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Tipos de ciencia según C. P. Snow y Jerome Kagan, y el concepto de ciencias críticas

Dall-E
Dall-E

Introducción

En la historia reciente del pensamiento se ha reflexionado ampliamente sobre las divisiones epistémicas del saber, es decir, sobre cómo se estructuran y separan las distintas áreas del conocimiento humano. Un hito importante fue la conferencia de 1959 de C. P. Snow titulada Las dos culturas, donde señaló la brecha entre las ciencias naturales y las humanidades. Décadas más tarde, Jerome Kagan amplió el análisis a tres culturas (añadiendo las ciencias sociales) y advirtió un declive de las Humanidades en el aprecio social.


Paralelamente, la tradición de la Escuela de Frankfurt desarrolló el concepto de ciencias críticas, reconociendo formas de conocimiento orientadas no solo a describir la realidad sino a emancipar y transformar la sociedad.


C. P. Snow y la división de “las dos culturas”

Charles Percy Snow, científico y novelista británico, identificó a mediados del siglo XX una fractura profunda entre dos esferas culturales: por un lado, la de los científicos (ciencias naturales) y, por otro, la de los intelectuales literarios (humanidades). En su famosa conferencia Rede de 1959, publicada como The Two Cultures, Snow lamentó la “incomunicación” entre ambas comunidades. Ilustró esta brecha con una anécdota célebre: ante un grupo de intelectuales humanistas, Snow preguntó cuántos podían describir de forma básica la Segunda Ley de la Termodinámica, y nadie supo hacerlo. Para Snow, este desconocimiento científico por parte de los humanistas era tan preocupante como lo sería que un científico nunca hubiera leído a Shakespeare. La falta de entendimiento mutuo llevaba incluso a actitudes de menosprecio: los literatos veían con condescendencia a los científicos por su supuesta falta de “cultura”, mientras que muchos científicos consideraban que los intelectuales humanistas ignoraban el progreso científico y tecnológico.


Snow argumentó que esta polarización era perjudicial para la sociedad en su conjunto. Sostuvo que los problemas más acuciantes (como la pobreza global, el progreso social o la supervivencia ante las amenazas tecnológicas) no podrían abordarse eficazmente si persistía la división entre las dos culturas. Por ejemplo, señalaba que mientras los científicos trabajaban con optimismo para mejorar el bienestar humano a través de la tecnología, muchos intelectuales humanistas mostraban escepticismo o incluso hostilidad hacia los avances científicos, tildándolos de deshumanizantes. Esta actitud la consideraba Snow una forma de ludismo intelectual, una resistencia al cambio que impedía apreciar cómo la revolución científico-industrial podía ayudar a los más desfavorecidos. A su vez, desde las humanidades se criticaba a algunos científicos por tener una visión excesivamente técnica y carente de reflexión ética o social.


Una de las contribuciones centrales de Snow fue diagnosticar la “gran incomunicación” entre ambas culturas y abogar por tender puentes mediante la educación y el diálogo. En Las dos culturas, Snow urgía a reformar los sistemas educativos para que los estudiantes de ciencias tuviesen mayor formación humanística y viceversa, de modo que compartieran un núcleo común de lenguaje cultural. Sin esta base compartida, advertía, la sociedad corría peligro de fragmentarse: “Tener dos culturas incomunicadas no es solo insensato, sino también peligroso”, escribió Snow, especialmente en un mundo donde la ciencia determina gran parte del destino humano. La hiperespecialización del conocimiento moderno, aunque produce gran acumulación de saber técnico, había menguado la capacidad de comunicarnos de forma amplia y comprensible – la cultura humanística rehuía el lenguaje matemático, y la científica descuidaba la comunicación narrativa.


La conferencia de Snow provocó un intenso debate en la intelectualidad de la época. Autores como el crítico literario F. R. Leavis respondieron duramente, acusando a Snow de simplista y de minusvalorar las humanidades. Sin embargo, con los años la tesis de las dos culturas demostró tener un valor descriptivo importante. Snow publicó en 1963 un segundo ensayo, The Two Cultures: A Second Look, donde mantuvo su postura e incluso se mostró “optimista” al sugerir la posible emergencia de una “tercera cultura” que cerraría la brecha. Snow imaginaba una futura conversación fluida entre científicos y humanistas, en la que ambos grupos llegarían a un entendimiento mutuo fructífero. Como veremos más adelante, esta idea de una tercera cultura sería reinterpretada de manera muy distinta en las décadas siguientes.


En resumen, Snow puso sobre la mesa la problemática de la fragmentación del saber en dos bloques que, pese a su origen común en la cultura occidental, apenas se escuchaban entre sí. Su llamado a reconectar las dos culturas –integrando el rigor científico con la profundidad humanística– sentó las bases para discusiones posteriores sobre la unidad del conocimiento y las políticas científicas y educativas necesarias para lograrla.


Jerome Kagan y la ampliación a las “tres culturas”

Han pasado más de 60 años desde la conferencia de Snow, y el panorama académico ha evolucionado de muchas maneras. Uno de los análisis contemporáneos más destacados es el de Jerome Kagan, psicólogo del desarrollo de la Universidad de Harvard, quien en 2009 publicó The Three Cultures: Natural Sciences, Social Sciences, and the Humanities in the 21st Century. Como indica su subtítulo (“Revisiting C. P. Snow”), Kagan retoma el diagnóstico de Snow medio siglo después, ampliando el esquema para reconocer explícitamente a las ciencias sociales como un tercer ámbito diferenciado del saber.


Kagan coincide con Snow en que existen diferencias fundamentales en las metas, métodos y supuestos de las distintas comunidades intelectuales. Sin embargo, argumenta que no son solo dos grupos, sino tres: las ciencias naturales, las ciencias sociales y las humanidades. Cada una de estas “culturas” del conocimiento tiene su propio lenguaje, criterios de verdad, formas de evidencia y contribuciones características. Kagan realiza una comparación sistemática de las tres culturas atendiendo a diversos parámetros (objetivos, vocabulario, métodos, valores, etc.).


