Discapacidad y capacitismo: fundamentos filosóficos y conceptuales
- Alfredo Calcedo
- 9 ago
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Actualizado: 10 ago

Introducción
El capacitismo (del inglés ableism) es un concepto que alude a la discriminación y la desvalorización de las personas con discapacidad por el hecho de desviarse de ciertas normas corporales o mentales socialmente establecidas. En términos generales, implica una ideología de la normalidad que privilegia a quienes se ajustan a los estándares convencionales de “capacidad” y marginaliza a quienes presentan diversidad funcional. Como sistema de opresión, el capacitismo exige un único modo aceptable de funcionar –un cuerpo racional, productivo y autónomo– y construye al otro (la persona con discapacidad) como un ser “anormal”, e incluso “cuasi-humano”, fuera del parámetro de humanidad plena. Esta división conceptual entre la humanidad “naturalizada y perfeccionada” y la alteridad aberrante sirve de plano para clasificar y jerarquizar a los cuerpos.
En las sociedades contemporáneas, la lógica capacitista alimenta prácticas sociales asfixiantes que elevan como ideal al ciudadano “capaz”, independiente, productivo y maleable, a la vez que excluyen de la ciudadanía plena a quienes no encajan en ese molde. Las convenciones legales, las instituciones educativas y laborales, e incluso los espacios públicos, se han construido históricamente bajo la suposición de que todos los cuerpos “parecen y funcionan” de cierta manera normativa. Cuando un cuerpo no se ajusta a esas suposiciones, enfrenta barreras de acceso, falta de reconocimiento y negación de oportunidades. En suma, el capacitismo establece una clara distinción entre el cuerpo “normal” y el que no lo es, atribuyendo valor positivo al primero e inferioridad al segundo.
El propósito de este ensayo es explorar a fondo el concepto de capacitismo y sus fundamentos filosóficos y conceptuales, aportando una perspectiva teórica, histórica y aplicada. Dirigido a estudiantes de filosofía y psiquiatría, el texto examinará cómo se ha construido socialmente la idea de “normalidad” y “funcionalidad” corporal, y cómo a partir de dicha construcción se han legitimado prácticas de exclusión. Se revisarán los principales modelos teóricos de la discapacidad –desde el modelo médico-rehabilitador hasta el modelo social y el modelo de diversidad funcional– y se discutirán las críticas contemporáneas al capacitismo desde la ética, la filosofía política, el feminismo interseccional y los estudios culturales. Autores fundamentales como Michel Foucault, Martha Nussbaum, Rosemarie Garland-Thomson, entre otros pensadores de la teoría crítica de la discapacidad, serán referenciados para iluminar distintas facetas del problema. A lo largo del ensayo se argumentará que el capacitismo no solo es una cuestión de prejuicio individual, sino un entramado estructural sostenido por nociones filosóficas (racionalidad, valor moral, cuerpo “ideal”) profundamente arraigadas. Finalmente, se presentarán reflexiones sobre cómo desafiar esta ideología desde marcos teóricos contemporáneos y prácticas inclusivas.
Orígenes históricos de la discapacidad y la “normalidad”
La comprensión social de la discapacidad ha variado ampliamente a lo largo de la historia, reflejando los paradigmas culturales, médicos y religiosos de cada época. En sociedades premodernas, las diferencias corporales o cognitivas solían interpretarse mediante lentes religiosos o morales: en la Europa medieval, por ejemplo, la discapacidad podía verse como un castigo divino o una manifestación demoníaca, y las personas “lisiadas” eran a menudo objeto de reclusión o prácticas de caridad tutelar. Este enfoque pre-científico concebía la alteridad corporal en términos de monstruosidad o desviación del ideal divino: lo monstruoso representaba al ser que supuestamente quedaba fuera del orden natural o humano.
Con la Ilustración y el advenimiento de la ciencia moderna, comienza a gestarse un cambio de marco conceptual. En el siglo XIX surge por primera vez la noción de “normalidad” aplicada a los seres humanos, íntimamente ligada al desarrollo de la estadística y a las ciencias naturales. Adolphe Quetelet, pionero de la estadística social, introdujo en 1835 el concepto de “hombre promedio” (l’homme moyen), calculado a partir de promedios de atributos físicos y sociales en poblaciones. Para Quetelet, este hombre promedio representaba una especie de ideal descriptivo: “Si el hombre medio fuese perfectamente establecido, podría considerársele como el tipo de belleza… todo lo que se alejase de sus proporciones… constituiría deformidades o enfermedades; cualquier cosa tan diferente… que rebasase los límites observados, constituiría una monstruosidad”. En otras palabras, lo normal/promedio pasó a equipararse con lo deseable y lo bello, mientras que la desviación estadística se reinterpretó como anomalía o patología.
Este giro conceptual tuvo profundas consecuencias. Como señala el teórico Lennard J. Davis, la idea moderna de la norma engendró simultáneamente la idea de la discapacidad como desviación. Antes del siglo XIX no existía un término equivalente a “normal” aplicado a personas; se hablaba en términos de ideales (lo perfecto) frente a lo grotesco o deforme, pero no de promedios cuantitativos. Con la consolidación del ideal estadístico, “la normalidad crea el ‘problema’ de la persona con discapacidad; sin la noción de norma, la discapacidad no se concibe en los mismos términos”. En efecto, Davis argumenta que la discapacidad se convierte en una categoría social y política (más que médica) construida por la noción de normalidad. Dicho de otro modo, “la discapacidad no es un objeto (fijo), sino un proceso social” en el que ciertos cuerpos/quienes no encajan en la norma son marcados, separados y definidos por su diferencia.
El último tercio del siglo XIX y primeras décadas del XX vieron estas ideas cristalizar en políticas y prácticas institucionales abiertamente capacitistas. El auge de la eugenesia –iniciado por Francis Galton, quien aplicó la estadística al “mejoramiento” de la raza– llevó a concebir la discapacidad (física, sensorial o intelectual) como un mal hereditario a eliminar del cuerpo social. En diversos países occidentales se implementaron programas de esterilización forzada y leyes de segregación (p. ej., las infames ugly laws en EE. UU. que prohibían la exhibición pública de personas “deformes” en el espacio urbano). El clímax trágico de esta mentalidad ocurrió bajo el régimen nazi, que implementó la eutanasia sistemática de decenas de miles de personas con discapacidades en busca de una “pureza” biológica. Estas prácticas extremas revelan cómo la unión de un ideal normativo de capacidad con teorías pseudocientíficas puede desembocar en la deshumanización absoluta de quienes quedan fuera de la norma.
No obstante, incluso en contextos democráticos y aparentemente humanitarios, pervivió una visión paternalista y médica de la discapacidad. Las personas con discapacidad eran en gran medida confinadas a instituciones especiales (asilos, hospitales psiquiátricos, escuelas segregadas) bajo el supuesto de que necesitaban corrección, cuidado o reclusión por su propio bien y el de la sociedad. Se consolidó así el modelo médico-rehabilitador de la discapacidad, que dominaría buena parte del siglo XX. Según este modelo, la discapacidad era entendida principalmente como una patología individual –un defecto del cuerpo o la mente– que debía ser tratada, rehabilitada o, en la medida de lo posible, curada. Esta perspectiva, estrechamente ligada a la profesión médica y a las disciplinas de la rehabilitación, tenía un cariz intrínsecamente capacitista: asumía la “supremacía del cuerpo sano” y veía la diferencia funcional como un estado indeseable asociado a la enfermedad que había que eliminar o aliviar en el individuo. La persona con discapacidad era así objeto de intervenciones unilaterales (cirugías, terapias, institucionalización) con miras a acercarla al estándar de normalidad, sin cuestionar dicho estándar ni las barreras externas. El énfasis recaía en cambiar a la persona (o “arreglarla”) más que en cambiar la sociedad.
