Estados pasionales en Derecho Penal: arrebato y obcecación
- Alfredo Calcedo
- 18 sept
- 28 Min. de lectura

Introducción
En el Derecho Penal español se reconoce que ciertos estados emocionales extremos – los llamados estados pasionales – pueden alterar significativamente las facultades de entendimiento y voluntad de una persona en el momento de delinquir. Cuando alguien actúa bajo un intenso arrebato, una profunda obcecación u otro estado pasional semejante, su capacidad de autocontrol y lucidez queda mermada, reduciendo en parte su imputabilidad penal. En virtud de este reconocimiento, el Código Penal vigente (art. 21.3ª) contempla como circunstancia atenuante “obrar por causas o estímulos tan poderosos que hayan producido arrebato, obcecación u otro estado pasional de entidad semejante”. En otras palabras, si el delito se comete impulsado por una emoción violenta o pasión intensa, originada por estímulos excepcionales, la responsabilidad penal del autor puede verse atenuada.
Estos conceptos – arrebato, obcecación y estados pasionales – revisten gran relevancia en la práctica penal, pues inciden directamente en la valoración de la culpabilidad del autor. No eliminan el delito ni eximen de responsabilidad, pero sí pueden disminuir la pena al apreciarse que el sujeto actuó con sus facultades parcialmente ofuscadas por la emoción. Su estudio resulta fundamental para comprender cómo la ley y la jurisprudencia abordan los llamados “crímenes pasionales” y, en general, cualquier ilícito cometido bajo un fuerte impacto emocional. A continuación se desarrollarán en profundidad estos conceptos, comenzando por su evolución histórica en la legislación española, su tratamiento doctrinal contemporáneo como circunstancia modificativa de la responsabilidad penal, ejemplos de aplicación más allá de los clásicos supuestos de homicidio, la jurisprudencia española reciente más relevante, y finalmente unas reflexiones críticas sobre su valoración actual en la teoría del delito, en relación con la culpabilidad, la imputabilidad y la llamada emoción violenta.
Revisión histórica del tratamiento de los estados pasionales
Los estados pasionales como causa de mitigación de la responsabilidad penal tienen una larga tradición en la codificación penal española. Ya el Código Penal de 1822, pionero en nuestro país, incluyó entre sus atenuantes los “sentimientos y móviles apasionados”. En aquella temprana regulación se hacía referencia expresa a casos en los que el delito se cometía movido por pasiones humanas intensas – por ejemplo, la indigencia, el amor, la amistad, la gratitud, la imprudencia o “el arrebato de una pasión” – reconociendo así que determinadas emociones podían influir poderosamente en la conducta delictiva del individuo.
El Código Penal de 1848 asentó más claramente la idea al prever como circunstancia atenuante “obrar por estímulos tan poderosos que naturalmente hayan producido arrebato u obcecación”. Esta formulación, muy cercana a la actual, ya distinguía las dos manifestaciones clásicas del estado pasional: el arrebato, entendido como un arranque impulsivo e inmediato de furor, y la obcecación, entendida como una ofuscación más prolongada y persistente. El uso del adverbio “naturalmente” indicaba un cierto criterio objetivo: se exigía que el estímulo fuese de tal índole que naturalmente provocase esa reacción en una persona media. Es decir, debía tratarse de un motivo comprensible y proporcionado según el orden normal de las cosas, para evitar que cualquier emoción o excitación sirviese de excusa.
En las codificaciones posteriores, sin embargo, el tratamiento de estos estados pasionales sufrió diversas modificaciones y cierta dispersión. El Código Penal de 1870 mantuvo la atenuante, aunque con formulaciones similares, y durante gran parte de la época contemporánea se debatió cuáles circunstancias específicas debían englobarse en ella. El panorama llegó a fragmentarse especialmente en la primera mitad del siglo XX. El denominado Proyecto de Código Penal de 1928 (que finalmente no entró en vigor, pero influyó en la doctrina) contraponía explícitamente “arrebato momentáneo” y “obcecación pertinaz”, subrayando la diferencia en la duración de ambos estados pasionales. Por su parte, el Código Penal de 1944 (texto resultante de la posguerra, posteriormente reformado en 1963) distribuyó los supuestos pasionales en cuatro circunstancias atenuantes diferenciadas. En el artículo 9º de ese código se recogían, por separado: (1) “haber precedido provocación o amenaza por parte del ofendido”; (2) “obrar en vindicación de una ofensa grave y próxima” inferida al autor o a sus allegados; (3) “actuar por móviles morales, altruistas o patrióticos de notoria importancia”; y (4) “obrar por estímulos tan poderosos que, naturalmente, hayan producido arrebato u obcecación”. Es decir, además de la fórmula genérica del arrebato u obcecación, se preveían expresamente supuestos particulares como la provocación inmediata de la víctima o la defensa del honor y otros motivos elevados. Esto refleja la mentalidad de la época, que otorgaba cierto amparo a reacciones violentas frente a ofensas al honor o a fuertes agravios, distinguiéndolas de otros delitos comunes.
No sería sino hasta la reforma penal de 1983 cuando se produjo una sistematización moderna del tratamiento de estas circunstancias. La reforma de 1983 (realizada aún bajo el Código de 1973, pero en el contexto de la transición democrática) unificó en una sola fórmula los diversos estados pasionales atenuantes. Se suprimieron las distinciones antes existentes y todas esas situaciones emocionales se refundieron en la única circunstancia atenuante de “arrebato u obcecación”. Al mismo tiempo, se eliminó deliberadamente el término “naturalmente” de la definición legal. Con esta supresión, el legislador quiso enfatizar el carácter subjetivo de la atenuante: lo importante pasaba a ser la efectiva alteración psíquica del autor, más que la valoración estadística de si la mayoría de las personas reaccionarían del mismo modo. Es decir, se reconoció que aun ante estímulos que quizá no justificarían naturalmente una reacción violenta para la generalidad de la gente, podría haber sujetos concretos en los que, por sus circunstancias, dicha reacción pasional les afectase profundamente. La atenuante se orientó así a una consideración más individualizada del acusado y su estado anímico, alejándose del antiguo canon del “hombre medio”.
