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Las pasiones humanas

Gemini
Gemini

Introducción

A lo largo de la historia del pensamiento, el término pasiones ha sido utilizado para referirse a aquello que hoy comúnmente llamamos emociones o afecciones del ánimo. El concepto de pasión (del latín passio, “sufrimiento” o “padecimiento”) originalmente denotaba la experiencia de padecer un impulso o sentimiento que parece imponerse al sujeto. Tanto filósofos como psicólogos, desde la Antigüedad hasta la era contemporánea, se han preguntado por la naturaleza de estas fuerzas internas: ¿Son aliadas o enemigas de la razón? ¿Deben controlarse estrictamente, cultivarse, o explicarse científicamente? En diferentes épocas, las pasiones han sido concebidas ya sea como perturbaciones irracionales a ser dominadas, como inclinaciones naturales dotadas de valor moral dependiendo de su orientación, o como expresiones fundamentales de la experiencia humana con dimensiones psicológicas y neurológicas precisas.


Este ensayo realiza un extenso recorrido histórico-filosófico y psicológico sobre el concepto de las pasiones. En primer lugar, se examinará la concepción de las pasiones en la filosofía antigua, destacando las ideas de Platón, Aristóteles y la escuela estoica. En segundo lugar, se abordará el pensamiento medieval cristiano de autores como San Agustín y Santo Tomás de Aquino, quienes reinterpretaron las pasiones bajo la luz de la teología.


Posteriormente, se analizará la transformación del concepto en la filosofía moderna a través de figuras como Descartes, Spinoza, Hume y Kant, marcando un cambio hacia visiones más naturalistas y a la vez nuevas distinciones morales. En cuarto lugar, se describirá el desarrollo de la psicología científica moderna y contemporánea en torno a las emociones, desde William James y los inicios de la psicología experimental, pasando por Freud y Jung en la psicodinámica, hasta las teorías cognitivo-conductuales y los hallazgos de la neurociencia afectiva reciente. Finalmente, se explorará la perspectiva de las corrientes fenomenológicas y de la psicología existencial (Sartre, Merleau-Ponty, Rollo May), que enfatizan la vivencia subjetiva y el significado existencial de las emociones o pasiones. A través de este recorrido, se mostrará cómo el entendimiento de las pasiones ha evolucionado de un enfoque normativo y filosófico hacia una comprensión multidisciplinaria que integra razón, cuerpo, cultura y experiencia vivida, sin perder de vista las preguntas fundamentales sobre el lugar de las pasiones en la condición humana.


Filosofía antigua: el alma racional y las pasiones

Las raíces del debate razón-pasión se remontan a la filosofía griega clásica. Platón concibe al ser humano como un alma dividida en tres partes: la racional, la irascible (o fogosa) y la concupiscible (apetitiva). En obras como La República y el mito del carro alado en el Fedro, Platón ilustra que la parte racional del alma (el auriga o conductor del carro) debe gobernar a los dos caballos que simbolizan las partes inferiores – uno representando el espíritu o valor y el otro los deseos corporales. Las pasiones en Platón se asocian principalmente a estas partes no racionales del alma: las emociones vehementes como la ira, el orgullo o la valentía emanan del elemento irascible, mientras que los apetitos y deseos sensibles (hambre, sed, placer sexual, codicia) provienen del elemento concupiscible. Para Platón, el individuo virtuoso alcanza la armonía interior cuando la razón mantiene a raya y ordena a las pasiones; de lo contrario, si los impulsos irracionales dominan, el individuo cae en desequilibrio y esclavitud interna. Platón veía con cierto recelo las pasiones descontroladas, asociándolas con lo corpóreo y lo irracional, causas de conducta desordenada. Sin embargo, también reconocía que bien encauzadas algunas pasiones “nobles” (por ejemplo, la justa indignación o el coraje guiado por la razón) podían aliarse con la razón. En suma, en el pensamiento platónico las pasiones no quedan completamente anuladas, pero sí subordinadas: el ideal del sabio es quien, como Sócrates, ejerce autodominio sobre sus afectos, guiándolos mediante la sabiduría hacia el bien.


Aristóteles, discípulo de Platón, ofrece una visión diferente y en cierto modo más integrada de las pasiones. En su Ética a Nicómaco, Aristóteles identifica a las pasiones (pathé) como fenómenos naturales del alma sensitiva, que incluyen emociones como el deseo, el miedo, la ira, la alegría, la tristeza, entre otras. Para Aristóteles, las pasiones van acompañadas intrínsecamente de placer o dolor, y son reacciones ante circunstancias percibidas como buenas o malas. A diferencia de Platón, Aristóteles no demoniza las pasiones en sí mismas; más bien sostiene que la virtud ética consiste en saber regularlas adecuadamente. En su célebre doctrina del término medio, explica que cada virtud moral es un punto medio entre dos extremos viciosos relacionados con nuestras reacciones emocionales. Por ejemplo, la virtud de la valentía se sitúa entre el exceso (la temeridad, ausencia de miedo donde sería razonable sentirlo) y el defecto (la cobardía, el miedo desmedido). Así, las pasiones son material sobre el cual se ejercita la virtud: ni se eliminan ni se dejan sueltas, sino que se cultivan respuestas emocionales proporcionadas y justas. Aristóteles afirma explícitamente que las virtudes “no son pasiones ni facultades, sino hábitos” logrados por repetición deliberada de buenas elecciones emocionales y conductuales. En otras obras, como la Retórica, estudia con detalle cada emoción (ira, compasión, envidia, etc.) para comprender cómo surgen y cómo pueden influirse. En conjunto, la filosofía aristotélica reconoce un rol positivo a las pasiones cuando están educadas por la razón práctica: las emociones apropiadas en el momento adecuado complementan la racionalidad humana, aportando motivación y “colorido” a la vida moral, siempre y cuando el intelecto las ilumine y modere.

Paralela a estas visiones, surge en la Antigüedad tardía la influyente escuela del estoicismo, la cual adopta una postura mucho más severa frente a las pasiones. Fundado por Zenón de Citio y desarrollado por filósofos como Cleantes, Crisipo, y luego los romanos Séneca, Epicteto y Marco Aurelio, el estoicismo concibe las pasiones (pathos) como perturbaciones del alma contrarias a la razón y a la naturaleza. Para los estoicos, la pasión es esencialmente un juicio erróneo: una valoración excesiva de cosas externas como si fueran bienes o males absolutos, lo cual genera emociones desordenadas. Por ejemplo, el miedo sería la falsa creencia de que cierta pérdida externa es un mal insuperable; la ira, el juicio de que se ha sufrido una injusticia intolerable; la codicia, la opinión de que cierta posesión material es un bien necesario para la felicidad, etc. Estas opiniones equivocadas llevan a alteraciones intensas en el alma, alejándola de la serenidad y la virtud. El sabio estoico aspira a la apatheia, es decir, a la ausencia de pasiones perturbadoras. Cabe aclarar que apatheia no significaba insensibilidad absoluta, sino liberación de las pasiones desordenadas. Los estoicos clasificaron cuatro pasiones principales: el deseo (apetito por un bien futuro imaginado), el miedo (aversión a un mal futuro), el placer excesivo o deleite (gozo irracional ante un bien presente) y el dolor o tristeza (aflicción por un mal presente). Cada una de estas pasiones se consideraba un estado anímico enfermo. En contrapartida, el sabio desarrolla eupatheiai o “buenos afectos”, que son emociones racionales y moderadas conformes a la virtud, como por ejemplo una alegría serena basada en el bien moral o un cauteloso deseo por obrar correctamente. Séneca, en De ira, advertía que la ira ciega la mente; en sus Epístolas a Lucilio aconseja ejercicios de dominio propio para templar las emociones. Epicteto enseñaba que no son los hechos en sí los que nos inquietan sino nuestros juicios sobre ellos, subrayando el poder de reexaminar nuestras evaluaciones para permanecer imperturbables. En la práctica estoica, mediante la filosofía y la disciplina diaria, el individuo busca extirpar las opiniones que dan origen a pasiones irracionales, alcanzando así la libertad interior y la imperturbabilidad del sabio. La influencia del estoicismo fue tal que legó a la cultura occidental la idealización del filósofo ecuánime que mantiene la calma y la autarquía (autosuficiencia) emocional ante la adversidad, dominado únicamente por la recta razón.