Las ciencias naturales, según Kagan, se caracterizan por estudiar hechos empíricos observables en el mundo físico, buscando explicaciones causales y leyes generales. Sus conceptos se refieren a entidades materiales con propiedades cuantificables (partículas, moléculas, células, etc.), y sus métodos enfatizan la experimentación controlada y la medición precisa. El ideal de verdad en este campo suele ser la correspondencia con la realidad observable: una teoría se considera verdadera si sus predicciones concuerdan con los datos empíricos. Esto dota a las ciencias naturales de un poder de predicción y de aplicación tecnológica notable – por ejemplo, la física y la química permiten desarrollar dispositivos y procesos que mejoran la salud, la producción o la comunicación humana. No es de extrañar, señala Kagan, que dichas contribuciones (medicinas eficaces, mayor longevidad, comodidades materiales) hayan otorgado a los científicos naturales un estatus especial ante la opinión pública. De hecho, en la cultura contemporánea mucha gente asume que las decisiones políticas o personales deben basarse en “evidencia científica” provista por expertos, otorgando a estos una suerte de autoridad epistémica privilegiada. Kagan advierte, sin embargo, que esta visión puede ser simplista: muchas decisiones sociales implican valores éticos que la ciencia por sí sola no puede resolver (por ejemplo, el hecho biológico de cierta predisposición natural no implica automáticamente que sea deseable socialmente).


Las ciencias sociales, por su parte, ocupan un terreno intermedio. Comparte con las ciencias naturales el interés por explicar fenómenos (en este caso, de la conducta humana, las sociedades y sus procesos), pero dichas explicaciones raramente pueden reducirse a leyes deterministas simples, dado lo complejos y contextuales que son los fenómenos sociales. Kagan subraya que dentro de las ciencias sociales coexisten dos orientaciones: una, más próxima al modelo naturalista, evita cualquier factor normativo o subjetivo (por ejemplo, psicólogos experimentales que estudian la percepción o memoria con métodos cuantitativos, a menudo correlacionando medidas conductuales con actividad cerebral). Otra, más humanista en espíritu, se interesa por la variabilidad humana, la cultura y la adaptación al entorno, e inevitablemente toca cuestiones de significado y valor (por ejemplo, qué se considera bienestar psicológico, o cómo las normas sociales influyen en la conducta). Estos científicos sociales “interpretativos” suelen apoyarse en datos cualitativos – relatos, encuestas, entrevistas – usando como evidencia fundamental las palabras de las personas. Aquí surge una dificultad propia de las ciencias sociales: las palabras y narrativas tienen propiedades ambiguas y contextuales que difieren de los datos numéricos duros. Por ejemplo, lo que un encuestado dice sobre su felicidad o sus creencias puede depender de matices lingüísticos y culturales difíciles de estandarizar. Así, las ciencias sociales lidian con la tensión entre aspirar a la objetividad (muchas veces mediante métodos estadísticos) y reconocer la dimensión interpretativa y ética inherente a estudiar a los seres humanos en sociedad. Kagan nota que evaluar si una persona está “bien adaptada” psicológicamente, por ejemplo, conlleva juicios de valor sobre qué es preferible o sano, lo cual introduce valores éticos en la propia investigación.


Finalmente, las humanidades (filosofía, historia, literatura, artes, etc.) se distinguen por perseguir principalmente la comprensión del significado de la experiencia humana, más que la explicación causal de hechos. Los humanistas suelen enfocarse en casos únicos, en obras singulares o en contextos históricos específicos, buscando interpretar intenciones, valores, símbolos y narrativas. Como indica Kagan, una parte de las humanidades se dedica a detectar cambios en las ideas o ideologías de una sociedad y comunicar esos hallazgos al público, revelando sentidos que quizá pasan desapercibidos. Otra parte de humanistas se orienta a crear una respuesta estética en su audiencia (por ejemplo, críticos literarios o artistas que no “demuestran” una verdad, sino que ofrecen visiones que resuenan emocionalmente con el público). A diferencia de las ciencias empíricas, las humanidades no pueden hacer experimentos para comprobar sus interpretaciones; la validez de una tesis humanística (por ejemplo, una interpretación de la obra de Shakespeare o una teoría ética) no se decide mediante un experimento repetible, sino a través del debate crítico y, en última instancia, por el “veredicto de la historia”. En lugar de verdad como correspondencia empírica, en las humanidades suele valorarse la coherencia semántica y la plausibilidad intuitiva: una obra se considera “verdadera” en la medida que articula de forma significativa la experiencia y conecta con las intuiciones del lector. Por ejemplo, muchas personas encuentran “verdades” profundas en Crimen y castigo de Dostoievski o en Una teoría de la justicia de John Rawls, a pesar de que sus afirmaciones no se basan en experimentos ni se expresan en lenguaje matemático. La “verdad” aquí es más cercana a la verosimilitud o a la fidelidad a ciertas experiencias humanas compartidas.


Tras analizar estas diferencias, Kagan llega a una observación crítica: existe una jerarquía de prestigio social entre las tres culturas. En la actualidad, las ciencias naturales ocupan “el pódium del aprecio social”, las ciencias sociales vienen en segundo plano, y las humanidades están en la base con la valoración más baja. Según Kagan, la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI han visto una “dramática ascensión” del estatus de las ciencias naturales, que ha intimidado a las otras dos comunidades académicas. Indicadores de este fenómeno son, por ejemplo, la mayor financiación y matrícula en carreras STEM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas) frente a la disminución en humanidades, o el énfasis político en la investigación técnicamente útil por encima de la reflexión humanística. Kagan incluso menciona datos: a mediados de los 2000, la proporción de estudiantes en humanidades cayó significativamente y se tendió a considerar estas disciplinas como de “menor utilidad” en comparación con las ciencias aplicadas. Él atribuye este declive en parte a las propias dificultades inherentes de las humanidades (su menor capacidad de predicción, su lenguaje a veces esotérico, su falta de consensos fuertes), pero también a factores culturales: por ejemplo, nota que en Estados Unidos muchas plazas académicas en humanidades empezaron a ser ocupadas por mujeres y minorías, lo cual —interpreta Kagan— pudo reforzar un prejuicio social de que se trataba de campos “secundarios” (una postura con la que él discrepa, por supuesto).


No obstante, Kagan no aboga por la supremacía de una cultura sobre las otras. Al contrario, su libro enfatiza la complementariedad y la necesidad de equilibrar las contribuciones de cada una. Cada cultura del saber tiene fortalezas únicas: las ciencias naturales proporcionan explicaciones materiales y tecnología; las humanidades proveen contexto ético, sentido histórico y exploración de valores; las ciencias sociales evalúan empíricamente las dinámicas humanas y pueden mediar entre las otras dos perspectivas. Kagan sugiere que, análogamente a la separación de poderes en un gobierno, las tres culturas pueden actuar como contrapesos cuando alguna se extralimita con afirmaciones dogmáticas. Por ejemplo, los científicos naturales aportan un freno cuando alguna ideología humanística se aleja demasiado de los hechos verificables; los humanistas aportan mesura ética cuando la tecnociencia propone soluciones socialmente insensibles; y los científicos sociales examinan críticamente las pretensiones de ambas partes, evaluando con datos las afirmaciones tanto de científicos como de humanistas. Así, idealmente, las tres culturas deberían interactuar como un sistema de control y equilibrio intelectual, evitando “excesos ideológicos” de cualquiera de ellas.


