
Introducción
La atención de la salud mental enfrenta dilemas éticos profundos cuando un paciente padece una psicopatología grave que le impide estar en contacto con la realidad. En estas situaciones, el enfermo mental a menudo carece de conciencia de su enfermedad (anosognosia) y puede rechazar tratamientos o tomar decisiones contrarias a su propio bienestar. Surge entonces un conflicto entre respetar la voluntad y preferencias de la persona –un principio fundamentado en la autonomía individual y la dignidad humana– y actuar en su beneficio mediante intervenciones no deseadas –un enfoque paternalista orientado a proteger su salud, su vida e incluso su patrimonio. Este dilema plantea la pregunta central de cómo entender y proteger la dignidad del enfermo mental: ¿implica la dignidad respetar sus decisiones aun cuando estén influenciadas por delirios o distorsiones de la realidad, o implica cuidarlo aunque sea en contra de su voluntad para evitar un grave deterioro de su condición?
En este ensayo se exploran diferentes interpretaciones del concepto de dignidad en el contexto de la enfermedad mental grave y la toma de decisiones médicas. Se contrastarán perspectivas filosóficas relevantes –desde la concepción kantiana de la dignidad hasta el utilitarismo, pasando por el paternalismo médico tradicional y la idea de una autonomía relacional– y se analizará el papel que corresponden a los profesionales de la salud, la familia y el Estado. Asimismo, se examinarán marcos éticos y jurídicos en distintos países que abordan este dilema. El objetivo es ofrecer una reflexión argumentativa sobre cómo debe entenderse y tutelarse la dignidad de estos pacientes en la práctica médica, llegando a una postura fundamentada al respecto.
El concepto de dignidad y su relevancia en la salud mental
La dignidad suele concebirse como un valor intrínseco de cada ser humano, ligado a la condición de persona. Immanuel Kant fue uno de los filósofos que definió clásicamente la dignidad humana en relación con la autonomía racional: “la humanidad misma es dignidad: porque el hombre no puede ser utilizado únicamente como medio por ningún hombre (ni por otros, ni siquiera por sí mismo), sino siempre a la vez como fin”. En otras palabras, para Kant cada persona tiene un valor absoluto y debe ser tratada con respeto, nunca cosificada o reducida a un objeto. Esta noción kantiana implica que incluso una persona con enfermedad mental grave, por el mero hecho de ser humana, posee dignidad y merece ser tratada como un fin en sí mismo, no como un medio para fines ajenos.
En el ámbito sanitario, la dignidad de la persona enferma se considera un principio rector fundamental. Se ha afirmado que la dignidad humana es un “valor supremo e intrínseco” que orienta toda la actividad médica, especialmente en contextos vulnerables como la salud mental. Desde esta perspectiva, proteger la dignidad equivale a garantizar el respeto por la humanidad del paciente, lo que se traduce en considerar sus intereses, bienestar, vida y autonomía en todo momento. La dignidad sería así una idea absoluta que exige respeto a la condición humana de la persona con trastorno mental en todas las fases de la atención sanitaria.
Ahora bien, el concepto de dignidad es complejo y multidimensional. Por un lado, involucra esa cualidad intrínseca e inviolable que tiene cada individuo por ser humano (una visión cercana a Kant y a la tradición de los derechos humanos). Por otro lado, la dignidad también tiene una dimensión relacional e intersubjetiva: se manifiesta en la forma en que reconocemos al otro como un igual, como un sujeto autónomo con derechos, dentro de la comunidad. Como señalan algunos autores, la dignidad “revela un prisma de reconocimiento del otro, de que éste es un ser con autodeterminación, lo que sobrepasa la perspectiva individualista de bienestar”, siendo en este sentido relacional, pues coloca a todos los miembros de la sociedad en el mismo plano de sujetos de derechos. Esta visión implica que tratar a alguien dignamente no es solo abstenerse de humillarlo, sino reconocerlo activamente como persona libre y propiciar las condiciones para que ejerza sus derechos.
Aplicado a la salud mental, este matiz relacional de la dignidad sugiere que el paciente, aun con sus facultades alteradas, debe seguir siendo reconocido como miembro de la comunidad moral, con valor igual al de cualquiera. La dignidad del enfermo mental demanda no solo reconocimiento, sino también protección activa: “no basta con reconocer su dignidad... sino que demanda adoptar medidas para garantizarla y promoverla activamente”. En efecto, dejar de asistir a una persona con padecimiento psíquico grave podría verse como una violación de su dignidad, en tanto se la abandonaría a la degradación de su salud o a la vulneración de sus derechos básicos. Por ello, la dignidad fundamenta tanto los derechos (a la autonomía, a no ser maltratado, a no ser discriminado) como los deberes de cuidado hacia las personas más frágiles. Este doble aspecto de la dignidad –como valor intrínseco y como responsabilidad social hacia el vulnerable– está en el núcleo del dilema que nos ocupa.