En resumen, la filosofía antigua forjó el marco inicial del problema de las pasiones: tanto Platón como Aristóteles y los estoicos coincidieron en que la razón debe tener un rol rector sobre el lado pasional de la naturaleza humana, aunque variaron en cuán lejos llevar esta regulación. Platón subrayó la necesidad de subordinar los impulsos sensibles al alma racional para lograr justicia interior; Aristóteles promovió encauzar las emociones en su justa medida como parte integral de la virtud; los estoicos, más radicales, propugnaron la erradicación de las pasiones irracionales para vivir conforme a la razón y la naturaleza. Este legado grecolatino definiría durante siglos la concepción de las pasiones como elementos potencialmente peligrosos que requieren gobierno racional. Sin embargo, con la llegada del cristianismo y la filosofía medieval, la idea de pasión sería reinterpretada bajo nuevos supuestos teológicos y morales.


Filosofía medieval: síntesis cristiana de razón, alma y pasiones

Durante la Edad Media, la reflexión sobre las pasiones se desarrolló principalmente en el marco del pensamiento cristiano, integrando la herencia clásica con la doctrina moral y teológica de la Iglesia. Dos de las figuras más representativas en este tema son San Agustín de Hipona (siglos IV-V) y Santo Tomás de Aquino (siglo XIII). Ambos abordaron el problema de las pasiones del alma, adaptando las ideas de Platón, Aristóteles y los estoicos a la visión cristiana del ser humano, el pecado y la gracia.


San Agustín vivió en una época de transición, profundamente influido por el platonismo, y sus obras contienen una extensa “pasionología” orientada por el amor a Dios. Agustín reconoce que el hombre, compuesto de alma y cuerpo, experimenta pasiones y emociones naturales; sin embargo, tras el pecado original estas pasiones tienden al desorden. En su obra La ciudad de Dios (Libro XIV), Agustín discute largamente las pasiones o perturbaciones (perturbationes) en comparación con la ideal estoica de apatía. Él concluye que no es ni posible ni deseable para el cristiano eliminar totalmente las pasiones. En vez de ello, propone una distinción crucial: “Las pasiones son malas si el amor [que las motiva] es malo, y buenas si es bueno.” Es decir, la cualidad moral de las pasiones depende del objeto y orientación del amor fundamental de la persona. Si alguien ama desordenadamente las cosas temporales o ama de forma egoísta, sus pasiones (ira, envidia, miedo, tristeza) tenderán al vicio y la inquietud; pero si ama sobre todas las cosas a Dios y ordena las criaturas en relación a ese amor, entonces las pasiones resultantes pueden ser rectas. Agustín identifica cuatro pasiones principales, derivadas de la combinación de amor y temor con la presencia o ausencia de sus objetos: deseo (anhelo por el bien que se ama y no se posee), alegría (gozo por poseer el bien amado), temor (miedo a perder un bien o a sufrir un mal) y tristeza (dolor por haber perdido un bien o por la presencia del mal). A diferencia del sabio estoico impasible, el ideal agustiniano sí experimenta estas emociones pero de manera ordenada: por ejemplo, sentirá tristeza y compasión ante el sufrimiento ajeno o ante el pecado, lo cual no es defecto sino expresión de caridad; o sentirá temor de ofender a Dios (temor reverencial) que es principio de sabiduría. San Agustín admite que las pasiones son parte de nuestra condición caída, a veces fuente de tentación, pero también ve en ciertas pasiones ordenadas un apoyo para la virtud (como el justo dolor por los pecados que mueve a la penitencia, o el amor ferviente que impulsa a obrar bien). En sus Confesiones, Agustín narra sus propias luchas con las pasiones (especialmente la concupiscencia sexual) y cómo la gracia divina le permitió reordenar su amor para alcanzar la paz interior. En suma, Agustín incorpora la noción de que la voluntad guiada por el amor es el factor determinante: las pasiones deben ser subordinadas a la voluntad recta que ama el sumo Bien. No se trata tanto de anular todo sentimiento, sino de transformarlos mediante el amor a Dios (lo cual en términos cristianos es obra conjunta de la voluntad humana y la gracia divina).


Siglos más tarde, Santo Tomás de Aquino, el gran escolástico medieval, desarrolló una teoría de las pasiones más sistemática y fiel a Aristóteles, a la vez que concordante con la teología cristiana. En la Suma Teológica (especialmente en la Prima Secundae, cuestiones 22 a 48), Tomás presenta a las pasiones como movimientos del apetito sensitivo. Según la antropología tomista, el ser humano tiene dos dimensiones apetitivas: el apetito concupiscible, que busca lo agradable y huye de lo dañino de modo inmediato, y el apetito irascible, que reacciona ante dificultades u obstáculos en la búsqueda de bienes arduos o en la evitación de males. Las pasiones son entonces los diversos movimientos de estos apetitos sensibles ante lo que los sentidos perciben o imagina como bueno o malo. Tomás de Aquino identifica clásicamente once pasiones básicas, dividiéndolas en esas dos categorías: en el concupiscible, las pasiones par de opuestos son amor/odio (atracción por un bien sensível, repulsión ante un mal), deseo/aversión (tendencia hacia un bien ausente, rechazo de un mal ausente), y placer o gozo/tristeza o dolor (fruición por el bien presente, pena por el mal presente). En el irascible, que entra en juego ante bienes o males difíciles: esperanza/desesperación (confianza o desánimo respecto a alcanzar un bien difícil futuro), audacia/temor (valor o miedo ante un mal difícil de afrontar), y finalmente ira (que se desata ante un mal presente difícil de soportar o una injusticia). Esta clasificación muestra la elaboración aristotélico-escolástica del repertorio emocional humano.


Santo Tomás enfatiza que, consideradas en sí mismas, las pasiones no son ni buenas ni malas moralmente; son reacciones naturales, “dato” de nuestra psicología. Su valoración ética depende de cómo se relacionan con la razón y la voluntad. En palabras de Tomás, “las pasiones, en sí, no obedecen a la razón, pero pueden ser reguladas por ella”. Cuando la voluntad recta (iluminada por la razón y orientada al bien verdadero) guía o modera una pasión, esa pasión se integra en la virtud; por el contrario, si la voluntad se deja arrastrar ciegamente por la pasión contraria a la razón, sobreviene el vicio y eventualmente el pecado. Tomás de Aquino cita y aprueba la frase agustiniana mencionada: la bondad de las pasiones depende del amor que las inspire. Por ejemplo, el amor sensible (amor concupiscible) es la pasión fundamental de la que derivan las demás – amar un bien produce deseo si no se tiene, gozo si se obtiene; odiar un mal produce aversión, temor, etc. Si ese amor fundamental se dirige a bienes falsos (ej. amar sobre todo el placer temporal), entonces toda la cadena de pasiones se desordena moralmente; pero si el amor se dirige al Bien supremo (Dios y los valores verdaderos), las pasiones acompañantes tienden a armonizarse con la virtud. Así, Santo Tomás afirma que dominar las pasiones no significa eliminarlas, sino someterlas al imperio de la razón y la voluntad, de modo que colaboren con la vida moral. Incluso llega a decir que la perfección moral ideal es que el hombre sea movido al bien no solo por su voluntad racional, sino también “por su apetito sensible”, es decir, que sienta emocionalmente un gusto y una inclinación por el bien. En términos cristianos, esto se entiende como un efecto de la gracia: la persona santa ama tan profundamente el bien que también sus sentimientos naturales se conforman en esa dirección (por ejemplo, siente misericordia ante el sufrimiento ajeno, siente repugnancia espontánea hacia la maldad, siente gozo en la templanza y no solo la practica por deber).

La síntesis de Santo Tomás tuvo amplia influencia: en la doctrina católica posterior, cristalizada por ejemplo en el Catecismo de la Iglesia, se enseña que las pasiones son componentes naturales del alma humana que “aseguran el vínculo entre la vida sensible y la vida del espíritu”. No son algo demoníaco en sí mismas (rechazando un exceso de estoicismo), pero tampoco se debe ceder a ellas sin control (rechazando el libertinaje emocional). La metáfora clásica perdura: el ser humano que se deja arrastrar totalmente por sus pasiones se rebaja al nivel de los animales, perdiendo lo específico de su dignidad racional; en cambio, la persona que las gobierna con virtud las convierte en riqueza de su personalidad. En resumen, la filosofía medieval cristiana logró equilibrar la herencia clásica: aceptó con Aristóteles que las pasiones pertenecen a nuestra naturaleza y pueden cooperar con la razón, con la salvedad de Agustín de que el amor orientador debe ser el amor a un bien verdadero (idealmente Dios). Tanto Agustín como Tomás, cada uno en su estilo, reafirman que el orden correcto es amor-orientado por Dios → voluntad recta → razón → pasiones subordinadas; cualquier inversión de ese orden resulta en desorden moral. De esta manera, las pasiones quedaron integradas en la antropología cristiana como fuerzas del alma sensitiva que deben ser educadas y elevadas, en lugar de suprimidas radicalmente, pero siempre bajo la supremacía de la dimensión espiritual del ser humano.