En síntesis, Jerome Kagan actualiza la discusión de Snow añadiendo matices importantes. Reconoce la existencia de una tercera cultura (la social) con identidad propia, y diagnostica un problema contemporáneo: el desequilibrio en el prestigio y la influencia, donde las ciencias “duras” dominan la agenda y la imaginación pública. Su análisis sugiere que para enfrentar los retos del siglo XXI (muchos de los cuales son híbridos, como el cambio climático, que es a la vez un fenómeno natural, social y ético), debemos revalorizar las humanidades y las ciencias sociales, integrando sus perspectivas con la potencia explicativa de las ciencias naturales. De lo contrario, corremos el riesgo de decisiones tecnocráticas sin humanidad, o de críticas sociales sin base factual sólida. En palabras de Kagan, cada cultura proporciona verdades parciales y necesita de las otras: solo articulando los “diferentes significados de la verdad” que manejan científicos, humanistas y especialistas sociales, podremos lograr una comprensión más plena de la realidad.


Teoría crítica y el concepto de “ciencias críticas”

Mientras Snow y Kagan reflexionan principalmente sobre la separación de las culturas científicas y humanísticas, otro corpus intelectual –iniciado por la Escuela de Frankfurt en el siglo XX– se centró en distinguir entre distintos modos de saber según sus intereses epistemológicos y sus implicaciones sociales. En particular, Max Horkheimer, Theodor Adorno y sus colegas desarrollaron la idea de una ciencia crítica de la sociedad, en contraposición a la ciencia “tradicional” positivista. Esta línea de pensamiento inaugura el concepto de ciencias críticas, entendido como aquellas disciplinas o enfoques del conocimiento orientados explícitamente a la crítica y emancipación social, más que a la mera explicación neutral de la realidad.


Horkheimer sentó las bases en su ensayo de 1937 Teoría tradicional y teoría crítica. Allí argumentó que la ciencia “tradicional” (ejemplificada por el ideal positivista) concibe la teoría como una acumulación de saber objetivado para describir hechos, bajo el supuesto de una separación estricta entre el sujeto conocedor y el objeto conocido. Esa concepción, según Horkheimer, pasa por alto que el conocimiento nunca es realmente neutral, sino que está condicionado por las estructuras sociales e históricas. La teoría crítica, por el contrario, buscaba ser la “autoconciencia” de la sociedad: un tipo de conocimiento que reflexiona sobre sus propios supuestos y se orienta por el interés de lograr la emancipación humana. En palabras del propio Horkheimer, la teoría crítica pretende que la humanidad tome conciencia de su praxis social, desvelando cómo las condiciones históricas influyen tanto en lo que observamos como en cómo lo observamos. Es un saber autorreflexivo y comprometido con transformar las estructuras injustas, a diferencia de la ciencia tradicional que, según él, tiende a servir inadvertidamente al statu quo al presentarse como puro conocimiento desinteresado.


Décadas después, Jürgen Habermas sistematizó estas ideas en su obra Erkenntnis und Interesse (Conocimiento e interés, 1968). Habermas propuso que todo conocimiento humano está motivado por tres tipos de intereses cognoscitivos fundamentales: el técnico, el práctico y el emancipatorio. Cada uno de estos intereses genera un modo de investigación distinto, con su correspondiente tipo de ciencia:


  • El interés técnico es el deseo de predecir y controlar el entorno para la subsistencia material. Está “profundamente arraigado” en nuestra especie por la necesidad de interactuar con la naturaleza (vía el trabajo). Este interés guía las ciencias empírico-analíticas, es decir, las ciencias naturales y aquellas sociales que imitan su método, cuyo objetivo es obtener leyes generales y manipular con eficacia los procesos naturales.

  • El interés práctico es el interés por la comprensión mutua, la comunicación y la cohesión social. Surge de la necesidad humana de convivir en sociedad con normas compartidas (vía la interacción lingüística). Este interés sustenta las ciencias histórico-hermenéuticas, es decir, disciplinas como la historia, la antropología cultural, la filología o la jurisprudencia, que buscan entender los significados, valores y contextos de la acción humana, más que explicar causalmente.

  • El interés emancipatorio es el impulso por liberarse de la dominación y la auto-reflexión crítica. Habermas lo vincula con la capacidad humana de autorreflexión: de examinar críticamente nuestras propias creencias y las estructuras de poder que nos condicionan. Este tercer interés no se corresponde con una ciencia institucionalizada tan claramente como las otras (no hay “facultades de emancipación”), pero Habermas identifica ejemplos en la crítica de la ideología marxista y en el psicoanálisis freudiano. Son formas de conocimiento que revelan y deshacen comunicaciones distorsionadas por el poder: por ejemplo, la crítica ideológica denuncia creencias que sirven para legitimar injusticias, y el psicoanálisis revela autoengaños que oprimen al sujeto desde su interior. Este tipo de saber crítico busca, en última instancia, la autonomía y la libertad: que individuos y colectivos tomen conciencia de cómo la opresión (externa o internalizada) limita su desarrollo, para así superarla.


De este modo, Habermas incorporó las ciencias orientadas a la emancipación humana como un tercer tipo legítimo de ciencia, junto a las explicativas (naturales) y las interpretativas (humanidades). Este planteamiento es crucial porque rompe con la idea de que solo el conocimiento “neutral” es válido. Al contrario, reconoce que ciertas disciplinas pueden —y deben— tener un carácter crítico-normativo. Las ciencias críticas, informadas por el interés emancipatorio, no aspiran simplemente a describir o comprender el mundo, sino a cuestionarlo y transformarlo en función de ideales de justicia. Como resume un autor contemporáneo, “las ciencias críticas son aquellas que no persiguen explicar o comprender la realidad (a diferencia de las comprensivas y las explicativas), sino que buscan transformarla desde una perspectiva ética fuertemente teórica”. Se oponen, por tanto, a la razón instrumental pura y dura, y analizan el poder y las implicaciones éticas, económicas y políticas del conocimiento científico y tecnológico. Su fin es la emancipación social y evitar la destrucción del planeta, integrando en la misma producción de conocimiento la reflexión sobre los valores y consecuencias sociales. Ejemplos de “ciencias críticas” en este sentido amplio pueden ser la teoría crítica de la sociedad (en sociología y filosofía), la pedagogía crítica (en educación), la geografía crítica, los estudios de paz, etc., siempre que su enfoque sea deliberadamente transformador y orientado por ideales normativos explícitos.