El Código Penal de 1995, vigente en la actualidad, mantuvo esencialmente esa concepción unitaria y subjetiva. El artículo 21.3ª CP reproduce la idea de 1983, añadiendo explícitamente la coletilla “u otro estado pasional de entidad semejante” para dejar claro que no solo el arrebato súbito o la obcecación persistente son relevantes, sino también cualquier otro estado emocional intenso de características análogas. Esta fórmula abierta actúa como cajón de sastre para abarcar distintos estados afectivos extremos (ira incontrolable, pánico violento, celos vehementes, terror, etc.) siempre que alcancen similar intensidad perturbadora. En suma, históricamente la legislación penal española ha pasado de una enumeración casuística de circunstancias pasionales (provocación, ofensa al honor, celos, etc.) hacia una cláusula general unificada, centrada en la potencia del estímulo y la intensidad de la reacción emocional en el sujeto. También se ha transitado de un enfoque parcialmente objetivo – que requería que el motivo fuese comprensible según las normas sociales – a otro predominantemente subjetivo, sin perjuicio de que, como veremos, la jurisprudencia siga imponiendo ciertos límites valorativos inspirados en la lógica y la convivencia social.
Análisis doctrinal contemporáneo: arrebato, obcecación y estados pasionales como atenuantes
En la actualidad, la doctrina penal y la jurisprudencia coinciden en que el arrebato, la obcecación y otros estados pasionales constituyen una circunstancia atenuante de la responsabilidad criminal fundada en la diminución de la culpabilidad del autor. Su fundamento radica en que la reacción delictiva ocurre bajo una importante alteración emocional que merma las facultades psíquicas del sujeto – sin anularlas por completo – de modo que su capacidad de comprender la ilicitud del hecho o de actuar conforme a esa comprensión se ve transitoriamente reducida. Estamos, por tanto, ante una situación de imputabilidad disminuida: el sujeto no es plenamente dueño de sus actos debido a la pasión que ofusca su mente, si bien conserva un resto de conciencia y voluntad que le hace responsable a título atenuado y no exento totalmente.
El Código Penal no define expresamente qué deba entenderse por arrebato u obcecación, lo que ha llevado a los tribunales y a la doctrina a perfilar su significado. En términos generales, se acepta que arrebato alude a una emoción súbita, explosiva y de corta duración, una especie de arranque de cólera o furor que surge instantáneamente ante un estímulo y se desvanece en poco tiempo. Popularmente podríamos asociarlo con un “ataque de ira” repentino que nubla la razón momentáneamente. Por su parte, obcecación describe un estado pasional más duradero y obstinado, una ofuscación profunda que perdura, casi una idea fija emocional que domina al sujeto. Supone una alteración más prolongada: no es el arrebato instantáneo, sino una pasión que se incuba y mantiene en el tiempo, cegando el entendimiento de forma tenaz (por ejemplo, unos celos constantes que envenenan la mente del sujeto hasta conducirlo al delito). De forma análoga, se ha dicho que el arrebato equivale a la emoción dinámica (rápida e intensa), mientras la obcecación corresponde a la pasión estática (enquistada y estable). Junto a estas dos manifestaciones clásicas, la ley admite “otros estados pasionales de entidad semejante”, categoría abierta en la que caben múltiples alteraciones del ánimo que no encajen estrictamente en arrebato u obcecación pero tengan análoga fuerza perturbadora. Podría tratarse, por ejemplo, de un estado de pánico o terror incontrolable, de una situación de pánico escénico violento, de una combinación de miedo e ira, u otras emociones complejas que lleven a una persona a actuar irracionalmente. Lo importante es que sean estados de intensa exaltación emocional (emociones violentas, en terminología clásica) capaces de afectar significativamente al sujeto.
La teoría del delito ubica estos estados pasionales en el ámbito de la culpabilidad, concretamente como circunstancias modificativas de la responsabilidad que disminuyen la gravedad del ilícito por menor reprochabilidad del autor. No alcanzan el nivel de eximentes completos por trastorno mental, ya que no eliminan totalmente ni la comprensión ni la volición, pero sí se consideran más allá de la mera emotividad normal. La propia jurisprudencia del Tribunal Supremo ha señalado que esta atenuante se sitúa “a medio camino entre la eximente por trastorno mental transitorio y las situaciones de simple acaloramiento o enojo pasajero”. En efecto, por arriba, el límite es el trastorno mental transitorio (art. 20.1 CP) o en su caso su versión incompleta (cuando la perturbación emocional es tan extrema que anula completamente la imputabilidad o la reduce en grado muy considerable, estaríamos ante una eximente completa o semieximente más que una simple atenuante). Por abajo, el límite son aquellas perturbaciones leves o reacciones temperamentales comunes que no alcanzan suficiente intensidad para influir significativamente en la capacidad de autocontrol – por ejemplo, un enfado ordinario, un mero estado de ofuscación ligera o el comprensible nerviosismo que acompaña a muchos delitos, que no excusan ni atenúan la responsabilidad.