Autonomía del paciente: voluntad y dignidad personal
Respetar la voluntad, deseos y preferencias del paciente es uno de los pilares de la ética médica contemporánea. El principio de autonomía establece que las personas tienen el derecho a tomar decisiones sobre su propia vida y cuerpo, siempre que tengan la capacidad de hacerlo. En la práctica clínica moderna, esto se refleja en la exigencia del consentimiento informado: todo tratamiento o intervención debe contar, en principio, con la aceptación voluntaria del paciente, tras explicarle de forma comprensible las opciones y sus riesgos. Este modelo autonomista se ha fortalecido en las últimas décadas tras siglos de predominio paternalista en la medicina. En muchos ordenamientos jurídicos (incluido España con la Ley 41/2002 de Autonomía del Paciente), la voluntad del paciente competente es vinculante y puede rechazar tratamientos incluso si el equipo médico los considera beneficiosos, en respeto a la autodeterminación personal.
Ahora bien, en el caso del enfermo mental grave sin conciencia de enfermedad, nos enfrentamos a la difícil cuestión de qué significa realmente respetar su voluntad. La psicopatología puede distorsionar radicalmente la percepción de la realidad y, por tanto, las preferencias expresadas bajo ese estado pueden no reflejar los intereses profundos o el verdadero proyecto de vida del individuo. Por ejemplo, un paciente con esquizofrenia en brote psicótico puede rechazar la medicación antipsicótica porque cree firmemente que el médico quiere envenenarlo, o una persona con manía puede desear gastar todo su dinero impulsivamente porque se siente invencible. ¿Esas decisiones deben ser inviolables en nombre de la autonomía? ¿O hay que interpretar la autonomía de manera más matizada en este contexto?
Desde un punto de vista kantiano y de derechos humanos, podría argumentarse que respetar la dignidad del paciente implica, ante todo, tratarlo como un sujeto racional incluso cuando su razón está afectada. Esto significaría hacer todo lo posible por comprender su voluntad y sus valores previos, dándole voz y participación en las decisiones en la medida de lo posible. La dignidad entendida como respeto absoluto a la persona sugeriría que no se le imponga un tratamiento con violencia o coerción salvo que sea estrictamente necesario para salvar su vida. Ignorar por completo los deseos del paciente podría considerarse una forma de cosificación (tratarlo como “objeto” de medidas médicas), algo incompatible con la dignidad. De hecho, se afirma que “el respeto por la humanidad, condición propia de la dignidad, brinda soporte a la autonomía, e implica impedir cualquier situación que pueda cosificar a la persona” . Un trato indigno en salud mental sería aquel que redujera al paciente a “cosa” o mero receptor pasivo, por ejemplo, atándolo o medicándolo sin ninguna explicación ni consideración por su opinión.
La ética contemporánea también nos ofrece la noción de autonomía relacional, que resulta muy pertinente aquí. Este concepto, desarrollado en bioética feminista y otras corrientes, sostiene que la autonomía individual no surge en el vacío, sino que está sustentada por redes de apoyo, contextos sociales y relaciones con otros. Aplicado al enfermo mental, implica que la toma de decisiones no es enteramente individual, sino que puede ser un proceso compartido o asistido. Respetar la autonomía del paciente con psicosis no tiene que significar simplemente “dejarlo hacer lo que quiera” en su estado de confusión, sino más bien ayudarle a decidir de acuerdo a sus valores e intereses auténticos, involucrando a personas de confianza y profesionales en un modelo de decisión apoyada. Por ejemplo, se puede recurrir a voluntades anticipadas o directrices que el propio paciente dejó establecidas en momentos de lucidez respecto a cómo desea ser tratado en una crisis psicótica; de esta forma, su voluntad previa y racional es la que guía la decisión, lo cual respeta su dignidad y autonomía en un sentido más profundo.
El movimiento internacional de derechos de personas con discapacidad aboga por este enfoque. La Convención de la ONU sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (2006) y su interpretación en la Observación General Nº1 (2014) proponen reemplazar el paradigma de la sustitución de la voluntad (decidir por otros) por el de toma de decisiones con apoyo. En esencia, sostienen que incluso quienes padecen discapacidades psicosociales severas mantienen su capacidad jurídica y su condición de sujetos de derecho; por lo tanto, se debe procurar siempre respetar sus voluntades y preferencias con las adaptaciones o apoyos necesarios, en vez de imponerles el criterio de terceros. Esta perspectiva radicalmente autonomista se opone al paternalismo tradicional, argumentando que la dignidad de estas personas se protege reconociéndolas como agentes activos. En la práctica, algunos países están adaptando sus leyes en esta línea: por ejemplo, España en 2021 reformó su legislación civil para eliminar la figura de la incapacitación jurídica y sustituirla por mecanismos de apoyo a la toma de decisiones, enfatizando la autonomía de la persona con discapacidad mental incluso en situaciones de vulnerabilidad.