Cabe destacar que este reconocimiento de un saber crítico no significa abandonar la objetividad, sino redefinirla. Aquí convergen las aportaciones de pensadoras feministas como Sandra Harding y Donna Haraway (que abordaremos con detalle en la siguiente sección). Harding acuñó el término strong objectivity (“objetividad fuerte”) para referirse a una práctica científica que examina críticamente sus propios supuestos culturales y se enriquece incorporando las perspectivas de grupos marginados. De igual modo, Haraway afirmó que “la objetividad feminista significa, en pocas palabras, conocimientos situados”, subrayando que toda visión del mundo es parcial y está situada en un contexto, y que reconocer esa parcialidad nos da una objetividad más robusta que pretender una imposible “visión desde ningún lugar”. Estas ideas se inscriben precisamente en la noción de ciencias críticas: saberes que, lejos de ser relativistas o arbitrarios, fortalecen su objetividad al ser reflexivos, éticamente conscientes y dialógicos.


En resumen, el concepto de ciencias críticas proveniente de la teoría crítica y la epistemología feminista supone una importante ampliación del mapa de las “culturas” intelectuales. No se trata ya solo de dividir el conocimiento por su objeto (naturaleza, sociedad, cultura) sino por su orientación reflexiva y moral. Las ciencias críticas recuerdan que todo conocimiento está inserto en la sociedad y puede servir para liberarnos o para dominarnos. Integrar esta conciencia crítica en el quehacer académico contemporáneo es esencial para que la producción de saber no sea cómplice de estructuras de poder injustas, sino una herramienta de transformación democrática de la realidad.


Perspectivas críticas contemporáneas sobre las divisiones del saber

Habiendo examinado las tipologías de Snow, Kagan y la noción de ciencias críticas de la Escuela de Frankfurt, conviene incorporar las visiones de otros autores contemporáneos que han reflexionado de forma crítica acerca de las divisiones epistemológicas. Destacaremos tres vertientes: (1) la idea de la tercera cultura propuesta por John Brockman, que retoma y redefine la aspiración de Snow; (2) las epistemologías feministas (Sandra Harding, Donna Haraway) que cuestionan las jerarquías dentro del propio quehacer científico; y (3) la perspectiva de Bruno Latour y otros estudios sociales de la ciencia, que problematizan la separación moderna entre ciencia y humanidades.


John Brockman y la “Tercera Cultura”

El término “tercera cultura” fue originalmente usado por C. P. Snow en 1963 al soñar con un puente entre científicos y literatos. Sin embargo, quien popularizó esta expresión de forma nueva en los años 1990 fue John Brockman, un empresario cultural y escritor de ciencia, a través de su libro The Third Culture: Beyond the Scientific Revolution (1995). Brockman observa que, contrariamente a lo que Snow imaginaba, no se produjo un diálogo significativo entre los intelectuales literarios tradicionales y los científicos. En lugar de ello, surgió algo diferente: científicos y pensadores de la esfera empírica comenzaron a comunicarse directamente con el público general, desplazando a los intelectuales humanistas como referentes centrales del discurso sobre el significado de la vida.


Según Brockman, la “tercera cultura” contemporánea la constituyen “aquellos científicos y otros pensadores del mundo empírico que, mediante su trabajo y su escritura expositiva, están ocupando el lugar del intelectual tradicional al revelar los significados más profundos de nuestras vidas y redefinir quiénes somos”. En otras palabras, serían los nuevos intelectuales públicos: biólogos, físicos, psicólogos, especialistas en computación, etc., que escriben libros de alta divulgación, participan en debates mediáticos y generan teorías sobre la naturaleza humana, el cosmos o la mente, configurando la visión del mundo de la sociedad educada. Brockman señala que en las últimas décadas del siglo XX los “intelectuales tradicionales” (los provenientes de la crítica literaria, la filosofía continental, etc.) quedaron cada vez más marginados en el debate público, en parte por su relativa ignorancia de los avances de la ciencia. Mientras esos círculos humanísticos a veces se refugiaban en un lenguaje esotérico y en comentarios autoreferenciales (lo que Brockman caricaturiza como “comentario de comentarios” sin contacto con el mundo real), los científicos empezaron a llenar ese vacío ofreciendo narrativas comprensibles sobre temas de enorme interés (el origen del universo, la genética del comportamiento, la inteligencia artificial, etc.).


Un ejemplo de este fenómeno es la popularidad de libros de divulgación científica seria en los años 1990 y 2000: obras de autores como Stephen Hawking, Richard Dawkins, Steven Pinker, Jared Diamond o Francisco Varela se convirtieron en best-sellers globales. Brockman argumenta que esto demuestra la existencia de un público con “hambre intelectual” de ideas nuevas con base científica, público que tal vez ya no se ve satisfecho con la crítica literaria o la teoría social tradicional. Además, con Internet y las nuevas tecnologías, muchos científicos optaron por saltarse los mediadores culturales tradicionales (periodistas culturales, revistas intelectuales) y hablar directamente a la audiencia, a través de ensayos asequibles, conferencias en video, foros en línea (como la propia plataforma Edge de Brockman).


La tesis de Brockman es provocadora porque implica una inversión de roles: ahora serían las ciencias (y quienes las representan públicamente) las que proveen el marco interpretativo para entender la condición humana, relegando a un segundo plano a las humanidades. Afirma que la cultura científica se ha vuelto la verdadera “cultura pública” global: “La ciencia es la única noticia. […] La naturaleza humana no cambia mucho; la ciencia sí, y ese cambio se acumula, alterando el mundo irreversiblemente”, citando al escritor Stewart Brand. De este modo, Brockman celebra que la tercera cultura carece de una ortodoxia fija y tolera desacuerdos abiertos sobre ideas (a diferencia, sugiere, de escuelas intelectuales humanísticas demasiado cerradas). También reivindica que los pensadores de la tercera cultura –los “nuevos intelectuales”– encarnan nuevamente la figura del intelectual versátil: sintetizadores, comunicadores que no solo saben descubrir cosas, sino darles sentido para la sociedad.