Filosofía moderna: la naturaleza de las pasiones y la razón ilustrada

Con el advenimiento de la Modernidad (siglos XVII y XVIII), el estudio de las pasiones experimentó una transformación significativa. Los filósofos modernos comenzaron a abordar las pasiones con una mirada más científica y secular, sin dejar de proponer novedosas interpretaciones sobre su papel en la naturaleza humana. Figuras como René Descartes, Baruch Spinoza, David Hume e Immanuel Kant replantearon la comprensión de las emociones en el contexto del racionalismo, el empirismo y la Ilustración, sentando bases para la psicología posterior.


René Descartes (1596-1650), padre del racionalismo, dedicó su última obra precisamente al tema: Les passions de l’âme (1649). En este tratado, Descartes analiza las pasiones desde una doble perspectiva filosófica y fisiológica, rompiendo con la tradición escolástica y estoica que las consideraba principalmente “enfermedades del alma”. Descartes, influido por el nuevo método científico mecanicista, sostiene que las pasiones son ante todo resultado de la interacción cuerpo-alma. Para él, el cuerpo humano (una máquina biológica) produce, a través de los movimientos de los “espíritus animales” en los nervios, ciertas conmociones en el cerebro que luego son percibidas por el alma como pasiones. De este modo, reubica las pasiones en el marco de la física y la fisiología: quería explicarlas “no como un orador ni como un moralista, sino como un filósofo natural (físico)”. Descartes identifica seis pasiones básicas o “simples y primitivas”: la admiración (o sorpresa), el amor, el odio, el deseo, la alegría y la tristeza. Todas las demás emociones serían combinaciones de estas fundamentales. Importante es que Descartes no demoniza las pasiones; al contrario, afirma que “no hay pasiones que sean en sí mismas malas”. Según él, las pasiones fueron puestas en nosotros por la naturaleza (o por Dios) para el beneficio de la supervivencia y el alma – por ejemplo, la admiración nos mueve a aprender cosas nuevas, el amor nos une a lo que nos conviene, el temor nos previene de daños, etc. Así pues, considera las pasiones intrínsecamente buenas cuando se mantienen en su debido lugar. El problema surge si se desordenan o son mal encauzadas, lo cual la razón y la voluntad deben corregir. En su visión, aunque el alma es una sustancia pensante distinta del cuerpo, se unen estrechamente en la glándula pineal, donde las pasiones físicas influyen en la mente. Sin embargo, el alma racional conserva un grado de libertad para moderar las pasiones mediante juicios adecuados. Descartes propone métodos para controlar las pasiones, enfatizando la importancia del conocimiento: entender las verdaderas causas de nuestras emociones ayuda a dominarlas. También exalta una virtud llamada générosité (generosidad o nobleza de corazón), que consiste en apreciar adecuadamente el valor de las cosas y de uno mismo, de modo que las pasiones no nos esclavicen. Quien posee generosidad sabrá manejar, por ejemplo, la tristeza o la ira manteniendo la dignidad y la razón. En definitiva, Descartes marca un punto de inflexión al estudiar las pasiones de forma naturalista, alineado con el espíritu de la Ilustración científica: ya no son misteriosas influencias demoníacas ni simplemente vicios morales, sino fenómenos psicofisiológicos sujetos a leyes, que conviene comprender para mejorar la condición humana. Pese a ello, Descartes mantiene continuidad con la tradición al seguir viendo necesaria la guía racional sobre las pasiones, pero su tono optimista sugiere que, con suficiente ciencia y fuerza de voluntad, el ser humano puede lograr un saneamiento de sus emociones en favor de la virtud y la felicidad.


Otro enfoque influyente fue el de Baruch Spinoza (1632-1677), filósofo holandés cuya obra Ética (1677) dedica una gran parte al análisis de las emociones humanas (a las que llama afectos). Spinoza, imbuido de un radical determinismo racional, concibe al ser humano y sus pasiones como parte de la única sustancia divina-naturaleza. Rechaza la dualidad cartesiana de sustancia pensante vs. extensa; en su monismo, mente y cuerpo son dos atributos de la misma realidad. Así, las pasiones no son “interferencias” de un cuerpo extraño, sino expresiones de la propia potencia de existir del individuo bajo cierto grado de conocimiento. Spinoza distingue entre afectos activos y pasivos: cuando la causa adecuada de un afecto está en nosotros mismos, es una acción o emoción activa; cuando la causa es externa y nos rebasa, es una pasión (porque en ese caso la mente lo “padece”, no lo genera autónomamente). Para Spinoza, en nuestra condición ordinaria la mayoría de nuestros afectos son pasiones, ya que somos fácilmente afectados por fuerzas exteriores y por ideas inadecuadas (confusas). Define las pasiones como ideas inadecuadas o afectos pasivos que disminuyen nuestra capacidad de obrar o nuestra potencia. Por ejemplo, alguien que siente odio o envidia está bajo el poder de causas externas que no comprende del todo, y eso limita su libertad. Spinoza reduce las emociones básicas a tres: el deseo (que es la esencia misma del hombre, el conatus o impulso de perseverar en su ser), la alegría (experimentar un aumento en la potencia de obrar) y la tristeza (una disminución de esa potencia). De estas tres se derivan muchas otras pasiones compuestas (amor = deseo acompañado de alegría por la presencia de algo, odio = deseo invertido acompañado de tristeza, esperanza = alegría inestable ante algo futuro, miedo = tristeza inestable, etc.). Su análisis, casi geométrico, cataloga decenas de pasiones. Pero más allá de la taxonomía, la pregunta crucial es: ¿cómo debe uno relacionarse con sus pasiones? La respuesta spinoziana entronca con el ideal racionalista y estoico: dado que las pasiones brotan de la ignorancia o inadecuación de ideas, la salvación del espíritu radica en adquirir conocimiento adecuado de uno mismo, de Dios/Naturaleza y de las causas necesarias de las cosas. “Sólo en la medida en que el alma entiende, queda libre de pasiones”, dirá. La libertad, para Spinoza, no es libre albedrío contra la necesidad (lo niega), sino actuar según la razón, lo cual equivale a ser causa adecuada de nuestras acciones. Cuando comprendemos por qué sentimos odio, por ejemplo, esa comprensión nos proporciona una cierta liberación, pues deja de arrastrarnos ciegamente. Spinoza incluso afirma que “una pasión deja de ser pasión en cuanto la formamos una idea clara y distinta de ella”. Así, el conocimiento actúa como un remedio: la emoción ya no nos esclaviza porque la mente la ha reencuadrado en la red de la necesidad y la ha aceptado. El sabio spinozista alcanza el amor intelectual a Dios, una forma suprema de alegría activa derivada de conocer la unidad de todo. En ese estado, las antiguas pasiones perturbadoras (miedos, odios) se disuelven, pues uno entiende que nada ocurre contra la naturaleza sino conforme a ella. Hay en Spinoza una continuidad con los estoicos (búsqueda de la paz imperturbable a través de la razón) pero también una profunda originalidad: ve las pasiones no en términos morales dualistas (vicio vs. virtud) sino en términos de potencia y conocimiento. Además, su tratamiento es a la vez ético y proto-psicológico: describe mecanismos emocionales casi como lo haría un psicólogo moderno, sin reproche moral, sino con afán descriptivo y terapéutico. En síntesis, Spinoza transforma el concepto de pasión en parte de un sistema natural donde la razón es la herramienta de emancipación: superar las pasiones no mediante la represión voluntarista sino mediante la comprensión intelectual y la reorientación del conatus hacia lo que aumenta nuestra potencia (las emociones activas, como la virtud y la alegría de entender). Esta visión ejercerá influencia más tarde en concepciones psicológicas que subrayan el poder cognitivo en el manejo de las emociones.


