Ciencias críticas aplicadas a la psiquiatría: perspectivas teóricas, prácticas e históricas
- Alfredo Calcedo
- 26 jul
- 56 Min. de lectura
Actualizado: 1 ago

Aunque personalmente no comparto muchos postulados de la llamada Psiquiatría Crítica, creo que es interesante analizar sus argumentos, y por ello he subido este post.
Introducción
La psiquiatría, entendida como la disciplina médica dedicada al estudio y tratamiento de los llamados “trastornos mentales”, ha sido objeto de profundas críticas a lo largo de su historia. Desde la segunda mitad del siglo XX en particular, diversos enfoques teóricos y movimientos sociales han cuestionado los fundamentos científicos, las prácticas clínicas y el papel social de la psiquiatría. Estas ciencias críticas aplicadas a la psiquiatría engloban corrientes como el construccionismo social, la antipsiquiatría, el feminismo, el enfoque de derechos humanos, el postestructuralismo y el poscolonialismo, entre otros. Cada una de estas perspectivas cuestiona de manera distinta las nociones tradicionales de enfermedad mental, la autoridad de los psiquiatras y las instituciones psiquiátricas, aportando nuevas comprensiones sobre la locura, la salud mental y el poder. Este ensayo académico, dirigido a colegas psiquiatras, explora exhaustivamente dichas corrientes críticas en el contexto de Europa y Estados Unidos, integrando perspectivas históricas, teóricas y prácticas.
La estructura del ensayo avanza desde un contexto histórico general hacia el análisis detallado de cada enfoque crítico. Iniciaremos con un panorama histórico de la psiquiatría moderna y el surgimiento de sus críticos, para luego profundizar en las principales corrientes: primero examinaremos el construccionismo social y la idea de la enfermedad mental como constructo; continuaremos con el movimiento de la antipsiquiatría y sus figuras clave; exploraremos las perspectivas feministas que denunciaron sesgos de género en la teoría y la práctica psiquiátricas; analizaremos el enfoque de derechos humanos, que reconfigura la atención en salud mental desde la óptica de la dignidad y la autonomía; revisaremos la influencia del postestructuralismo, especialmente mediante la obra de Michel Foucault y otros autores que estudiaron la relación entre saber psiquiátrico y poder; y abordaremos las críticas poscoloniales, que cuestionan la universalidad de la psiquiatría occidental y su papel en contextos coloniales y poscoloniales. Asimismo, se ofrecerá una revisión crítica de instituciones centrales como el DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la Asociación Psiquiátrica Americana) y la OMS (Organización Mundial de la Salud) en cuanto a su papel en la definición global de la salud mental. A lo largo del ensayo se destacarán autores clave –tales como Michel Foucault, Thomas S. Szasz, R. D. Laing, David Cooper, Judith Butler, Nikolas Rose, entre otros– y se integrarán ejemplos históricos y contemporáneos que ilustran las implicaciones prácticas, éticas, sociales y políticas de estas corrientes críticas. En la conclusión, reflexionaremos sobre cómo estas perspectivas han moldeado (y pueden seguir transformando) la psiquiatría contemporánea en Europa y Estados Unidos.
Contexto histórico: nacimiento de la psiquiatría moderna y surgimiento de las críticas
Para situar las ciencias críticas aplicadas a la psiquiatría, es necesario delinear brevemente el desarrollo de la psiquiatría moderna y el contexto en el que emergieron sus principales cuestionamientos. La psiquiatría como especialidad médica surgió a finales del siglo XVIII y principios del XIX, de la mano de la creación de los primeros manicomios estatales y las reformas impulsadas por figuras como Philippe Pinel en Francia y William Tuke en Inglaterra. Durante el siglo XIX, influida por el positivismo y la medicina clínica, la psiquiatría consolidó el modelo de la institución asilar: grandes hospitales psiquiátricos destinados a la custodia y tratamiento (a menudo coercitivo) de personas consideradas “locas” o “alienadas”. El discurso psiquiátrico clásico interpretaba la locura como una enfermedad mental individual, a ser diagnosticada y tratada por el médico-psiquiatra, quien asumió un rol de autoridad casi absoluta sobre el paciente. Sin embargo, desde sus inicios no estuvo exenta de tensiones: algunos filósofos, escritores y ex pacientes denunciaron el carácter opresivo de los manicomios y la arbitrariedad de ciertos diagnósticos. Un ejemplo temprano de crítica lo ofrece Histoire de la folie à l'âge classique (1961) de Michel Foucault, que analiza cómo, a partir de la Ilustración, la sociedad occidental confinó a los “locos” y convirtió la locura en objeto del saber médico. Foucault mostró que la psiquiatría nació no tanto como un progreso científico sino como respuesta a necesidades sociales de control: los manicomios se erigieron para recluir a individuos incómodos –marginales, “improductivos” o políticamente subversivos– bajo una cobertura médica que legitimaba dicha reclusión.
No obstante, fue recién en el siglo XX, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, cuando las críticas a la psiquiatría adquirieron mayor fuerza y articulación teórica. Los abusos cometidos en nombre de la psiquiatría (por ejemplo, el uso indiscriminado de electroshock, lobotomías, internamientos prolongados sin consentimiento, y las políticas eugenésicas en Europa y EE.UU.) despertaron la indignación de algunos intelectuales y de la propia sociedad civil. Hacia las décadas de 1950 y 1960, en un contexto de efervescencia sociopolítica –marcado por luchas por derechos civiles, el movimiento estudiantil y contestatario, el feminismo emergente y procesos de desinstitucionalización incipientes– surgieron movimientos de crítica de la psiquiatría clásica que cuestionaron abiertamente sus fundamentos. En 1961 se publicaron dos obras que luego serían consideradas fundamentales para la crítica psiquiátrica: Asylums de Erving Goffman (publicado en español como Internados. Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales) y la mencionada Historia de la locura de Foucault. Goffman, desde la sociología, describió el manicomio como institución total que despersonalizaba al individuo, mientras Foucault, desde la filosofía e historia, desnudó las raíces sociales de la disciplina psiquiátrica. Sin embargo, en un primer momento estos análisis permanecieron relativamente confinados al ámbito académico.
El año 1967 marca un hito simbólico: el psiquiatra sudafricano David Cooper, trabajando en Londres, propuso el término “antipsiquiatría” para englobar un conjunto de nuevos planteamientos críticos que venían gestándose. Cooper, sorprendido por la popularización del neologismo, aclaró que la antipsiquiatría no constituía una doctrina unificada ni un método clínico estándar, sino más bien un paraguas bajo el cual se agrupaban diversas posturas críticas en contextos específicos. En efecto, hacia fines de los años 60 y durante los 70, floreció un movimiento internacional heterogéneo –la antipsiquiatría– que cuestionó radicalmente la legitimidad de la psiquiatría tradicional. Este movimiento, junto con otras corrientes críticas como el feminismo de la segunda ola y los activistas de derechos civiles, trajo las discusiones sobre salud mental al debate público. En Europa, las revueltas de Mayo del 68 en Francia aportaron un caldo de cultivo político que potenció la contestación psiquiátrica; en Estados Unidos, el clima contracultural y las protestas sociales crearon receptividad hacia quienes denunciaban la medicalización de la vida y la falta de derechos de los pacientes psiquiátricos.
Así, desde la década de 1960 en adelante, la psiquiatría ha convivido con un pensamiento crítico creciente en su interior y en sus márgenes. Este pensamiento ha tenido expresiones diversas: algunas más reformistas, buscando transformar la psiquiatría desde dentro (por ejemplo, introduciendo enfoques comunitarios, humanistas o de derechos humanos); y otras claramente contestatarias, proponiendo alternativas fuera del sistema psiquiátrico tradicional o incluso abogando por la abolición de la psiquiatría tal como se conocía. A continuación, examinaremos en detalle las principales corrientes críticas, sus argumentos centrales y sus representantes más influyentes, poniendo énfasis en cómo han impactado la psiquiatría en Europa y Estados Unidos teórica y prácticamente.
El construccionismo social y la naturaleza de la enfermedad mental
Una primera perspectiva teórica fundamental en la crítica a la psiquiatría es el construccionismo social, que postula que la realidad social (y en particular los conceptos en ciencias sociales y de la salud) se construye a través de procesos históricos, culturales y discursivos. Aplicado a la psiquiatría, el construccionismo social cuestiona la idea de que las categorías de enfermedad mental sean entidades objetivas, definidas exclusivamente por la naturaleza, y sugiere más bien que son constructos sociales: productos de acuerdos, valores y discursos prevalecientes en determinada sociedad y época. En otras palabras, lo que una cultura define como “locura” o “trastorno mental” depende en buena medida de normas sociales sobre el comportamiento aceptable y de juegos de poder en la definición de la desviación.
Un autor clave que anticipó esta visión fue el psiquiatra húngaro-estadounidense Thomas S. Szasz. En 1961, Szasz publicó The Myth of Mental Illness (traducido al español como El mito de la enfermedad mental), obra pionera que argüía que la “enfermedad mental” no es una enfermedad real en sentido médico, sino un mito, una metáfora para denominar problemas de la vida o conductas indeseadas. Szasz sostenía que atribuir la etiqueta de enfermedad a patrones de pensamiento o conducta era cometer un “error categorial”, ya que las dolencias genuinas implican una disfunción biológica demostrable, mientras que los llamados trastornos mentales carecen de marcadores orgánicos claros y en realidad reflejan conflictos morales, dificultades existenciales o desviaciones respecto a normas sociales (lo que él llamó “problems in living”). Esta perspectiva construccionista expone cómo diagnósticos psiquiátricos específicos pueden surgir de juicios de valor: por ejemplo, Szasz destacó cómo hasta 1973 la homosexualidad figuró en el DSM como trastorno mental, lo que a su juicio mostraba la influencia de prejuicios culturales más que evidencia científica. De hecho, Szasz fue uno de los primeros críticos de la patologización de la homosexualidad, celebrando cuando la psiquiatría revirtió esa clasificación por presión social y activismo, reconociendo implícitamente el carácter construido de dicho diagnóstico.
El construccionismo social aplicado a la psiquiatría también se nutrió de la teoría del etiquetado en sociología. Autores como Erving Goffman y Thomas Scheff argumentaron que ser definido oficialmente como “enfermo mental” es en sí un proceso social que impacta la identidad del individuo (estigma) y puede perpetuar el comportamiento desviado. Scheff, por ejemplo, describió la locura como un rol social en el que algunos individuos quedan atrapados tras ser etiquetados, sugiriendo que ciertos síntomas son respuestas a esa etiqueta y al trato social asociado. Estos planteamientos reforzaron la idea de que los manuales diagnósticos (como el DSM) no descubren trastornos “naturales” sino que nominan categorías que luego son reificadas en la práctica clínica y la cultura popular.
Ejemplos históricos extremos ilustran la tesis construccionista: en 1851, el médico estadounidense Samuel Cartwright acuñó el término “drapetomanía” para describir la supuesta enfermedad mental que llevaba a los esclavos negros a huir de sus amos, una noción hoy claramente entendida como instrumento de control social racista y no como patología real. Del mismo modo, en el siglo XIX el diagnóstico de histeria –atribuido mayormente a mujeres que presentaban síntomas diversos– reflejaba concepciones culturales victorianas sobre la feminidad y la supuesta inestabilidad del útero, más que una enfermedad objetivable. Estos casos evidencian cómo lo que una época considera un trastorno mental puede servir para reforzar jerarquías sociales (de raza, de género, de conformidad con la autoridad) en vez de responder a hallazgos biomédicos genuinos.