No han faltado críticas a la posición de Brockman. Algunos humanistas señalan que este “triunfo” de la ciencia en la esfera pública puede conducir a una especie de cientificismo, donde se minusvaloran aportes fundamentales de las humanidades (por ejemplo, la reflexión ética, la riqueza estética, la comprensión de la subjetividad que no se deja cuantificar). Otros advierten que muchos de los divulgadores encumbrados por la “tercera cultura” a veces extrapolan indebidamente sus hallazgos científicos a ámbitos filosóficos sin la suficiente profundidad (por ejemplo, reduccionismos biológicos al hablar de cultura o interpretaciones simplistas de cuestiones complejas como la conciencia o la moralidad). Sin embargo, la propuesta de Brockman sí puso de relieve una realidad: las fronteras disciplinarias se estaban reconfigurando. En la práctica, hoy encontramos biólogos haciendo especulaciones filosóficas, ingenieros opinando sobre política pública, antropólogos utilizando big data, etc. La “tercera cultura” de Brockman nos hace preguntarnos si el antiguo diálogo ciencia vs. humanidades no ha sido ya sustituido por un nuevo escenario en el que ciertas figuras híbridas (científico-divulgadores) se convierten en los árbitros principales del conocimiento público.


Epistemologías feministas: Sandra Harding y Donna Haraway

Otra línea crucial de crítica a las divisiones del saber proviene del feminismo y los estudios de ciencia, tecnología y sociedad (CTS). Autoras como Sandra Harding, Donna Haraway, Helen Longino o Evelyn Fox Keller han examinado cómo las jerarquías de género, raza y poder atraviesan la producción de conocimiento, cuestionando la pretendida universalidad y neutralidad de la “ciencia objetiva” tradicional. Su trabajo no solo critica la exclusión histórica de mujeres y minorías en la ciencia, sino que ofrece marcos para reconceptualizar la objetividad y el conocimiento de manera más plural e inclusiva.


Sandra Harding, en particular, desarrolló la teoría del standpoint feminism (teoría del punto de vista feminista) y la idea de la “objetividad fuerte” antes mencionada. Harding parte de la premisa (inspirada en Marx) de que las posiciones sociales marginales pueden otorgar una ventaja epistemológica: quienes están oprimidos o excluidos de las estructuras de poder pueden ver con mayor claridad ciertos aspectos de la realidad social que quienes ocupan posiciones privilegiadas tienden a dar por descontados. Así, por ejemplo, las mujeres –y en general cualquier grupo subordinado– desarrollan, a partir de sus experiencias, preguntas y perspectivas de investigación diferentes, capaces de revelar “falsedades previamente ocultas” en las teorías convencionales. Harding lo expresa de forma contundente: “Empezar la investigación desde las vidas de las mujeres generará relatos menos parciales y distorsionados no solo de las vidas de las mujeres, sino también de las de los hombres y de todo el orden social”. Esta afirmación sugiere que un conocimiento que incorpora las perspectivas de los excluidos corrige sesgos y alcanza una objetividad más completa que aquella que se autodenomina neutral pero que en realidad refleja únicamente la visión de los dominantes.


La “objetividad fuerte” de Harding implica que la ciencia debe someterse a escrutinio interno, interrogando cómo los valores, intereses e historias sociales influyen en sus prácticas. En lugar de tratar de eliminar todo rastro de valores (lo cual ella y muchas otras consideran imposible), se trata de hacer explícitos y analizar críticamente esos valores en el propio proceso de investigación. Por ejemplo, una comunidad científica consciente de las influencias de género en su disciplina puede deliberadamente incluir a investigadoras, replantear supuestos androcéntricos y diseñar estudios que exploren fenómenos desde ángulos antes ignorados. Lejos de debilitar la ciencia, esto la haría más robusta y objetiva en un sentido profundo, porque estaría atenta a posibles sesgos sistemáticos. Como resume Harding, las teorías del standpoint “mapean cómo una desventaja social y política puede convertirse en una ventaja epistémica, científica y política”, pues permiten descubrir errores y verdades ocultas para la perspectiva dominante.


Donna Haraway, otra figura clave, comparte muchas de estas ideas pero las formula en un famoso ensayo de 1988, Situated Knowledges: The Science Question in Feminism. Haraway acuña la metáfora de rechazar el “God trick” (el truco de Dios), es decir, la pretensión de la ciencia de ocupar una vista de “ojo de Dios” completamente desde ningún lugar y ver todo el panorama. En su lugar, propone la noción de conocimiento situado: todo conocimiento se produce desde una posición corporal, social, cultural, y reconocer esto no es una limitación sino una fuente de responsabilidad y precisión. Su frase ya citada –“la objetividad feminista significa saberes situados”– condensa la idea de que para que un conocimiento sea verdaderamente objetivo debe reconocer su contexto y sus límites. Solo así puede aspirar a conectar con otros saberes y construir una objetividad colectiva.


Haraway y Harding, junto con muchas otras feministas, también critican la vieja división entre “ciencias duras” y “blandas” por perpetuar estereotipos de género (por ejemplo, asociar la dureza, objetividad y racionalidad con lo masculino y la blandura, subjetividad o emotividad con lo femenino). En su lugar, abogan por enfoques interdisciplinarios y autocríticos donde las metodologías cuantitativas y cualitativas se complementen, y donde las preguntas de investigación incluyan dimensiones éticas y políticas sin rubor. Este enfoque se alinea con la idea de las ciencias críticas: la investigación académica no ocurre en el vacío, sino que forma parte de una sociedad con desigualdades y su conocimiento puede bien reforzarlas o desafiarlas.


Un ejemplo histórico de este aporte feminista fue la revelación de sesgos de género en investigaciones biomédicas: durante décadas, muchos estudios clínicos se hacían solo en poblaciones masculinas, suponiendo implícitamente que los resultados valían igualmente para mujeres. Las investigadoras feministas señalaron que esto era problemático (por diferencias hormonales, metabólicas, etc.), y hoy es ampliamente aceptado que se deben incluir sujetos femeninos en ensayos clínicos y estudiar específicamente la salud de las mujeres. Este es un caso donde introducir la perspectiva de género mejoró la ciencia médica, haciéndola más completa y equitativa – una ilustración de cómo un standpoint antes ignorado aportó objetividad más sólida.


En el contexto de las divisiones epistémicas, las epistemologías feministas nos recuerdan que no solo existe la fractura ciencia/naturaleza vs. humanidades/cultura, sino que dentro de cada ámbito operan jerarquías (de género, coloniales, de clase) que afectan qué conocimiento se produce y valida. Así, promueven una visión del saber como una red heterogénea donde múltiples voces antes marginales deben incorporarse. Esto difumina las rígidas fronteras disciplinares: por ejemplo, surgen campos híbridos como los estudios de ciencia y género, la etnografía de los laboratorios científicos, la historia cultural de la tecnología, etc. Autoras como Sandra Harding proponen incluso un proyecto de “ciencia desde abajo” (science from below) que democratice la agenda de investigación, integrando preocupaciones de grupos sociales diversos en la producción de conocimiento.