La falta de una definición legal cerrada hizo necesario que la jurisprudencia estableciera una serie de criterios y requisitos para apreciar esta atenuante, de modo de aplicar un cierto filtro objetivo y evitar arbitrariedades. De la lectura del art. 21.3ª CP y, sobre todo, de la doctrina consolidada del Tribunal Supremo, se extraen los requisitos principales siguientes, que deben concurrir cumulativamente:
Existencia de un estímulo o causa poderoso: Debe acreditarse la presencia de una causa desencadenante externa (generalmente un acontecimiento o conducta de otra persona, a menudo la propia víctima) que posea intensidad suficiente para explicar, al menos en parte, la violenta reacción del sujeto. Quedan excluidos los estímulos nimios o triviales ante los que cualquier persona corriente reaccionaría de forma moderada. La idea de fondo es que la provocación o estímulo ha de tener cierta objetivable gravedad o entidad proporcional al arrebato generado. Si la reacción delictiva resulta absolutamente desproporcionada o exorbitante en comparación con el motivo que la provocó, no cabrá reconocer esta atenuante. Por ejemplo, no se atenúa la pena si alguien comete una grave agresión simplemente porque la víctima le dirigió una ligera ofensa o por un enfado banal, ya que ahí la falta de autocontrol no sería comprensible ni podría tener amparo jurídico. En este análisis de proporcionalidad influye tanto la naturaleza objetiva del estímulo como las circunstancias personales del agente (su particular sensibilidad, antecedentes de la relación entre agresor y víctima, etc.), pero siempre se exige que, en términos generales, el detonante posea relevancia suficiente.
Alteración psíquica efectivamente producida: No basta con invocar que existió un motivo poderoso; es necesario demostrar que dicho estímulo causó en el sujeto un estado emocional perturbador concreto, ya sea un arrebato colérico repentino o una obcecación de la conciencia, u otra alteración anímica intensa. Debe haber una ofuscación real de la mente del autor en el momento de los hechos, una conmoción que afecte sus facultades cognitivas y/o volitivas (por ejemplo, obnubilando su razón o volviendo su comportamiento impulsivo e irreflexivo). Este requisito implica que en los hechos probados de la sentencia o a través de la prueba pericial psicológica se aprecie esa merma de la capacidad de autocontrol. Si del relato fáctico solo se desprende que el acusado actuó enfadado pero sin indicios de esa pérdida de dominio de sí – es decir, simplemente obró con ira pero consciente – entonces la atenuante no puede ser estimada. En suma, debe acreditarse la existencia de un “disturbio emocional” concreto en el agresor.
Relación de causalidad entre estímulo y reacción: Debe establecerse un nexo causal claro entre el estímulo poderoso y el estado pasional desencadenado. La conducta delictiva ha de aparecer como consecuencia directa de aquel estímulo externo. Esto significa que el arrebato u obcecación tiene que ser reacción al motivo desencadenante; no valdría si el delito obedece a factores diferentes o si la emoción violenta no guarda conexión con el hecho provocador. Por ejemplo, si alguien comete un delito violento alegando un viejo rencor no vinculado con ninguna provocación inmediata o situación reciente, no habrá esa relación inmediata de causa a efecto exigida para la atenuante.
Conexión temporal razonable: Tradicionalmente se exige que entre el estímulo desencadenante y la reacción violenta no medie un lapso de tiempo que haya permitido recuperar la calma o la “frialdad de ánimo”. El arrebato implica inmediatez; la obcecación, aun siendo más prolongada, exige que la secuencia temporal entre la causa y el delito sea lo bastante próxima como para que se entienda que el sujeto seguía dominado por la pasión y no actuó ya en frío o con reflexión. Si transcurre un periodo dilatado entre el hecho provocador y la acción delictiva, de modo que el agresor tuvo tiempo suficiente de serenarse, la jurisprudencia considera quebrada esta atenuante. En tal caso se interpretaría más bien como un acto de venganza meditada que como un arrebato pasional. Por ejemplo, si alguien sufre una ofensa, pasa un largo tiempo maquinando y luego comete una agresión, difícilmente podrá aducir que estaba ofuscado; para la atenuante se espera una reacción más espontánea o al menos dentro de un margen temporal coherente con la pérdida de control.
Que el origen del estímulo no sea abiertamente ilegítimo o antisocial: Este requisito, de formulación más difusa, ha sido incorporado por la jurisprudencia para excluir situaciones en las que el supuesto “motivo poderoso” sea en realidad una causa socialmente reprochable o inadmisible. Se considera que la reacción pasional del agente no puede fundarse en actitudes o pretextos que contradigan las normas de convivencia y el sentido ético común. Dicho de otro modo, la causa del arrebato no debe ser algo que el propio ordenamiento moral reproche. Un ejemplo claro es el de los celos posesivos o el sentimiento de “honor” mal entendido: la idea de considerar a la pareja como propiedad y reaccionar violentamente porque esta ejerce su libertad (decide separarse, ser infiel o rehacer su vida) es un móvil que la conciencia social actual repudia. Por tanto, ese tipo de estímulos – basados en concepciones machistas, de dominación o similares – no merecen acogida como “estímulos poderosos” a efectos de atenuar una responsabilidad penal, pues implican una motivación antisocial. En resumen, la jurisprudencia exige que el estímulo desencadenante, además de tener gravedad, sea algo que se pueda entender humanamente dentro de parámetros sociales aceptables, y no una excusa derivada de prejuicios o valores incompatibles con la convivencia civilizada.
Que el estímulo provenga, en principio, de la víctima o guarde relación con ella: Aunque el tenor literal del Código no lo exige expresamente, la jurisprudencia suele requerir que la causa desencadenante esté vinculada de algún modo a la conducta de la propia víctima del delito (por ejemplo, una provocación, un ataque, una ofensa grave por parte de esta). Esta condición proviene de la tradición jurídica previa, donde sí se mencionaba la provocación por parte del ofendido. Actualmente no es un requisito absolutamente inflexible – podría concebirse un estado pasional originado por causas ajenas a la víctima directa – pero en la práctica es raro que se reconozca un arrebato si la víctima no tuvo ninguna participación en desencadenar la situación. La lógica subyacente es que la atenuante de estado pasional suele articularse cuando la víctima, con su comportamiento, provocó o al menos catalizó la explosión emocional del autor. Por ejemplo, es típico en riñas o disputas entre dos que uno haga algo que desencadena la furia del otro. En cambio, si el autor actuó bajo una emoción intensa causada por factores no relacionados con la víctima (imaginemos, alguien que comete un delito violento tras recibir una mala noticia personal ajena al ofendido), resulta más difícil encajar técnicamente la atenuante, salvo que concurran otros elementos.