Desde una perspectiva construccionista, entonces, la enfermedad mental se entiende como un concepto dinámico, que varía según el contexto histórico-cultural. Autores contemporáneos han señalado que el auge actual de ciertos diagnósticos (por ejemplo, el Trastorno por déficit de atención con hiperactividad –TDAH– en niños, o los trastornos de ansiedad en adultos) responde en parte a cambios sociales –como la intolerancia a la diferencia en entornos escolares competitivos, o la creciente incertidumbre en la vida moderna– que llevan a medicalizar comportamientos antes vistos como variaciones de la normalidad. El propio Nikolas Rose, sociólogo crítico, plantea que en las últimas décadas la psiquiatría ha expandido enormemente su campo de influencia al definir y clasificar más aspectos de la conducta humana como patológicos, incorporando su lenguaje a la vida cotidiana. Rose cuestiona si estamos ante una auténtica epidemia de enfermedades mentales o más bien ante una tendencia a “psiquiatrizar” experiencias comunes de la existencia. Tal expansión diagnóstica –posible gracias al construccionismo del que quizás la profesión no siempre es consciente– conlleva consecuencias sociales importantes: millones de personas asumen una identidad de “paciente” o “discapacitado psicosocial”, con los estigmas y beneficios secundarios asociados; se desvían recursos públicos a intervenciones médicas para problemas que quizá requieren soluciones sociales; y la industria farmacéutica halla mercados crecientes para psicofármacos. En definitiva, el construccionismo social aplicado a la psiquiatría invita a desnaturalizar la noción de enfermedad mental y a reconocer el rol de las convenciones sociales y los discursos profesionales en su definición.
Cabe aclarar que adoptar un marco construccionista no implica negar la realidad del sufrimiento psíquico. Los críticos sociales de la psiquiatría reconocen la existencia de experiencias subjetivas intensas –como la depresión, la ansiedad, las alucinaciones, etc.–, pero cuestionan si etiquetarlas como enfermedades médicas es siempre la respuesta adecuada. En cambio, proponen explorarlas también como fenómenos con significado contextual, vinculados a historias de vida, relaciones de poder y normas culturales. Esta postura construccionista preparó el terreno para visiones alternativas en la práctica: por ejemplo, enfoques terapéuticos posmodernos (como la terapia narrativa o la terapia centrada en soluciones) que colaboran con el paciente en reconstruir el significado de sus problemas más que en imponerle un diagnóstico fijo.
El movimiento de la antipsiquiatría: crítica radical y alternativas
La antipsiquiatría fue un movimiento internacional de crítica radical a la psiquiatría que alcanzó su apogeo en las décadas de 1960 y 1970. Aunque el término fue acuñado por David Cooper en 1967, la antipsiquiatría abarcó a diversos autores y experiencias clínicas previas y posteriores a esa fecha, caracterizándose por cuestionar de raíz la legitimidad de la psiquiatría convencional. Es importante subrayar que la antipsiquiatría no fue monolítica: dentro de ella coexistieron varias corrientes y posturas, desde las más moderadas (que buscaban reformular la atención psiquiátrica) hasta las más radicales (que abogaban por abolir las instituciones psiquiátricas tal como funcionaban). De hecho, algunos teóricos han diferenciado hasta tres direcciones principales dentro de la antipsiquiatría: una corriente fenomenológico-existencial, representada por autores como R. D. Laing y Aaron Esterson; una corriente político-social, con figuras como David Cooper, Franco Basaglia, Gilles Deleuze y Félix Guattari, e incluso colectivos como el Socialist Patients’ Collective (SPK) de Heidelberg; y una corriente ético-sociológica, encabezada por Thomas S. Szasz, de corte más liberal libertario. Si bien sus enfoques diferían, todos compartían una profunda insatisfacción con la psiquiatría dominante de su época.
Ronald D. Laing, psiquiatra escocés, fue uno de los rostros más visibles de la antipsiquiatría en el Reino Unido. Formado en la psiquiatría clásica pero influido por el existencialismo y el psicoanálisis, Laing desafió la comprensión estándar de la esquizofrenia. En obras como The Divided Self (1960) y The Politics of Experience (1967), propuso que las experiencias psicóticas podían interpretarse como respuestas comprensibles –e incluso con una lógica propia– ante contextos familiares y sociales alienantes, más que como simples manifestaciones de una enfermedad cerebral. Laing criticó la frialdad con que la psiquiatría trataba a los pacientes diagnosticados con esquizofrenia, reduciéndolos a “objetos” de estudio, y abogó por un encuentro humano auténtico con ellos, escuchando el significado de sus vivencias internas. Junto a Esterson investigó casos de familias de pacientes (en Sanity, Madness and the Family, 1964), argumentando que a menudo la locura era la expresión de tensiones insostenibles en la dinámica familiar. Si bien Laing no rechazó por completo el uso de fármacos u hospitales, sí denunció que la etiqueta diagnóstica podía servir para invalidar la voz del individuo y mantenerlo bajo control. En el terreno práctico, Laing colaboró en comunidades terapéuticas experimentales (como el famoso Kingsley Hall en Londres) donde convivía con personas con psicosis sin usar mecanismos coercitivos, intentando crear entornos más libres y empáticos de cuidado.
David Cooper, contemporáneo y colega de Laing, llevó la crítica más lejos en dirección política. Cooper veía la enfermedad mental principalmente como un constructo usado para oprimir a individuos inconformes. Marxista en su análisis, consideraba a la psiquiatría institucional parte de un aparato represivo del Estado capitalista, utilizado para encerrar a quienes no encajaban en las exigencias de productividad o normatividad social. Su libro Psychiatry and Anti-psychiatry (1967) introdujo el término antipsiquiatría y relató experimentos como el “Pabellón 21” del Hospital de Shenley, donde Cooper intentó implementar una “anti-hospital” –una sala psiquiátrica con estructura horizontal, sin medidas de coerción, buscando que los pacientes asumieran el poder sobre sus propias vidas–. Aunque muchos de estos experimentos tuvieron resultados mixtos o efímeros, sembraron la idea de que eran posibles alternativas colectivas al manicomio. Cooper también participó en redes internacionales de psiquiatras disidentes, impulsando reuniones y manifiestos para coordinar esfuerzos. En 1977, en Trieste (Italia), se constituyó una red europea de psiquiatría alternativa (Réseau), con la participación de activistas y profesionales de varios países. Esta red, inspirada en principios antipsiquiátricos, propuso objetivos contundentes: “la abolición de todas las formas de encierro psiquiátrico, la denuncia de prácticas de tratamiento como la psicofarmacología (indiscriminada), el electroshock, la psicocirugía o el coma insulínico, y el apoyo a grupos que evitaran la psiquiatrización”. Tales demandas evidencian el carácter anti-institucional y anti-coercitivo del movimiento.
Un desarrollo notable de la antipsiquiatría ocurrió en Italia bajo el liderazgo de Franco Basaglia. Psiquiatra formado en la fenomenología, Basaglia dirigió desde 1961 el manicomio de Gorizia donde implementó un enfoque humanista inspirado en principios similares a Laing (abriendo las puertas del hospital, abolición de contenciones físicas, asambleas con pacientes). Su lema “la libertad es terapéutica” resumía la convicción de que la institución asilar en sí era iatrogénica (producía enfermedad) al cosificar al enfermo. Basaglia y su equipo (incluida su esposa Franca Ongaro) promovieron un movimiento de reforma psiquiátrica italiano que culminó en la Ley 180 de 1978, la cual ordenó el cierre de los manicomios en Italia –el primer país en hacerlo a nivel nacional– y su sustitución por servicios comunitarios. Este hecho histórico, fruto de años de activismo y cambios sociales tras la caída del franquismo en España y el auge de la socialdemocracia en Italia, fue visto como un triunfo de las ideas antipsiquiátricas llevadas a la práctica institucional. Italia se convirtió así en referencia de la desinstitucionalización psiquiátrica, demostrando que las grandes asilos podían ser clausurados si existía voluntad política, aunque también enfrentó desafíos en la implementación (por ejemplo, servicios comunitarios insuficientes inicialmente).
En Estados Unidos, la antipsiquiatría tuvo una figura emblemática en Thomas Szasz, si bien él mismo rechazaba la etiqueta de antipsiquiatra. Szasz, como vimos, criticó filosóficamente el concepto de enfermedad mental; además, era un férreo defensor de la libertad individual. Denunció la coerción psiquiátrica (involuntary commitment) como una violación de los derechos civiles y comparó el poder psiquiátrico con un aparato secular de control similar al de la Inquisición en tiempos medievales. Szasz se opuso al uso de la psiquiatría en el sistema legal, por ejemplo rechazando la defensa de inimputabilidad por locura (insanity defense) porque a su ver eximía de responsabilidad personal de manera paternalista y reforzaba la idea de que el individuo “es su enfermedad”. En 1969 cofundó con el activista libertario Edward Ball el Citizens Commission on Human Rights (CCHR), una organización dedicada a exponer abusos psiquiátricos (que luego sería asociada controvertidamente con la Iglesia de la Cienciología, crítica de la psiquiatría). Las ideas de Szasz tuvieron una recepción desigual: por un lado, influyeron en movimientos de pacientes y en una mayor conciencia de justicia social en la psiquiatría norteamericanas; por otro, la profesión médica en general (APA, AMA) las consideró extremas o fuera de la ciencia. Incluso colegas críticos como Allen Frances reconocieron mérito en sus críticas pero opinaron que Szasz “llevaba las cosas demasiado lejos” al negar la realidad médica de cualquier trastorno mental.
Más allá de las figuras individuales, la antipsiquiatría propició un movimiento social de pacientes y ex-pacientes. En EE.UU., a inicios de los 1970 surgieron colectivos de “survivors” (supervivientes) de la psiquiatría que se autodefinían como víctimas de malos tratos institucionales. Por ejemplo, Judi Chamberlin, tras sufrir internamientos forzados, escribió On Our Own: Patient Controlled Alternatives to the Mental Health System (1978), y se convirtió en activista del movimiento de derechos de los “psiquiatrizados”. Estas organizaciones denunciaron públicamente violaciones a derechos humanos en hospitales (desde encierros arbitrarios hasta esterilizaciones forzadas) y exigieron mayor voz en las decisiones de tratamiento. Se apropiaron del lema "Nada sobre nosotros sin nosotros" propio de la discapacidad. Esta corriente activista, a veces llamada movimiento de liberación de los locos (mad liberation movement), converge con la antipsiquiatría en la crítica a la coerción, aunque muchas de estas personas no negaban sus experiencias de sufrimiento, sino que reclamaban alternativas más humanitarias.
Resumiendo, la antipsiquiatría logró poner en jaque varios “pilares” de la psiquiatría tradicional: la noción misma de enfermedad mental (preguntando si no era un constructo relativo), el rol incuestionado del psiquiatra como figura de autoridad, el paradigma asilar de encarcelamiento y segregación, y el uso de tratamientos invasivos sin consentimiento. También planteó nuevas formas de entender la locura: para Laing, como un viaje significativo; para Basaglia, como el resultado de una opresión social a aliviar con libertad; para Szasz, como un mito que no justifica quitar derechos; para Deleuze y Guattari (en El Anti-Edipo, 1972), incluso la esquizofrenia fue re-imaginada como una suerte de potencial de subversión contra la sociedad represiva, en lugar de un mero trastorno cerebral. En la práctica, inspiró experiencias concretas: casas alternativas como Villa 21 en Inglaterra o Soteria en EE.UU. (una casa residencial fundada por Loren Mosher en 1971 para tratar jóvenes esquizofrénicos sin neurolépticos, privilegiando el apoyo interpersonal); los mencionados hospitales abiertos en Italia; y el desarrollo de enfoques comunitarios en salud mental que procuraban evitar la institucionalización prolongada.
Hacia finales del siglo XX, la llama de la antipsiquiatría como movimiento organizado se atenuó. Varias razones contribuyeron: algunos de sus líderes fallecieron prematuramente (Foucault en 1984, Cooper en 1986, Laing en 1989), sus propuestas más utópicas encontraron límites prácticos, y la psiquiatría mainstream respondió incorporando ciertas reformas (humanización de hospitales, sistemas de revisión judicial para internamientos, etc.) a la vez que se reforzaba en otros frentes (particularmente, con el resurgimiento del modelo biomédico apoyado en psicofarmacología desde los 1980 en adelante). Sin embargo, el legado de la antipsiquiatría perdura en corrientes actuales, como la Psiquiatría Crítica o la llamada Postpsiquiatría, que retoman muchos de sus planteamientos pero con ánimo de diálogo dentro del sistema. Por ejemplo, psiquiatras británicos contemporáneos como Joanna Moncrieff o Pat Bracken se consideran parte de una psiquiatría crítica que acepta tratamientos pero insiste en cambiar el enfoque –Moncrieff propone un modelo “centrado en el fármaco” en lugar de “centrado en la enfermedad”, para admitir que los psicofármacos alteran estados mentales pero no corrigen desequilibrios específicos–. Asimismo, la influencia de la antipsiquiatría se nota en la creciente participación de expertos por experiencia en diseño de servicios, en movimientos como Hearing Voices (que defiende la legitimidad de oír voces como experiencia subjetiva que no siempre requiere supresión) y en la sensibilización general sobre los derechos de los pacientes.