En suma, las perspectivas feministas críticas añaden una capa importante a la discusión de las culturas del saber: cuestionan la autoridad incuestionada de la ciencia establecida mostrando sus sesgos, pero a la vez plantean cómo una ciencia más reflexiva y plural puede servir mejor a toda la sociedad. Nos instan a imaginar una academia donde la diversidad epistémica (de métodos, sujetos cognoscentes y preguntas) sea considerada una fortaleza para llegar a verdades más completas.


Bruno Latour y la crítica a la distinción naturaleza/cultura

El tercer enfoque crítico que abordamos proviene de los estudios sociales de la ciencia y la llamada crítica posmoderna a la modernidad. Bruno Latour, antropólogo y sociólogo de la ciencia francés, es una figura emblemática en este terreno. En su influyente libro We Have Never Been Modern (1991), Latour realiza un ataque frontal a la dicotomía central que, según él, definió la modernidad: la separación entre Naturaleza (lo dado, estudiado por la ciencia) y Sociedad o Cultura (lo construido, estudiado por las humanidades y las ciencias sociales). Latour argumenta que esta separación es, en el fondo, un mito de la modernidad – una especie de “Constitución moderna” que nos hizo creer que podíamos purificar completamente los dominios, manteniendo los hechos naturales totalmente libres de lo social, y las construcciones sociales libres de lo natural.


En la práctica, señala Latour, siempre han existido híbridos: redes en las que humanos, artefactos, organismos, valores y conocimientos se entremezclan inseparablemente. La ciencia y la tecnología modernas en realidad han multiplicado estos híbridos (él pone ejemplos como la crisis de la capa de ozono, el cambio climático, los organismos transgénicos, o incluso conceptos científicos como los agujeros negros), fenómenos que son a la vez naturales, técnicos, políticos y sociales. Enfrentar estos asuntos requiere abandonar la idea de que podemos confiar solo en “la ciencia” por un lado y en “la política” o “la moral” por otro, y en cambio reconocer que necesitamos ensamblar enfoques integrados. De hecho, Latour afirma paradójicamente que “nunca hemos sido modernos”, en el sentido de que jamás logramos de verdad separar completamente los reinos de la naturaleza y la sociedad; siempre hemos vivido en un mundo de interacciones entre lo humano y lo no-humano.


El impacto de estas ideas en la concepción de las culturas del saber es profundo. Latour esencialmente borra las fronteras entre las ciencias naturales, las sociales y las humanidades, porque sostiene que para comprender cualquier fenómeno complejo debemos seguir la red de relaciones que lo constituye, sin importar si son técnicas, conceptuales o sociales. Por ejemplo, para entender algo como una pandemia necesitamos tanto la virología (ciencia natural), como la sociología y la psicología (ciencias sociales) y también consideraciones éticas y culturales (humanidades). La distinción disciplinaria, nos dice Latour, a veces nos hace ciegos a la unidad fundamental del problema. En su libro lo formula así: ofrece una nueva forma de explicar la ciencia “que finalmente reconoce las conexiones entre naturaleza y cultura — y por tanto, entre nuestra cultura y otras, pasadas y presentes”.


Latour es además conocido por su contribución a la Teoría del Actor-Red, que sostiene que tanto los humanos como las cosas (instrumentos, objetos naturales) actúan en sistemas socio-técnicos, difuminando la línea sujeto/objeto. Esta perspectiva elimina la primacía epistémica de los científicos como únicos productores de verdades sobre la naturaleza: en cambio, describe la ciencia como un proceso colectivo donde intervienen laboratorios, insumos materiales, dinero, instituciones, etc. Si bien esta postura ha generado malentendidos (algunos la acusaron de “relativismo” por afirmar que los hechos científicos son construidos; Latour replicó que “construido” no significa “falso” sino producido en un entramado complejo), su intención es hacernos ver la ciencia no como una actividad separada de la sociedad sino como parte intrínseca de ella.


El resultado, tal como lo plantean Latour y otros (como Steve Woolgar, Karen Knorr-Cetina o más recientemente Isabelle Stengers), es una llamada a una reflexividad mucho mayor entre disciplinas. Si “nunca fuimos modernos” en el sentido de aislar naturaleza y cultura, entonces la división estricta entre las dos (o tres) culturas resulta artificial y contraproducente. Latour sugiere que necesitamos un “Parlamento de las Cosas” –un espacio metafórico donde objetos naturales, científicos, políticos, ciudadanos, todos tengan voz a través de representantes– para deliberar sobre nuestros asuntos comunes. Esto es una metáfora para un modelo de producción de conocimiento más democrático y transdisciplinario, en que las fronteras epistemológicas se vuelven porosas.


En términos más concretos, Latour y colegas han estudiado casos donde esta integración es necesaria: políticas ambientales (donde confluyen ecología, economía, antropología cultural), desarrollo tecnológico (que implica ingeniería, ergonomía, ética, derecho), etc. La consigna sería: en lugar de tratar de separar más las culturas, reunirlas de nuevas formas. Por eso se ha dicho que We Have Never Been Modern “borra las fronteras entre la ciencia, las humanidades y las ciencias sociales para mejorar la comprensión en todos los frentes”. Este “borrado” no implica homogeneizar todo el saber ni negar las metodologías particulares de cada campo, sino reconocer que frente a problemas reales las competencias deben juntarse.


Latour, al igual que otros pensadores posmodernos, fue inicialmente visto con recelo por parte de la comunidad científica, sobre todo durante las llamadas “guerras de la ciencia” de los años 1990, en las que algunos científicos (como Alan Sokal con su famoso hoax) acusaban a autores posmodernos de relativizar la verdad científica. Sin embargo, en décadas recientes ha habido una reevaluación más positiva: muchos científicos reconocen la importancia de entender los contextos sociales de su trabajo (por ejemplo, la comunicación pública de la ciencia, la incorporación de las preocupaciones sociales en proyectos de investigación, etc.), y los teóricos sociales como Latour han moderado sus posiciones enfatizando que la realidad natural impone resistencias aunque sea interpretada socialmente (Latour llegó a decir que lamentaba que su crítica fuera mal usada por negacionistas del cambio climático, insistiendo que los hechos científicos importan). Al final, la perspectiva de Latour nos mueve a concebir un paisaje intelectual donde las distinciones rígidas entre disciplinas se reemplazan por un tejido continuo de prácticas de conocimiento, todas ellas híbridas en mayor o menor medida. Esto resonaría con la propuesta de consiliencia (unidad del conocimiento) de otros autores, aunque Latour es menos unificador ingenuo y más un cartógrafo de la complejidad.