Modelos de discapacidad: del enfoque médico al modelo social y la diversidad funcional
A lo largo del último siglo, el entendimiento teórico de la discapacidad ha evolucionado a través de diferentes modelos explicativos, cada uno con implicaciones distintas sobre qué se considera “problema” y qué soluciones se proponen. A continuación se revisan los modelos más influyentes:
Modelo médico-rehabilitador: Concibe la discapacidad fundamentalmente como una carencia o disfunción individual de orden médico. El enfoque tradicional médico identifica a la persona con discapacidad en términos de su diagnóstico (una lesión, enfermedad o deficiencia), y atribuye sus dificultades principalmente a esa condición intrínseca. La meta es “normalizar” al individuo tanto como sea posible mediante tratamientos, rehabilitación o prótesis. Este modelo dominó buena parte del discurso en medicina y psiquiatría durante el siglo XX, a la par de una mentalidad caritativa-asistencial: la persona con discapacidad era vista como paciente o beneficiaria pasiva de cuidado, más que como sujeto de derechos. Una crítica fundamental a este paradigma es que ignora el papel del entorno en generar o mitigar las limitaciones: al centrarse solo en “arreglar” el cuerpo/mente del individuo, deja intactas las barreras físicas, sociales y actitudes discriminatorias que de hecho convierten una diferencia en una discapacidad. En otras palabras, patologiza la diversidad humana en vez de cuestionar la rigidez del entorno.
Modelo social de la discapacidad: Formulado desde los años 1960-70, principalmente por activistas y académicos con discapacidad (como los integrantes de UPIAS en Reino Unido, y teóricos como Michael Oliver), este modelo invierte la ecuación del anterior. Según el enfoque social, “la discapacidad no reside en el individuo, sino en la sociedad”. Se establece una distinción conceptual entre impedimento (impairment), entendido como la condición orgánica o diferencia funcional de la persona, y discapacidad (disability) entendida como la barrera social o restricción de participación que resulta de la interacción entre el impedimento y un entorno no accesible. Así, una persona en silla de ruedas tiene una paraplejía (impedimento), pero es la ausencia de rampas y ascensores lo que la “discapacita” al impedirle el acceso a un edificio (discapacidad). Bajo este paradigma, las causas del problema se localizan en la arquitectura inaccesible, las políticas excluyentes, la estigmatización y otros obstáculos externos –no en el cuerpo del sujeto. La solución, por tanto, ya no es “arreglar” al individuo sino transformar el entorno y las actitudes colectivas: eliminar barreras físicas, promover derechos civiles (educación, empleo, vida independiente), asegurar apoyos adecuados y combatir el estigma social. Como apuntan teóricos de este enfoque, la opresión que experimentan las personas con discapacidad emana de actitudes prejuiciosas cristalizadas en el mundo material, por ejemplo en forma de escalones que excluyen, instituciones segregadas o recursos distribuidos desigualmente. El modelo social introdujo por tanto el lenguaje de los derechos humanos y la discriminación en la discusión sobre discapacidad, marcando un giro hacia la justicia social. Un lema resumía esta idea: “Nada sobre nosotros sin nosotros”, enfatizando la agencia de las personas con discapacidad para definir sus necesidades. No obstante, con el tiempo también se han realizado críticas internas al modelo social –por ejemplo, que descuidó la dimensión individual y las experiencias corporales (dolor, fatiga) asociadas a los impedimentos reales, como señalaron autores como Tom Shakespeare. Más adelante retomaremos estas críticas, que han dado pie a modelos más integradores.
Modelo de diversidad funcional: En las últimas dos décadas, especialmente en países de habla hispana, ha cobrado fuerza una perspectiva conocida como “modelo de diversidad funcional”. Este modelo nace del movimiento de Vida Independiente y de activistas como Javier Romañach y Manuel Lobato, quienes propusieron hacia 2006 reemplazar la palabra “discapacidad” (percibida como negativa) por “diversidad funcional”, con el fin de destacar que se trata de formas diversas de funcionar, ninguna intrínsecamente inferior a otra. La filosofía subyacente es que la variabilidad en las capacidades y modos de funcionamiento es parte de la diversidad humana, tal como lo son la diversidad cultural, étnica o de género. Por tanto, hablar de diversidad funcional es adoptar un enfoque positivo, no centrado en la carencia. Este modelo busca superar limitaciones tanto del modelo médico como del social: critica al médico por su visión reduccionista del cuerpo “defectuoso”, pero también señala que el modelo social clásico, al enfatizar exclusivamente el entorno, a veces omitió la dimensión corporal y las vivencias subjetivas de la discapacidad. La propuesta de la diversidad funcional aboga por valorar todas las expresiones posibles de funcionamiento del cuerpo humano. En palabras de los propios teóricos, este paradigma “considera valiosas todas las diversas expresiones de funcionamiento posibles del cuerpo, ya que cada persona presenta un modo particular de funcionamiento”.
Este enfoque de diversidad funcional incorpora varias dimensiones: (1) una dimensión corporal, que reconoce las particularidades corporales y funcionales de cada individuo a lo largo de su vida; (2) una dimensión relacional, que enfatiza la interacción dinámica entre cuerpo y entorno (es decir, la funcionalidad depende del contexto); (3) una dimensión política, orientada a asegurar derechos y ajustes razonables mediante leyes y políticas públicas; (4) una dimensión ética, que propone estimar la diversidad funcional como un valor positivo que la sociedad debe respetar, combatiendo la discriminación y promoviendo igualdad de oportunidades; (5) una dimensión social, que incluye indicadores de bienestar y calidad de vida relacionados con la participación de personas diversas; y (6) una dimensión cultural, que impulsa un cambio conceptual hacia una comunidad que acepte funcionamientos diversos como parte de la normalidad.
En síntesis, la diversidad funcional no solo pide accesibilidad del entorno (modelo social), sino también un cambio de mirada valorativa: reconoce que centrar el discurso en la “capacidad” (en abstracto) es incompatible con la diversidad intrínseca de las personas. Más aún, invita a abandonar la idea de un único estándar de funcionamiento válido. Como señala la filósofa María M. Toboso, esta perspectiva representa “un ataque frontal al capacitismo, al desafiar la consideración de que el conjunto de ‘capacidades’ atribuido normativamente al cuerpo es algo inherente al mismo”. En lugar de ello, critica “la imposición de un funcionamiento único como estándar, que se convierte en criterio de normalidad y norma reguladora sobre cuerpos y entornos”. Es decir, desmonta la noción de que exista una forma natural o correcta de funcionar de la cual las demás se desvián; más bien, todas las personas tienen combinaciones diferentes de funciones y requerimientos, y es tarea de la sociedad acomodar esa diversidad sin jerarquías. Vale agregar que este término –diversidad funcional– aunque no exento de debate, ha tenido acogida por su talante inclusivo y no patologizante, y ha sido adoptado en ámbitos académicos y de activismo en España y América Latina.
En síntesis, la evolución desde el modelo médico al social y a la diversidad funcional refleja un proceso de democratización y humanización en el entendimiento de la discapacidad. Se pasa de ver el problema “en” la persona, a verlo “entre” la persona y su entorno (modelo social), y finalmente a reconocer que la diferencia es algo natural que debe respetarse (diversidad funcional). Cada modelo conlleva, a su vez, una postura frente al capacitismo: el modelo médico históricamente lo reforzaba (al tratar la desviación de la norma como enfermedad a corregir); el modelo social lo denunció y combatió en sus expresiones estructurales; y el modelo de diversidad funcional aspira a desmantelarlo completamente reconfigurando nuestras nociones de capacidad, normalidad y valor.