Mientras que Descartes y Spinoza, desde enfoques distintos, mantienen una confianza en la razón para encauzar la vida emocional, el filósofo escocés David Hume (1711-1776) brinda un giro radical en la valoración de las pasiones frente a la razón. Figura central del empirismo, Hume argumenta en Tratado de la naturaleza humana (1739-40) y en sus Disertaciones que la razón es y debe ser esclava de las pasiones. Con esta famosa afirmación, Hume no pretende despreciar la razón, sino limitar su papel: la razón por sí sola es incapaz de motivar nuestras acciones; únicamente las pasiones o sentimientos pueden impulsarnos a obrar. La razón se encarga de proporcionar información y calcular medios, pero el fin último lo dictan nuestros deseos y aversiones. Para Hume las pasiones (que él equipara a emociones, sentimientos, incluidas también motivaciones como el orgullo, la ambición, etc.) son hechos primarios de la naturaleza humana, “existencias originales” que no se derivan de juicios lógicos. No son verdaderas ni falsas en sí (carecen de contenido representacional evaluable por la razón), simplemente las sentimos. Por tanto, la razón no puede juzgar una pasión como incorrecta en términos de verdad, solo puede influir indirectamente presentándonos las consecuencias reales de perseguir cierto deseo. En la ética humeana, el fundamento de las distinciones morales es el sentimiento: consideramos algo virtuoso porque al contemplarlo sentimos aprobación (un sentimiento de agrado), y vicioso si nos produce desagrado. Esta teoría del sentimentalismo moral otorga a la emoción un lugar fundacional en la moralidad, contraponiéndose a la primacía de la razón moral de corte racionalista (ej: Kant posteriormente).


Hume también realiza un análisis detallado de la psicología de las pasiones. Distingue entre pasiones directas e indirectas. Las pasiones directas surgen inmediatamente del placer o dolor presentes o esperados: ejemplos son el deseo (de algo placentero), la aversión (a algo doloroso), la alegría, la tristeza, la esperanza, el temor, el aburrimiento, etc. Son más simples y frecuentes. Las pasiones indirectas, en cambio, implican una estructura más compleja que incluye ideas accesorias, típicamente relativas a uno mismo u otras personas: por ejemplo, el orgullo es una pasión indirecta que surge cuando experimentamos una sensación agradable asociada a la idea de algo relacionado con nosotros (nuestras cualidades, posesiones, etc.), lo que nos hace sentir satisfacción por nosotros mismos; la humildad (o vergüenza) es la contraria, una sensación dolorosa ligada a la conciencia de algo negativo nuestro. El amor y el odio también son pasiones indirectas en Hume: se originan cuando algo o alguien nos produce placer o dolor, generando afecto o aversión hacia ese objeto. Este sofisticado modelo de Hume conecta las emociones con el mecanismo de la asociación de ideas e impresiones en la mente. Hume observa además que las pasiones pueden ser calmas o violentas: algunas, aunque poderosas en motivación (como la ambición o ciertos afectos morales), operan de modo sereno, mientras otras (como el miedo intenso o la ira) se manifiestan tumultuosamente. La razón, según Hume, puede influir modulando las pasiones calmas (pues permite considerar consecuencias a largo plazo) pero en el momento de una pasión violenta, la razón suele ser arrastrada. Pese a este reconocimiento de la a veces tiránica fuerza emocional, Hume no ve posible ni deseable extirpar las pasiones: ellas son el motor de la acción y de la vida práctica. El objetivo no es anularlas sino ilustrarlas – refinar nuestros gustos y sentimientos mediante la educación y la experiencia, de forma que tendamos naturalmente a sentir las pasiones “correctas” (por ejemplo, benevolencia hacia los demás, amor al arte o a la ciencia, sentido del honor) en lugar de pasiones ruines. La obra de Hume señala así un cambio importante: las pasiones dejan de ser las antagonistas de la razón para convertirse en las soberanas de la conducta humana, con la razón ocupando un rol instrumental. Esta revalorización de lo emocional sentó las bases para escuelas posteriores que exploran la psicología moral, la empatía y la sentimentalidad (ejerciendo influencia en pensadores como Adam Smith, y en general en el romanticismo que exaltará los sentimientos). Hume, en resumen, legitima filosóficamente la centralidad de las emociones, subrayando su inevitabilidad y su importancia positiva en nuestras elecciones y juicios de valor.


En respuesta parcial a Hume y culminando la Ilustración, Immanuel Kant (1724-1804) retoma la dicotomía entre razón y pasión desde una nueva perspectiva crítica. Kant, riguroso defensor de la autonomía de la razón práctica, ve en las pasiones un peligro para la moralidad autónoma. Sin embargo, desarrolla una terminología precisa distinguiendo varios tipos de afecciones. En sus obras de antropología y ética (por ejemplo, Metafísica de las costumbres y Antropología en sentido pragmático), Kant separa los términos Affekt (afecto o emoción súbita) y Leidenschaft (pasión). Para Kant un afecto es un sentimiento intenso pero pasajero, de naturaleza sobretodo fisiológica, que puede turbar momentáneamente la facultad de juicio. Ejemplos serían un arranque de ira, el terror súbito, la euforia momentánea; estos estados son de corta duración y nublan temporalmente la razón, aunque una vez que pasan la persona puede “recobrar el sentido”. Los afectos son vistos como una especie de “embriaguez” momentánea del ánimo de la cual uno debe recuperarse. Por otro lado, una pasión en sentido kantiano es algo más profundo y persistente: es una inclinación duradera que ha echado raíces en la facultad del deseo y que crece con el tiempo, llegando a dominar el horizonte volitivo de la persona. La pasión implica reflexión y propósito – es decir, la persona apasionada por algo (poder, venganza, dinero, una persona, etc.) alarga deliberadamente ese deseo, lo convierte en parte de su proyecto de vida o carácter. En términos modernos podríamos pensar en obsesiones o devociones absorbentes. Kant considera que las pasiones así definidas son moralmente más peligrosas que los afectos: mientras un arrebato emocional es irracional pero momentáneo, una pasión de largo plazo pervierte la razón porque la somete sistemáticamente a un interés particular, sesgando todos los juicios. Kant afirma duramente que “las pasiones son un cáncer para la razón práctica”, porque corrompen la facultad de obrar por deber. Por ejemplo, alguien dominado por la pasión de la ambición de poder ya no actuará nunca por respeto a la ley moral, sino que interpretará todo medio a través de su ansia de poder; su razón se vuelve astuta calculadora al servicio de esa meta irracional. Esta persona difícilmente puede corregirse, pues la pasión tiene “raíces profundas” y “el enfermo no quiere curarse” (como dice Kant). Así, la pasión en Kant es obstinada y a menudo “incurable” moralmente, a no ser mediante un gran esfuerzo de la voluntad moral para extirparla. En cambio, un afecto (como un ataque de ira) es más excusable: es como una descarga emocional repentina de la cual uno incluso puede arrepentirse luego; no conlleva malicia deliberada sostenida. Por eso Kant dice que los afectos son como “locuras momentáneas” mientras que las pasiones son “malas” en un sentido más sólido.

Además de esta diferenciación, Kant presagia la noción moderna de emoción al señalar que los afectos son en gran medida orgánicos y no cognitivos (impactan al sujeto sin contenido conceptual claro, por ejemplo el temblor y ritmo cardíaco de la cólera), mientras que la pasión sí implica una representación y un objetivo (es intencional). Curiosamente, en Kant se observa que la palabra "pasión" comienza a tener una connotación negativa precisamente porque para él involucra esta obstinación contraria a la moral. Es un cambio semántico: en la era moderna tardía, bajo influencia kantiana y del romanticismo, emoción llegó a designar los sentimientos más espontáneos y pasajeros, y pasión quedó para los compromisos emocionales profundos (sea en sentido noble, como la pasión por la justicia, o en sentido vicioso, como la pasión por el juego). Kant sin duda condena las pasiones que esclavizan (todas aquellas que se oponen a la universalidad de la ley moral), pero reconoce que existe un uso válido del término pasión para referirnos a grandes amores o inclinaciones elevadas cuando no contradicen la moral (por ejemplo, la pasión por la virtud o el entusiasmo por la belleza, aunque él preferiría no usar la palabra pasión en esos casos para evitar confusión). En todo caso, la posición kantiana reitera la necesidad de autonomía racional: el sujeto moral debe esforzarse por controlar sus afectos (mantener la sangre fría ante las decisiones) y sobre todo por no dejar crecer en sí pasiones indebidas. La ética de Kant vuelve a poner a la razón en el trono, no ya la razón calculadora de medios como en Hume, sino la razón legisladora de fines universales, a la que las voces emocionales particulares deben subordinarse. Paradójicamente, aunque censura las pasiones, Kant también contribuye a clarificar conceptualmente el dominio afectivo, distinguiendo capas y anticipando la idea de que habrá un estudio científico (antropológico) de las emociones separado de la evaluación moral. De hecho, su influencia se nota en que la psicología posterior adoptó en parte la distinción entre “emociones” breves y “pasiones” o sentimientos duraderos (aunque en lenguaje cotidiano hoy llamemos pasión también a emociones positivas intensas, como la pasión artística o amorosa, sin implicar reproche moral).