Tensiones e intersecciones actuales entre los tipos de saber

Para ilustrar la relevancia de estas discusiones, conviene examinar algunos ejemplos actuales donde se evidencian las tensiones –o la necesaria colaboración– entre distintos tipos de conocimiento. En la academia contemporánea y en la sociedad en general, seguimos observando dinámicas que reflejan las “culturas” y divisiones analizadas, a la vez que surgen esfuerzos por superarlas.


Un primer ejemplo es la ya mencionada crisis de las humanidades en la educación superior. En muchos países occidentales, en las últimas décadas el número de estudiantes matriculados en carreras de humanidades ha caído significativamente, mientras aumentan las matriculaciones en campos STEM. Esta tendencia va acompañada de un discurso que valora más las disciplinas supuestamente ligadas al desarrollo económico y tecnológico, en detrimento de las artes y humanidades. Como señalaba Kagan, socialmente se ha instalado la noción de que las ciencias naturales son “más útiles” y merecen más prestigio, relegando a las humanidades a un estatus inferior. Esta brecha se refleja también en la financiación: por ejemplo, en Estados Unidos la inversión en investigación científica supera abrumadoramente a la destinada a ciencias sociales y humanidades. Las consecuencias de esta disparidad son motivo de debate. Quienes la critican advierten que una sociedad hipertecnologizada pero con poca formación humanística puede carecer de la capacidad crítica y ética para manejar los avances que genera. Por otro lado, se argumenta que las humanidades deben renovarse e integrarse más con las problemáticas contemporáneas para justificar su valor (por ejemplo, desarrollando humanidades digitales, o mostrando cómo la formación en historia, filosofía o literatura es vital para la innovación y la ciudadanía informada).


Un caso paradigmático de tensión saber científico vs. saber social se ha visto en la problemática del cambio climático. Aquí tenemos un consenso científico sólido sobre un hecho natural (el calentamiento global antropogénico), respaldado por la vasta mayoría de expertos y publicaciones arbitradas. Sin embargo, a nivel de la opinión pública y de la acción política, ese consenso no se ha traducido automáticamente en consenso social ni en medidas acordes. En países como Estados Unidos, la aceptación de la realidad del cambio climático y su origen humano se ha polarizado, alineándose más con identidades culturales y políticas que con el nivel educativo científico. Estudios sociológicos muestran que factores como la afiliación partidista, la ideología (por ejemplo, creencias sobre el rol del gobierno en regular la industria), la religiosidad o la pertenencia urbana/rural inciden fuertemente en la creencia o negación del cambio climático. En la década de 2010, este tema se convirtió literalmente en parte de las “guerras culturales”: aceptar la evidencia climática pasó a ser visto por algunos grupos conservadores como un “marcador” de identidad liberal globalista, mientras rechazarla señalaba escepticismo hacia la élite científica y defensa de ciertos valores económicos o nacionales. Como resultado, grandes porciones de la población –incluso en países desarrollados– siguen dudando o negando lo que la ciencia ha demostrado (hacia 2010, menos del 60% de los estadounidenses creía que el calentamiento ya estaba ocurriendo, y la brecha entre demócratas y republicanos en esta creencia llegó a 40 puntos porcentuales).


Este ejemplo ilustra que tener conocimiento científico es necesario pero no suficiente para lograr consensos sociales en problemas complejos. Requiere entender cómo la gente interpreta y valida la información científica a través de sus lentes culturales. Como señalan los investigadores sociales, en debates como el climático (y podríamos añadir la pandemia de COVID-19) las opiniones de las personas se basan no solo en comprensión técnica, sino en “preferencias ideológicas previas, experiencia personal y valores”, influidos por los grupos de referencia y la psicología colectiva. La consecuencia es que la resolución de estos asuntos demanda un enfoque transdisciplinario: los físicos y climatólogos pueden delimitar los escenarios y riesgos (dimensión técnica), pero sociólogos, psicólogos, antropólogos y comunicadores son clave para comprender cómo formar consensos y motivar acción colectiva (dimensión social). Además, entran las humanidades al aportar consideraciones éticas (¿qué responsabilidad tenemos hacia las generaciones futuras? ¿cómo reimaginar nuestro vínculo con la naturaleza?) y narrativas culturales potentes (por ejemplo, a través de la literatura o el arte ambiental se puede sensibilizar al público de formas que los gráficos científicos no logran).


Otro ámbito donde se ve una tensión/integración de saberes es el de la inteligencia artificial (IA) y la ética tecnológica. Los rápidos avances en IA han planteado preguntas que no son únicamente técnicas (cómo optimizar algoritmos) sino también humanísticas: ¿qué significa la creatividad o la conciencia si una máquina las imita? ¿cómo preservamos la privacidad o la autonomía humana en la era de los datos masivos? Para abordar estas cuestiones, instituciones punteras (desde empresas tecnológicas hasta universidades) están conformando equipos interdisciplinarios: ingenieros y científicos computacionales trabajan codo a codo con filósofos, sociólogos, juristas y expertos en estudios culturales. Surgió así, por ejemplo, el campo de la ética de la IA y los critical data studies (estudios críticos de los datos), que examinan el sesgo en los algoritmos, el impacto en la justicia social, etc. Este esfuerzo corresponde a un reconocimiento implícito de que no se puede seguir con la mentalidad de “dos culturas” aquí: una máquina de machine learning incorpora, a través de los datos, sesgos sociales (raciales, de género) y puede perpetuarlos si solo se le mira desde la óptica técnica. Por tanto, se demanda un saber crítico que interrogue esos sistemas. En términos de nuestras tipologías: las ciencias críticas (p.ej. estudios de género, teoría legal) están entrando al terreno de la alta tecnología para garantizar que el desarrollo técnico esté alineado con valores democráticos y de equidad. Este es otro ejemplo de cómo se difuminan fronteras disciplinarias en la práctica cuando enfrentamos problemas reales.

Un último caso a mencionar es la experiencia de la pandemia de COVID-19 (2020-2022), que subrayó dramáticamente la interdependencia entre conocimientos. Los biólogos moleculares secuenciaron el virus en semanas (ciencia natural), los clínicos desarrollaron vacunas efectivas en tiempo récord (ciencia aplicada), pero lograr que la población adoptara medidas de salud pública (mascarillas, cuarentenas, vacunación) implicó desafíos de comportamiento social, confianza y comunicación (ciencias sociales). En algunos países, las políticas fueron exitosas cuando integraron el expertise epidemiológico con el de comunicólogos, psicólogos sociales y líderes comunitarios; en otros lugares, la desconexión entre el saber científico y la cultura local llevó a desconfianza, difusión de rumores y resistencia. Nuevamente, vimos que cuando las “dos culturas” (ciencia y sociedad) actúan de espaldas, los resultados son trágicos, mientras que su cooperación produce mejores soluciones.