No obstante, respetar la voluntad del paciente psiquiátrico tiene límites éticos cuando esa voluntad expresada es producto directo de la alteración mental y conlleva graves riesgos. Incluso desde una perspectiva liberal clásica, pensadores como John Stuart Mill –ferviente defensor de la libertad individual– reconocieron que la autonomía puede restringirse por el bien del propio individuo si este no está en pleno uso de sus facultades. Mill sostenía que la sociedad no debe interferir en la libertad de alguien mentalmente sano, pero “no se aplica a aquellos que no están en condiciones de gobernarse a sí mismos”, refiriéndose explícitamente a menores de edad o personas en estados de locura o delirio. En tales casos, permitirles hacerse daño o tomar decisiones ruinosas no sería realmente un respeto a su libertad, porque sus actos no son fruto de una voluntad libre e informada sino de la enfermedad que los esclaviza momentáneamente.
En síntesis, desde la óptica de la autonomía y la dignidad personal, es fundamental esforzarse por incluir al paciente en las decisiones, buscar su consentimiento auténtico y respetar sus valores. La dignidad del enfermo mental, entendida así, exige empatía y reconocimiento: escuchar su perspectiva, explicarle la situación de forma accesible, y agotar estrategias de persuasión o apoyo antes de recurrir a la coerción. Incluso cuando finalmente haya que tomar una medida en contra de su voluntad para protegerlo, esto debe hacerse procurando el menor menoscabo posible a su agencia, es decir, intentando proteger su autoestima, privacidad y derechos durante el proceso. Por ejemplo, informar al paciente de que la decisión se toma porque en este momento su salud está en grave riesgo y que en cuanto mejore se le devolverá el control, involucrar a familiares o personas queridas que él hubiera elegido, y mostrarle respeto en todo momento, son maneras de mitigar la violación de autonomía manteniendo cierta continuidad con la dignidad del paciente.
Beneficencia y paternalismo: intervenir para proteger al paciente
Frente al imperativo de respetar la voluntad del paciente, se alza el principio de beneficencia, tradicional en la ética médica, que obliga a procurar el bien del enfermo. Cuando un paciente con trastorno mental grave rechaza el tratamiento o toma decisiones que claramente lo perjudican debido a su estado psicopatológico, los profesionales y allegados se enfrentan a una fuerte tentación (o deber) paternalista: intervenir por su propio bien, incluso contra su voluntad explícita. El paternalismo médico se define justamente como “una interferencia en las acciones o decisiones de una persona, dirigida contra su voluntad, pero orientada en principio hacia su propio bien” . Es decir, bajo una justificación paternalista el médico (o el familiar, o el Estado) asume que sabe mejor que el paciente qué le conviene, y decide por él buscando protegerlo de un daño que el paciente no percibe o no valora correctamente.
En el contexto de la salud mental, abundan situaciones que históricamente han dado lugar a intervenciones paternalistas: hospitalizaciones psiquiátricas involuntarias para evitar que el paciente se haga daño o arruine su vida, tratamientos forzosos con fármacos antipsicóticos o estabilizadores del ánimo, nombramiento de tutores legales para administrar el patrimonio del paciente que, por ejemplo, podría dilapidar sus ahorros por delirios o impulsividad, etc. La justificación ética de estas acciones se basa en que, dada la alteración de las facultades mentales, el paciente no es plenamente autónomo en ese momento, y por tanto no es capaz de elegir lo mejor para sí mismo. Por ende, alguien más debe tomar la decisión que maximice su bienestar y evite un mal mayor. Desde una perspectiva utilitarista, que valora las acciones por sus consecuencias en términos de felicidad o sufrimiento, sería defendible contrariar los deseos presentes del paciente si con ello se logra un resultado claramente mejor para él en el futuro (por ejemplo, salvarle la vida, devolverle la salud mental, o impedir que quede en la indigencia). El utilitarismo podría argumentar que la dignidad del paciente se preserva más protegiendo su vida y su integridad que permitiéndole ejercer una “libertad” que en realidad es expresión de su enfermedad y que conduce a la autodestrucción.
Muchos profesionales de la psiquiatría y la bioética clínica sostienen que en ciertos casos extremos el paternalismo está éticamente justificado. Como resumió un autor, la práctica psiquiátrica “ofrece ejemplos concretos de lo que puede ser un paternalismo éticamente justificado o, lo que es lo mismo, situaciones en las que la buena praxis clínica pasa por la limitación de la autonomía” . La vulnerabilidad del paciente con psicosis severa hace que la beneficencia (hacer el bien) y la no maleficencia (evitar el daño) adquieran un peso mayor en la balanza de principios, pues la prioridad inmediata es salvaguardar la vida, la salud y la seguridad del individuo. De hecho, si el médico se aferra al principio de autonomía sin considerar el estado mental del paciente, podría incurrir en negligencia. Desde la deontología médica, se vería como inaceptable “abandonar” al enfermo a su suerte sabiendo que va rumbo a un daño grave evitable. En palabras de un texto bioético, “es potencialmente peligroso permitir que la decisión respecto de la opción terapéutica sea tomada por una persona con la capacidad de autogobierno y de juicio debilitada [...]. [Hacerlo] puede poner en riesgo la integridad física y mental o el bienestar del enfermo” . En otras palabras, no intervenir ante decisiones claramente autodestructivas de un paciente incapacitado podría interpretarse como una omisión grave del deber de cuidado.