En síntesis, la filosofía moderna presentó un panorama rico y contrastante: Descartes confirió a las pasiones un estatuto natural benevolente, proponiendo el autocontrol ilustrado; Spinoza las entrelazó en un sistema racionalista determinista donde la libertad viene de entender nuestras emociones; Hume ensalzó el papel primario de las pasiones en motivación y moral, invirtiendo la jerarquía tradicional; Kant, reaccionando, enfatizó la separación entre emoción sensible y voluntad racional, alertando contra la tiranía de las pasiones sobre el deber. Estas reflexiones ilustradas prepararon el camino para que, a partir del siglo XIX, el foco de interés se desplazara progresivamente hacia la ciencia de la mente: la emergente psicología buscaría estudiar las emociones (ya término predominante sobre “pasiones”) de manera empírica, aunque siempre bajo la sombra de estas interrogantes filosóficas sobre la razón, la moral y la naturaleza humana.


Psicología moderna y contemporánea: ciencia de las emociones

Hacia finales del siglo XIX, la indagación sobre las pasiones o emociones dio un giro definitivo al constituirse la psicología como disciplina científica independiente. Si bien filósofos naturales anteriores (como Descartes o Hume) habían incursionado en explicaciones proto-psicológicas, es en esta época cuando se fundan laboratorios y se desarrollan teorías empíricas específicas sobre cómo y por qué sentimos. A lo largo del siglo XX y XXI, el estudio psicológico de las emociones se expandió enormemente, incorporando perspectivas fisiológicas, psicoanalíticas, cognitivas y neurocientíficas. En este apartado se revisan algunos hitos clave: desde la teoría pionera de William James, pasando por la comprensión de las pasiones en el psicoanálisis de Freud y Jung, las visiones conductuales y cognitivas, hasta los aportes de la neurociencia afectiva contemporánea.

Un primer desarrollo notable provino del psicólogo y filósofo William James (1842-1910), quien formuló junto al danés Carl Lange una teoría innovadora sobre la naturaleza de las emociones. En 1884 James publicó el artículo ¿Qué es una emoción?, donde argumentaba en contra de la intuición común. Habitualmente se pensaba: “vemos un peligro, sentimos miedo, y entonces reaccionamos (huimos, palpitamos)”. James propuso lo contrario: las reacciones corporales ocurren primero y nuestra sensación consciente de emoción es la percepción de esos cambios corporales. Según la teoría James-Lange, por ejemplo, no temblamos porque sentimos miedo, sino que sentimos miedo porque temblamos. Ante un estímulo emocionante (digamos, encontrar un oso en el camino), el cuerpo descarga automáticamente una serie de respuestas (aceleración cardíaca, tensión muscular, huida) y la mente, al percibir esos cambios viscerales y expresivos, experimenta la cualidad subjetiva llamada “miedo”. Esta idea —que “la emoción es la sensación de las respuestas corporales”— fue revolucionaria, pues enfatizaba el papel del sistema nervioso y las reacciones fisiológicas en la génesis de las emociones. James estaba influido por la corriente pragmática y evolucionista de su tiempo, incluyendo las ideas de Charles Darwin sobre la expresión de las emociones en los animales y humanos. La teoría James-Lange inauguró el estudio científico de la emoción: motivó a investigadores a examinar las correlaciones entre estados corporales (pulso, hormonas, expresión facial) y sentimientos informados. Aunque con el tiempo fue refinada (otros como Cannon y Bard en 1920s objetaron que las emociones no dependen exclusivamente de las vísceras, subrayando el rol del cerebro), el mérito de James fue tratar la emoción como un fenómeno natural integrando mente y cuerpo, sin apelar a entidades metafísicas. Su enfoque contribuyó a secularizar por completo el término emoción en la ciencia, relegando “pasión” al lenguaje literario o coloquial. En décadas posteriores, la psicología experimental siguió investigando reacciones emocionales básicas: por ejemplo, Ivan Pavlov y John B. Watson demostraron cómo respuestas emocionales (como el miedo) podían condicionarse asociando estímulos, enfatizando la naturaleza aprendida de ciertas pasiones. Un famoso experimento de Watson logró que un niño (“Pequeño Albert”) desarrollara terror a una rata blanca al emparejarla repetidamente con un ruido fuerte, mostrando que un miedo podría inculcarse artificialmente. Este énfasis en lo aprendido caracterizó la primera mitad del siglo XX con el auge del conductismo, que en general relegaba la consideración de la vida interior (emociones, pensamientos) por considerarla subjetiva. Los conductistas como B.F. Skinner preferían hablar de conductas emocionales (acciones observables) en lugar de estados internos. Sin embargo, incluso en esta época, algunos trabajos notables mantuvieron el interés en la experiencia afectiva: Walter Cannon identificó la respuesta unificada de lucha o huida mediada por el sistema nervioso autónomo, y Paul Ekman a mediados del siglo XX investigó la universalidad de las expresiones faciales de emociones básicas (alegría, tristeza, ira, miedo, sorpresa, asco), sugiriendo un componente biológico universal en las pasiones humanas.


Paralelamente, en el terreno clínico y teórico, surgió la psicología profunda que dio gran importancia a las pasiones inconscientes del ser humano. Sigmund Freud (1856-1939), fundador del psicoanálisis, retomó el hilo de considerar ciertas “pasiones” internas como fuerzas primarias en conflicto con las restricciones de la civilización. Freud no suele hablar de “pasiones” en sus textos, sino de pulsiones (Triebe en alemán, a veces traducido como instintos o impulsos). Las pulsiones son energías psíquicas básicas (principalmente de tipo sexual-erótico y agresivo) originadas en el ello, la parte más primitiva de la psique. Estas energías buscan descarga y satisfacción, generando tensión emocional cuando son frustradas. La teoría freudiana reinterpreta muchas experiencias emocionales como manifestaciones o derivados de estos impulsos fundamentales en interacción con la censura del superyó (nuestras internalizaciones morales) y las estrategias del yo (que intenta mediar). Por ejemplo, la ansiedad (angustia) es para Freud un afecto señal de que una pulsión inadmisible amenaza con aflorar y el yo teme perder el control, por lo que pone en marcha mecanismos de defensa (represión, negación, sublimación, etc.). Muchísimas pasiones humanas —amor, odio, celos, miedo, culpa— son vistas en el psicoanálisis clásico como repeticiones simbólicas de conflictos infantiles inconscientes, a menudo de naturaleza sexual. Así, la ira desproporcionada podría esconder una frustración libidinal no resuelta; una fobia puede ser una emoción desplazada de algún conflicto interno. Freud consideraba que hacer consciente lo inconsciente mediante la terapia psicoanalítica permitiría liberar al paciente de ataduras emocionales patológicas (la famosa catarsis emocional al recordar traumas olvidados, liberando la carga afectiva asociada). Aunque Freud tenía un trasfondo muy distinto al de Spinoza, en cierto modo comparten la idea de que entender el origen de nuestras pasiones ocultas puede aliviar su dominio. Freud también elaboró la dicotomía entre Eros (instinto de vida, ligado al amor, la sexualidad, la unión) y Tánatos (instinto de muerte, ligado a la agresión, la pulsión de destrucción). Esta dualidad pulsional sugiere que las pasiones humanas oscilan entre tendencias constructivas y destructivas, a menudo mezcladas. Por ejemplo, el amor apasionado puede contener elementos posesivos agresivos; la agresión puede enmascarar miedo o vulnerabilidad. La influencia del psicoanálisis colocó en primer plano la idea de que nuestras emociones adultas están profundamente influenciadas por deseos y temores inconscientes forjados en la infancia, dando lugar a complejos afectivos como el complejo de Edipo (los sentimientos ambivalentes intensos hacia los padres). En el psicoanálisis, las pasiones dejan de ser meras reacciones momentáneas para verse como estructuras afectivas arraigadas en la psique, a veces irracionales y conflictivas, que requieren un trabajo introspectivo para integrarse saludablemente.


