sería empobrecedor, pues la ciencia existe dentro de una sociedad y sus conceptos pueden requerir revisiones o actualizaciones a medida que entendemos mejor la interacción entre naturaleza y cultura.
La lección general es la importancia de mantener un equilibrio: la ciencia debe estar abierta al diálogo con la sociedad y a examinar sus propios supuestos (evitando sesgos, discriminaciones y lenguajes obsoletos), pero sin renunciar a su método y evidencia al compás de modas ideológicas. La ideología y la política, por su parte, harían bien en basarse en datos y en respetar la complejidad del mundo natural al proponer cambios. Como señaló un grupo de biólogos, no es necesario “negar el concepto biológico de sexo” para defender los derechos de las personas diversas – análogamente, podríamos decir que no es necesario torcer los hechos científicos para lograr una sociedad más justa.
En definitiva, tanto el ayer con Lysenko como el hoy con el debate sobre el sexo nos invitan a reflexionar sobre la delicada relación entre la verdad científica y los valores ideológicos. La ciencia progresa mediante evidencia, prueba y error, debate libre y reproducibilidad; cuando se le imponen límites dogmáticos, pierde su esencia. Al mismo tiempo, la ciencia no es infalible ni ajena a contextos sociales, por lo que debe comunicarse y convivir con diversas visiones del mundo. Encontrar un terreno común donde la rigurosidad científica y la sensibilidad social coexistan será clave para enfrentar los desafíos venideros sin repetir errores del pasado. En ese camino, la historia del lysenkoísmo permanece como un recordatorio de los peligros de subordinar la ciencia a la ideología, mientras que los debates actuales nos desafían a integrar conocimientos de distintas áreas sin sacrificar ni la realidad ni la humanidad que nos caracteriza.