Cumplidos estos requisitos, nos encontramos ante un verdadero estado pasional atenuante. Sin embargo, si falta alguno de ellos – el estímulo no alcanza la magnitud exigible, la reacción fue demasiado tardía o desproporcionada, el motivo es repudiable, etc. – entonces los tribunales niegan la aplicación de la atenuante. Cabe destacar que la apreciación de estos elementos es altamente casuística y está sujeta a la interpretación judicial, dado el carácter subjetivo de la circunstancia. Esto ha generado cierto debate doctrinal: por un lado, se reconoce la necesidad de filtrar qué situaciones merecen atenuación; por otro, se advierte el riesgo de inconsistencias o tratamientos dispares según la sensibilidad del juez para con las emociones alegadas. De hecho, un problema señalado por parte de la doctrina es que esta atenuante puede parecer “premiar” en cierto modo a las personas de temperamento violento o con escaso autocontrol frente a aquellas más templadas. Es decir, quien pierde los estribos fácilmente podría beneficiarse de una reducción de pena, mientras quien logra refrenarse en la misma situación no habría cometido delito alguno (o incurriría en uno menor sin atenuante). Esta paradoja ha sido muy discutida, si bien la justificación jurídico-penal radica no en alentar la falta de autocontrol, sino en constatar que, cuando objetivamente ocurrió esa pérdida de control por causas poderosas, la culpabilidad subjetiva del autor es menor y así debe reflejarse en la pena conforme al principio de justicia material.
En suma, desde una perspectiva doctrinal contemporánea, el arrebato, la obcecación y estados pasionales afines se conciben como situaciones de intensa perturbación emocional que reducen la culpabilidad sin anularla. Son un reflejo de la comprensión del Derecho Penal hacia la fragilidad emocional humana en circunstancias excepcionales, pero se interpretan de forma restrictiva para evitar abusos. La clave está en apreciar una importante afectación pasajera de la esfera psíquica del autor causada por un evento desencadenante de suficiente gravedad. Si eso se demuestra, el ordenamiento brinda una respuesta punitiva moderada, atemperando la pena en reconocimiento de que el hecho, aunque ilícito, se cometió en un contexto de ofuscación que limitó la capacidad de autogobierno del delincuente.
Aplicación más allá del homicidio o asesinato: otros delitos y contextos
Clásicamente, la figura del arrebato u obcecación se asocia al homicidio pasional, es decir, aquellos casos en que una persona mata a otra movida por un arrebato de ira, celos u otra pasión repentina (lo que en lenguaje coloquial se ha llamado “crimen pasional”). Sin embargo, es importante subrayar que la atenuante del art. 21.3ª no se circunscribe únicamente a los delitos contra la vida. En la teoría y práctica penal españolas, puede invocarse y, en su caso, aplicarse esta circunstancia en relación con cualquier tipo de delito, siempre que concurran los elementos antes analizados.
En efecto, cualquier comportamiento delictivo cometido bajo un estado de alteración pasional intensa podría ver reducida su responsabilidad. Por ejemplo, en delitos de lesiones es relativamente frecuente que las defensas aleguen la atenuante de arrebato u obcecación: pensemos en una riña tumultuaria o una pelea entre dos particulares donde uno de ellos alega que hirió al otro cegado por la ira tras una provocación grave. En estos casos, los tribunales examinan si realmente hubo un estímulo inmediato (como una agresión o insulto fuerte previo) que desencadenó una reacción violenta incontrolada. De ser así – y cumpliendo las demás condiciones – podría apreciarse la atenuante, reduciendo la pena por lesiones. Ahora bien, si se trata simplemente de un intercambio de golpes en una pelea mutua, suele considerarse que ninguno de los intervinientes está amparado por arrebato, ya que ambos asumieron la riña y sus reacciones coléricas son parte de la dinámica normal del altercado (la jurisprudencia tiende a negar esta atenuante en supuestos de riña bilateral o enfrentamientos consentidos, al no haber un desequilibrio claro estímulo-reacción, sino agresión recíproca).
Otro ámbito posible es el de las amenazas o coacciones proferidas en caliente. Imaginemos a alguien que, tras una discusión acalorada o ante una ofensa grave, pierde el control y lanza amenazas de muerte o de daño serio. Si esa persona carecía de plena serenidad por hallarse en un arrebato de indignación, podría plantearse la atenuante para minorar su responsabilidad por el delito de amenazas. De nuevo aquí se valorará la inmediatez y proporcionalidad: no es lo mismo una amenaza articulada en el instante de furor que otra formulada en frío tiempo después (en cuyo caso no habría excusa).
Un campo particularmente sensible es el de la violencia doméstica y de género. Durante mucho tiempo, los llamados “crímenes pasionales” fueron casi un eufemismo para referirse a situaciones de violencia contra la pareja motivadas por celos, arranques de ira por infidelidades u otras dinámicas emocionales en relaciones íntimas. En épocas pasadas, no era inusual que tribunales concedieran el arrebato/obcecación a maridos que agredían o incluso mataban a sus esposas alegando arranques de celos u honor ofendido. Un ejemplo histórico ilustrativo es una sentencia del Tribunal Supremo de 1969, en la que un esposo habitual maltratador asesinó brutalmente a su mujer apuñalándola, y, pese a la extrema violencia del caso, el alto tribunal le aplicó la atenuante de obcecación considerando que el marido tenía “celos” en relación al hijo no biológico de su esposa, lo que le produjo un estado de ofuscación prolongada. Ejemplos así muestran que, en el pasado, había cierta tolerancia o comprensión hacia la narrativa de la “pasión celosa” como factor de menor culpabilidad.