Discípulo disidente de Freud, Carl Gustav Jung (1875-1961) desarrolló la psicología analítica, la cual difiere en varios aspectos pero también confiere gran peso a las realidades emocionales internas. Jung amplía el horizonte, introduciendo el concepto de inconsciente colectivo con sus arquetipos, que son patrones universales que pueden cargar intensa tonalidad afectiva. Para Jung, muchas pasiones individuales son expresiones de estos arquetipos: por ejemplo, la fuerte devoción mística, el enamoramiento idealizado, el terror reverencial, etc., pueden verse como manifestaciones de figuras arquetípicas (el ánima, el ánimus, la sombra, el sí-mismo, etc.) activadas en la psique. Jung también enfatiza la polaridad entre pensamiento y sentimiento como dos de las funciones psicológicas básicas (junto con la sensación y la intuición). En su tipología, el sentimiento no es meramente emotividad irracional, sino una función racional valuativa (que juzga valor) complementaria al pensamiento lógico. A pesar de eso, Jung reconoce las emociones viscerales espontáneas – a las cuales a veces se refiere como “afectos” – que suelen indicar la activación de un complejo inconsciente. Un complejo, en términos junguianos, es un conjunto de contenidos psíquicos (imágenes, memorias) cargado de energía afectiva. Cuando un complejo es activado (por ejemplo, un complejo materno, paterno, de inferioridad, etc.), la persona puede sobre-reaccionar emocionalmente sin entender por qué. Así, la explosividad de ciertas pasiones se explica por la constelación de un núcleo inconsciente. Jung, al igual que Freud, ve la integración de esos contenidos (individuación) como la vía para moderar y canalizar constructivamente las pasiones. Sin embargo, a diferencia de Freud, Jung otorgaba a las emociones un papel más positivo como guía: el síntoma emocional no solo es algo a disipar, sino un mensaje simbólico del inconsciente que el yo debe descifrar para crecer. Por ejemplo, la ansiedad puede estar invitando a examinar un desequilibrio en nuestra vida psíquica; la pasión creativa intensa puede ser la irrupción del arquetipo del sí-mismo buscando realización. En última instancia, Jung considera que la plenitud psicológica implica reconocer y dar lugar a nuestras emociones y pasiones profundas, pero sin perder la cabeza ante ellas, sino cooperando con su significado. Su concepto de armonía de contrarios sugiere que tanto las tendencias racionales como las pasionales deben integrarse en la personalidad madura. Esta visión junguiana influyó luego en corrientes humanistas y en la corriente de la psicología transpersonal, donde experiencias emocionales intensas (amor universal, éxtasis, angustia existencial) se interpretan como etapas en la expansión de la consciencia.


Avanzando en el siglo XX, la revolución cognitiva en psicología (décadas de 1950-1970) aportó nuevas perspectivas sobre las emociones, a menudo llamadas ahora respuestas “afectivas”. Investigadores como Magda Arnold, Richard Lazarus y otros desarrollaron teorías cognitivo-evaluativas de la emoción: plantearon que una emoción no es solo un suceso fisiológico, sino que depende crucialmente de cómo la persona evalúa o interpreta cognitivamente un suceso. Por ejemplo, el mismo acontecimiento (hablar en público) puede generar miedo en alguien que lo evalúa como amenaza humillante, o excitación positiva en otro que lo ve como un reto interesante. Así, las emociones se conciben como resultado de apreciaciones mentales: si pensamos “he perdido algo valioso”, sentimos tristeza; si pensamos “me han ofendido injustamente”, sentimos ira; si percibimos “he logrado algo deseado”, sentimos alegría, y así sucesivamente. Esta línea llevó a enfatizar la posibilidad de modificar las respuestas emocionales cambiando nuestros esquemas de pensamiento.


Surge así la psicología cognitivo-conductual, especialmente en el ámbito terapéutico, con pioneros como Albert Ellis y Aaron T. Beck. Ellis, en los años 50, formuló la Terapia Racional-Emotiva, sosteniendo que “no son los hechos los que alteran nuestras emociones, sino lo que nos decimos sobre esos hechos”. Enseñaba a los pacientes a identificar creencias irracionales (por ejemplo “debo ser perfectamente exitoso para valer algo”) que generan angustia o depresión, y a sustituirlas por pensamientos más objetivos, lo que en efecto reduce las emociones negativas exageradas. Beck, en los 60 y 70, desarrolló la terapia cognitiva de la depresión mostrando que esta patología va asociada a un patrón de pensamientos automáticos negativos (sobre uno mismo, el mundo y el futuro) y que al reestructurarlos se puede mejorar el estado de ánimo. Estas aproximaciones hicieron énfasis en que muchas emociones disfuncionales (ansiedad patológica, cólera desproporcionada, tristeza depresiva) derivan de interpretaciones o expectativas distorsionadas. Al corregir la cognición, la emoción cambia. Sin embargo, no toda la psicología cognitiva redujo la emoción a la cognición; autores como Robert Zajonc argumentaron que algunas respuestas afectivas son inmediatas y no mediadas por pensamiento consciente (por ejemplo, agradarnos o desagradarnos algo apenas lo percibimos). En todo caso, la integración de lo cognitivo y lo conductual en terapia demostró ser muy eficaz para el manejo de pasiones malsanas: técnicas de reestructuración cognitiva combinadas con exposición gradual a estímulos temidos, relajación, etc., ayudaron a muchas personas a superar fobias, controlar la ira o levantarse de la depresión. Esto refleja una especie de eco moderno de la idea clásica de que la razón (aquí entendida como pensamiento consciente reflexivo) puede rectificar las emociones; aunque ahora el énfasis está en la colaboración activa del individuo para reevaluar su perspectiva, más que en la represión autoritaria de la pasión.


Finalmente, las últimas décadas han visto florecer la neurociencia afectiva, disciplina que estudia las bases neurales de las emociones. Gracias a avances tecnológicos (electrofisiología, neuroimagen, etc.), los científicos han podido observar cómo el cerebro genera y regula las pasiones. Un descubrimiento fundamental fue el rol del sistema límbico, conjunto de estructuras cerebrales implicadas en las emociones. En particular, la amígdala, una pequeña almendra de neuronas en lo profundo del lóbulo temporal, resultó ser crucial en el procesamiento del miedo y otras emociones intensas. Investigaciones de Joseph LeDoux, por ejemplo, mostraron que estímulos amenazantes pueden activar la amígdala rápidamente incluso sin participación de la corteza cerebral (vía subcortical rápida), provocando reacciones de miedo antes de que la persona sea plenamente consciente – esto explica respuestas de terror casi “instintivas”. Por otro lado, la corteza prefrontal se identificó como área esencial para la regulación y modulación de las emociones: lesiones en ciertas regiones prefrontales pueden volver a alguien emocionalmente desinhibido o incapaz de responder emocionalmente, afectando la toma de decisiones (como estudiaron Antonio Damasio y otros con pacientes con daños frontales). Damasio, un neurocientífico y neurólogo, propuso la hipótesis del marcador somático: las emociones (y sus correlatos corporales) guían la razón en la toma de decisiones, señalando opciones más beneficiosas o riesgosas con una especie de “señal visceral”. Esto sugiere que la tradicional separación razón vs. pasión es ingenua a nivel neuropsicológico: en realidad, un cierto grado de emoción es necesario para la razón práctica, y un cerebro sin capacidad emocional (por daño neurológico) toma decisiones desastrosas aun con coeficiente intelectual intacto. La neurociencia también ha estudiado los neurotransmisores involucrados en estados emocionales: por ejemplo, la dopamina está ligada a las sensaciones de recompensa y motivación (pasiones de deseo, adicción, entusiasmo), la serotonina se relaciona con el humor y su déficit con la depresión, la adrenalina y noradrenalina medían la respuesta aguda al estrés y la ira, etc. Además, mediante técnicas de imagen funcional, se observaron los “circuitos del placer” (como el núcleo accumbens) y se corroboró la base orgánica de emociones como el amor romántico (activando regiones de recompensa y apagando áreas de juicio crítico, de forma curiosamente similar a una adicción). La teoría de los afectos básicos propuesta por Jaak Panksepp identificó en mamíferos sistemas cerebrales básicos generadores de emociones primarias: búsqueda (curiosidad/deseo), ira (rage), miedo (fear), cuidado (care, base del afecto materno), pánico/pena (separation distress), juego (play, alegría lúdica), lujuria (lust). Esto apunta a que ciertas pasiones fundamentales tienen una raíz evolutiva muy antigua, compartida con otros animales, ya preprogramada en el cerebro, sobre la cual la cultura humana construye matices más complejos. Sin embargo, la neurociencia afectiva también reconoce la enorme plasticidad: los circuitos emocionales pueden ser modulados por la experiencia, el aprendizaje, e incluso por la práctica deliberada (por ejemplo, estudios con meditadores budistas expertos muestran patrones cerebrales diferenciados al cultivar estados de compasión o serenidad). En suma, la ciencia contemporánea de las emociones ha confirmado en gran medida la intuición de que las pasiones son fenómenos psicofísicos integrales: no existen emociones sin cuerpo ni sin cerebro, pero tampoco es posible comprenderlas plenamente sin referencia a la experiencia subjetiva y a las evaluaciones mentales. Hoy entendemos que la antigua oposición “razón vs. pasión” en realidad oculta un intrincado diálogo: los procesos cognitivos más elevados están ligados con sistemas afectivos (uno decide influido por lo que siente), y las emociones a su vez tienen componentes cognitivos (dependen de cómo interpretamos las situaciones). La neurociencia, lejos de trivializar las pasiones, les ha dado un nuevo estatuto respetable: son objeto de investigación seria, reconociéndolas como funciones imprescindibles para la adaptación, la toma de decisiones, la creatividad y la vida social.