Normalidad, poder y discurso: Perspectivas filosóficas (Foucault, Canguilhem, Davis)
El surgimiento del capacitismo como mentalidad hegemónica no puede entenderse sin examinar las fuerzas históricas de saber y poder que definieron qué es “normal” y qué es “anormal”. En este terreno, las contribuciones del filósofo Michel Foucault resultan iluminadoras. Foucault estudió la genealogía de las instituciones modernas (clínicas, manicomios, prisiones) y cómo en ellas se fue forjando la idea de normalidad al tiempo que se clasificaba y excluía a los individuos considerados “anómalos”. Según Foucault, a partir del siglo XVIII la sociedad occidental desarrolló nuevas tecnologías de poder –lo que él denominó poder disciplinario y biopoder– orientadas a observar, medir y corregir los cuerpos para hacerlos dóciles y útiles. Un elemento central de este proceso fue la medicalización de la diferencia: la medicina, en alianza con aparatos administrativos y legales, se arrogó la autoridad de definir qué cuerpos/mentes eran normales o patológicos.
El discurso médico, investido de poder científico, empezó a nombrar y producir la “verdad” sobre ciertos individuos: el “enfermo mental”, el “inválido”, el “idiota”, etc. Se clasificaron así a aquellos sujetos que no encajaban en los ritmos de la producción industrial ni en las normas de conducta de la moral burguesa, legitimando su encierro en instituciones cerradas (asilos, hospitales, prisiones). La noción de normalidad –antes ausente– emergió en este contexto como contracara de la noción de anormalidad. De hecho, Foucault señala que las primeras formulaciones de la normalidad médica se hicieron negativamente: definiendo lo normal simplemente como “lo no patológico”. Pero pronto ese concepto se positivó, volviéndose proactivo: la medicina y las nacientes ciencias humanas se dieron a la tarea de buscar el estado normal, describirlo y prescribirlo. Se estableció así un régimen normativo donde el objetivo ya no era solo curar la enfermedad, sino ajustar a la población entera a unos parámetros medios de salud, productividad y comportamiento.
Foucault resume esta transformación al afirmar que la sociedad moderna deja de regirse únicamente por la ley (que distinguía lícito/ilícito) para regirse también por la norma (que distingue normal/anormal). El biopoder –poder de regular la vida de la población– actúa fijando estándares biológicos, evaluando desviaciones y aplicando intervenciones “normalizadoras”. En este sentido, la discapacidad como categoría es un producto del biopoder modernista: es “el efecto del tratamiento médico de las personas con deficiencias… un producto del discurso médico-asistencial”. Antes de la era moderna, una persona con ceguera o con enanismo podía sufrir estigma o burla, pero no era pensada en términos de “menos válida” de acuerdo a una escala universal; esa escala cuantitativa y aparentemente objetiva la provee el nuevo discurso centrado en la norma biológica promedio. Se crea la idea de que por cada capacidad humana (ver, caminar, razonar) existe un patrón estándar medible, y que quien se aparte significativamente de ese cuerpo promedio “normal” entra en la categoría de dis-capacidad (falta de capacidad). En otras palabras, “capacidad” y “discapacidad” pasan a definirse mutuamente, como polos opuestos dentro de un continuo medido por la ciencia.
Esta racionalidad médica-normativa tuvo expresiones palpables: por un lado, el aislamiento institucional (manicomios, hospitales especializados) donde se concentró a los anormales, retirándolos de la vista pública; por otro, el desarrollo de técnicas y disciplinas (la ortopedia, la fisioterapia, la psicometría) orientadas no solo a ayudar benévolamente, sino también a corregir y clasificar a esos cuerpos divergentes. Foucault y seguidores como Georges Canguilhem han subrayado que términos aparentemente neutrales como “salud”, “normalidad” o “funcionamiento típico” encierran juicios de valor y estrategias de control. Canguilhem, en Lo normal y lo patológico (1943), ya advertía que lo que la medicina llama “normal” no es simplemente un promedio estadístico, sino un ideal regulativo que orienta intervenciones: se trata de un ideal que “pretende distinguir lo correcto de lo incorrecto, lo que está bien de lo que está mal”, y que conduce a discriminar aquello que se sale de sus límites.
El teórico Lennard J. Davis complementa esta perspectiva histórica al destacar la relación entre la estadística, la normatividad y la creación de la discapacidad como categoría social. Davis señala que la obsesión del siglo XIX por la medida y la comparación –ilustrada por Quetelet y luego por Francis Galton– creó el concepto de cuerpo promedio y, simultáneamente, el concepto de cuerpo desviado. En su obra Enforcing Normalcy (1995), Davis afirma que la discapacidad, más que un atributo médico, es una construcción cultural y política nacida del concepto de norma. Antes de la era estadística, la sociedad reconocía individuos con diversas limitaciones, pero no existía una identidad colectiva “discapacitada” ni una expectativa de homogeneidad corporal. La introducción de la curva de campana, de las distribuciones normales y de los estándares en todos los ámbitos (desde la altura hasta el cociente intelectual) fue estableciendo un rango dentro del cual uno debe caer para ser considerado “normal”. Davis resume: “la normalidad crea el problema de la persona con discapacidad”; dicho de otro modo, es en el contraste con un patrón normativo que ciertas personas pasan a ser vistas primordialmente por sus diferencias, que ahora resultan indeseables.
En la cultura contemporánea, la noción de normalidad no solo abarca características físicas sino todo un perfil social ideal: el sujeto normal suele asumirse como aquel varón blanco, de clase media, heterosexuado, independiente y sin discapacidades significativas. Todo lo que se aparte de ese compuesto tiende a etiquetarse, ya sea como deficiencia, desviación o “caso especial”. Esta “normalidad proactiva” impregna políticas públicas y expectativas sociales: por ejemplo, sistemas educativos estandarizados que no acomodan estilos cognitivos distintos, entornos laborales pensados para trabajadores sin limitaciones, o idealizaciones mediáticas de belleza y capacidad que excluyen la diferencia.
Para sintetizar, desde la filosofía y la historia crítica podemos concluir que la normalidad es una construcción socio-histórica con función normativa, y el capacitismo es su expresión ideológica al aplicar esa norma a la valoración de las personas. El capacitismo define un “nosotros” normal frente a unos “otros” anormales, justificando así relaciones de poder: los “normales” reclaman para sí la plena ciudadanía, la autoridad epistemológica y moral, mientras que a los “anormales” se les asigna tutela, marginación o intervención correctiva. Comprender esta genealogía nos previene de aceptar sin más categorías aparentemente objetivas; nos invita a cuestionar qué intereses y valores subyacen cuando se cataloga a alguien de “inválido” o “incapaz”.