No obstante, en la perspectiva jurídica contemporánea, influida por una mayor conciencia en materia de igualdad de género y rechazo de la violencia machista, la aplicación de la atenuante en contextos de violencia de género se ha vuelto mucho más rigurosa y excepcional. Los tribunales actuales, siguiendo una línea jurisprudencial firme, rechazan en general que los celos o el deseo de dominio sobre la pareja puedan fundamentar un arrebato atenuante. Se considera que tales motivaciones responden a concepciones anticuadas y reprochables – una visión de la pareja como propiedad – y por tanto no cumplen el requisito de “estímulo poderoso no repudiado por las normas sociales” que antes mencionábamos. Así, por ejemplo, si un hombre agrede a su pareja porque ella le comunica su intención de dejar la relación o porque la encuentra con otra persona, esa situación en ningún caso se acepta como justificativa de un arrebato a ojos del Derecho: la libre decisión afectiva de otra persona no puede ser considerada estímulo atenuante, sino que el agresor tenía el deber jurídico y social de tolerar la voluntad ajena sin recurrir a la violencia. Incluso se ha dicho expresamente que el simple hecho de que la víctima inicie una relación con un tercero – provocando los celos del agresor – no es un estímulo poderoso que legitime reducir la pena: la reacción violenta en estos casos suele calificarse de desproporcionada y fruto de una motivación ilícita (el afán de posesión o control sobre la pareja).
En la práctica, por tanto, en delitos relacionados con violencia de género (ya sea lesiones, homicidio, coacciones o amenazas en el ámbito de la pareja), la atenuante de arrebato solo tendría cabida si concurren circunstancias muy singulares donde, por ejemplo, la víctima hubiera incurrido en una provocación objetivamente grave e inmediata hacia el acusado. Pero los típicos móviles de celos, abandono de la relación o similares no se aceptan. Cabe mencionar que, además, en estos delitos suele operar una agravante de género (art. 22.4 CP) cuando la violencia se ejerce por razón de dominación machista, de modo que admitir simultáneamente un arrebato por celos sería contradictorio con el reproche agravado que la ley prevé. En resumen, la tendencia es a excluir la atenuante en contextos de violencia machista, salvo quizá en hipótesis muy atípicas y comprensibles (por ejemplo, imaginemos un caso en que la víctima mujer infligiera una provocación inusualmente cruel o violenta al varón y este reacciona en caliente; pero son escenarios poco comunes en la realidad de los tribunales).
Por otro lado, más allá de las relaciones de pareja, existen otros contextos donde la emoción violenta puede jugar un papel. Pensemos en situaciones de justicia por mano propia movida por un impulso emocional: por ejemplo, un padre o madre que, al sorprender una agresión o abuso sexual contra su hijo, reacciona inmediatamente agrediendo al perpetrador. Aquí el estímulo emocional es potentísimo (la defensa del hijo ante un ultraje) y la reacción del progenitor, aunque ilegal si excede la legítima defensa, puede entenderse humanamente descontrolada por la ira y el dolor del momento. De hecho, casos así han llegado al Tribunal Supremo en años recientes. En 2023, por ejemplo, se discutió la situación de un padre que lesionó gravemente al hombre que instantes antes había abusado sexualmente de su hija menor: la defensa invocó el estado de arrebato u obcecación, argumentando que esa reacción violenta era un reflejo natural de un padre ante una situación límite. El Tribunal Supremo, aunque reconoció la comprensibilidad del impulso, finalmente no aplicó la atenuante porque consideró que en los hechos probados no constaba suficientemente descrita una pérdida de control psíquico del padre (es decir, la sentencia de instancia no reflejaba que actuara enajenado por la ira, sino que simplemente actuó furioso pero consciente). Este fallo muestra cómo incluso en escenarios donde el estímulo es muy comprensible (proteger a un hijo ante un ataque brutal), los jueces exigen prueba concreta de la ofuscación mental para conceder la atenuante.
En otros delitos contra las personas, como puede ser una pelea entre desconocidos o entre conocidos por razones ajenas a parejas, la atenuante es igualmente posible. Un caso típico podría ser una disputa vecinal o de tráfico que escala a violencia: si uno de los implicados comete una agresión grave alegando que perdió la compostura ante una provocación directa e intensa (un ataque previo, un insulto gravísimo), se podría evaluar el arrebato. No obstante, la jurisprudencia en tales casos suele escrutar con cuidado si no se trata simplemente de una pelea mutua o un acto de venganza. Por ejemplo, el Tribunal Supremo ha negado la atenuante cuando ha visto que el acusado tuvo un intervalo de tiempo tras la provocación para reflexionar, o cuando la reacción violenta continuó de forma sostenida más allá del arranque inicial (lo cual indicaría que hubo algo más que un simple arrebato momentáneo).
También es concebible alegar estados pasionales en delitos contra la propiedad u otros bienes jurídicos, aunque es menos habitual. Podría pensarse en alguien que, movido por un arrebato de indignación, cause daños materiales (vandalismo) tras una disputa, o quien comete una quiebra de secreto profesional en un estado de cólera. Sin embargo, la aplicación práctica en tales supuestos es limitada y complicada, pues por lo general la atenuante se vincula a delitos de violencia física.