El paternalismo, por tanto, busca proteger la dignidad humana en otro sentido: no tanto la autodeterminación inmediata, sino la dignidad en cuanto calidad de vida y realización básica de la persona. Aquí la dignidad se vincula con asegurar que la persona no caiga en condiciones indignas de existencia (abandono, miseria, descontrol total de su mente y cuerpo). Algunos filósofos personalistas argumentan que permitir que un individuo en estado psicótico se deteriore profundamente equivale a fallar en el respeto a su dignidad, porque se estaría tolerando que una condición tratable destruya a la persona que es en esencia. Desde esta óptica, existe casi un deber de rescate: así como salvaríamos a alguien que camina sonámbulo hacia un abismo aunque nos grite que lo soltemos, debemos detener al paciente cuya enfermedad lo lleva por un camino fatal.
Por supuesto, el paternalismo conlleva el riesgo de exceso y de derivar en prácticas abusivas si no se acota. Un paternalismo extremo o “duro” impondría la visión del profesional o la familia sin tomar en cuenta en absoluto la perspectiva del paciente, tratándolo como a un menor de edad perpetuo. Este enfoque ha sido criticado por reducir al enfermo mental a un estado de tutela permanente, negándole su condición de sujeto. De hecho, una mirada meramente paternalista puede “buscar protegerlos, pero falla en reconocerlos como sujetos iguales, lo que naturaliza procesos que alimentan la vulnerabilidad” . Es decir, si vemos a las personas con enfermedad mental solo como víctimas pasivas que requieren protección, podríamos estar reforzando estereotipos y violando su dignidad de otro modo: negándoles la oportunidad de crecer, de ejercer cualquier autonomía y de ser tratados como miembros plenos de la sociedad. La historia de la Psiquiatría está lamentablemente repleta de episodios de paternalismo excesivo: internaciones prolongadas sin justificación, tratamientos forzosos inhumanos, esterilizaciones forzadas, etc., realizados “por el bien” del paciente pero sin su participación y, a menudo, con resultados devastadores para su dignidad.
Por ello, hoy se promueve en bioética un paternalismo moderado o “suave”, circunscrito únicamente a circunstancias excepcionales en las que: 1) el paciente carece temporalmente de capacidad de decisión (incompetencia decisoria demostrable), 2) la decisión que está tomando o la no intervención acarrearían un perjuicio grave e irreparable, y 3) la intervención propuesta tiene expectativas razonables de mejorar la situación o evitar el daño. Bajo estas condiciones, actuar contra la voluntad momentánea del paciente se considera éticamente defendible, siempre que se haga buscando el mejor interés del paciente y no otras motivaciones. Legalmente, en muchos países la hospitalización psiquiátrica involuntaria o la administración forzosa de tratamientos solo se permiten cuando se cumple un criterio de riesgo cierto de daño (para sí o para terceros) o de incapacidad de satisfacer necesidades básicas, y suele requerir evaluaciones médicas estrictas y autorización judicial en plazos breves. Estos requisitos reflejan la intención de limitar el paternalismo a lo estrictamente necesario, evitando arbitrariedades. En última instancia, incluso cuando se decide por el paciente, debe procurarse lo que haría si estuviera en su sano juicio –una idea conocida como “juicio substitutivo”– o al menos lo que objetivamente parece más beneficioso y menos restrictivo para él (principio de proporcionalidad en las intervenciones).
Cabe destacar que un genuino respeto a la dignidad en el marco paternalista implica mantener siempre presente que la situación es excepcional y temporal. El fin último de la intervención no es anular la autonomía del individuo, sino restaurarla en la medida de lo posible. Por ejemplo, si se interna a alguien contra su voluntad por un brote psicótico, el objetivo deberá ser estabilizarlo y darle de alta lo antes posible, en lugar de retenerlo innecesariamente. La OMS y organismos internacionales de salud mental insisten en que la atención en salud mental debe ser lo menos restrictiva posible y centrada en la recuperación y reintegración del paciente en la comunidad, precisamente para preservar su dignidad y libertad a largo plazo. La dignidad, entendida integralmente, implica no solo salvar la vida biológica del paciente, sino también respetar su identidad y sus derechos durante todo el proceso.