En todos estos ejemplos subyace la lección de que las divisiones epistémicas, si bien analíticamente útiles, pueden convertirse en brechas perjudiciales si no se superan en la práctica. La complejidad del mundo contemporáneo –desde la crisis climática hasta las transformaciones digitales– requiere síntesis de saberes más que aislamiento. En cierto modo, esto retoma la esperanza original de C. P. Snow de lograr una cultura integrada, pero con las enriquecedoras contribuciones que hemos descrito: reconociendo la pluralidad (las “tres culturas” de Kagan), la reflexividad crítica (las ciencias críticas de Frankfurt y el feminismo) y la hibridación real (Latour) del conocimiento.


Conclusión

A modo de cierre, podemos afirmar que las reflexiones sobre los tipos de ciencia y las divisiones del saber han pasado de un diagnóstico relativamente simple –“dos culturas” separadas– a un entendimiento más matizado y exigente. Snow nos alertó del peligro de la incomunicación entre ciencias y humanidades en una época de gran aceleración científica; Jerome Kagan actualizó el panorama describiendo tres comunidades académicas con valores y métodos distintos, señalando un preocupante desequilibrio en su valoración social. Al mismo tiempo, la tradición de la teoría crítica (Horkheimer, Habermas) y voces contemporáneas (Harding, Haraway, Latour) nos han enseñado que no solo importa qué estudia cada ciencia, sino cómo y para qué lo hace. Así emergió el concepto de ciencias críticas, las cuales buscan conscientemente la emancipación y justicia, aportando una dimensión ética ineludible al conocimiento.


Hemos visto también que las posturas críticas adicionales –desde el manifiesto de Brockman sobre la tercera cultura, hasta las epistemologías feministas y los análisis posmodernos– cuestionan cualquier intento de volver al confort de una ciencia “pura” aislada de la cultura. En su lugar, proponen nuevas alianzas y replanteos. Brockman celebra a los científicos como los nuevos humanistas públicos, mientras que Harding y Haraway invitan a democratizar y diversificar la propia ciencia desde adentro. Latour, por su parte, nos urge a repensar el proyecto moderno integrando naturaleza y sociedad en un mismo foro común.


En el contexto académico contemporáneo, estas ideas no son meramente teóricas: influyen en cómo se diseñan currículos (buscando interdisciplina), cómo se evalúa la investigación (valorizando también su impacto social o su inclusividad), e incluso cómo se concibe la misión de la universidad. Hoy se habla de fomentar una “tercera misión” universitaria de vinculación con la sociedad, lo que implica traducir y co-producir conocimiento con actores fuera del campus, en línea con las demandas de una ciencia más abierta y crítica.

En última instancia, resolver las tensiones entre tipos de saber no significa diluir sus identidades. Las ciencias naturales seguirán necesitando rigor experimental y cuantitativo; las humanidades seguirán requiriendo interpretación profunda y juicio crítico individual. Pero  significa que debemos mantener un diálogo constante y respetuoso, en el que ninguna cultura del saber pretenda hegemonizar a las otras ni aislarse de ellas. Como indicaba Kagan al comparar las tres culturas, cada una puede servir de contrapeso frente a los excesos de las otras, y juntas pueden abordar problemas que ninguna podría sola.


El mundo actual —plagado de desafíos complejos— se parece más a un tapiz tejido con múltiples hilos de conocimiento que a compartimentos estancos. Requiere de “ciencias integradas y críticas”, es decir, de enfoques que combinen la explicación científica, la comprensión humanística y la reflexión crítica sobre valores. Los ejemplos del cambio climático, la IA o la pandemia demuestran que cuando esas dimensiones colaboran, los resultados son más efectivos y legítimos. Por el contrario, cuando se fracturan (como en la polarización cultural sobre la ciencia), enfrentamos estancamiento o retroceso.


En conclusión, reconocer los tipos de ciencia según Snow y Kagan nos ayuda a mapear el terreno intelectual; incorporar el lente de las ciencias críticas nos permite ver las fuerzas históricas y los intereses en juego en ese terreno; y acoger las posturas críticas contemporáneas nos brinda herramientas para reconfigurar las relaciones entre saberes en pos de un objetivo mayor: un conocimiento académico más unitario en su propósito (servir a la humanidad y al planeta) pero a la vez plural y democrático en sus voces. Como sociedad del siglo XXI, nuestro desafío es tejer las dos, tres o más culturas en un diálogo creativo. Solo así la inteligencia colectiva podrá vencer el “malestar en la cultura” –como diría Freud– que proviene de nuestras propias divisiones, y encaminarnos hacia soluciones compartidas basadas en hechos, sentido y valores a la vez.


Referencias

  • Brockman, J. (1995). The Third Culture: Beyond the Scientific Revolution. New York: Simon & Schuster.

  • Cortina, A. (2017). El valor de las Humanidades en la formación. Diálogo Filosófico, 98, 283–294.

  • Habermas, J. (1971). Knowledge and Human Interests (J. J. Shapiro, Trans.). Boston: Beacon Press. (Original work published 1968)

  • Harding, S. (1993). Rethinking Standpoint Epistemology: What is “Strong Objectivity”? En L. Alcoff & E. Potter (Eds.), Feminist Epistemologies (pp. 49–82). New York: Routledge.

  • Haraway, D. J. (1988). Situated Knowledges: The Science Question in Feminism and the Privilege of Partial Perspective. Feminist Studies, 14(3), 575–599.

  • Horkheimer, M. (1974). Teoría tradicional y teoría crítica (E. Ianni, Trans.). Buenos Aires: Amorrortu. (Original work published 1937)

  • Kagan, J. (2009). The Three Cultures: Natural Sciences, Social Sciences, and the Humanities in the 21st Century. Cambridge, UK: Cambridge University Press.

  • Latour, B. (1993). We Have Never Been Modern (C. Porter, Trans.). Cambridge, MA: Harvard University Press.

  • Snow, C. P. (1959). The Two Cultures and the Scientific Revolution. Cambridge, UK: Cambridge University Press. (Edición en español: Las dos culturas, 2019, Barcelona: Metatemas)

  • Snow, C. P. (1963). The Two Cultures: A Second Look. Cambridge, UK: Cambridge University Press. (Publicado en español como “Segundo enfoque” en ed. de 2019).

  • Various Authors. (2021). Clasificación de las ciencias y otras áreas del conocimiento: una problematización. Revista de Investigación Educativa de la Rediech, 12, e1354.

  • Vrendenburg, H. (2013). Climate Science as Culture War. Stanford Social Innovation Review, Fall 2013. (Análisis sobre consenso científico vs. consenso social en cambio climático).

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