Perspectivas feministas en psiquiatría: género, poder y diagnóstico
El feminismo ha aportado una lente crítica indispensable para analizar la psiquiatría, revelando cómo las construcciones de género y las relaciones de poder patriarcales han influido tanto en las teorías psiquiátricas como en las prácticas clínicas. Históricamente, la psiquiatría –al igual que la medicina en general– fue una profesión dominada por hombres, y no es sorprendente que muchas de sus concepciones sobre la “locura” reflejaran estereotipos y desigualdades de género imperantes. Las feministas, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XX, comenzaron a cuestionar por qué las mujeres eran diagnosticadas y tratadas de ciertas maneras, y cómo algunas categorías diagnósticas servían para perpetuar la subordinación femenina o la patologización de la vida de las mujeres.
Una mirada histórica muestra que la locura fue a menudo feminizada en la cultura occidental. La medicina decimonónica difundió la idea de que las mujeres eran particularmente propensas a los trastornos nerviosos y mentales, asociándolo a supuestas debilidades biológicas. Un ejemplo notorio es la ya mencionada histeria, diagnosticada con frecuencia a mujeres que presentaban síntomas desde parálisis, desmayos, insomnio, hasta “conductas inadecuadas”. Este diagnóstico se vinculaba a teorías médicas pseudocientíficas como la de la “fragilidad del sistema nervioso femenino” o la influencia perturbadora del útero en la mente. Hasta bien entrado el siglo XIX, algunos médicos justificaban tratamientos invasivos, incluso mutilantes, basados en esas ideas: por ejemplo, la práctica de la clitoridectomía (extirpación del clítoris) para curar la melancolía o la histeria se aplicó a mujeres, asumiendo que su aparato reproductor era origen de patología mental. Visto retrospectivamente, todo ello constituye una violencia de género institucionalizada bajo el ropaje de la ciencia.
Las feministas de la segunda ola (años 1960-70) empezaron a denunciar estas situaciones. Obras pioneras como The Female Malady de Elaine Showalter (1985) y Women and Madness de Phyllis Chesler (1972) investigaron la historia de la psiquiatría para mostrar cómo la disciplina, en su afán por legitimarse como ciencia médica, había convertido la supuesta inestabilidad emocional femenina en uno de sus objetos centrales. Chesler introdujo el concepto de “doble estándar” en salud mental: evidenció que las mujeres podían ser catalogadas como enfermas mentales tanto si se conformaban demasiado al estereotipo femenino tradicional (por ejemplo, expresando pasividad, dependencia emocional o histeria por “hipersensibilidad”) como si lo desafiaban abiertamente (mujeres rebeldes, asertivas o que no se ajustaban a roles domésticos eran tildadas de “neuróticas”, “psicópatas” o, más tarde, portadoras de trastornos de personalidad). En otras palabras, la psiquiatría parecía castigar a la mujer por partida doble: por ser “excesivamente mujer” o por “no ser lo suficientemente mujer” conforme a los cánones patriarcales de cada época.
El feminismo cuestionó así la pretendida neutralidad de los diagnósticos psiquiátricos, señalando que muchos de ellos estaban atravesados por sesgos de género. Por ejemplo, el trastorno histriónico de la personalidad, descrito en manuales diagnósticos bien entrado el siglo XX, encasillaba como patológicas características estereotípicamente asociadas a lo femenino (emotividad, necesidad de aprobación, seducción); su uso desproporcionado en mujeres levantó críticas acerca de si era un diagnóstico genuino o simplemente una etiqueta peyorativa para personalidades que no se ajustaban a expectativas moderadas de expresión en mujeres. De forma similar, en décadas recientes se ha debatido que el diagnóstico de trastorno límite de la personalidad (TLP), aplicado mayoritariamente a mujeres jóvenes con historias de trauma, en ocasiones funciona como una etiqueta que psiquiatriza reacciones comprensibles al abuso o la opresión (como la auto-lesión o la inestabilidad afectiva tras violencia sexual), en lugar de brindar una comprensión empática de dichas reacciones en contexto de género.
Otra contribución del enfoque feminista es resaltar la falta de voz de las mujeres en el sistema psiquiátrico tradicional. Las clínicas y hospitales psiquiátricos fueron espacios donde muchas mujeres –a veces internadas contra su voluntad por sus familias o esposos– perdieron autonomía. Feministas señalaron paralelismos entre la posición de las mujeres en la familia patriarcal y la del paciente en el hospital: en ambos casos, se esperaba obediencia a una autoridad masculina (el marido, el médico) y se invalidad la palabra propia. De ahí que se enfatizara la necesidad de empoderar a las mujeres en los contextos terapéuticos, escuchándolas genuinamente y validando sus experiencias sin apresurarse a tacharlas de irracionales o síntomas. Autoras como Kate Millett (quien vivió la experiencia de la institucionalización psiquiátrica y la narró en Lo que no dije, 1990) denunciaron la psiquiatría como una herramienta del patriarcado para castigar desviaciones de rol. Millett equiparó su internamiento forzado con una forma de tortura que buscaba reconducirla a la conformidad social, ilustrando el punto de que la opresión de género podía manifestarse crudamente en prácticas psiquiátricas coercitivas.
El movimiento feminista también intersectó explícitamente con la antipsiquiatría. La psicoterapeuta y teórica canadiense Bonnie Burstow ejemplifica esta confluencia. Burstow, figura destacada hasta su fallecimiento en 2020, integró el análisis feminista con la crítica antipsiquiátrica. Se preguntaba “¿cómo es posible que quienes quieren aliviar el sufrimiento ajeno terminen comportándose de formas tan problemáticas: encerrando, forzando, maltratando?”. En su obra Psychiatry and the Business of Madness (2015), Burstow argumentó que muchos tratamientos psiquiátricos, en especial la terapia electroconvulsiva (electroshock), constituyen formas inherentemente violentas de lidiar con el sufrimiento emocional, cimentadas en desigualdades de poder y con efectos secundarios irreversibles. Desde su perspectiva, la violencia institucional recaía desproporcionadamente sobre grupos vulnerables, entre ellos las mujeres. Burstow sostenía que en muchos casos las reacciones de angustia o “locura” de las mujeres eran respuestas razonables a una sociedad patriarcal y traumática, y que los problemas principales residían más en el entorno opresivo que en las mujeres mismas. Como terapeuta feminista, abogaba por enfoques que localizasen “los problemas más apremiantes de las mujeres menos en ellas, y más en el mundo”, invirtiendo la tendencia psiquiátrica a individualizar y patologizar conductas asociadas al género. Burstow cuestionó, por ejemplo, prácticas de la terapia familiar tradicional donde las madres solían ser culpabilizadas por los problemas, observando cómo frecuentemente en las familias las mujeres terminaban sacrificándose para mantener la paz, a costa de su propia salud mental.
El enfoque feminista asimismo introdujo el análisis de interseccionalidad en salud mental. Esto implica reconocer que la experiencia de la “locura” o la atención psiquiátrica no es igual para todas las mujeres, sino que está mediada por su raza, clase, orientación sexual, etc. Por ejemplo, las mujeres negras en EE.UU. históricamente han sido más fácilmente esterilizadas o diagnosticadas con esquizofrenia cuando mostraban ira justificada ante el racismo (un caso documentado es cómo en los años 60 los psiquiatras convirtieron la “protesta” de algunos varones y mujeres afroamericanas en síntoma de paranoia, un sesgo racista y de género). Las feministas negras y chicanas añadieron que la psiquiatría debía ser criticada no solo por sexista, sino también por racista y clasista en muchos contextos.
Gracias a las críticas feministas, la psiquiatría ha visto cambios graduales: hoy se reconoce la importancia de incluir perspectiva de género en la formación de profesionales, evitar estereotipos diagnósticos y desarrollar servicios especializados (por ejemplo, unidades de trauma informadas en violencia de género, grupos de apoyo para posparto, etc.). Sin embargo, persisten desafíos: las tasas de prescripción de psicofármacos (como ansiolíticos o antidepresivos) continúan siendo más altas en mujeres que en hombres en muchos países, lo que algunas autoras interpretan como una medicalización de las consecuencias psicosociales de la desigualdad (por ejemplo, medicar a mujeres agotadas por la doble jornada laboral y doméstica en vez de buscar soluciones sociales). También se debate sobre diagnósticos recientes: el trastorno disfórico premenstrual (TDPM) incorporado en DSM-5 fue polémico, pues podría trivializarse como patologizar síntomas premenstruales comunes; aunque su inclusión buscó validar el sufrimiento de algunas mujeres, críticos señalaron la ausencia de diagnósticos equivalentes en varones y un posible sesgo de género.
En suma, la perspectiva feminista aplicada a la psiquiatría ilumina cómo lo “patológico” puede definirse de acuerdo con expectativas de género, y demanda que las voces y experiencias de las mujeres (como pacientes, terapeutas y teóricas) sean escuchadas para reformar las prácticas de salud mental. El feminismo invita a hacer visible las relaciones de poder que operan en las interacciones clínicas –especialmente en contextos de terapia o internación– y a desarrollar enfoques que promuevan la autonomía, la información y el consentimiento de las mujeres. Autoras como Judith Butler, si bien provenientes de la filosofía, han impactado indirectamente al campo al problematizar conceptos antes vistos como naturales: Butler argumentó que tanto el sexo como el género son construcciones performativas sostenidas por discursos sociales. Su influencia lleva a cuestionar también la noción de “normalidad” en términos más amplios, incluyendo la normalidad psíquica. Por ejemplo, las identidades transgénero durante mucho tiempo fueron consideradas enfermedad mental (trastorno de identidad de género en DSM-IV) hasta que la presión de activistas (respaldados por teorías como las de Butler que desmontan la idea de género esencial) logró en parte despatologizarlas, sustituyendo esa categoría en DSM-5 por la de “disforia de género” enfocada en malestar personal. Este cambio refleja cómo las luchas feministas y queer consiguieron incidir en los criterios psiquiátricos, reduciendo el estigma médico sobre identidades de género no normativas.
En conclusión, la crítica feminista ha sido esencial para revelar sesgos y promover una psiquiatría más sensible al género. Sus implicaciones éticas y políticas son profundas: implica reconocer a las mujeres como sujetas de derechos plenos en contextos de salud mental, combatir la violencia de género institucional (como el maltrato o abuso sexual en instituciones, problema tristemente documentado en distintos países), y reformular saberes clínicos para que dejen de reproducir visiones patriarcales. También abre preguntas sobre cómo podría ser una psiquiatría verdaderamente liberadora y equitativa en términos de género: por ejemplo, que valide la ira femenina como motor de cambio más que como síntoma, o que atienda la salud mental desde la comunidad empoderando a las propias mujeres para definir qué ayuda necesitan.
Enfoque de derechos humanos y salud mental: de pacientes a titulares de derechos
Otra dimensión crítica fundamental en la psiquiatría contemporánea es el enfoque de derechos humanos. Esta perspectiva traslada los principios de los derechos humanos universales –dignidad, autonomía, igualdad y no discriminación, derecho a la integridad física y mental, etc.– al ámbito de la salud mental, y examina las prácticas psiquiátricas bajo ese escrutinio ético-legal. Históricamente, las personas con trastornos mentales han sido uno de los grupos más vulnerados en sus derechos: fueron privadas de libertad sin un debido proceso, sometidas a tratamientos inhumanos o degradantes (aislamientos prolongados, ataduras, sobre-medicación forzada), y excluidas de la vida comunitaria. La consciencia de estos abusos fue creciendo en paralelo a los movimientos de reforma psiquiátrica y de derechos civiles en el siglo XX, llevando eventualmente a que organismos internacionales y legislaciones nacionales reconocieran explícitamente que los pacientes psiquiátricos son titulares de los mismos derechos que cualquier ciudadano.