En resumen, el paternalismo médico, sustentado en la beneficencia, aporta una perspectiva donde la dignidad del enfermo mental se protege evitando su degradación física, psíquica o social cuando él no puede hacerlo por sí mismo. Bien aplicado, puede ser una expresión de compasión y cuidado que rescata a la persona de los estragos de su enfermedad. Sin embargo, mal manejado, puede menoscabar la dignidad al anular la personalidad del paciente y perpetuar su dependencia. De ahí la importancia de equilibrar cuidadosamente la protección y el respeto.
Perspectivas filosóficas relevantes
El dilema entre autonomía y paternalismo en la salud mental puede iluminarse recurriendo a varias corrientes filosóficas que abordan la dignidad y la ética de la intervención:
Dignidad kantiana: personas como fines en sí
La concepción kantiana ya mencionada subraya que la dignidad está ligada intrínsecamente a la capacidad racional y moral de la persona. Tratar al individuo como fin en sí mismo implica reconocer su autonomía racional. Desde este punto de vista, ignorar completamente la voluntad de un paciente mental sería problemático porque supone no tratarlo como agente moral. Sin embargo, podría argumentarse que cuando la razón está temporalmente eclipsada por la psicosis, el deber para con la dignidad de esa persona sería restaurar su capacidad racional (por ejemplo, mediante tratamiento) para que pueda volver a ejercer su autonomía plenamente. Un kantiano podría sostener que hay que actuar según lo que respete a la persona trascendental detrás de la enfermedad: es decir, no seguir los caprichos del trastorno, sino la voluntad auténtica que el sujeto tendría si estuviera libre de la patología. En ese sentido, cierta intervención contra la voluntad empírica del paciente podría justificarse como respeto a su voluntad racional genuina. Con todo, el enfoque kantiano impondría límites claros al trato: jamás se debe instrumentalizar al enfermo mental –por ejemplo, usar la internación no para beneficio del paciente sino para comodidad de la familia o para fines de investigación sin consentimiento. La persona enferma sigue teniendo un valor absoluto y cualquier acción debe ser en su beneficio y respetando su humanidad, nunca tratándolo como “medio” fungible.
Utilitarismo: maximizar bienestar y evitar daños
El utilitarismo, representado por filósofos como Jeremy Bentham y John Stuart Mill, evalúa la moralidad en función de las consecuencias. Un utilitarista centrado en este dilema preguntaría: ¿qué curso de acción producirá el mayor bienestar total y el menor sufrimiento? Aplicado al caso de un enfermo mental sin conciencia de enfermedad, este enfoque tenderá a sopesar costos y beneficios de respetar su voluntad versus intervenir. Si permitir que el paciente siga su propia decisión (por ejemplo, rehusar tratamiento) va a conducir a un gran sufrimiento para él (empeoramiento de la psicosis, daños físicos, pérdida de sus relaciones o bienes) e incluso para sus seres queridos, mientras que una intervención involuntaria podría evitar esas consecuencias negativas, el utilitarismo probablemente favorecerá la intervención. Salvar una vida o prevenir un daño severo suele tener más peso en la balanza utilitarista que la incomodidad o el malestar temporal que puede causar la coerción médica.
No obstante, un utilitarismo refinado también tomaría en cuenta que las acciones coercitivas generan sufrimiento y tienen costos: forzar a alguien a internarse o medicarse puede causarle trauma, angustia, violar su confianza en el sistema sanitario, además del impacto en otros (como estrés familiar, recursos legales, etc.). Por tanto, se buscarían alternativas menos drásticas si producen casi el mismo bien con menos daño; por ejemplo, intentar primero un tratamiento ambulatorio con supervisión antes que una hospitalización forzosa, si es viable. Asimismo, el utilitarismo consideraría el bienestar a largo plazo: quizá a corto plazo el paciente sufre por la intervención, pero a largo plazo recupera su salud mental y agradece no haber perdido su trabajo o su hogar durante la crisis, lo que en términos de felicidad global es positivo. En suma, la óptica utilitarista aporta la idea de proporcionalidad: las medidas que se tomen contra la voluntad del paciente deben estar justificadas por un claro saldo favorable de bienestar (evitar daños mayores), de lo contrario serían injustificables.
Paternalismo médico y principio de beneficencia
El paternalismo médico tradicional se apoya en el principio hipocrático de “primum non nocere” (lo primero es no hacer daño) y en la beneficencia. Durante siglos, los médicos asumieron un rol muy directivo, decidiendo ellos qué era lo mejor para el paciente sin necesariamente consultar su opinión, partiendo de la premisa de que el médico sabe más (técnica y moralmente) sobre la salud. Esta postura empezó a ser cuestionada a finales del siglo XX con el auge de la bioética y los derechos civiles, que criticaron el autoritarismo médico y reivindicaron la autonomía del paciente. Sin embargo, en psiquiatría el paternalismo ha persistido más tiempo que en otras áreas, justamente porque a veces el paciente no es capaz de un consentimiento válido.