Racionalidad, cuerpo y valor moral: el capacitismo en la filosofía y la ética
La discriminación capacitista no solo opera a nivel social o institucional; también se encuentra imbricada en algunas tradiciones filosóficas y éticas que han privilegiado ciertas cualidades humanas como requisito de plena dignidad. Históricamente, la filosofía occidental –desde Aristóteles hasta Kant– tendió a definir la esencia humana en términos de racionalidad, autonomía y agencia individual. El ideal ilustrado del “sujeto racional” elevó la capacidad cognitiva y la independencia como atributos máximos del ser humano. Este énfasis, aunque ha conducido a teorías universales de derechos, dejó en la sombra la situación de aquellos seres humanos que no encajan en la imagen del sujeto plenamente racional o autónomo. Por ejemplo, Aristóteles en su Política argumentaba que algunos individuos “incapaces de regirse a sí mismos” por falta de razón (incluyendo posiblemente a personas con discapacidad intelectual) estaban por naturaleza destinados a la tutela de otros. Siglos más tarde, Immanuel Kant basó la dignidad humana en la racionalidad autónoma y la capacidad de actuar según leyes morales; aunque no discutió explícitamente la discapacidad, su esquema sugiere que quien carece de uso pleno de razón quedaría fuera del ideal de persona. De este modo se fue trazando un vínculo filosófico entre capacidad racional y valor moral, que el capacitismo contemporáneo hereda implícitamente.
Esta conexión se hace evidente al analizar la filosofía política moderna. Un caso paradigmático es la teoría de la justicia de John Rawls. En Teoría de la justicia (1971), Rawls propone un experimento mental –la “posición original” detrás del velo de ignorancia– donde individuos racionales, independientes y mutuamente desinteresados escogen principios justos para regir la sociedad. Sin embargo, Rawls limita explícitamente el escenario a personas con “capacidades dentro de los márgenes de la normalidad” en lo físico y mental. Es decir, asume que todos los participantes en ese contrato social hipotético poseen un rango básico de autonomía y capacidad intelectual. Esto excluye de entrada a las personas con discapacidades severas (por ejemplo, una persona con discapacidad intelectual profunda no calificaría como agente deliberativo en la posición original). Rawls sugiere que las cuestiones relativas a estos individuos “anormales” se atenderían después, una vez establecidos los principios generales, a nivel de legislación. La filósofa Martha C. Nussbaum critica esta postura indicando que dicho procedimiento “es injusto hacia las personas discapacitadas” porque las relega a un segundo plano. Al no considerarlas en la fundación misma del contrato social, cualquier provisión para ellas aparece como un asunto de caridad o política social subsidiaria, más que como parte de la justicia básica, dejándolas así en condición de ciudadanos de segunda categoría.
Nussbaum, en su obra Las fronteras de la justicia (2006), argumenta que el enfoque contractual tradicional (Rawlsiano) está impregnado de supuestos capacitistas y debe ser reemplazado por un paradigma más inclusivo. Su propuesta es la teoría de las capacidades (desarrollada junto a Amartya Sen), que define la justicia en función de la garantía a cada persona de ciertos capacidades centrales para llevar una vida digna, independientemente de su dotación natural. En lugar de suponer individuos ideales e independientes, Nussbaum parte de la realidad de la vulnerabilidad universal: todos los seres humanos nacemos en dependencia, necesitamos cuidados y podemos ver nuestras capacidades mermadas por enfermedad, edad o discapacidad. Por tanto, una teoría de la justicia adecuada debe incluir desde el principio a las personas con discapacidad (así como a otros tradicionalmente excluidos, como los animales no humanos y extranjeros) en la definición de lo justo.
Nussbaum propone una lista de capacidades fundamentales (vida, salud corporal, integridad física, sentidos-imaginación-pensamiento, emociones, razón práctica, afiliación, relación con otras especies, juego y control sobre el entorno) que todo ciudadano debe poder desarrollar hasta cierto umbral mínimo. El papel del Estado es garantizar las condiciones (educación, apoyos, accesibilidad) para que incluso alguien con graves discapacidades alcance esos umbrales. Así, en su teoría, “ya sea una persona ‘normal’ o con discapacidad, la justicia social se evalúa en función de cuánto permite a cada cual desplegar sus capacidades básicas”. Esto corrige la omisión rawlsiana: las necesidades de las personas con discapacidad se incorporan al marco inicial de la justicia, no quedan relegadas a una cláusula suplementaria. La ética del cuidado también confluye con este enfoque, subrayando que la dependencia y la interdependencia son condiciones universales a reconocer y sostener, y no rasgos vergonzantes que justifiquen trato desigual.
Otro ámbito donde la tensión racionalidad-capacidad se ha manifestado es la bioética contemporánea, especialmente en debates sobre inicio y fin de la vida. El filósofo utilitarista Peter Singer ha suscitado gran controversia al argumentar, desde una lógica de maximización de bienestar, que no es moralmente obligatorio preservar todas las vidas humanas por igual. Singer sostiene, por ejemplo, que en ciertos casos de discapacidad congénita muy severa (como bebés con anencefalia u otras condiciones que implican ausencia de conciencia y extrema dependencia) podría ser éticamente permisible –e incluso preferible– optar por la eutanasia infantil o el no tratamiento agresivo. En su visión, la “calidad de vida” evaluada en términos de capacidad de sentir, razonar y relacionarse, puede justificar la decisión de no prolongar vidas con sufrimiento o sin autonomía futura.
Singer llega a comparar la situación de un bebé humano con discapacidad profunda con la de ciertos animales sintientes, argumentando que la especie por sí sola no confiere derecho a la vida si no va acompañada de ciertas capacidades intelectuales o de autonomía. Estas ideas son rechazadas vehementemente por la comunidad de la discapacidad, que las considera una expresión extrema de capacitismo filosófico. La activista y abogada Harriet McBryde Johnson entabló un debate famoso con Singer (narrado en “Unspeakable Conversations”, 2003), en el cual confrontó la frialdad lógica de sus postulados con la realidad vivida de las personas con discapacidad. Johnson, quien tenía una atrofia muscular congénita, le hizo ver a Singer la paradoja de que alguien como ella –plenamente activa y realizada– “no debería existir” según la lógica utilitarista que valora más la inteligencia y la autosuficiencia física. En su crónica, Johnson expresa el horror de tener que discutir “si yo debería o no existir” con un filósofo que, amablemente, defiende que su vida (la de Johnson) es menos digna de ser vivida.
Una de las refutaciones más poderosas de Johnson (y de muchos teóricos de la discapacidad) es desmontar la supuesta relación unívoca entre discapacidad y falta de bienestar. Singer y otros a veces asumen que una vida con discapacidad severa es inevitablemente desdichada o de “menor valor”. Johnson responde: “Disfrutamos placeres que otras personas disfrutan, y placeres propios nuestros. Tenemos algo que el mundo necesita”. Este testimonio reivindica la experiencia subjetiva de satisfacción, logro y contribución social que las personas con discapacidad pueden tener, y que ninguna escala de QALY (Quality-Adjusted Life Years) puede medir plenamente. Como comenta el crítico G. Thomas Couser, relatos como el de Johnson sirven de “reality check” contra las teorías de calidad de vida basadas solo en parámetros sanitarios: ponen el valor de la vida humana en la capacidad de relación y de generar bien, no en el coeficiente intelectual o la funcionalidad corporal ideal. En otras palabras, cuestionan la premisa capacitista de que menos capacidad (cognitiva o física) equivale a menos dignidad o derecho a la vida.
Este debate filosófico-bioético evidencia que el capacitismo penetra incluso en definiciones de persona y argumentos morales fundamentales. La idea de que ciertas vidas “no merecen ser vividas” por no alcanzar un estándar de racionalidad o autonomía es una manifestación cruda de capacitismo. Los movimientos de vida independiente y lemas como “Nada sobre nosotros sin nosotros” han recalcado que ninguna decisión ética o política sobre la vida de las personas con discapacidad debe tomarse sin considerar su propia voz y perspectiva. Este principio busca rectificar siglos en que otros (filósofos, médicos, juristas) definieron su “bien” sin consultarles, a veces con consecuencias letales.