Un punto de inflexión fue la adopción en 2006 de la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD), tratado internacional que incluye a las personas con discapacidad psicosocial (término que engloba a aquellas con diagnósticos psiquiátricos) y establece obligaciones para los Estados en cuanto a garantizar su dignidad, autonomía y plena participación social. La CDPD marcó un cambio de paradigma al promover el modelo social de la discapacidad: en lugar de ver al individuo como “enfermo” a aislar o “incapaz” a tutelar, reconoce que son las barreras sociales, legales y actitudinales las que generan discapacidad. Aplicado a la salud mental, esto implica una crítica a prácticas tradicionales como la interdicción legal de quienes reciben un diagnóstico (quitarles la capacidad de tomar decisiones legales, nombrando tutores), o la hospitalización involuntaria indefinida. La Convención propugna en su artículo 12 el derecho a la capacidad jurídica en igualdad de condiciones (lo que sugiere sustituir regímenes de tutela por apoyos en la toma de decisiones, incluso en momentos de crisis) y en su artículo 14 establece que la existencia de una discapacidad (incluida psicosocial) no justifica privación de libertad. Asimismo, en su artículo 17 defiende el derecho a la integridad física y mental, y en el 25 requiere que los servicios de salud se brinden con consentimiento libre e informado de la persona.
Estos principios han alimentado un debate intenso en torno a qué tan lejos debe ir la reforma de la psiquiatría para alinearse con los derechos humanos. Los críticos desde esta óptica señalan que ciertas prácticas arraigadas –por ejemplo, las contenciones mecánicas (atar a un paciente a la cama), la administración forzada de medicación antipsicótica, o la reclusión en salas de aislamiento– podrían constituir tratos crueles, inhumanos o degradantes prohibidos por el derecho internacional de los derechos humanos. De hecho, Relatores Especiales de la ONU sobre el derecho a la salud (como Dainius Pūras en 2017) han emitido informes instando a “abolir gradualmente el uso de coerción” en psiquiatría, argumentando que su uso excesivo refleja un enfoque biomédico dominante y un fallo en proporcionar cuidados basados en la comunidad y en la voluntad de los usuarios. Estos informes critican el status quo por reforzar un círculo vicioso de discriminación, coerción y exclusión social de las personas con trastorno mental, y llaman a un cambio paradigmático hacia servicios que respeten la autonomía, brinden opciones y apoyo, en lugar de imponer tratamientos.
Tanto en Europa como en Estados Unidos, aunque con ritmos diferentes, se ha ido incorporando la agenda de derechos humanos en las leyes y políticas de salud mental. Por ejemplo, muchos países europeos reformaron sus leyes de salud mental en las últimas décadas para exigir que toda internación involuntaria sea autorizada y supervisada judicialmente, por periodos breves y bajo criterios estrictos (riesgo inminente para sí o terceros), buscando limitar arbitrariedades. También se crearon figuras como el “Plan de Tratamiento Anticipado” o instrucciones previas en salud mental, donde la persona puede dejar por escrito qué intervenciones acepta o rechaza en caso de estar en crisis futura, herramienta que refuerza la autodeterminación. Sin embargo, en la práctica, persisten amplias brechas: las tasas de internamiento involuntario han aumentado en algunos países en los últimos años, y en muchos hospitales continúan usándose medidas coercitivas de manera rutinaria, a veces por falta de personal o alternativas (por ejemplo, en unidades saturadas).
El enfoque de derechos humanos enfatiza también la desinstitucionalización como requisito para la inclusión social. La OMS y otros organismos han instado a cerrar las instituciones psiquiátricas de custodia (los antiguos manicomios que aún operan en ciertos lugares) y reemplazarlas por una red de servicios comunitarios: centros de día, viviendas asistidas, equipos móviles de intervención en crisis, etc., integrados en la comunidad. Esto está en consonancia con el derecho de las personas con discapacidad a vivir en la comunidad con apoyos (art. 19 CDPD). Algunos países europeos lograron avances significativos: Italia, como se mencionó, cerró sus manicomios; Suecia, Reino Unido, España, entre otros, redujeron drásticamente las camas en hospitales psiquiátricos de larga estancia, aunque mantienen unidades de agudos en hospitales generales. En Estados Unidos, la desinstitucionalización masiva ocurrió desde los 60 hasta los 80, aunque lamentablemente muchos ex-pacientes terminaron sin suficientes apoyos, derivando en problemas de indigencia o judicialización (lo que se ha llamado la “re-institucionalización” en cárceles). Este desenlace negativo no es un fallo del enfoque de derechos en sí, sino de su implementación incompleta, y refuerza el llamado actual de activistas: se necesitan más recursos comunitarios y sociales para que las personas con sufrimiento psíquico vivan dignamente, no más camas de manicomio.
Un logro atribuible a la perspectiva de derechos es la creciente atención a la lucha contra el estigma y la discriminación. En Europa y Norteamérica se han lanzado campañas nacionales (como Time to Change en Reino Unido, Stamp Out Stigma en EE.UU., etc.) para sensibilizar al público, a empleadores y a servicios públicos sobre el derecho de las personas con trastorno mental a no ser excluidas ni etiquetadas peyorativamente. El objetivo es equiparar la salud mental con la física en términos de compasión y apoyo, y remover obstáculos legales (por ejemplo, en muchos lugares ya se prohibió que aseguradoras nieguen cobertura a personas con historial psiquiátrico, equiparándolo con otras condiciones de salud). No obstante, los críticos advierten que algunas campañas de “concienciación” centradas en el mensaje de “la enfermedad mental es una enfermedad como cualquier otra, causada por desequilibrios químicos” si bien buscan reducir la culpa individual, a veces terminan reforzando un modelo excesivamente biologicista y pueden llevar a más medicalización. El enfoque de derechos humanos preferiría un mensaje centrado en la inclusión y la diversidad: es decir, promover la idea de que la sociedad debe adaptarse y acoger a personas con diferentes experiencias mentales, garantizar su participación (por ejemplo, que puedan votar, trabajar, formar familia, etc., con los apoyos necesarios), en lugar de exigir primero su “normalización” médica para luego aceptarlas.
En la práctica clínica, adoptar un enfoque de derechos humanos implica varios cambios: obtener siempre el consentimiento informado antes de iniciar o modificar tratamientos (explicando efectos secundarios, alternativas disponibles, etc.), algo que históricamente no se hacía rigurosamente en psiquiatría; usar la coerción solo como último recurso extremo y documentando las razones, con supervisión externa; incorporar las preferencias del paciente en las decisiones (lo que se alinea con modelos de toma de decisiones compartida en medicina); respetar la privacidad y confidencialidad, evitando medidas invasivas salvo necesidad; y tratar al paciente con respeto y como sujeto activo, no como mero objeto de intervención. También significa supervisar las instituciones para prevenir abusos: en Europa existen comités de prevención de la tortura que inspeccionan hospitales psiquiátricos, y muchos países tienen figuras de defensor del pueblo o comisionados de salud mental que monitorean que se cumplan derechos.
Un caso contemporáneo interesante es la cuestión del derecho al rechazo de tratamiento. La ética médica reconoce generalmente que un paciente competente puede rehusar tratamientos, incluso si conlleva riesgos. En psiquiatría esto ha sido controvertido: ¿puede un paciente con esquizofrenia crónica rechazar sus antipsicóticos? ¿Debe poder un paciente maníaco decidir no hospitalizarse aun si familia y médicos piensan lo contrario? El paradigma de derechos empuja a respetar al máximo la voluntad de la persona, ofreciendo persuasión y alternativas voluntarias, y solo en casos muy extremos (riesgo grave e inminente de daño) permitir intervenciones involuntarias, por el menor tiempo posible. Algunos activistas incluso abogan por la abolición total de la psiquiatría involuntaria, argumentando que siempre se puede encontrar una vía menos restrictiva (por ejemplo, recursos de mediación, redes de apoyo entre pares, espacios seguros). Esta postura aún es minoritaria en la legislación, pero va ganando terreno en el discurso de derechos humanos.
Finalmente, hay que señalar que el enfoque de derechos humanos también comprende las dimensiones sociales y económicas de la salud mental. El derecho a la salud mental no se agota en no ser maltratado en un hospital; incluye el acceso a atención de calidad, a apoyos sociales, vivienda adecuada, educación y empleo sin discriminación. Se ha reconocido que los determinantes sociales –pobreza, desempleo, violencia, aislamiento– inciden fuertemente en los problemas psíquicos. Por tanto, una agenda de salud mental con enfoque de derechos se alinea con políticas sociales más amplias: reducción de pobreza, protección laboral, lucha contra la violencia doméstica, etc., como parte de prevenir y mitigar el sufrimiento mental. La OMS en su Plan de Acción en Salud Mental 2013-2020 ya incorporó valores de derechos humanos y atención centrada en la persona, instando a los países a eliminar las prácticas coercitivas y a involucrar a las personas con trastornos mentales en el diseño de políticas. La propia OMS desarrolló un programa llamado QualityRights para ayudar a los países a reformar sus servicios en línea con la CDPD, ofreciendo capacitaciones en derechos a personal de salud y usuarios.
En resumen, la perspectiva de derechos humanos aplicada a la psiquiatría repiensa al “paciente” como ciudadano pleno, portador de derechos inviolables. Esto ha generado tensiones (por ejemplo, psiquiatras que temen perder herramientas para manejar emergencias, familias preocupadas por la seguridad de sus seres queridos si no aceptan tratamiento), pero ha establecido un fundamento ético ineludible: cualquier sistema de salud mental verdaderamente moderno debe rendir cuentas en términos de respeto a la autonomía, la dignidad y la igualdad. Las implicaciones políticas son evidentes: supone presionar por cambios legislativos, destinar recursos adecuados a servicios comunitarios, y transformar la cultura institucional profundamente, de una paternalista a una democrática y centrada en la persona.
Postestructuralismo y psiquiatría: saber, poder y discurso
El postestructuralismo representa un conjunto de corrientes teóricas (derivadas en gran parte de la filosofía francesa de la segunda mitad del siglo XX) que han ejercido una influencia notable en la crítica de la psiquiatría, sobre todo a nivel de análisis conceptual. A grandes rasgos, el postestructuralismo cuestiona las verdades establecidas, enfatiza el carácter discursivo de la realidad social y explora cómo el conocimiento se entrelaza con el poder. En el contexto psiquiátrico, las aproximaciones postestructuralistas examinan cómo los discursos sobre la locura y la salud mental son producidos por relaciones de poder-saber, y cómo estas construcciones discursivas a su vez regulan el comportamiento de los individuos y mantienen determinadas estructuras sociales.
La figura más asociada a esta línea de crítica es el filósofo Michel Foucault. Ya mencionamos su obra temprana Historia de la locura (1961), donde analizaba la “gran internación” de los locos en la modernidad temprana. Pero Foucault continuó profundizando su estudio de la psiquiatría en cursos y textos de los años 1970, aplicando su célebre noción de poder/saber. En su curso El poder psiquiátrico (1973-74) y en Los anormales (1974-75), Foucault deconstruyó la práctica psiquiátrica, mostrando cómo el discurso psiquiátrico surgió y se legitimó a través de instituciones (el hospital, la pericia judicial) que dotaron al psiquiatra de autoridad para definir la normalidad. Según Foucault, la psiquiatría no desarrolló su conocimiento al modo clásico de las ciencias (no hubo un descubrimiento de gérmenes o etiologías concretas como en otras especialidades médicas), sino que se instituyó a partir de una función social: la de distinguir quién estaba dentro o fuera de la norma, función apoyada por el sistema jurídico y la necesidad social de control. Así, el discurso psiquiátrico se fue construyendo retrospectivamente para justificar esa práctica de exclusión. En otras palabras, la categoría de “enfermedad mental” se consolidó una vez que ya se estaba encerrando a los locos; primero vino la práctica de control, luego la teoría para explicarla.