El debate bioético ha intentado delimitar cuándo el paternalismo es aceptable. Se suele distinguir entre paternalismo “suave” (soft paternalism) y “duro” (hard paternalism). El paternalismo suave interviene solo cuando la capacidad de decisión del individuo está mermada o cuando su acción no es plenamente voluntaria/informada; en cambio, el duro interviene incluso contra decisiones autónomas por creer saber mejor que el individuo (algo mucho más polémico). En salud mental, la mayoría de las defensas éticas se basan en un paternalismo suave: se interviene porque el paciente no está en su sano juicio en ese momento; si lo estuviera, no se justificaría pasar por encima de su decisión. Esta posición encuentra apoyo, por ejemplo, en la teoría de Gerald Dworkin, quien sostiene que cierta interferencia es permisible para preservar la capacidad futura de autodeterminación del individuo (un “paternalismo guiado por la autonomía futura”). Así, se fuerza el tratamiento ahora para que el paciente pueda recuperar su autonomía más adelante en lugar de perderla definitivamente por la progresión de la enfermedad.
La concepción de dignidad bajo el paternalismo médico pone el acento en la compasión y la protección. Se considera digno actuar con humanidad evitando sufrimientos extremos, aunque el paciente no lo entienda en el momento. Importa destacar que, filosóficamente, este enfoque debe cuidarse de no caer en lo que algunos llaman “patriarcalismo” o exceso de autoridad, donde el profesional impone su escala de valores. Un paternalismo ético requiere humildad y empatía: reconocer que la intervención es una carga moral (pues se invade la libertad) y que solo se hace porque genuinamente no hay mejor alternativa para ayudar al paciente. Autores como Diego Gracia proponen la deliberación ética caso por caso, ponderando principios, para decidir si prima la autonomía o la beneficencia en cada situación concreta; no es un cheque en blanco para el médico, sino un proceso racional y compasivo de toma de decisiones.
Autonomía relacional: interdependencia y apoyo
La teoría de la autonomía relacional ofrece una vía de conciliación, al reconocer que la toma de decisiones siempre ocurre en un entramado de relaciones sociales. Desde esta perspectiva, la autonomía no es mera independencia absoluta, sino la capacidad de actuar en consonancia con quien uno es, lo cual incluye considerar las relaciones significativas, los cuidados recibidos y las responsabilidades mutuas. En el caso del enfermo mental, la autonomía relacional enfatizaría que sus decisiones deben entenderse en el contexto de su red de apoyo: familia, amigos, profesionales. Esto no significa que otros decidan por él sin más, sino que se construye una solución dialogada. Por ejemplo, si un paciente psicótico rechaza tratamiento, una aproximación relacional buscaría involucrar a alguien de su confianza (un familiar cercano, un terapeuta con buena relación) para persuadirlo, comprender sus miedos, y quizás negociar un plan que respete en algo sus preferencias (tal vez aceptar medicación a cambio de evitar la hospitalización, si fuera viable y seguro). No se deja al paciente solo con su carga (lo cual sería un falso respeto a la autonomía), pero tampoco se le arrebata completamente su voz.
La autonomía relacional conecta con la idea de solidaridad y empatía en la comunidad. Reconoce que todos somos vulnerables en alguna medida y dependemos de otros en distintos momentos de la vida (nadie es totalmente autónomo todo el tiempo). Por ende, no se trata de aislar al enfermo mental en pro de su “libertad”, sino de acompañarlo en la toma de decisiones difíciles. Este enfoque también resuena con la noción de “dignidad en las relaciones de cuidado”: la dignidad se expresa cuando el individuo siente que es escuchado, valorado y apoyado por quienes le rodean, incluso si en última instancia se toma una decisión que él inicialmente no quería. La diferencia es que esa decisión se habrá gestado con diálogo y respeto, no de forma impuesta brutalmente.
En suma, las diferentes teorías aportan matices: Kant nos recuerda la inviolabilidad de la persona; el utilitarismo, la importancia de las consecuencias sobre el bienestar; el paternalismo médico tradicional, el deber de cuidar y los peligros de la omisión; la autonomía relacional, la importancia del contexto y de los apoyos para una auténtica autodeterminación. Todas estas visiones buscan, en último término, preservar la dignidad del paciente con enfermedad mental, aunque ponen el énfasis en facetas distintas de esa dignidad (autonomía racional, resultado benéfico, integridad moral, reconocimiento social, etc.).
El papel de los profesionales de la salud, la familia y el Estado
La resolución práctica de estos dilemas recae en distintos actores sociales que rodean al paciente: el equipo médico, los familiares (u otros cuidadores cercanos) y el Estado a través de sus leyes e instituciones. Cada uno tiene un rol específico y enfrenta retos particulares para garantizar la dignidad del enfermo mental.