En la filosofía jurídica contemporánea también se ha incorporado esta crítica. Por ejemplo, Eva Kittay y Licia Carlson desde la ética de la atención, y Joel Anderson desde la filosofía política, han insistido en desligar la noción de ciudadanía y persona moral de los ideales de independencia y racionalidad absoluta. Proponen en cambio una visión que reconoce la dependencia y la asistencia (care) como rasgos centrales de la sociedad: todos dependemos en alguna medida unos de otros (al menos en la infancia, la enfermedad y la vejez), y eso no disminuye nuestro estatus moral, sino que nos conecta en obligaciones mutuas. Así, necesitan reconsiderarse temas como la representatividad política de personas con discapacidad intelectual (¿pueden votar, pueden ser titulares de derechos legales plenos?) o su participación en decisiones bioéticas (por ejemplo, el consentimiento informado mediante apoyos). La Convención de la ONU sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (2006) consagra precisamente el principio del “ajuste de apoyos” para que personas con discapacidad jurídica puedan ejercer su capacidad legal con ayuda, en lugar de ser declaradas incapaces y sustituidas en sus decisiones. Esto implica un cambio filosófico de gran calado: reconocer que la capacidad legal no es sinónima de autosuficiencia, y que se puede ser agente moral y ciudadano aún necesitando de otros para expresarse o actuar.
En resumen, la filosofía ha jugado un doble papel respecto al capacitismo: por un lado, ciertas corrientes han dado base a la jerarquización de vidas según la razón o la capacidad productiva; por otro lado, pensadores críticos recientes están desenredando esos supuestos, proponiendo nuevos marcos de justicia y ética incluyentes. Integrar plenamente a las personas con discapacidad en nuestras teorías morales y políticas requiere cuestionar pilares tradicionales (racionalidad, autonomía individualista) y ensanchar la noción de lo humano para abarcar la diversidad de modos de existir.
Teoría crítica de la discapacidad: enfoques contemporáneos e interseccionales
A finales del siglo XX emergió un campo interdisciplinario conocido como estudios críticos de la discapacidad (o teoría crítica de la discapacidad), que aplica las herramientas del análisis crítico –similar a los estudios de género, raza o clase– para entender la discapacidad no simplemente como una condición médica, sino como una categoría sociocultural, política y performativa. Esta corriente se nutre de la teoría crítica, la filosofía posmoderna, el feminismo, la teoría queer y los estudios culturales, entre otros enfoques, y busca desentrañar las relaciones de poder, representación e identidad vinculadas a la discapacidad.
Una de las primeras confluencias importantes fue entre los estudios de discapacidad y el feminismo. Las feministas notaron paralelismos entre la forma en que el patriarcado ha tratado al cuerpo de las mujeres y cómo el capacitismo ha tratado al cuerpo de las personas con discapacidad. En ambos casos, existe un sujeto normativo implícito (varón, blanco, sano, independiente económicamente) a partir del cual se define a “los otros” como desviaciones. La erudita Rosemarie Garland-Thomson es una figura clave en este terreno. En su obra Extraordinary Bodies (1997) y ensayos posteriores, Garland-Thomson introduce el concepto de “normate” para designar a ese sujeto ficticio que encarna todas las normas (masculino, blanco, sin discapacidad, etc.), el cual funciona como medida de todas las cosas, dejando a quienes no encajan en él en posición subalterna. Así como el feminismo de los años 80 señaló que “lo masculino” se había asumido como universal humano invisibilizando a las mujeres, Garland-Thomson señala que “lo no-discapacitado” se asume como universal, invisibilizando la discapacidad.
Además, Garland-Thomson propone la noción de “misfit” (inadaptación) como un concepto materialista-feminista para comprender la discapacidad en términos relacionales. A diferencia de la idea tradicional de que la discapacidad es una esencia o una deficiencia inherente al individuo, el concepto de misfit enfatiza “la particularidad de cada cuerpo vivido y su encuentro dinámico con el mundo”. Un misfit ocurre cuando hay desajuste entre un cuerpo y su entorno: por ejemplo, un usuario de silla de ruedas “encaja” (fit) en un edificio con rampas, pero “desencaja” (misfit) en un edificio con escaleras; la “falla” no está en la persona per se, sino en la relación cuerpo-entorno. Esto introduce un punto crucial: la discapacidad no es un atributo fijo, sino una experiencia situada, dependiente del contexto.
Al privilegiar el contexto sobre la esencia, la idea de misfitting evita hablar de “el cuerpo discapacitado” en abstracto, y en su lugar analiza cómo todos podemos quedar temporalmente inadaptados según las circunstancias (por edad, por accidente, por cambios ambientales). También enlaza con debates feministas sobre la vulnerabilidad universal: filósofas como Judith Butler o Eva Kittay han destacado que la dependencia y la vulnerabilidad nos definen a todos, y Garland-Thomson añade que reconocer la dinámica de fitting/misfitting nos hace ver a la discapacidad no como algo raro, sino como una posibilidad humana constante. Esta perspectiva “materialista” confiere agencia y valor a los sujetos con discapacidad al mostrar que no están condenados a la pasividad: un misfit no es un fracaso personal, sino una llamada a reorganizar el entorno o a reconocer la pluralidad de formas corporales. Como ella misma resume, la relación de desajuste “es cambiante, espacial y temporal, y confiere agencia y valor a los sujetos discapacitados”, pues pone el acento en la interacción (que puede modificarse) y no en una carencia.
El feminismo de la discapacidad también ha explorado cómo género y discapacidad se entrecruzan en experiencias específicas. Por ejemplo, históricamente a las mujeres con discapacidad se les ha negado agencia sexual y reproductiva: muchas fueron sometidas a esterilizaciones forzadas o se asumió que no debían ser madres ni esposas. A la vez, se infantilizó su imagen, viéndolas como eternas niñas a las que otros (padres, cuidadores) debían controlar. Autoras como Susan Wendell y Jenny Morris denunciaron que esta doble deshumanización provenía tanto del sexismo (que ya infantiliza a las mujeres) como del capacitismo (que infantiliza a quien requiere apoyo), con el resultado agravado en mujeres con discapacidad. A su vez, las mujeres sin discapacidad también han sido medidas bajo parámetros capacitistas: la obsesión cultural con la belleza femenina, la juventud y la perfección corporal es profundamente capacitista en cuanto rechaza cualquier rasgo que huela a discapacidad (cicatrices, arrugas, debilidad física). De hecho, Garland-Thomson habla de “estética capacitista” para describir cómo la cultura visual glorifica ciertos cuerpos y relega al ostracismo a aquellos que presentan anomalías visibles (de ahí la práctica de esconder a personas con malformaciones, literalmente en el pasado mediante espectáculos de fenómenos, y figuradamente hoy mediante su escasa presencia en medios). Frente a esto, el feminismo de la discapacidad propone una estética alternativa que celebre la variabilidad real de los cuerpos. Un ejemplo serían los proyectos de crip art (arte “tullido”) o modelaje inclusivo, que buscan presentar la discapacidad como parte de la belleza de la diversidad humana, no como algo que deba inspirar lástima o morbo.
Otro aporte del enfoque feminista es visibilizar las dimensiones cotidianas y emocionales de la opresión capacitista. Mientras los primeros estudios de la discapacidad se centraron mucho en barreras físicas y derechos legales (opresión pública), investigadoras como Carol Thomas y Donna Reeve introdujeron la noción de “discapacidad experiencial” y opresión psico-emocional. Reeve explica que las personas con discapacidad no solo enfrentan dificultades externas, sino también heridas internas causadas por las actitudes sociales: sentirse observado con asco o con condescendencia, no ver imágenes positivas de personas como tú, escuchar que tu vida es “trágica” o “una carga”, todo ello puede provocar daño psicológico. Estas “dimensiones psicoemocionales de la discapacidad” incluyen, por ejemplo, “ser lastimado por las reacciones de otros, sentirse inútil y poco atractivo, tener sus raíces en las actitudes negativas y prejuicios” de la sociedad. En otras palabras, el estigma constante erosiona la autoestima y puede llevar al fenómeno de opresión internalizada.