Foucault también acuñó el término biopoder para referirse a cómo en las sociedades modernas el poder opera gestionando la vida, los cuerpos y las poblaciones. La psiquiatría, junto con otras disciplinas “psi” (psicología, criminología, pedagogía), formaría parte de las tecnologías de biopoder al normalizar conductas, clasificarlas y corregir desviaciones, no solo en el manicomio sino difuminadas en la sociedad (por ejemplo, a través de las escuelas, las prisiones, las clínicas). En su genealogía de la psiquiatría forense, Foucault mostró cómo el psiquiatra se convirtió en un experto perito que decide sobre la responsabilidad penal, encarnando la alianza saber-poder entre medicina y ley. La figura del “médico alienista” del siglo XIX (precursora del psiquiatra moderno) ejemplifica esto: actuaba tanto en el asilo como en los tribunales, definiendo quién era loco (y por ende inimputable) y quién simulaba, contribuyendo a un régimen de verdad donde la subjetividad del individuo le era expropiada (pues la definición “experta” de su estado mental primaba sobre su propia versión).
El análisis foucaultiano de la psiquiatría inspiró a numerosos intelectuales y activistas en Europa (como vimos, en España sus ideas fueron leídas por psiquiatras progresistas en la Transición, integrándolas a su crítica institucional). Su influencia también se dejó sentir en autores como Robert Castel (sociólogo francés que escribió La gestión de los riesgos, analizando la proliferación de categorías de riesgo en salud mental) o Nikolas Rose en Reino Unido. Rose aplicó el marco de la gubernamentalidad (concepto de Foucault) al estudio de la psiquiatría, argumentando que en las sociedades liberales avanzadas gobernarse a uno mismo se convierte en imperativo, y disciplinas como la psiquiatría proveen los lenguajes mediante los cuales las personas se entienden y regulan (p.ej., nos pensamos en términos de autoestima, trauma, trastorno bipolar, etc.). En Governing the Soul (1989) y trabajos posteriores, Rose mostró cómo el discurso psiquiátrico y psicológico penetró la vida cotidiana, moldeando nuestras nociones de identidad y normalidad hasta el punto de que “los modos en que las personas se describen a sí mismas en su vida cotidiana” están intrínsecamente mediatizados por categorías psiquiátricas. Esto implica que la psiquiatría ejerce poder no solo cuando encierra a alguien, sino cuando su lenguaje define lo que es una personalidad saludable, una emoción apropiada o un comportamiento adaptativo. La difusión de tests, diagnósticos y fármacos configura sujetos que se autogestionan según esos criterios. Rose reflexiona críticamente sobre las consecuencias sociopolíticas de esta expansión discursiva de la psiquiatría, preguntando si no estaremos patologizando las diferencias y problemas cotidianos, y qué intereses (económicos, institucionales) se benefician con ello.
Otro aporte postestructuralista a la crítica psi se encuentra en Deleuze y Guattari, ya citados en relación con la antipsiquiatría. En El Anti-Edipo (1972), estos autores hacen un análisis “esquizoanalítico” que mezcla filosofía, política y psicoanálisis, proponiendo una lectura de la esquizofrenia no como patología clínica sino como un proceso ligado al funcionamiento del capitalismo y sus esquemas de deseo. Si bien sus ideas son complejas y a veces metafóricas, su postura es claramente una denuncia contra la “psiquiatría oficial” por su carácter conservador. Deleuze y Guattari ven al psicoanálisis y a la psiquiatría alineados en la tarea de readaptar individuos al orden represivo –ya sea el orden familiar edípico o el orden socioeconómico–, en vez de liberar la potencial creatividad y diferencia que la locura podría representar. Este tipo de crítica postestructural vincula la noción de locura con la subversión del orden establecido, invirtiendo el juicio de valor: lo que la psiquiatría llama enfermedad, desde otro prisma, podría ser rebelión o innovación ahogada por el sistema. Aunque esta visión romántica de la locura es controvertida, sirvió para desafiar la retórica clínica tradicional y abrir debates sobre el rol de la cultura y la política en la definición de la salud mental.
Judith Butler, desde el postestructuralismo feminista, aportó también a comprender cómo ciertas identidades y expresiones son normativizadas o patologizadas. En El género en disputa (1990), Butler argumenta que las categorías de sexo/género son performativas, es decir, se producen mediante la repetición de actos y discursos, más que existir como esencia natural. Esta teoría, aplicada a la psiquiatría, nos lleva a considerar que categorías diagnósticas sobre identidades de género o sexuales (por ejemplo, el antiguo “trastorno de identidad de género”, o antes la “homosexualidad egodistónica”) no son reflejos neutrales de una realidad biológica, sino etiquetas construidas en un régimen de saber-poder que privilegia la heterosexualidad y el binarismo de género. Butler también introduce la idea de la patologización como un mecanismo mediante el cual las vidas que no se ajustan a la norma hegemónica (hetero, productiva, racional, etc.) son marcadas como enfermas o inválidas –y por ende sujetas a intervenciones correctivas–. Siguiendo su planteo de la “vulnerabilidad ontológica” y el “poder performativo”, podemos releer la relación clínico-paciente como una escena donde se actualizan normas de inteligibilidad: el paciente debe narrar su experiencia en términos que el discurso psi aceptará como legítimos (por ejemplo, “tengo depresión” en vez de “tengo el corazón roto por la injusticia social”), y el clínico, investido de poder, asume un rol que refuerza ciertas identidades (enfermo/sano). Las experiencias que no encajan son a menudo silenciadas o reconducidas mediante categorías diagnósticas disponibles.
Un aspecto central del enfoque postestructuralista es el análisis crítico del lenguaje psiquiátrico. Palabras como “enfermedad”, “síntoma”, “rehabilitación”, “funcionamiento normal” se examinan no como descripciones objetivas, sino como constructos cargados de supuestos. Por ejemplo, hablar de “rehabilitar” a un paciente presupone que hay un hábitus social correcto del cual se ha desviado; hablar de “insight” (juicio de realidad sobre la propia enfermedad) puede interpretarse como una demanda de sujeción discursiva (se considera que el paciente está mejor cuando repite el discurso médico sobre sí mismo: “reconozco que estoy enfermo y debo medicarme”, etc.). Estas observaciones, influenciadas por Foucault y otros, han llevado a algunos clínicos a intentar pluralizar los lenguajes en salud mental: usar términos alternativos menos estigmatizantes (p.ej., en vez de “esquizofrénico crónico” decir “persona con experiencia de psicosis prolongada”), o permitir que convivan múltiples narrativas (la del psiquiatra es una más, pero la del paciente, la espiritual, la comunitaria, también valen).
La crítica postestructural, en resumen, desenmascara la psiquiatría como un campo no de verdades naturales, sino de construcciones históricas que ejercen poder normalizador. Aporta una actitud de sospecha ante toda clasificación psiquiátrica: ¿qué intereses sirve? ¿qué silencia o excluye? ¿qué identidad produce en quien la porta? Sus implicaciones prácticas residen en fomentar mayor reflexividad entre los profesionales –que se cuestionen sus propios supuestos y privilegios de poder– y en alentar una psiquiatría postpsiquiátrica (término de Bracken y Thomas, 2005) que se apoye menos en manuales universales y más en el diálogo hermenéutico con pacientes dentro de sus contextos culturales particulares. El postestructuralismo también se alinea con abordajes como la psicología narrativa o la terapia centrada en el significado, que consideran las experiencias de locura como relatos que pueden reinterpretarse y donde la persona puede asumir agencia en la reconstrucción de su historia, en lugar de ser encasillada por un diagnóstico estático.
Perspectivas poscoloniales: psiquiatría, cultura y poder imperial
La crítica poscolonial aplicada a la psiquiatría examina cómo la disciplina psiquiátrica –nacida y desarrollada principalmente en contextos europeos y norteamericanos– se ha relacionado con las poblaciones colonizadas y con las culturas no occidentales. Cuestiona la pretensión de universalidad de las categorías occidentales de salud/enfermedad mental y pone de relieve las dinámicas de poder colonial en la difusión global de la psiquiatría. Esta perspectiva nos lleva a preguntar: ¿En qué medida los conceptos psiquiátricos son exportaciones culturales de Occidente? ¿Cómo fueron utilizados durante el colonialismo para dominar o “civilizar” a pueblos colonizados? ¿Qué sucede cuando se aplican los diagnósticos y tratamientos occidentales en contextos con concepciones distintas sobre la mente, la persona y la comunidad?
Un pionero en pensar la intersección de psiquiatría y colonialismo fue Frantz Fanon. Fanon, psiquiatra originario de la Martinica que trabajó en Argelia durante la guerra anticolonial, vivió en carne propia las tensiones de aplicar la psiquiatría europea a una población sometida y culturalmente distinta. En su libro Los condenados de la tierra (1961), particularmente en el capítulo “Sobre la guerra colonial y las perturbaciones mentales”, Fanon describió los devastadores efectos psicológicos de la violencia colonial tanto en los colonizados como en los colonizadores. Planteó que el sistema colonial deshumaniza al colonizado, lo aliena de su cultura y autoestima, produciendo un trauma permanente. Fanon constató en el hospital de Blida cómo muchos argelinos presentaban trastornos mentales directamente ligados a las experiencias de opresión, humillación y violencia (por ejemplo, estrés postraumático de torturados, agresividad internalizada en luchas intercomunitarias, etc.), saturando los servicios psiquiátricos durante el conflicto. A la vez, denunció que la psiquiatría colonial francesa en África del Norte estaba plagada de racismo científico: antes de 1954, psiquiatras franceses publicaban que “el argelino es un criminal nato, impulsivo y despiadado” o que “el africano tiene una corteza cerebral reducida, mentalmente cercano a un lobotomizado”. Estas afirmaciones pseudocientíficas apoyaban el estereotipo del colonizado como ser inferior, prácticamente un animal, y por ende justificaban la dominación colonial como una suerte de tutela sobre pueblos “primitivos”. Fanon criticó con vehemencia esa etnopsiquiatría colonial, exponiendo cómo servía para justificar la opresión y cómo negaba la humanidad y la voz de los colonizados.
La experiencia y reflexión de Fanon integran un punto crucial: la psiquiatría, en contexto colonial, funcionó doblemente –por un lado, como herramienta de control social (al patologizar resistencias o diferencias culturales del colonizado) y, por otro, enfrentó el desafío de tratar patologías reales causadas por la violencia colonial en sí. Fanon llegó a apoyar la lucha anticolonial armada no solo como un acto político sino casi terapéutico, argumentando polémicamente que la violencia liberadora permitía al colonizado reconstruir su identidad y sanar la “alienación” impuesta por la colonización. Si bien esta idea de la violencia como catarsis es discutible, refleja hasta qué punto concebía la enfermedad mental de los oprimidos como indisociable de la estructura política.
Tras la ola de descolonización a mediados del siglo XX, la psiquiatría occidental se proyectó globalmente a través de organismos internacionales y misiones de desarrollo. Surgió el campo de la psiquiatría transcultural, con figuras como Arthur Kleinman, que trató de estudiar las presentaciones de trastornos mentales en distintas culturas y fomentar la sensibilidad cultural en el diagnóstico. Sin embargo, críticos poscoloniales señalan que, pese a estas buenas intenciones, a menudo prevaleció una actitud de “psiquiatría del conquistador”: se esperaba que los países independientes adoptaran los sistemas diagnósticos, los hospitales y los tratamientos tal como en Europa o EE.UU., partiendo de la premisa de que la enfermedad mental tenía manifestaciones universales. Esta mirada universalista ignoraba que otras culturas tienen sus propias categorías para experiencias inusuales (p.ej., conceptos espirituales de la aflicción, curaciones tradicionales, roles sociales para personas “diferentes”) que podrían ser arrasadas o invalidadas por la psiquiatría biomédica importada.