En suma, más allá del homicidio o asesinato, el arrebato, la obcecación y los estados pasionales similares pueden tener cabida en lesiones, amenazas, coacciones, homicidios en grado de tentativa, e incluso otros delitos violentos o contra la libertad, siempre que se acredite la concurrencia de un potente estímulo inmediato y una consecuente pérdida parcial de control. Ahora bien, existen contextos específicos – especialmente la violencia de género o los delitos planificados – donde la jurisprudencia es reacia a apreciar esta mitigación, ya sea por razones de política criminal (no tolerar justificaciones emocionales de la violencia machista) o porque la naturaleza del hecho es incompatible con un arrebato (por ejemplo, un delito cometido con premeditación difícilmente será fruto de un estado pasional súbito). La casuística demuestra que, si bien la figura legal es amplia, su reconocimiento efectivo está ceñido a supuestos donde la reacción emocional delictiva resulta humanamente comprensible dentro de ciertos márgenes y donde el cúmulo de pruebas (declaraciones, peritajes) convence al juez de que realmente el acusado actuó bajo una intensa ofuscación del ánimo.
Jurisprudencia española reciente relevante
La jurisprudencia moderna del Tribunal Supremo ha jugado un papel crucial en delimitar y actualizar la aplicación de la atenuante de arrebato, obcecación u otro estado pasional. En las últimas décadas, numerosas sentencias de la Sala Segunda del TS han reiterado los requisitos y han fijado doctrina sobre casos específicos, muy en consonancia con lo expuesto en apartados anteriores. A continuación se destacan algunas líneas jurisprudenciales y fallos representativos en tiempos recientes:
Reiteración de criterios generales y exclusión de los celos como estímulo válido: Una sentencia emblemática es la del 27 de noviembre de 2015, donde el Tribunal Supremo dejó claramente establecido que “los celos no pueden justificar la atenuante de obrar por un impulso de estado pasional”. En esa resolución, y en otras anteriores y posteriores, se subraya que solo en casos en que la reacción celosa tenga una base patológica acreditada (es decir, que derive de un trastorno mental real, como una paranoia celotípica) cabría considerar alguna disminución de imputabilidad. Pero los celos “normales”, por intensos que sean, no eximen a las personas de comprender que la vida afectiva de los demás es libre, y que ninguna emoción de posesividad habilita para la violencia. Esta postura se ha mantenido constante. Por ejemplo, la STS de 3 de abril de 2017 (rec. 10479/2016) reiteró que el desafecto, la infidelidad o la decisión de poner fin a una relación de pareja no constituyen estímulos poderosos a efectos del art. 21.3 CP. En dicha sentencia el Supremo afirmó que las personas deben entender que la libre determinación sentimental del otro no puede dar lugar a reacciones violentas, y añadió que el fundamento de la atenuante es la disminución de imputabilidad causada por una ofuscación emocional fugaz (arrebato) o más persistente (obcecación) producida siempre por una causa suficientemente poderosa. Además, insistió en que, como regla general, debe haber cierta proporcionalidad entre el estímulo y la reacción: si la conducta violenta es absolutamente disonante, “por exceso notorio”, con respecto al hecho desencadenante, no cabe aplicar la atenuación. La sentencia de 2017 también enfatizó que los estímulos no han de ser repudiados por las normas socio-culturales, y que deben proceder del comportamiento precedente de la víctima, acompañados de la conexión causal y temporal adecuada. Aplicando estos criterios al caso concreto, el Tribunal negó la atenuante a un hombre que había asesinado al nuevo compañero sentimental de su exesposa movido por celos y despecho: consideró que el estímulo (la existencia de esa nueva relación conocida por el acusado) no podía legitimar una reacción homicida ni reducir su responsabilidad.
Atenuante denegada en contexto de separación matrimonial. En una STS de 10 de junio de 2021 (núm. 509/2021) el Supremo volvió a abordar la cuestión en un caso de violencia conyugal. Un esposo había dado muerte a su mujer después de una acalorada discusión en la que ella le manifestó su intención de romper la convivencia. La defensa argumentó que el acusado actuó cegado por un arrebato de furia ante la inminencia de la separación. Sin embargo, tanto la Audiencia como el Supremo rechazaron tal atenuante. La sentencia subrayó que la decisión de la esposa de separarse es un acto legítimo que el marido estaba obligado a aceptar pacíficamente; su violenta reacción fue considerada una expresión de cólera desproporcionada e inaceptable dentro de la convivencia social. Asimismo, el Tribunal observó que la reacción del acusado, aunque violenta, no presentó signos de una pérdida de conciencia tal que mermase sustancialmente su imputabilidad: más bien se trató, a juicio de los magistrados, de una acción intencional derivada de la ira pero no de una súbita enajenación. Por ello, no concurrieron los elementos necesarios del arrebato u obcecación y la atenuante se declaró inapreciable. Este fallo es coherente con la línea jurisprudencial que impide esgrimir el fin de la relación de pareja como desencadenante atenuante y encaja dentro de la actual política de tolerancia cero hacia la violencia de género.
Jurisprudencia sobre acumulación de provocaciones y estallido final. Un matiz interesante aportado por la jurisprudencia es que el estado pasional atenuante no siempre requiere un único estímulo instantáneo, sino que puede provenir de una sucesión de hechos o un proceso acumulativo que desemboca en la explosión emocional. En varias sentencias, el TS ha admitido que el estado de obcecación puede gestarse a lo largo de un período más o menos extenso, “permanecer larvado” en el sujeto, y finalmente desencadenarse ante un estímulo último que hace colmar el vaso. Por ejemplo, imagínese una víctima que somete repetidamente al acusado a humillaciones o abusos: puede que este, tras aguantar cierto tiempo, acabe reaccionando violentamente en un momento dado. Si esa reacción ocurre inmediatamente después de la última gota que rebasa el límite de su aguante, podría considerarse un arrebato/obcecación resultante de un cúmulo de provocaciones. La jurisprudencia ha reconocido que es posible apreciar la atenuante en casos así – valorando el contexto completo – siempre y cuando la explosión final mantenga la nota de inmediatez respecto del último detonante y no parezca una venganza fría. Esto se ha visto por ejemplo en algunas situaciones de violencia doméstica prolongada en las que, en un momento determinado, uno de los involucrados reacciona fuera de sí tras la enésima agresión o afrenta. Sin embargo, hay que matizar que incluso en estas hipótesis el Tribunal Supremo exige cuidadosamente que se acredite la pérdida de control en el instante final. Si el sujeto soportó agravios prolongados pero su reacción violenta ocurrió después de un tiempo de calma o planificación, entonces no habrá arrebato que valga, pues se entiende que actuó reflexivamente tras un proceso, no arrastrado en caliente.