Profesionales de la salud: custodios de la capacidad y el cuidado
El personal sanitario (psiquiatras, psicólogos, enfermeros, etc.) se encuentra en la primera línea. Son quienes deben evaluar la capacidad mental del paciente para tomar decisiones en cada momento. Esta evaluación de competencia no es sencilla ni absoluta; implica valorar si el paciente “comprende y juzga los hechos relevantes”, puede “declarar alguna preferencia” y “ponderar la información para llegar a una conclusión” respecto a su tratamiento. Existen instrumentos clínicos y legales para determinar si alguien carece de juicio suficiente (por ejemplo, evaluaciones neuropsicológicas, entrevistas de capacidad tipo MacArthur). Cuando concluyen que el paciente no tiene capacidad, los profesionales asumen una enorme responsabilidad ética: deben decidir en su nombre o instigar el proceso legal para ello.
Los médicos están llamados a ponderar cuidadosamente la situación: ¿este paciente entiende lo que le ocurre? ¿Sus negativas o decisiones se deben a su yo auténtico o a los síntomas de su trastorno? ¿Cuál es el riesgo si no intervenimos? Como recomienda la literatura bioética, “es imprescindible que el profesional de salud pondere si es posible atender a la voluntad expresada por el paciente, lo que dependerá de su grado de entendimiento”. Solo si la comprensión es claramente insuficiente y el riesgo alto, se justificará proceder contra esa voluntad. En este proceso, la comunicación es clave: el profesional debe intentar explicar la información al nivel cognitivo del paciente, quizá utilizando términos simples, repitiendo las explicaciones en diferentes momentos, involucrando a algún allegado que ayude a convencer. Esto forma parte de respetar la dignidad: no dar por sentado de entrada que “no entiende nada”, sino agotar instancias para que entienda y participe.
Cuando no hay más remedio que actuar paternalistamente, los profesionales deben hacerlo de forma proporcional y ética. Las guías clínicas sugieren usar la mínima restricción necesaria. Por ejemplo, en vez de una hospitalización involuntaria larga, intentar un ingreso breve para estabilización; en vez de coerción física, utilizar técnicas de de-escalamiento verbal o medicación tranquilizante con consentimiento tácito si es posible. Además, se deben documentar muy bien las razones por las cuales se violó la autonomía (para transparencia y revisión posterior) y establecer revisiones periódicas de la medida. La dignidad del paciente exige que el médico no abuse de su poder y se autoimponga controles: consultas con comités de ética, segundas opiniones, y sobre todo, mantener una actitud de respeto hacia el paciente incluso durante la intervención involuntaria. Esto significa evitar tratos vejatorios, informar al paciente de sus derechos (por ejemplo, derecho a recurrir legalmente la hospitalización involuntaria), y mostrar empatía por su sufrimiento.
Los profesionales también funcionan como garantes ante posibles excesos por parte de la familia o el Estado. Al estar en contacto directo con el paciente, pueden abogar por él si, por ejemplo, alguna decisión legal o familiar parece ir en contra de sus intereses o es demasiado restrictiva. Un psiquiatra responsable no solo “obedece” la orden de internar, sino que evalúa si realmente es necesaria; si cree que no, debe decirlo aunque la familia lo presione. Inversamente, si la familia se niega a aceptar la gravedad de la enfermedad y el paciente se deteriora, el médico tiene la obligación de informar al juez para una posible tutela o internación. Su rol es complejo: balancear beneficencia y autonomía, actuando a veces como puente comunicativo entre el mundo interno caótico del paciente y las demandas del entorno.
En muchos códigos deontológicos, se recalca que el profesional debe defender la dignidad del paciente en todo momento. Esto incluye mantener la confidencialidad (no exponer detalles de su condición sin permiso), evitar etiquetas peyorativas o actitudes de discriminación, y propiciar su reinserción social. Un aspecto de la dignidad es no perpetuar el estigma: el médico debe educar a la familia y comunidad, hacer ver que tras la enfermedad hay una persona valiosa. Así, su papel no es solo técnico sino también moral y educativo.
La familia y allegados: apoyo, representación y a veces conflicto
La familia suele ser un actor central en la vida de la persona con enfermedad mental grave. Padres, cónyuges, hermanos u otros cuidadores cercanos a menudo asumen la gestión cotidiana del paciente, velan por su seguridad y administran sus asuntos cuando él no puede. Desde el punto de vista de la autonomía relacional, la familia puede ser el principal sustento de la dignidad del enfermo: brindándole cariño, identidad, un sentido de pertenencia y actuando como sus defensores cuando él no puede expresar sus necesidades. Muchas veces son los familiares quienes conocen mejor los valores y preferencias auténticas del paciente (por ejemplo, saben que en el fondo sí querría recuperarse aunque en crisis diga lo contrario) y por tanto pueden orientar decisiones coherentes con la personalidad previa del enfermo. Asimismo, la familia suele proveer el consentimiento sustituto en situaciones de urgencia (si el paciente no puede consentir, los médicos consultan a los familiares cercanos sobre qué hacer, dentro del marco legal).