Un término fuerte que ha surgido es el de “imperialismo psiquiátrico” o medicalización colonial. Investigaciones históricas muestran casos como el de drapetomanía ya citado, o el diagnóstico de “esquizofrenia revoltosa” que algunos psiquiatras sudafricanos usaron en tiempos del apartheid para etiquetar a negros anti-apartheid (equiparando su rebeldía política con paranoia). Otro ejemplo: en la Unión Soviética (no un contexto colonial clásico, pero sí autoritario), se empleó el diagnóstico de “esquizofrenia lenta” para internar a disidentes políticos en manicomios, mostrando que el fenómeno de usar la psiquiatría para controlar poblaciones no deseadas trasciende continentes y responde a lógicas de poder similares.
En la era contemporánea, el poscolonialismo cuestiona la iniciativa de Salud Mental Global. Desde 2007, una serie de publicaciones en The Lancet y otras revistas impulsaron el Movement for Global Mental Health, argumentando que existe un “brecha de tratamiento” enorme en países de ingresos bajos y medios, donde la mayoría de personas con trastorno mental no recibe atención adecuada. Si bien esta iniciativa surge con un espíritu humanitario –“llevar servicios efectivos a los que no los tienen”–, críticos como los antropólogos Ethan Watters o Vikram Patel (inicialmente pro-GMH, pero también reflexivo) advierten que podría implicar un nuevo colonialismo médico. En efecto, los críticos sugieren que la Salud Mental Global es la medicina colonial regresando en círculo completo, imponiendo de arriba abajo modelos psiquiátricos occidentales y soluciones estandarizadas por parte de élites formadas en Occidente, ignorando las modalidades indígenas de curación. Temen que se esté introduciendo un “caballo de Troya” que medicalice en masa a poblaciones del Sur Global, abriendo mercados para las farmacéuticas, mientras se desatienden las causas sociales locales de los sufrimientos. Por ejemplo, promover el diagnóstico y tratamiento farmacológico de la depresión en comunidades rurales podría inadvertidamente socavar prácticas comunitarias de apoyo o explicaciones culturales (como interpretaciones religiosas o espirituales) que antes ayudaban a las personas. Asimismo, la idea de una brecha de tratamiento cuantificada en base a la prevalencia de enfermedades definidas por criterios occidentales es problemática: asume que la equivalencia diagnóstica es directa. Pero investigaciones transculturales han mostrado que muchas condiciones mentales se expresan de forma diferente según la cultura (p.ej., síntomas más somáticos en algunas culturas, diferencias en cómo se conceptualiza la persona y la mente). De hecho, en la CIE-11 (OMS, 2019) se ha intentado incluir “síndromes ligados a la cultura”, pero aun así el marco general sigue siendo occidental.
El poscolonialismo psiquiátrico insta a “decolonizar” la psiquiatría. Esto implica reconocer los saberes locales y tradicionales, colaborar con sanadores tradicionales (por ejemplo, en muchos países africanos y asiáticos los curanderos o chamanes son los primeros en atender problemas mentales; en vez de eliminarlos, podría integrarse su rol complementariamente), y adaptar los servicios a las realidades culturales (idioma, creencias, valores comunitarios). Decolonizar también conlleva diversificar la profesión –que más voces del propio Sur Global definan qué prioridades hay en salud mental– y cuestionar la hegemonía de publicaciones del Norte Global. Por ejemplo, si todos los ensayos clínicos de psicofármacos se hacen en EE.UU./Europa, ¿podemos asumir que las dosis y enfoques serán óptimos en contextos nutricionales y genéticos distintos?
Una crítica poscolonial también recae sobre la OMS y el DSM (instituciones que abordaremos en la siguiente sección) en cuanto a la uniformización diagnóstica. Aunque la OMS, a través de su clasificación CIE, supuestamente tiene en cuenta culturas, en la práctica muchos profesionales alrededor del mundo utilizan el DSM por su disponibilidad e influencia académica, lo que potencia la penetración de conceptos norteamericanos hasta en zonas donde su validez no fue estudiada. Por ejemplo, categorías como el trastorno de estrés postraumático han sido aplicadas universalmente tras desastres o guerras, a veces sin calibrar que las manifestaciones de aflicción pueden variar culturalmente. Algunos estudios incluso hallan que insistir a ciertas poblaciones en hablar de su trauma al estilo occidental (rememorando narrativamente) puede ser iatrogénico cuando su cultura preferiría formas más comunitarias o silenciosas de procesar.
La crítica poscolonial no pretende idealizar las sociedades no occidentales como paraísos de salud mental precoloniales; reconoce que en todas las culturas han existido sufrimiento psíquico y formas de marginación (por ejemplo, prácticas tradicionales crueles hacia personas “diferentes” también han existido). Pero enfatiza que la colonialidad del saber en psiquiatría invisibilizó otras epistemologías. Un ejemplo positivo es el movimiento contemporáneo de Estudios “Locos” (Mad Studies), surgido en ambientes académicos anglosajones, que propone un enfoque interseccional –decolonial, feminista, anticapacitista– para entender la locura ya no solo desde la psiquiatría sino desde las ciencias sociales y las humanidades, integrando la voz de los sujetos. En países latinoamericanos, donde se cruzan influencias europeas con realidades indígenas y afrodescendientes, se ha discutido cómo articular los derechos colectivos y cosmovisiones tradicionales con la atención de salud mental (por ej., en pueblos andinos la figura del chamán-cofradía en tratamiento del “espanto” o “susto” tiene lógica propia).
En definitiva, la perspectiva poscolonial aplicada a la psiquiatría nos recuerda que las categorías y prácticas psiquiátricas tienen una geografía y una historia, que no son neutras. Aboga por una psiquiatría global más humilde, dialógica y plural. Esto significaría que, en lugar de exportar un manual único de trastornos, la comunidad internacional apoye el desarrollo de modelos locales de salud mental, fortalezca sistemas tradicionales útiles y combata los abusos (por ejemplo, la contención inhumana de personas encadenadas, práctica aún presente en ciertas regiones, se puede erradicar combinando la concienciación local con alternativas de cuidados). La OMS ha empezado a adoptar este lenguaje, enfatizando en 2022 la urgencia de “transformar” la atención de salud mental global hacia enfoques centrados en la persona y con base comunitaria, alejados del solo modelo biomédico, pero la vigilancia crítica poscolonial seguirá siendo crucial para que dicha transformación no reproduzca nuevas formas de dominación.
La crítica a las instituciones psiquiátricas: DSM y OMS
Dos instituciones tienen un peso enorme en la definición y difusión del saber psiquiátrico a nivel mundial: el DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders) publicado por la American Psychiatric Association, y la clasificación y directrices de la OMS (Organización Mundial de la Salud) en materia de salud mental, en particular el capítulo de trastornos mentales y de comportamiento de la CIE (Clasificación Internacional de Enfermedades) y las políticas que la OMS promueve globalmente. Las corrientes críticas han dirigido escrutinio especial a ambas, señalando problemas tanto epistemológicos como éticos en su función.
El DSM: la “biblia” cuestionada de la psiquiatría
El DSM nació en 1952 como un pequeño manual estadístico para EE.UU., pero se ha convertido con el tiempo en la principal referencia diagnóstica en psiquiatría a nivel internacional (incluso en países que oficialmente usan la CIE de la OMS, el DSM suele emplearse en investigación y en formación). Desde su tercera edición (DSM-III, 1980), adoptó un enfoque ateórico y descriptivo, basado en listas de criterios para cada trastorno con el fin de mejorar la confiabilidad diagnóstica. Sin embargo, el DSM ha sido objeto de abundantes críticas:
Inflación diagnóstica: Cada nueva edición ha tendido a agregar más trastornos o expandir los criterios de los existentes. Se pasó de 106 diagnósticos en DSM-I a más de 300 en DSM-5 (2013). Críticos como Allen Frances (quien presidió el DSM-IV y luego se volvió crítico del DSM-5) argumentan que esto conduce a patologizar variaciones normales de la vida. Por ejemplo, DSM-5 introdujo el trastorno de desregulación disruptiva del estado de ánimo en niños, teóricamente para distinguir berrinches crónicos del T. Bipolar pediátrico. Pero muchos se preguntaron si era necesario crear un nuevo trastorno que fácilmente podría abarcar las rabietas típicas de la infancia, con el consiguiente riesgo de medicar niños que antes se consideraban simplemente temperamentales. Otro cambio polémico fue eliminar la llamada “exclusión del duelo” para diagnosticar depresión: en DSM-IV, si alguien estaba en duelo por la muerte de un ser querido, se recomendaba no diagnosticar depresión en los primeros dos meses a menos que hubiera síntomas muy severos. DSM-5 quitó esa restricción, abriendo la puerta a considerar depresivo mayor a quien simplemente transita un duelo normal de algunas semanas. Esto, alertan críticos, medicaliza reacciones humanas naturales como la tristeza por pérdida, potencialmente llevando a sobremedicación.
Validación cuestionable: A pesar de pretender ser basado en evidencia, el DSM sufre falta de marcadores objetivos para la gran mayoría de sus trastornos. Se han hecho estudios de campo para comprobar la confiabilidad (que dos clínicos distintos lleguen al mismo diagnóstico usando los criterios), pero en DSM-5 incluso esos estudios mostraron índices Kappa modestos para varios trastornos, evidenciando problemas de consistencia. Más fundamentalmente, la validez (que el trastorno identificado sea una entidad real, con causas homogéneas y curso característico) es dudosa en muchos casos. El propio NIMH (Instituto Nacional de Salud Mental de EE.UU.) expresó en 2013 que iba a orientar su investigación hacia un nuevo marco (RDoC) porque el DSM se basaba en consensos de síntomas y no en biomarcadores, y que “los pacientes merecen algo mejor” que recibir etiquetas psiquiátricas que no se correlacionan con la neurociencia. Aunque la neurobiología avanzó, aún no hay pruebas claras de que cada diagnóstico DSM tenga un sustrato único; muchos comparten disfunciones cerebrales similares o, al revés, un mismo diagnóstico abarca etiologías heterogéneas. Esto sugiere que el DSM puede estar clasificando mal o de forma muy arbitraria los fenómenos.
Monopolio epistemológico: La Asociación Psiquiátrica Americana es un organismo profesional de un solo país, pero el DSM es de facto un estándar global. Como mencionó Allen Frances, ello lo convierte en el árbitro principal de quién está enfermo y quién no, con repercusiones enormes. Diagnósticos DSM determinan qué tratamientos se cubren por seguros, qué adaptaciones se dan en escuelas (ej. educación especial por “autismo” o “TDAH”), quién califica para pensiones por discapacidad, etc. La crítica es que un pequeño comité de expertos, en un proceso poco transparente y no exento de posibles conflictos de interés (especialmente en DSM-IV y 5 se señaló que muchos miembros tenían lazos con farmacéuticas), define categorías que afectarán la vida de millones. Frances aludió a una “victima del éxito” –por su aceptación general, el DSM ha adquirido demasiado poder normativo– y teme que su tendencia expansiva lleve a conferir etiquetas psiquiátricas a rasgos de la vida cotidiana (por ejemplo, convertir la timidez en “trastorno de ansiedad social”).
Influencias de la industria farmacéutica: Varios críticos (como David Healy, Robert Whitaker) han documentado cómo la era del DSM-III coincidió con la mercadotecnia agresiva de nuevos psicofármacos (antidepresivos ISRS, antipsicóticos atípicos) y una alianza entre psiquiatras académicos y compañías. Sin afirmar corrupción directa en la redacción del manual, sí se observa que la ampliación diagnóstica ha servido a los intereses farmacéuticos: cada nuevo trastorno es un nicho para vender fármacos. Un ejemplo dado es el Trastorno disfórico premenstrual (TDPM): antes considerado un síndrome polémico, fue oficializado en DSM-5. Curiosamente, años antes Eli Lilly había re-etiquetado su antidepresivo Prozac como “Sarafem” específicamente para venderlo contra síntomas premenstruales, justo cuando la patente original expiraba. Esto hizo sospechar que hubo presiones para legitimar un trastorno alineado con un mercado farmacéutico. Otro caso: la definición laxa de trastornos de ansiedad o depresión leve abrió un mercado enorme para ISRS en los 90-2000, vendiendo la idea que problemas cotidianos (timidez, duelo, estrés) podían ser tratados con pastillas.