Caso reciente de 2023: protección de un hijo y exigencia de prueba del estado pasional: Mencionábamos antes el caso de un padre que acometió contra el agresor sexual de su hija menor. Este asunto llegó al Tribunal Supremo en la STS de 12 de julio de 2023 (núm. 589/2023). En dicha sentencia, la defensa solicitaba la atenuante del art. 21.3ª CP alegando que la reacción del progenitor – golpear violentamente al abusador inmediatamente después de descubrir el abuso – fue un impulso emocional natural y comprensible, fruto de un estado de obcecación o arrebato ante una situación límite. El Tribunal Supremo aprovechó para recapitular la “esencia” de esta atenuante, recordando que radica en una sensible alteración de la personalidad y en una reacción temperamental que incide en la inteligencia y voluntad, mermándolas en relación de causalidad con el estímulo desencadenante y de forma temporalmente próxima. El Alto Tribunal señaló que la atenuante no está pensada para amparar meras reacciones coléricas de escasa entidad, sino verdaderas ofuscaciones que cualquiera podría entender dentro de parámetros de normalidad humana. En el caso concreto, sin embargo, el Supremo terminó desestimando la atenuante porque, al analizar el relato fáctico y las pruebas, concluyó que faltaban elementos para afirmar que el acusado hubiese actuado bajo un disturbio emocional intenso. La sentencia indicó que los hechos probados describían la secuencia estímulo-respuesta (padre presencia el abuso e inmediatamente agrede al abusador), pero no contenían referencia explícita al estado mental del padre (no se consignó que estuviera fuera de sí, ni hubo informe pericial al respecto). En ausencia de tal constatación, el TS no podía inferir la merma de sus facultades, máxime cuando la propia conducta posterior del padre – se marchó del lugar tras la agresión, no llamó de inmediato a la policía, denunciando solo días después al ser citado – podría sugerir cierto grado de cálculo incompatible con un arrebato pasajero. Este fallo ejemplifica el rigor probatorio con que se maneja la atenuante: aun en situaciones donde intuitivamente la pasión parece evidente, el Tribunal exige que esa ofuscación quede reflejada y demostrada en el juicio, sin conceder el beneficio de la duda.
En síntesis, la jurisprudencia española reciente confirma una aplicación restrictiva pero consistente de la atenuante de estados pasionales. El Tribunal Supremo ha delineado con detalle los requisitos (estímulo poderoso, perturbación psíquica acreditada, proporcionalidad, causalidad, inmediatez, etc.) y los ha aplicado a casos concretos, muchas veces para negar la atenuante cuando las circunstancias no alcanzaban el umbral necesario. Especialmente notorio es el bloque de sentencias que cierran la puerta a justificar mediante arrebato hechos violentos motivados por celos, despecho amoroso u otras emociones posesivas, alineándose con los valores sociales actuales que no toleran la violencia en tales contextos. De igual modo, la doctrina jurisprudencial insiste en que no toda ira ni todo enfado del momento merece la atenuante: se requiere una reacción cualitativamente distinta, un verdadero estado de ofuscación que disminuya la imputabilidad. Por último, los casos recientes evidencian también un aspecto práctico: para que el Tribunal admita la existencia de arrebato u obcecación, es importante que en el procedimiento se aporte prueba (declaraciones, peritajes psicológicos) que describa esa situación emocional anómala; de lo contrario, si el expediente está huérfano de tales datos, en casación no prosperará la alegación de la atenuante.
Reflexiones críticas y valoración actual en la teoría del delito
La consideración del arrebato, la obcecación y otros estados pasionales en el Derecho Penal español plantea interesantes cuestiones desde la perspectiva de la teoría del delito y de la política criminal contemporánea. En primer lugar, pone de relieve la función de la culpabilidad como elemento modulador de la responsabilidad: el sistema penal español, al igual que muchos otros, no se limita a evaluar el hecho ilícito objetivamente, sino que pondera el grado de reprochabilidad personal del autor. La existencia de esta atenuante confirma la idea de que la culpabilidad no es un concepto binario (culpable o inimputable) sino matizable: entre la plena capacidad y la inimputabilidad absoluta por enajenación mental, existe una zona gris de capacidad disminuida. La figura del estado pasional viene a ocupar ese espacio, reconociendo un estado de “semi-imputabilidad” en que el sujeto actúa con sus facultades disminuidas pero no anuladas. Esta noción ha sido respaldada doctrinalmente por corrientes que abogan por un Derecho Penal de acto y de autor, donde se considere tanto la gravedad del hecho como las características personales y anímicas del infractor al evaluarlo.
No obstante, la aplicación práctica de la atenuante no está exenta de críticas. Uno de los reparos frecuentemente expuestos es su alto grado de subjetividad. A diferencia de otras circunstancias modificativas más objetivas (v.gr., parentesco, intoxicación por drogas, reparación del daño, etc.), el arrebato u obcecación depende fundamentalmente de la apreciación interna del juez sobre el estado mental del acusado en el momento del delito. Esta apreciación puede variar sensiblemente de un caso a otro y de un tribunal a otro, generando potencialmente cierta inseguridad jurídica. Para mitigar esto, como vimos, el Tribunal Supremo ha impuesto una serie de elementos estructurales (causa proporcionada, reacción inmediata, etc.) que objetivan en parte el análisis. Aun así, siempre quedará un margen valorativo respecto a cuánta intensidad emocional se considera suficiente para romper los frenos inhibitorios de una persona. La sensibilidad a las emociones y la empatía del juzgador juegan aquí un papel, lo que obliga a los órganos judiciales a ser particularmente rigurosos y a motivar sólidamente sus decisiones al conceder o denegar la atenuante, para evitar arbitrariedades.