Este último se refiere a que el grupo oprimido llega a internalizar (hacer propios) los estereotipos y prejuicios que la cultura dominante lanza sobre él. Por ejemplo, una persona con discapacidad puede llegar a pensar “no merezco ciertas oportunidades” o “soy una carga para los demás”, reproduciendo así involuntariamente la visión capacitista. La internalización actúa como “mecanismo para perpetuar la dominación no solo mediante control externo, sino construyendo la sumisión en la mente de los oprimidos”. Identificar esta trampa psicológica ha sido clave para los movimientos de empoderamiento: estrategias como los grupos de apoyo entre pares, el orgullo “crip” (tullido) o la reivindicación de identidades positivas buscan contrarrestar ese autodesprecio inculcado.
La intersección con otros ejes de opresión ha llevado a examinar discapacidad y raza, discapacidad y colonialidad, entre otros. Teóricos como Nirmala Erevelles han analizado cómo el racismo y el capacitismo a veces operan de la mano: por ejemplo, durante la esclavitud en Estados Unidos se llegó a “psiquiatrizar” la búsqueda de libertad de los esclavos (se llamó drapetomanía a la supuesta enfermedad que hacía que un esclavo quisiera huir). Este es un caso patente de utilizar el discurso de la discapacidad (la enfermedad mental) para reforzar la opresión racial. Del mismo modo, en el siglo XX, los estereotipos raciales a menudo describieron a ciertos grupos étnicos como “menos inteligentes” o “más primitivos” –conceptos pseudo-científicos claramente capacitistas que despojaban a esos grupos de plena humanidad. Erevelles argumenta que el sistema capitalista global produce “cuerpos descartables” marcados tanto por raza como por discapacidad, por ejemplo poblaciones del Sur Global afectadas por guerras o contaminación (que generan altas tasas de discapacidad) y luego son vistas como cargas.
La teoría crítica de la raza se ha unido a la de discapacidad para denunciar, por ejemplo, que en países como Estados Unidos, los niños afroamericanos e hispanos están sobrerrepresentados en clases de educación especial y frecuentemente reciben menos apoyos –lo cual refleja tanto prejuicio racial como capacitista en las expectativas educativas. Este tipo de análisis interseccional complejiza el panorama: no todas las personas con discapacidad viven lo mismo, sino que su experiencia estará modulada por género, etnia, clase social, orientación sexual, etc. Así surge el concepto de “discapacidad racializada”, “discapacidad queer”, etc., para estudiar casos específicos (por ejemplo, la vivencia de mujeres indígenas con discapacidad es distinta a la de varones blancos urbanos con la misma condición física).
Hablando de queer, efectivamente otra confluencia importante es entre la teoría queer y la teoría crip (tullida). Robert McRuer, en su libro Crip Theory: Cultural Signs of Queerness and Disability (2006), sostiene que la heteronormatividad (la norma de heterosexualidad obligatoria) y la able-bodied normativity (la norma del cuerpo capacitado) están entrelazadas. La sociedad espera simultáneamente que uno sea heterosexual y “capaz”, generando un ideal de cuerpo deseable y productivo. Así como el queer desafía las expectativas de género y sexo, el crip desafía las expectativas sobre el cuerpo y la mente. Ambos movimientos comparten la experiencia de salir del armario, enfrentar la vergüenza y luego resignificarla como orgullo. McRuer habla de una “cultura de la falta” en el capitalismo tardío: aunque se exalta la normalidad corporal, en realidad los cuerpos humanos son finitos, limitados, y la fantasía neoliberal de perfección (ser siempre apto, joven, productivo) es inalcanzable –lo cual genera ansiedad constante. La teoría crip propone aceptar la fragilidad y contingencia del cuerpo como algo inherente, y ver en la improvisación y la adaptación características valiosas de las identidades discapacitadas. Incluso se ha planteado la noción de “futuridad crip” (por Alison Kafer), que imagina futuros donde la discapacidad no sea eliminada, sino integrada plenamente; cuestiona la tendencia cultural a suponer que el “futuro ideal” es uno libre de discapacidad (por ejemplo, la expectativa de curas definitivas o de selección genética que borre condiciones). En cambio, la futuridad crip propone un futuro donde existan más sillas de ruedas voladoras que escaleras, donde la sociedad se organice considerando la pluralidad funcional.
Por último, los estudios culturales de la discapacidad han examinado representaciones en el arte, la literatura, el cine y los medios, revelando patrones capacitistas en la imaginación colectiva. Un hallazgo es la prevalencia de tropo narrativos dañinos: el “villano deformado” (desde el Capitán Ahab hasta muchos antagonistas de Hollywood con cicatrices o malformaciones que simbolizan su maldad), el “ángel inválido” (personajes con discapacidad pintados como inocentes, puros pero asexuados y dependientes, cuya función es inspirar a los demás), el “supercrip” (la persona con discapacidad admirable únicamente porque “supera sus límites” y así demuestra optimismo –convirtiéndola en una herramienta motivacional para los sanos). Estas representaciones refuerzan el capacitismo al no mostrar a las personas con discapacidad como personas ordinarias con deseos complejos, sino como simbolismos para consumo de los demás. La activista Stella Young acuñó el término “pornografía inspiracional” (inspiration porn) para referirse a ese aluvión de historias o imágenes donde la gente con discapacidad es exhibida haciendo actividades normales (estudiar, hacer deporte) con el único fin de inspirar a la audiencia sin discapacidad –lo cual implica que se los ve antes como instrumentos de la emoción ajena que como individuos. Combatir estas representaciones implica promover narrativas creadas desde la experiencia real de la discapacidad, con personajes tridimensionales y tramas que no giren en torno a “curas milagrosas” o tragedias unidimensionales.
En la actualidad, la teoría crítica de la discapacidad sigue expandiéndose, incorporando también perspectivas poshumanistas (que cuestionan la distinción rígida humano/no-humano, relevantes con las tecnologías asistivas, cyborgs, prótesis avanzadas) e investigaciones decoloniales (que analizan cómo la colonialidad impuso visiones europeas de capacidad a otras culturas). Incluso se habla de “giros epistemológicos”: por ejemplo, Shelley Tremain ha argumentado que la propia filosofía académica es capacitista en sus métodos, al privilegiar modos de argumentación altamente abstractos que excluyen otras formas de conocer vinculadas a la corporalidad y la experiencia vivida. Tremain y otros proponen una “filosofía inclusiva” que dé espacio a voces con discapacidad y que emplee métodos variados (narrativos, testimoniales) reconociendo la validez de esos saberes.
En resumen, los enfoques contemporáneos –feministas, queer, interseccionales, culturales– enriquecen la comprensión del capacitismo mostrando que no actúa solo, sino en conjunción con otros sistemas de poder, y en todos los niveles (material, simbólico, psicológico). También traen un mensaje de empoderamiento colectivo: transformar las estructuras exige tanto acción política (leyes, accesibilidad, recursos) como transformación cultural (imaginarios, actitudes). Como proclama el activismo de la justicia discapacitada (disability justice) surgido en EE. UU. por activistas queer de color con discapacidad: “no hay cuerpo/mente correcto, solo diversidad; nuestra fuerza está en la interdependencia y en honrar las experiencias de los más marginados”. Esta visión busca desmantelar el capacitismo no solo liberando a las personas con discapacidad, sino liberando a la sociedad entera de la tiranía de la normalidad.