Sesgo cultural: Aunque DSM-IV introdujo un apéndice de “síndromes ligados a la cultura” y DSM-5 incluye una sección de “conceptos culturales de malestar” e incluso un formulario (Cultural Formulation Interview) para que el clínico explore la visión del paciente sobre su problema, la estructura básica del manual sigue siendo un producto de la psiquiatría estadounidense y sus categorías no siempre encajan en otros contextos. Por ejemplo, trastornos disociativos y de posesión pueden manifestarse distinto en culturas donde se cree en espíritus; algunas culturas no distinguen entre mente y cuerpo del mismo modo, por lo que síntomas psicológicos se expresan corporalmente (somatización) sin que signifique lo mismo que en Occidente. Pese a reconocer esto teóricamente, en la práctica el DSM alienta una visión homogenizadora que puede llevar a diagnósticos erróneos cuando no se considera el trasfondo cultural.
Críticas ideológicas: Autores como Szasz acusaron al DSM de medicalizar la moralidad, es decir, transformar conflictos éticos, violaciones de normas o dificultades existenciales en enfermedades (por ejemplo, sostienen que diagnósticos como la “dependencia de sustancias” están cargados de juicios sobre el uso adecuado de drogas, o que “trastorno negativista desafiante” en niños patologiza la rebeldía frente a la autoridad). Otros, desde la antipsiquiatría, ven al DSM como un instrumento de opresión técnica: un lenguaje supuestamente neutral que enmascara la imposición de conformidad. Por ejemplo, que “trastorno de conducta” se diagnostique más en jóvenes pobres o minorías sugiere un sesgo en ver su conducta como patológica versus un joven de clase media (donde podría verse solo como adolescencia rebelde).
No obstante, el DSM también tiene defensores que argumentan que si bien es imperfecto, es necesario tener un lenguaje común para comunicar sobre los trastornos y que muchas de las categorías, aunque construidas, han servido para investigar y tratar mejor a las personas. La cuestión de fondo, plantean los críticos, es si ese lenguaje se ha convertido en un amo en vez de un sirviente. Quizá el problema no es usar categorías, sino reificarlas y creer que son realidades fijas e independientes de contexto.
Recientemente, la pandemia de COVID-19 y otras crisis han evidenciado tanto el valor como los límites del DSM. Por un lado, aumentó la conciencia sobre problemas mentales como la depresión o ansiedad (lo que puede ser positivo para buscar ayuda); por otro, se corre el riesgo de etiquetar como trastornos reacciones normales a eventos anormales (duelo masivo, estrés económico, etc.), confundiéndolos con “epidemias” clínicas. Esto revive la pregunta construccionista: ¿cuánto de lo que llamamos depresión hoy es un problema médico individual y cuánto refleja una crisis social de soledad, incertidumbre o desigualdad?
La OMS y la psiquiatría global: entre estándares y derechos
La Organización Mundial de la Salud ha jugado un papel crucial en salud mental, aunque por mucho tiempo la priorizó menos que a las enfermedades infecciosas. Su principal instrumento, la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE), incluye desde la CIE-6 (1949) un capítulo de trastornos mentales, que fue ampliándose en sucesivas revisiones (la actual es CIE-11, lanzada en 2019). La CIE busca ser multilingüe y globalmente aceptada; sin embargo, en la práctica clínica la CIE-10 (versión 1990) era muy similar al DSM-IV, y la CIE-11 se ha alineado en gran medida con DSM-5 en diagnósticos, aunque con algunas diferencias en conceptualización.
La OMS ha impulsado numerosas iniciativas de salud mental, a veces con tensiones internas entre un enfoque predominantemente médico y uno más social. Algunas críticas a considerar:
Modelo biomédico vs. modelo psicosocial: La OMS, al ser un organismo de salud, históricamente enfatizó la enfermedad mental como parte de la carga global de enfermedad, calculando que los trastornos mentales son responsables por X porcentaje de años de vida ajustados por discapacidad, etc. Esto ayudó a poner la salud mental en la agenda de gobiernos (sobre todo tras un influyente informe de la OMS en 2001 que declaraba que la depresión sería la segunda causa de discapacidad mundial en 2020). Pero este énfasis epidemiológico-medicalizante fue criticado porque puede simplificar la complejidad cultural. Decir “el 4% de la población mundial tiene depresión” asume que la depresión se mide igual en Japón que en Nigeria, lo cual es debatible. Además, algunos países se resistieron a priorizar la salud mental argumentando que tenían otras urgencias sanitarias, viendo aquello como un “lujo occidental” hasta cierto punto. La OMS en años recientes ha cambiado su tono, integrando más el lenguaje de determinantes sociales y derechos humanos, señalando que no puede haber salud sin salud mental y viceversa.
Imposición de políticas uniformes: Durante décadas, la OMS y asociados (como el Banco Mundial) propiciaron la integración de la salud mental en atención primaria, con manuales tipo mhGAP que instruyen a médicos generales de países pobres a diagnosticar y tratar con medicamentos trastornos comunes (depresión, epilepsia, psicosis) dadas las carencias de especialistas. Esto sin duda ha tenido aciertos (acercar algún cuidado donde no había nada), pero también limitaciones: manuales simplificados corren el riesgo de sobre-diagnosticar y medicalizar sin contexto. Por ejemplo, un médico rural con 4 horas de entrenamiento podría empezar a recetar antidepresivos a cualquier mujer con fatiga y tristeza postparto, sin indagar en factores sociofamiliares o sin ofrecer psicoterapia (que casi no existe en esos sistemas). Los críticos poscoloniales ya citados ven aquí un patrón de “verticalismo” en intervenciones globales, con poca participación de las comunidades locales en diseñar soluciones.
Falta de recursos y seguimiento: La OMS puede recomendar mejores prácticas, pero no tiene poder vinculante real. Muchos países, incluidos del primer mundo, suscriben principios en papel pero no ponen fondos suficientes en salud mental. Por ejemplo, la OMS promueve reducir la coerción, pero en la práctica algunos países europeos han visto aumento de internaciones involuntarias en los últimos 20 años, quizás por falta de inversión en alternativas comunitarias. La OMS tiene programas como QualityRights que asesoran en hacer pilotos de servicios libres de coerción, pero su adopción depende de la voluntad política local. En países de bajos ingresos, la salud mental sigue recibiendo menos del 2% del presupuesto sanitario en promedio, a pesar de los llamamientos de la OMS. Esto lleva a que persistan condiciones escandalosas en algunos lugares: instituciones insalubres, personas encadenadas o confinadas en jaulas (documentado en informes de Human Rights Watch en Asia y África). La OMS condena estas prácticas y provee guías para sustituirlas, pero la implementación es lenta.
OMS y derechos humanos: Tradicionalmente, la OMS se enfocaba más en aspectos técnicos de salud que en derechos. Sin embargo, en los últimos años ha hecho una alianza más fuerte con la Oficina del Alto Comisionado de DDHH. En 2021, la OMS publicó un importante Informe sobre Salud Mental Mundial que enfatizaba la participación activa de personas con experiencia vivida y afirmaba que los sistemas deben transformarse para eliminar coerción y garantizar consentimiento informado. Este lenguaje suena casi antipsiquiátrico en comparación con posturas de hace 30 años. Aun así, hay tensiones: por ejemplo, la CDPD de la ONU sugiere abolir internaciones involuntarias basadas en discapacidad psicosocial, pero muchos psiquiatras (y Estados) no conciben prescindir completamente de esa facultad. La OMS suele buscar un punto intermedio pragmático: reducir drásticamente la coerción mediante alternativas, pero sin exigir su prohibición inmediata (lo cual la enfrenta a algunos activistas). Los Relatores de la ONU han sido más tajantes, hablando de “revolucionar” la salud mental.
Rol de la OMS en el colonialismo científico: Vale recordar que la OMS fue fundada en 1948, cuando la mayoría de África y Asia aún eran colonias europeas. Durante las primeras décadas, la psiquiatría no fue prioridad, pero en los 60-70 la OMS patrocinó estudios transculturales (como el famoso estudio internacional de esquizofrenia, que encontró mejor pronóstico en países en desarrollo que en desarrollados, generando debates sobre factores sociales favorables en comunidades tradicionales). Con la globalización y la influencia de la APA, algunos ven a la OMS siguiéndole el paso a definiciones creadas en Washington. Por ejemplo, la inclusión de “gaming disorder” (adicción a videojuegos) en CIE-11 en 2019 fue criticada por falta de consenso científico robusto; sin embargo, la OMS la adoptó quizás respondiendo a preocupaciones de Estados asiáticos. Esto muestra también que las direcciones no siempre son unilaterales: la OMS recibe input de muchos países, y a veces clasifica trastornos que el DSM no (p.ej., “trastorno por uso de khat” por la sustancia usada en el Cuerno de África; o “neurasthenia” se mantuvo en CIE-10 por presión de China donde es diagnóstico común, aunque en DSM ya no existía).
En resumen, la OMS sirve como difusora de normas psiquiátricas a escala mundial. Las críticas hacia ella se centran en que a veces ha promovido modelos sin suficiente adaptación cultural y que su impacto real depende del compromiso de los gobiernos. No obstante, gracias a la presión de grupos de usuarios y expertos críticos, la OMS ha ido incorporando los principios de participación, enfoque comunitario y respeto a derechos en su narrativa.
Para evaluar críticamente al DSM y la OMS, podemos verlos como instituciones en evolución. El DSM empezó siendo una herramienta técnica, devino potentísimo constructor de realidades en salud mental, y ahora enfrenta contestación incluso desde dentro (con proyectos alternativos de clasificación en marcha, como HiTOP, y con dirigentes del APA reconociendo la necesidad de cambio). La OMS, por su parte, que otrora veía la salud mental solo en términos de carga de enfermedad, ahora la concibe también como parte del bienestar integral y la justicia social. Aun así, los críticos insisten en la necesidad de transparencia, diversidad y humildad científica en estas instituciones. Proponen, por ejemplo, que el DSM-5 debió ser mucho más cauto en nuevas inclusiones (Allen Frances decía que debió seguir el principio de “primum non nocere” y no añadir nada sin evidencia sólida). Para futuras revisiones, se pide incluir más voces de pacientes y de culturas no occidentales en los paneles.
En cuanto a la OMS, su reto es ayudar a los países a implementar los derechos humanos: para ello algunos sugieren condicionar ayudas o evaluaciones internacionales (similar a cómo se monitorean derechos civiles) a que se respeten en hospitales psiquiátricos. También trabajar más intersectorialmente: la salud mental no mejorará con manuales si no se coordinan políticas en educación, trabajo, justicia. Esto enlaza con la noción actual de “salud mental en todas las políticas”, que la OMS alienta: que cada legislación o política se examine por su impacto en bienestar psicosocial (por ejemplo, regulaciones laborales que prevengan estrés excesivo, políticas urbanas que eviten aislamiento, etc.).
Implicaciones éticas, sociales y políticas de las perspectivas críticas
La integración de las corrientes críticas en psiquiatría acarrea una serie de implicaciones éticas, sociales y políticas de gran calado. En el ámbito ético, las críticas obligan a repensar principios fundamentales de la práctica psiquiátrica: la autonomía del paciente versus la beneficencia paternalista, el consentimiento informado real, el equilibrio entre evitar daño (no maleficencia) y respetar la dignidad. Cuestionan si es éticamente defendible mantener prácticas coercitivas e involuntarias o si existen formas alternativas más respetuosas de asistir a quien está en crisis sin violar sus derechos (por ejemplo, mediante diálogos abiertos en red social, como el modelo de Open Dialogue originado en Finlandia). También plantean la ética de la honestidad diagnóstica: si admitimos que los diagnósticos son convenciones útiles pero no verdades absolutas, ¿debemos comunicarlos y usarlos de forma diferente, enfatizando su carácter tentativo y constructo? La ética feminista agrega el deber de no reproducir opresiones dentro del tratamiento, como no culpar a víctimas de violencia por sus síntomas ni perpetuar roles de género dañinos en terapia. La ética poscolonial insta a respetar la cosmovisión del paciente en lo posible –por ejemplo, si un paciente atribuye sus voces a un origen espiritual, ¿es correcto tacharlo inmediatamente de “delirio” o se puede trabajar dentro de su marco de referencia sin imponer otro?–.