Fenomenología y psicología existencial: la vivencia de las pasiones

Frente al enfoque naturalista de la ciencia, paralelamente en el siglo XX surgieron corrientes filosóficas y psicológicas preocupadas por comprender las pasiones desde la experiencia vivida y el sentido existencial. La fenomenología filosófica y la psicología existencial-humanista pusieron el acento en el modo en que las emociones se presentan en la consciencia, su significado para la existencia humana y su potencial de autenticidad o alienación. Autores como Jean-Paul Sartre y Maurice Merleau-Ponty en la filosofía, y Rollo May en la psicología, aportaron visiones originales sobre las pasiones, viéndolas no solo como fenómenos psicofisiológicos, sino como modos de estar-en-el-mundo y de afrontar la propia libertad.


Dentro de la filosofía fenomenológica existencial, Jean-Paul Sartre (1905-1980) elaboró una influyente teoría de las emociones. En su temprana obra Esquema de una teoría de las emociones (1939), Sartre propone que la emoción es fundamentalmente una transformación deliberada (aunque no plenamente consciente) de la forma en que vemos el mundo, cuando nuestras acciones instrumentales fracasan. Según Sartre, la conciencia escoge (en un nivel pre-reflexivo) entrar en un “estado mágico” que es la emoción, con el fin de modificar simbólicamente la situación que no puede cambiar físicamente. Por ejemplo, si una persona se encuentra ante un obstáculo insuperable, puede invadirle la desesperación: esa tristeza profunda “magia” el mundo haciéndolo parecer carente de opciones, y así de algún modo la conciencia se resigna a la imposibilidad a través del sentimiento en lugar de vía un acto. Otro ejemplo: ante un peligro extremo que la persona no puede evitar ni pelear, podría desmayarse de miedo; ese desmayo emocional es una manera en que la conciencia “hace desaparecer” la amenaza al mismo tiempo que se abdica de la propia responsabilidad (ya que inconsciente no puede hacer nada). De esta forma paradójica, para Sartre la emoción es un acto —no totalmente voluntario, pero sí un proyecto implícito de la libertad— mediante el cual el sujeto altera la estructura de su experiencia. El mundo en emoción aparece cualitativamente distinto: cuando estoy alegre, el entorno se me presenta luminoso y acogedor; cuando estoy iracundo, experimento a los otros como hostiles, cada detalle aviva mi enojo; cuando estoy enamorado, el mundo entero parece hermoso. Sartre rechaza tanto las teorías intelectualistas (que veían la emoción como juicios errados) como las fisiologistas puras (como James-Lange); afirma que si bien hay correlatos corporales, lo central es la intención emocional, el para qué de la emoción en la situación vital del sujeto. En El ser y la nada (1943), su obra magna, Sartre profundiza el análisis existencial de ciertos sentimientos: la angustia, por ejemplo, no es miedo a un objeto externo, sino vivencia de la propia libertad vertiginosa (la posibilidad de elegir que siempre enfrentamos); la vergüenza es un sentimiento que surge al darnos cuenta de ser objetos para la mirada ajena, revelando una faceta de nuestro ser (ser-para-otros) en tensión con nuestro ser-para-sí. También describe la odio-amor en contextos como las relaciones de dependencia y dominio (por ejemplo, en El Ser y la Nada analiza el sadismo y el masoquismo como pasiones que intentan resolver el dilema de relacionarse con otra libertad, sea negándola o negándose a sí mismo). En el existencialismo sartriano, las pasiones humanas a menudo se sitúan en el terreno de la elección fundamental de un individuo y de su mala fe o autenticidad. Una persona puede vivir dominada por una pasión (por ejemplo, la ambición desmedida, o la devoción ciega a otro) en una forma de mala fe, evadiendo la responsabilidad de darse a sí mismo un propósito más libre; pero también hay pasiones constructivas elegidas auténticamente, como consagrarse con pasión a un proyecto creativo o a una causa justa, lo cual puede expresar la realización personal. Sartre en su ensayo San Genet (1952) examina cómo un delincuente (Jean Genet) convierte deliberadamente la infamia en su pasión para, a través de esa elección, otorgarse un sentido a sí mismo. Esto ilustra la idea de que, para Sartre, aunque las emociones nos pueden sobrevenir, también formamos un cierto patrón emocional acorde a la historia y la elección de vida que hacemos. En resumen, la perspectiva sartreana ve las pasiones no como meros fenómenos psicológicos reaccionarios, sino como manifestaciones de la libertad humana en situación: la emoción es algo que “hacemos” para configurar nuestra relación con el mundo, revelando nuestras actitudes profundas hacia nuestra propia existencia.


Otro destacado fenomenólogo, Maurice Merleau-Ponty (1908-1961), ofreció un entendimiento de las emociones centrándose en la corporeidad y la percepción. Merleau-Ponty, en Fenomenología de la percepción (1945), argumenta que el cuerpo vivido (el cuerpo tal como lo experimentamos desde adentro, con su esquema postural y sus capacidades motrices) es el fundamento de nuestra experiencia del mundo. Las emociones, en esta visión, son modos en que el cuerpo se orienta y significa una situación. Por ejemplo, el miedo no es únicamente la idea de un peligro, sino un encogimiento corporal, una preparación a huir, un cambio en la tonalidad de todo el campo perceptivo (el espacio puede sentirse opresivo, el tiempo parece dilatarse en la espera ansiosa). La alegría intensa puede sentirse como una ligereza corporal, una apertura espacial (el mundo se siente amplio, brillante). Merleau-Ponty enfatiza que no es que primero haya representaciones intelectuales y luego “se agregue” una emoción, sino que la emoción es una forma primaria de conciencia del mundo: es una gestalt completa en la que cuerpo y ambiente están mutuamente implicados. Utiliza expresiones como “el cuerpo es nuestro medio general para tener un mundo” y esto incluye tener un mundo emotivo. Sus descripciones sugieren que las pasiones se encarnan: por ejemplo, la postura física, el tono muscular, la respiración, no son meras consecuencias de la emoción sino parte constitutiva de ella. Una persona deprimida literalmente adopta un porte abatido, ve los colores más apagados, siente el porvenir cerrado; esta actitud corporal-perceptiva es la tristeza misma manifestándose. Merleau-Ponty también discute cómo la cultura y el lenguaje ofrecen “esquemas” para nuestras emociones, pero siempre atravesados por la vivencia corporal individual. Un aporte importante de Merleau-Ponty es su crítica a las dicotomías cartesianas: en vez de separar mente y cuerpo, o razón y sentimiento, muestra cómo en la experiencia concreta están integrados. Por ejemplo, entender un insulto es inseparable de sentir la ofensa; percibir un rostro amenazante implica ya una inquietud. En la estructura de la emoción, hay intencionalidad (se dirige a algo: estoy enojado con alguien por tal motivo) pero esa intencionalidad es vivida de manera sensible e inarticulada antes de cualquier análisis intelectual. Esta filosofía devolvió profundidad al estudio de las pasiones, subrayando su carácter de experiencia significativa pre-reflexiva. Para Merleau-Ponty, cada emoción es una forma de habitar el mundo: la pasión amorosa, por ejemplo, es un modo en que dos personas se configuran mutuamente su campo fenomenológico – la mirada del amado ilumina el mundo de uno de cierta manera y viceversa. Así, se aleja de la visión de las emociones como eventos internos subjetivos aislados, y las presenta como fenómenos de relación con el entorno y con los otros, incorporados en nuestra carne. Este enfoque influiría después en ciencias cognitivas corporizadas (enfoques embodied cognition) y en terapias que trabajan con la conciencia corporal de las emociones.