Críticas actuales al capacitismo y perspectivas emergentes
A pesar de los avances teóricos y legales, el capacitismo sigue profundamente arraigado en las prácticas sociales contemporáneas, a veces de formas sutiles y otras muy visibles. Identificar y criticar estas manifestaciones actuales es crucial para seguir avanzando hacia una sociedad verdaderamente inclusiva.
En el plano social y económico, se observa que las personas con discapacidad continúan enfrentando desigualdades estructurales notables. Por ejemplo, las tasas de desempleo de personas con discapacidad suelen duplicar o triplicar las de la población general en muchos países. Incluso con leyes de cuota o incentivos, persiste un sesgo de empleadores que dudan de la productividad de un trabajador con discapacidad o no quieren costear adaptaciones. El acceso a la educación también refleja brechas: si bien en muchos lugares se ha adoptado la educación inclusiva, en la práctica hay barreras físicas en escuelas, falta de materiales en formatos alternativos (braille, subtítulos) y, sobre todo, bajas expectativas sobre el desempeño académico de estudiantes con discapacidad. Todo esto constituye evidencias palpables del capacitismo subsistente en ámbitos clave. Incluso el diseño de las ciudades y espacios públicos a veces sigue una lógica excluyente –lo que algunos autores llaman “ciudad supremacista”, aquella concebida para habitantes ideales “completos y capaces” mientras ignora la presencia de otros cuerpos. A pesar de décadas de concienciación, es común que se construyan nuevas infraestructuras sin plena accesibilidad, o que servicios (transporte, tecnología digital) no consideren ajustes necesarios para ciertos usuarios, reflejando la idea tácita de que solo vale la pena diseñar “para los normales”.
En paralelo, en la esfera cultural y mediática, aunque ha habido mejoras, subsisten narrativas capacitistas. Se ha señalado, por ejemplo, cómo los medios informativos tienden a presentar a las personas con discapacidad en dos estereotipos: o bien como héroes inspiradores (por lograr algo “a pesar” de su discapacidad) o bien como víctimas trágicas dignas de lástima. Rara vez se las muestra simplemente como protagonistas de historias cotidianas, con agencia, defectos y virtudes al igual que cualquier persona. Esto alimenta la percepción de que la discapacidad es algo fuera de lo común y dificulta que el público general se identifique o comprenda realidades más complejas. No obstante, también hay corrientes contrarias: cada vez más artistas, escritores y cineastas con discapacidad están produciendo obras desde su propia perspectiva, retando los clichés. Un ejemplo es la película “Nomadland” (2020), donde una de las actrices, Swankie, es una anciana con discapacidad real interpretándose a sí misma, presentando su vida sin sensacionalismo; u otro ejemplo son las memorias de Hellen Keller o Cristina Martín (escritora sorda española), que brindan narrativas en primera persona.
En el ámbito de la psiquiatría y la salud mental, se ha venido formulando una crítica creciente al sanismo (término específico para la discriminación contra personas con diversidad psicosocial o diagnósticos psiquiátricos). Tradicionalmente, la psiquiatría clásica funcionó bajo supuestos muy capacitistas: consideraba al paciente psiquiátrico como alguien incapaz de decidir por sí mismo (lo que justificó internamientos involuntarios prolongados), y veía condiciones como la esquizofrenia o el autismo desde la óptica exclusiva de la patología a erradicar. Movimientos como la Antipsiquiatría en los años 60 (por ejemplo, Thomas Szasz, Franco Basaglia) denunciaron que muchas veces las etiquetas de enfermedad mental servían para quitar credibilidad y libertad a individuos cuyo comportamiento desafiaba normas sociales. Hoy, con la influencia del modelo social, ha nacido la idea de “neurodiversidad”, especialmente promovida por personas autistas que rechazan ser consideradas enfermas a curar.
La neurodiversidad plantea que hay diversas configuraciones neurológicas (autistas, neurotípicas, con TDAH, etc.) y que ninguna es en sí misma patológica; más bien la sociedad debe adaptarse a ellas. Este debate es intenso: por un lado, psiquiatras y familiares señalan que ciertas condiciones causan sufrimiento objetivo y requieren tratamiento; por otro, activistas insisten en que muchas dificultades provienen de la falta de comprensión y acomodo en el entorno (por ejemplo, un autista no verbal sufre más por la falta de sistemas de comunicación aumentativa disponibles que por su autismo en sí). En todo caso, la reivindicación de los “usarios de la salud mental” (prefieren este término a “enfermos mentales”) ha obligado a la psiquiatría a volverse más humilde y participativa.
Conceptos como recuperación (recovery) enfatizan no la cura total, sino el proceso personal de cada quien para vivir una vida plena con o sin síntomas, ayudado por la comunidad. Y códigos internacionales como la Convención de la ONU también aplican aquí: se promueve reducir al mínimo internamientos forzados, eliminar tratamientos degradantes (como contenciones mecánicas prolongadas) y asegurar que las personas con diversidad psicosocial tengan voz en las decisiones sobre sus vidas. Son pasos hacia un modelo que podríamos llamar “social de la locura” (algunos hablan ya de Mad Studies) que reconozca que parte del sufrimiento psíquico está exacerbado por exclusión social, pobreza, trauma y no solo por desequilibrios químicos.
Desde la bioética y la tecnología, surgen asimismo nuevos retos respecto al capacitismo. Uno es el ya mencionado uso de diagnóstico prenatal y edición genética. La disponibilidad de pruebas prenatales para condiciones como síndrome de Down, espina bífida u otras ha llevado a que en ciertos países la mayoría de fetos diagnosticados con estas condiciones sean abortados. Aunque esta es una decisión personal de los progenitores, pensadores como Adrienne Asch (bioeticista ciega) la han cuestionado, argumentando que una elección sistemática de no tener hijos con discapacidad refleja y refuerza un prejuicio social de que esas vidas valen menos. Si toda la sociedad celebra que “se erradique” una condición vía prenatal, se envía un mensaje a quienes viven con ella de que “hubiera sido mejor que no existieras”. Este es un debate complejo, pues involucra derechos reproductivos, autonomía y también construcciones culturales del sufrimiento. Pero es un buen ejemplo de cómo el capacitismo puede manifestarse de modo difuso: no mediante odio, sino mediante preferencias colectivas moldeadas por la idea de que solo un cierto tipo de vida (la sin discapacidad) es deseable. Del mismo modo, tecnologías emergentes como la ingeniería genética o la perspectiva transhumanista (que sueña con mejorar al ser humano eliminando limitaciones biológicas) levantan interrogantes éticos: ¿se acentuará aún más la marginación de quienes no puedan acceder a mejoras?, ¿se considerarán las diferencias actuales como “defectos” a subsanar en lugar de apreciar la adaptación y singularidad de cada persona? Algunos autores alertan de un posible “capacitismo liberal” en el que, en nombre de la elección individual, se normalice socialmente eliminar la diversidad funcional.