En el plano social, las perspectivas críticas impulsan cambios en cómo la sociedad concibe la locura y la salud mental. Proponen pasar de ver al “enfermo mental” como un otro peligroso o incomprensible a reconocerlo como un individuo quizá atravesando sufrimientos similares en esencia a los de cualquiera, amplificados por circunstancias. Esto facilita la lucha contra el estigma: entender que las etiquetas psiquiátricas no definen la totalidad de la persona, que hay una continua entre lo normal y lo patológico, y que las sociedades deben incluir a las personas con diferencias psíquicas, no segregarlas. Movimientos como Mad Pride (orgullo loco) han reivindicado públicamente identidades alternativas, celebrando la neurodiversidad y cuestionando la noción de que hay una única forma correcta de percibir la realidad. Esto tiene paralelos con movimientos sociales de identidad (feminismo, LGBT, racial) en su esfuerzo por resignificar términos despectivos y reclamar derechos.
Otra implicación social es el llamado a fortalecer la comunidad y la solidaridad en la respuesta a la salud mental. Las críticas a la psiquiatría institucional a menudo coinciden en que la solución a muchos problemas psíquicos no es individual (pastillas, terapia aislada) sino colectiva: apoyo mutuo, redes vecinales, cooperativas de vivienda, espacios culturales, etc. Por ejemplo, el enfoque de “recovery” (recuperación) en salud mental, surgido de usuarios, enfatiza la conexión social, el encontrar sentido y propósito con ayuda de la comunidad, más que la mera reducción de síntomas. Políticamente, esto implica invertir en servicios comunitarios accesibles y gestionados con participación de los usuarios.
Hablando de política, las corrientes críticas evidencian que la salud mental es un tema político, no solo técnico. Decisiones como qué servicios financiar, qué leyes aprobar (por ejemplo, leyes de salud mental, de discapacidad, de igualdad), qué regulaciones imponer a industrias (farmacéuticas, aseguradoras) afectan directamente cómo se vive la salud mental en un país. La antipsiquiatría tenía un cariz anti-establishment, y hoy día se sigue debatiendo, por ejemplo, el rol del capitalismo neoliberal en el malestar psíquico contemporáneo: condiciones laborales precarias, competitividad extrema, aislamiento urbano, son fenómenos sociales que elevan la ansiedad y la depresión poblacional. Autores como Mark Fisher hablaron de “realismo capitalista” para describir cómo se nos impulsa a ver los problemas mentales como fallas personales en vez de síntomas de un sistema inhumano. Las perspectivas críticas, en cambio, politizan la cuestión: abogar por políticas de bienestar social, por reducir desigualdades (ya que existe una robusta correlación entre pobreza/desigualdad y prevalencia de trastornos mentales), por garantizar derechos básicos (vivienda, educación, no violencia), es visto como fundamental para realmente mejorar la salud mental global.
En un sentido más inmediato, las propuestas críticas implican reformular las normas legales relacionadas con la psiquiatría: códigos civiles y penales en cuanto a imputabilidad, figuras de guardia en hospitales, regulación de la contención, etc. Por ejemplo, en algunos países europeos (como Bélgica, Noruega) se está experimentando con programas libres de coerción total en ciertos servicios, ajustando legislación para permitirlo. En España, el nuevo enfoque tras la CDPD llevó a eliminar la incapacitación jurídica plena de personas con discapacidad, lo cual a su vez genera la necesidad de crear sistemas de apoyo en salud mental para la toma de decisiones. Todo ello requiere voluntad política y un cambio de paradigma en legisladores y jueces, tradicionalmente inclinados a “proteger” a la persona aún contra su voluntad bajo la doctrina parens patriae. Las críticas obligan a reevaluar esta doctrina: ¿hasta qué punto el Estado debe/puede sobreponer seguridad a libertad en materia de salud mental? Son debates éticos-políticos similares a los de otros ámbitos (como libertades individuales vs. salud pública, algo que la pandemia reavivó).
Otra dimensión política es la industria de la salud mental. La crítica a la influencia farmacéutica y a la “psiquiatría de mercado” (donde diagnósticos y tratamientos se orientan por rentabilidad) llama a políticas más duras de conflicto de interés, a fomentar investigación independiente, y a dar espacio a terapias no lucrativas (por ejemplo, intervenciones psicosociales comunitarias) que muchas veces quedan relegadas por falta de financiamiento. Asimismo, sugiere cautela en la adopción de nuevas tecnologías: hoy se habla mucho de telepsiquiatría, apps de salud mental, inteligencia artificial para diagnóstico; estas innovaciones pueden ser positivas si aumentan acceso, pero también conllevan riesgos de vigilancia, trivialización o inequidad (brecha digital). Las perspectivas críticas, con su énfasis humanista, abogarían porque la tecnología no reemplace lo humano, sino que lo complemente sin invadir privacidad ni empeorar la desigualdad (p.ej., que no solo los ricos tengan terapia humana mientras los pobres un chatbot).
Desde luego, las críticas también enfrentan oposiciones. Hay quienes argumentan que ciertas visiones radicales (como abolir completamente las internaciones) podrían dejar sin protección a personas graves o sin tratamiento a quienes lo necesitan. Este es un dilema práctico: ¿cómo conjugar libertad con cuidado cuando alguien en psicosis aguda rechaza ayuda pero corre peligro? Los enfoques críticos proponen anticipación (planes de crisis consensuados antes), redes de confianza (equipos de respuesta en crisis compuestos por personas con las que el individuo tenga vínculo) y otras estrategias antes que recurrir a la policía o a la fuerza, pero reconocen que no es sencillo y requiere cambiar todo un sistema de atención.
En balance, la influencia de las corrientes críticas ha sido en muchos casos benéfica para humanizar la psiquiatría: hoy los tratamientos son en general más respetuosos, se promueve el consentimiento, se escucha más al paciente, hay menos tratamientos extremos (como lobotomías) y más consciencia social sobre la salud mental que la de hace 50 años. Sin embargo, persisten prácticas cuestionables y nuevas problemáticas (por ejemplo, el consumo masivo de tranquilizantes y opioides en ciertos países, que crea otras dependencias). Las críticas nos recuerdan que la psiquiatría debe mantenerse autocrítica y abierta al escrutinio público, dado su enorme poder sobre vidas humanas.
Conclusión
Las ciencias críticas aplicadas a la psiquiatría –desde el construccionismo social hasta el poscolonialismo– han enriquecido profundamente nuestra comprensión de la salud mental y la locura, desafiando la autoridad incuestionada de la psiquiatría tradicional y revelando las múltiples capas (sociales, culturales, políticas, éticas) implicadas en lo que solemos llamar enfermedad mental. A lo largo de este ensayo hemos examinado cómo, principalmente en Europa y Estados Unidos, diversas corrientes y autores clave pusieron en entredicho supuestos básicos: Michel Foucault nos hizo ver la historia oculta de exclusión y poder que dio origen a la psiquiatría; Thomas Szasz provocativamente negó la ontología de la enfermedad mental, encendiendo debates sobre libertad y coerción; R. D. Laing y David Cooper replantearon la esquizofrenia y la institucionalización desde ángulos humanistas y políticos; las feministas como Phyllis Chesler o Bonnie Burstow destaparon sesgos de género y reclamaron justicia para las mujeres en los sistemas de salud mental; el enfoque de derechos humanos forzó a repensar al paciente psiquiátrico como sujeto de derechos inalienables, impulsando reformas legales y prácticas más respetuosas; el postestructuralismo de Foucault, Deleuze, Guattari, Butler, Rose y otros deconstruyó el discurso psiquiátrico mostrando sus vínculos con la normatividad social y la gubernamentalidad; finalmente, las lentes poscoloniales, inspiradas en Fanon y continuadas por críticos contemporáneos, nos alertaron contra repetir en la salud mental los patrones de dominación cultural del colonialismo, llamando a una psiquiatría verdaderamente global, inclusiva de otras perspectivas y contextos.
Estas corrientes, aunque distintas entre sí, convergen en una idea central: la psiquiatría no puede aislarse de la sociedad ni atribuir todos los problemas a cerebros individuales; por el contrario, la definición y abordaje de la locura son producto de su tiempo y sus estructuras de poder. Reconocer esto abre la puerta a transformaciones necesarias. Una psiquiatría informada por las críticas será más humilde en sus pretensiones científicas, más plural en sus métodos, más participativa y democrática en su trato con las personas a las que atiende, y más comprometida con la justicia social. Por ejemplo, puede combinar la prescripción de medicamentos (cuando útil) con el reconocimiento del valor de la escucha activa y la validación de la vivencia subjetiva; puede complementarse con saberes de otras disciplinas (antropología, sociología, filosofía) para entender mejor el sufrimiento psíquico en contexto; puede trabajar codo a codo con pares (personas con experiencia propia de recuperación) integrándolos en los equipos de salud; y puede abogar ante el Estado por políticas que prevengan el daño mental colectivo (reducción de la pobreza, protección ante la violencia, etcétera).
En el contexto europeo y estadounidense, las críticas psiquiátricas han tenido impactos concretos: cierre de manicomios y desarrollo de alternativas comunitarias, inclusión de la perspectiva de género en la investigación (por ejemplo, hoy se investiga más seriamente cómo difieren los trastornos en mujeres y hombres, o el impacto de hormonas y roles sociales), movimientos de usuarios que cogestionan servicios (como clubes sociales o consejos consultivos en hospitales), eliminación de diagnósticos ofensivos (homosexualidad fue el caso paradigmático), mayor control de calidad y ética en ensayos clínicos, entre otros. Sin embargo, los desafíos persisten y a veces surgen nuevas resistencias. En años recientes, hemos visto un resurgir fuerte del modelo neurobiológico (con esperanzas en genética, neuroimagen, psicofarmacología de precisión) que si bien promete avances, corre el riesgo de caer en reduccionismos si olvida las lecciones de las críticas pasadas. Por otro lado, la pandemia de COVID-19 evidenció tanto la importancia de la salud mental como la tentación de simplificarla (hubo un discurso de “pandemia de salud mental” que llevó a sobredimensionar algunos diagnósticos quizá sin la debida matización contextual).
El equilibrio ideal probablemente consista en una síntesis: integrar los aportes válidos de la psiquiatría científica (por ejemplo, reconocer que hay condiciones donde la medicación o ciertas intervenciones son útiles y deseadas por los propios pacientes) con la sensibilidad y conciencia que brindan las miradas críticas (por ejemplo, no perder de vista la autonomía de la persona, sus derechos y su identidad cultural, y siempre preguntarse “¿a quién sirve este diagnóstico o tratamiento?”). En última instancia, el objetivo común debe ser mejorar la vida de las personas que sufren, y eso implica tanto aliviar sus síntomas como empoderarlas en sus proyectos vitales y reducir los factores sociales que generan malestar.
En conclusión, las ciencias críticas aplicadas a la psiquiatría han actuado como una conciencia reflexiva para la disciplina, recordándole sus límites, señalando sus excesos y sugiriendo caminos alternativos más humanos. Como en un diálogo dialéctico, la psiquiatría se ha visto obligada a justificarse, a cambiar y a innovar gracias a estas críticas –desde abolir prácticas claramente nocivas hasta adoptar nuevos marcos teóricos–. Para el futuro, en Europa, Estados Unidos y el mundo, el reto será mantener viva esta conversación crítica. Una psiquiatría enriquecida por la crítica será capaz de evolucionar continuamente, evitando dogmatismos y aprendiendo de las experiencias de quienes han estado en el lado receptor de sus intervenciones. Como decía Foucault, “no han podido pretender detentar el saber porque se han dado cuenta de hasta qué punto el saber es frágil”: reconocer esa fragilidad del conocimiento psiquiátrico quizás sea el primer paso para construir, conjuntamente con pacientes y sociedad, una atención en salud mental ética, eficaz y genuinamente centrada en la persona.
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