En el ámbito de la psicología clínica existencial, Rollo May (1909-1994) destacó por traer las ideas existencialistas al análisis de las pasiones humanas en el contexto de la psicoterapia. Rollo May consideraba que muchas patologías psicológicas modernas (la apatía, la sensación de vacío, la despersonalización) provenían de la negación o evasión de nuestras pasiones fundamentales, como la ansiedad, el amor, el deseo de significado. En su libro El significado de la ansiedad (1950), May expone que la ansiedad existencial – aquella que surge por ser criaturas libres y mortales conscientes de ello – es una parte inevitable de la vida, y que enfrentándola valientemente el individuo puede crecer. Retomando a Kierkegaard, May dice que la ansiedad es el vértigo de la libertad: podemos dejarnos paralizar por ella o usarla como catalizador para encontrar propósito. Para Rollo May, su época (mediados del siglo XX) sufría de una especie de “pérdida de pasión”: la gente buscaba seguridad y conformidad a costa de reprimir sus verdaderas emociones y anhelos, lo que desembocaba en neurosis, depresión o una apatía generalizada. En obras posteriores como Love and Will (1969) – traducida como Amor y voluntad – May analiza la crisis del amor en la cultura contemporánea, señalando que se ha trivializado la palabra “amor” y se ha separado de la voluntad (la capacidad de comprometerse y dirigir la pasión hacia una creación de valor). Él distingue varios tipos de amor basándose en la tradición griega: eros (amor pasional, deseo creativo de unión), philia (amor amistoso, cariño duradero), ágape (amor desinteresado, compasivo). Argumenta que el verdadero amor maduro integra eros y voluntad: la pasión erótica cruda por sí sola puede ser destructiva o efímera, necesita forma y dirección que la voluntad le da; a su vez, la voluntad sin pasión es estéril. Así, May promueve una reunificación de pasión y responsabilidad. Otro tema central en su pensamiento es la creatividad como canal de las pasiones constructivas. En El coraje de crear (1975), discute cómo las grandes obras artísticas o logros personales nacen de la capacidad de involucrarse apasionadamente en algo y persistir a través de la incertidumbre (lo cual requiere coraje frente a la ansiedad). Rollo May, como terapeuta, buscaba ayudar al paciente a descubrir qué lo apasiona de verdad en la vida, qué valores quiere encarnar, de qué experiencias intensas (aunque atemorizantes) está huyendo. Por ejemplo, alguien que sufre apatía quizá teme al dolor de un amor o a la incertidumbre de perseguir un sueño vocacional; la terapia animaría a reconocer ese temor y aun así atreverse, porque es peor la ausencia de sentimiento. A diferencia de Freud, May no veía a las pasiones solo como potenciales patologías a domesticar, sino también como fuentes de autenticidad y vitalidad cuando se asumen conscientemente. Era crítico de la idea de “ajuste normal” si eso significaba una vida sin sobresaltos pero sin profundidad. En sus escritos enfatiza cualidades como la pasión por la forma, refiriéndose a la capacidad de la mente humana de dar forma a la experiencia caótica (sea mediante arte, amor o proyectos) para crear significado. En cierto sentido, May combina la herencia de Nietzsche (afirmación de la vida, incluyendo el sufrimiento, para alcanzar plenitud) con la de Kierkegaard (la importancia de comprometerse con intensidad en algo que dé sentido). La psicología existencial de May y otros (Victor Frankl, Irvin Yalom) situó nuevamente a las pasiones en el centro de la existencia humana, no como meras reacciones químicas ni como molestias a eliminar, sino como fuerzas que nos empujan a preguntarnos quiénes somos y qué queremos hacer con el tiempo que tenemos. La función del psicólogo existencial es acompañar a la persona a encontrar modos de vivir sus pasiones – sus amores, sus angustias, sus esperanzas – de manera creativa y genuina, en lugar de adormecerlas o desviarlas en síntomas.


Conclusión

Desde las austeras exhortaciones de los filósofos estoicos hasta las exploraciones de la amígdala por los neurocientíficos contemporáneos, el concepto de las pasiones (o emociones) ha recorrido un extenso camino manteniendo siempre su centralidad en la reflexión sobre la condición humana. En la filosofía antigua, las pasiones fueron estudiadas en relación con la virtud y la racionalidad: surgió la imagen del sabio ideal que, cual auriga, domina los briosos caballos de sus impulsos para dirigir su vida hacia el bien. La Edad Media cristiana matizó esa imagen, admitiendo que las pasiones pueden cooperar con la moral si están ordenadas por el amor correcto y la gracia; la disciplina espiritual buscaba no la extinción, sino la purificación y armonización de los afectos. Con la Modernidad, las pasiones se vieron sometidas tanto a la lupa analítica de la razón ilustrada como a la controversia acerca de su primacía: algunos, como Descartes y Kant, afirmaron la necesidad de sujeción al dictado racional, mientras otros, como Hume, ensalzaron su papel como motores insustituibles de la acción y la moral. El término mismo evolucionó: “pasión” empezó a ceder terreno a “emoción” como concepto más amplio y menos moralizado. De hecho, el siglo XIX y XX presenciaron el nacimiento de una psicología científica de las emociones, que aplicó el método empírico para desentrañar los mecanismos fisiológicos, mentales y conductuales de nuestros afectos. Se descubrió que las lágrimas, el pulso acelerado o la risa no eran meros acompañantes, sino partes integrantes de sentir miedo, ira o alegría; que nuestros pensamientos configuran en gran medida lo que sentimos; y que el cerebro posee circuitos especializados para el miedo, el apego, el placer, moldeados por la evolución. Estas indagaciones científicas rompieron muchos mitos (por ejemplo, comprendimos que no hay oposición absoluta entre emoción y racionalidad en el cerebro, sino interdependencia).


Sin embargo, en paralelo a los avances objetivos, pensadores humanistas y existencialistas nos recordaron que las pasiones no pueden reducirse a diagramas estímulo-respuesta o a mapas cerebrales: son vivencias cargadas de significado que definen nuestras historias personales. Sartre y Merleau-Ponty mostraron que una emoción es una forma de comprender el mundo, de revelarnos a nosotros mismos; y Rollo May y colegas señalaron que reprimir nuestras pasiones por comodidad nos condena a una vida inauténtica. En última instancia, este largo recorrido histórico nos enseña que las pasiones humanas son poliédricas: son naturaleza (reacciones biológicas, universales en muchas especies) y a la vez cultura (aprendemos qué nos enoja o entusiasma según valores sociales); son fuerza ciega que a veces nos arrebata, y también son elección y expresión de nuestra libertad en proyectos amados; pueden ser fuente de ruina moral y conflicto, pero igualmente son manantial de creatividad, vínculo y sentido de la vida.


Hoy, con la perspectiva ganada, entendemos mejor que hablar de “las pasiones” implica múltiples dimensiones. Un análisis completo abarcará sus aspectos fisiológicos (la química del amor o el estrés), sus aspectos psicológicos (cómo se forman nuestras fobias o apegos desde niños), sus vertientes filosófico-éticas (cómo juzgar la ira justa de la ira injusta, cuánto dar crédito a la voz del corazón frente al deber) y sus resonancias existenciales (qué dice de nosotros el hecho de que amemos, temamos, esperemos). Ninguna disciplina por sí sola agota el misterio de las emociones humanas. Pero gracias al diálogo histórico entre filosofía y psicología, disponemos de un acervo riquísimo para comprendernos: desde las metáforas del alma dividida de Platón hasta las imágenes de la resonancia magnética funcional mostrando un cerebro enamorado; desde los sermones de Agustín moderando el amor terreno hasta las terapias modernas que enseñan a gestionar la ira con respiración y reencuadre cognitivo.


En conclusión, las pasiones han pasado de ser vistas como demonios internos a exorcizar, a fuerzas naturales a entender, y finalmente a voces profundas de nuestro ser a integrar. Si la razón sin pasiones sería impotente, las pasiones sin razón pueden ser ciegas; la historia del pensamiento nos invita a una síntesis donde ni la fría supresión estoica ni el desenfreno irracional sean la norma, sino la sabiduría emocional: aquella que, en palabras aristotélicas, siente lo adecuado en el momento adecuado y por las razones adecuadas. En la era contemporánea, esa sabiduría significa aprovechar lo que sabemos científicamente (por ejemplo, cuidar nuestro equilibrio neuroquímico, ser conscientes de nuestros pensamientos distorsionados) sin perder la riqueza subjetiva (atrevernos a sentir plenamente, a cultivar la pasión por las cosas que importan). De esta manera, el antiguo ideal del filósofo que conoce y cultiva su alma se une con el ideal moderno del individuo auténtico y equilibrado emocionalmente. Las pasiones, en definitiva, lejos de enemigas, se revelan como compañeras inseparables de la razón en el peregrinaje de entender y realizar nuestra humanidad.


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