Otra área de debate concierne a la conveniencia político-criminal de seguir reconociendo este tipo de atenuantes en ciertos delitos, frente al riesgo de que se perciban como justificaciones encubiertas. Esto ha sido muy discutido en relación con la violencia de género: sectores críticos temían que alegar “crimen pasional” pudiera trivializar la responsabilidad en feminicidios u otras agresiones machistas. La respuesta del legislador español no ha sido eliminar la atenuante (pues tiene un fundamento general válido), sino más bien reforzar otras herramientas – como la agravante de género y una interpretación restrictiva – para asegurar que los motivos machistas o egoístas no se disfracen exitosamente de estados pasionales mitigantes. Así, se logra un equilibrio: se conserva la atenuante para casos verdaderamente excepcionales en que la emoción violenta sea entendible (por ejemplo, el padre que defiende al hijo, la persona acorralada que reacciona explosivamente, etc.), pero se bloquea en supuestos donde su invocación resultaría ofensiva para los valores de igualdad y respeto (casos de celos, honor malentendido, etc.). En esa línea, la evolución jurisprudencial comentada demuestra una adaptación a la sensibilidad contemporánea: lo que en los años 60 podía juzgarse con indulgencia (el esposo celoso u ofendido) hoy se juzga con severidad, sin admitir excusas emocionales inadmisibles según la conciencia social vigente.
Desde el punto de vista de la imputabilidad penal, la atenuante de arrebato y obcecación se relaciona con conceptos psicológicos como la “emoción violenta”. En criminología y derecho comparado, se habla de emoción violenta para describir ese estado pasional repentino que lleva a cometer un delito grave sin premeditación. Varias legislaciones extranjeras contemplan atenuaciones o incluso tipos penales específicos para el homicidio cometido bajo emoción violenta. Por ejemplo, en algunos países latinoamericanos se prevé el homicidio con emoción violenta como delito autónomo con pena menor que el homicidio simple. España, en lugar de tipificar aparte el “homicidio pasional”, integra la consideración de la emoción violenta a través de esta circunstancia atenuante genérica aplicable a todos los delitos. Esto tiene la ventaja de permitir mayor flexibilidad (pues no limita su aplicación solo a homicidios) y de dejar en manos del juzgador la graduación exacta de la pena atenuada caso por caso. Sin embargo, también implica que la disminución punitiva por emoción violenta no está tasada fija en la ley, sino que depende de cuánto rebaje la pena el juez dentro del margen, e incluso de si la aprecia como atenuante simple o muy cualificada (cuando la intensidad de la perturbación se considera extraordinaria, pudiendo justificar una reducción de pena más sustancial). La doctrina discute si sería deseable una mayor objetivación legal – por ejemplo, criterios más claros en la norma – pero la tendencia ha sido mantener la cláusula abierta tal cual, confiando en la labor casuística de los tribunales.
Un aspecto positivo que se destaca es la coherencia de fondo entre esta atenuante y los principios de culpabilidad y proporcionalidad de la pena. Si el Derecho Penal debe sancionar en función no solo del daño causado sino de la culpabilidad del agente, parece justo que quien obra con su consciencia nublada por una causa excepcional reciba menor reproche que quien actúa con plena sangre fría. Desde esta óptica, la atenuante de arrebato u obcecación cumple una función humanizadora del sistema penal, evitando castigos excesivamente duros para personas que, en el momento de delinquir, se encontraban en una situación límite emocional. Claro está, este argumento cobra fuerza únicamente cuando realmente concurren circunstancias extraordinarias; de ahí la insistencia en criterios estrictos para su apreciación: de lo contrario, si se banalizara, se correría el riesgo de socavar la prevención general y dar la impresión de que el sistema es indulgente con actos violentos impulsivos. El difícil equilibrio consiste en reconocer la realidad psicológica – que todos los seres humanos tenemos un umbral emocional y podemos perder el control bajo extremos – sin por ello minar la responsabilidad individual ni fomentar la ira como atenuante omnipresente.
En conclusión, los conceptos de arrebato, obcecación y estados pasionales en nuestro Derecho Penal representan el esfuerzo por integrar la dimensión emocional humana en la valoración jurídica del delito. Históricamente arraigados y doctrinalmente elaborados, hoy se aplican con prudencia, acotados por la jurisprudencia a supuestos donde verdaderamente se aprecia una disminución excepcional de la capacidad de autodeterminación. Su valoración actual en la teoría del delito es, en términos generales, positiva como instrumento de individualización de la pena y realización del principio de culpabilidad, pero matizada por la necesidad de no abrir la puerta a justificaciones peligrosas. En la práctica forense, siguen suscitando debate y requiriendo un examen minucioso caso por caso. La experiencia reciente muestra un Poder Judicial atento a conjugar la comprensión hacia las debilidades humanas con la firmeza contra las violencias injustificables. Así, la emoción violenta es tenida en cuenta cuando atenúa realmente la culpabilidad, mas nunca cuando se utiliza como mero pretexto. Esta línea jurisprudencial garantiza que la atenuante de arrebato u obcecación siga operando como un correctivo de justicia en situaciones límite, sin desvirtuar la responsabilidad penal en un Estado social y democrático de Derecho que defiende, ante todo, la dignidad y la integridad de las personas.