En respuesta, movimientos sociales continúan empujando la agenda inclusiva. Además del ya mencionado paradigma de justicia discapacitada (que prioriza liderazgos de personas con discapacidades múltiples e interseccionales), en muchos países existen fuertes grupos de defensa. Un ejemplo reciente es la reacción durante la pandemia de COVID-19: cuando los sistemas sanitarios se vieron desbordados, en algunas regiones se sugirieron protocolos de triaje que daban menor prioridad a pacientes con ciertas discapacidades o enfermedades crónicas. Las asociaciones de personas con discapacidad protestaron vigorosamente, argumentando que esos protocolos expresaban un capacitismo médico peligroso –asumían que sus vidas “valían menos” o tenían menos expectativa. Varias autoridades sanitarias revisaron sus guías para enfatizar que no se debe discriminar por discapacidad en la asignación de cuidados críticos. Este episodio mostró tanto la persistencia de reflejos capacitistas (incluso en contextos de emergencia) como la creciente vigilancia y capacidad de respuesta de la comunidad.
El cambio también viene desde la educación: se está incorporando en currículos de trabajo social, medicina, filosofía y otras disciplinas contenidos sobre discapacidad desde un enfoque de derechos. En la esfera académica, más investigadores con discapacidad están produciendo conocimiento (lo que se llama investigación “emancipatoria” o participativa). La inclusión de la accesibilidad tecnológica (por ejemplo, lectores de pantalla, subtitulado de conferencias) ha mejorado el acceso de estudiantes y profesores con discapacidad a la academia, aunque queda mucho por hacer para derribar las barreras invisibles y los prejuicios.
En cuanto a legislación y políticas, tras la Convención de la ONU de 2006 muchos países reformaron sus leyes. Un cambio notable ha sido pasar del modelo de incapacitación legal (tutelares) a sistemas de apoyos en la toma de decisiones: se reconoce que incluso una persona con discapacidad intelectual puede, con los apoyos adecuados, tomar decisiones sobre su vida (dónde vivir, con quién relacionarse, qué tratamientos seguir) en lugar de ser sustituida por completo por un tutor. Esta es una ruptura importante con la mentalidad anterior que asumía que “discapacidad intelectual = eterna minoría de edad”. Sin embargo, la implementación es dispar; todavía existen prácticas antiguas que contradicen la nueva visión, lo que genera tensiones jurídicas y éticas que deberán resolverse en los próximos años.
En conclusión, las críticas contemporáneas al capacitismo se dirigen a desmantelar tanto sus expresiones tangibles (leyes, infraestructuras, prácticas excluyentes) como sus raíces más profundas en nuestro pensamiento y cultura. Implican un llamado a la reflexión ética colectiva: ¿qué tipo de sociedad queremos en términos de cómo tratamos la variabilidad humana? Superar el capacitismo supondría alcanzar una sociedad donde la diferencia funcional se asuma con naturalidad, donde la accesibilidad sea un supuesto de partida en todo diseño (no un añadido ex post), donde las políticas públicas se midan por su grado de inclusión efectiva, y donde nuestras filosofías ya no idealicen un tipo de cuerpo/mente por encima de otros.
Conclusiones
El recorrido por el concepto de capacitismo y sus fundamentos filosóficos nos revela que la discapacidad no es simplemente un hecho biológico, sino una realidad atravesada por interpretaciones culturales, relaciones de poder y valoraciones morales. El capacitismo ha operado históricamente como una ideología normalizadora, configurando la idea misma de “normalidad” y situando a quienes se desvían de ella en los márgenes de la consideración social. Hemos visto cómo este sistema de ideas se nutrió de avances científicos (como la estadística y la medicina moderna) y de prejuicios antiguos, amalgamándose en teorías aparentemente objetivas que sin embargo justificaron la exclusión y la opresión sistemática de personas con discapacidad.
En el campo de la filosofía, el capacitismo se infiltró en nociones clásicas de persona, racionalidad y contrato social –desde Rawls excluyendo a individuos con capacidades “no normales” del núcleo de la justicia, hasta Singer subvalorando vidas en función de parámetros de autonomía o inteligencia. Sin embargo, la propia filosofía ofrece herramientas para desenmascarar estos sesgos: mediante la ética de las capacidades de Nussbaum, la deconstrucción genealógica de Foucault, o la fenomenología feminista de autoras como Garland-Thomson, se abre camino una comprensión más rica de la condición humana que abraza la interdependencia y la diversidad.
Históricamente se pasó de un modelo médico que veía la discapacidad como defecto individual a ser curado, al modelo social que expuso las barreras del entorno como causa de la discapacidad, y más recientemente al modelo de diversidad funcional que reivindica la pluralidad de modos de existencia como valor positivo en sí. Cada uno de estos enfoques aportó piezas para desmontar la visión capacitista: el modelo social politizó la cuestión señalando la discriminación, y el de diversidad funcional ataca la raíz misma de la idea de “capacidad” única y hegemónica.
Las corrientes críticas contemporáneas –desde el feminismo de la discapacidad hasta la teoría crip, pasando por el análisis interseccional– han enriquecido la discusión, mostrando que el capacitismo se entrelaza con sexismo, racismo, colonialismo y heteronormatividad. Al mismo tiempo, estas corrientes han dado voz a las personas con discapacidad para que sean protagonistas de su propia narrativa, transformando la lástima en orgullo, la invisibilidad en representación y la dependencia en conciencia de la mutua interdependencia humana.
Es importante resaltar que la lucha contra el capacitismo no beneficia únicamente a las personas con discapacidad, sino a la sociedad en conjunto. Un mundo accesible e inclusivo es un mundo más amigable para todas las personas –un entorno donde la vejez, la enfermedad temporal o cualquier situación de vulnerabilidad pueden transitarse con dignidad y apoyo. Al cuestionar los imperativos rígidos de productividad, autonomía individual y perfección física/mental, se abre espacio a valores alternativos como la solidaridad, el cuidado, la empatía y la aceptación de los límites que compartimos como seres humanos finitos.
Para estudiantes de filosofía y psiquiatría, comprender estas dimensiones del capacitismo es especialmente relevante. Significa reconocer, en el quehacer filosófico, los sesgos que pudieron marginar ciertas experiencias y deliberar con mayor universalidad y justicia. Significa, en el ejercicio psiquiátrico o clínico, afrontar el desafío de acompañar al otro sin reducirlo a su diagnóstico, respetando su autonomía y contexto vital. Implica también un compromiso ético: repensar las prácticas profesionales a la luz de la pregunta “¿estoy reforzando normas excluyentes o facilitando la inclusión?”.
En conclusión, el capacitismo –esa “epistemología que enmarca la identidad en las sociedades actuales”– se revela como una construcción histórica. Así como las sociedades han cuestionado otras formas de opresión (racismo, sexismo), el cuestionamiento del capacitismo nos exige revisar nuestros conceptos de persona, ciudadanía y bien común para que realmente incluyan a todos. Los fundamentos filosóficos aquí explorados nos brindan las bases teóricas para ese cambio: entender cómo se construyó la noción de normalidad nos permite imaginar nuevas formas de pensar la diferencia; reconocer la igualdad en dignidad de vidas con distintas capacidades nos lleva a ampliar nuestro círculo de consideración moral; y asumir la diversidad funcional como parte de la condición humana nos encamina hacia una sociedad más justa y humana para todos.
En palabras de la propia Martha Nussbaum, “las capacidades diferentes, sean de normalidad o discapacidad, deben ser tenidas en cuenta desde el inicio como criterio de justicia”, de modo que la estructura social, económica y jurídica “facilite a todos –según sus necesidades y características personales– las capacidades básicas para llevar una vida plena”. Hacer realidad este principio es la tarea que se nos presenta de aquí en adelante: un proyecto ético-político de desmantelamiento del capacitismo y de construcción de un mundo donde la diversidad de cuerpos y mentes no sea causa de exclusión, sino fuente de riqueza comunitaria y crecimiento mutuo.
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