Sin embargo, el rol familiar también está cargado de tensiones. Los familiares tienen sus propias emociones e intereses: sufren al ver a su ser querido enfermo, pueden sentir miedo, frustración o agotamiento. En ocasiones, pueden inclinarse por soluciones paternalistas de forma precipitada (“háganle lo que sea, doctor, pero que esté tranquilo”) porque ellos mismos necesitan alivio. Otras veces sucede lo contrario: familiares en negación que se oponen a una hospitalización necesaria (“en casa estamos bien, no lo encierren”) por temor al estigma o por sobreprotección mal entendida. Esto muestra que la familia no siempre actúa monolíticamente en el mejor interés del paciente, aunque esa sea su intención. Por ello, los sistemas éticos y legales suelen establecer controles externos: por ejemplo, un juez debe evaluar las decisiones de tutela para que los familiares no cometan abusos patrimoniales; o un comité médico revisa si la insistencia de cierta familia en mantener a su pariente en casa va en detrimento de su salud.
El Estado y los profesionales a veces deben mediar en conflictos familia-paciente. Pensemos en un paciente que delira contra su familia y no quiere saber nada de ellos, aunque objetivamente necesite su ayuda; ¿hasta dónde es digno imponerle la presencia o decisiones de su familia? O a la inversa, si el paciente quiere que solo su pareja decida por él pero legalmente la madre es la tutora designada, ¿a quién se debe escuchar? Estos dilemas requieren sensibilidad. Una aproximación basada en dignidad sugeriría respetar los lazos afectivos significativos del paciente: si confía en su pareja, habría que darle cabida en las decisiones; si el paciente percibe a su familia como hostil (quizá sin razón objetiva, pero es su vivencia), tal vez conviene apoyarse más en profesionales neutrales para evitar que sienta vulnerada su dignidad.
Idealmente, la familia debe ser aliada en la protección de la dignidad del enfermo mental. Esto implica que también ellos necesitan orientación y apoyo. Programas psicoeducativos enseñan a las familias cómo comunicarse con el paciente, cómo respetar sus espacios y decisiones en lo posible, y cómo identificar signos de alarma. Al fin y al cabo, la dignidad del paciente se refuerza cuando su círculo cercano lo trata con respeto y empatía, no con miedo o lástima. Frases como “es un adulto, aunque esté enfermo” o “vamos a tomar esta decisión por ahora porque te amamos y queremos verte mejor, luego veremos juntos cómo seguir” reflejan un trato más digno que simplemente “nos ocupamos de todo porque tú no puedes”.
También es importante reconocer que la familia tiene derechos y dignidad que deben ser considerados, aunque sin desplazar al paciente como protagonista. Por ejemplo, una madre que cuida a su hijo esquizofrénico violento también merece protección; el Estado debe proveer alternativas (hospitales, residencias, asistencia) si la carga es inasumible, por dignidad tanto del paciente como de la madre. Encontrar el balance entre la autodeterminación del paciente y la protección familiar es otro desafío práctico.
El Estado y los marcos legales: garantizar derechos y proteger al vulnerable
El Estado juega un papel crucial al establecer el marco jurídico que rige todas estas situaciones. Las leyes de salud mental, las figuras de capacidad legal, tutela, curatela, internación involuntaria, etc., son las herramientas con las que se intenta equilibrar autonomía y protección a nivel institucional.
En muchos países, la legislación ha ido evolucionando de modelos puramente tutelares (centrados solo en la enfermedad y la incapacidad) hacia modelos más garantistas de derechos. En España, la legislación busca equilibrar el respeto a la autonomía de las personas con trastornos mentales y la necesidad de protegerlas cuando su capacidad de decisión está comprometida. La Ley 8/2021, de 2 de junio, reformó la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica, eliminando la incapacitación judicial y promoviendo medidas de apoyo que respeten la voluntad y preferencias de la persona. Sin embargo, la implementación de esta ley ha enfrentado desafíos, especialmente en casos donde las personas no reconocen su necesidad de apoyo, lo que ha llevado a retrasos en la revisión de incapacidades previas.
Además, la Ley 41/2002, básica reguladora de la autonomía del paciente, establece que toda actuación en el ámbito de la salud requiere el consentimiento libre y voluntario del afectado, tras recibir la información adecuada. No obstante, cuando el paciente no es capaz de tomar decisiones, la ley prevé que el consentimiento sea otorgado por representantes legales o personas vinculadas por razones familiares. Esta disposición busca proteger al paciente, pero también puede generar conflictos sobre quién debe tomar las decisiones y cómo garantizar que se respeten sus deseos y preferencias.
Otro aspecto legal es la regulación de la capacidad jurídica. Tradicionalmente, existía la declaratoria de “incapacidad” civil de la persona con enfermedad mental crónica, nombrándose un tutor que tomaba todas las decisiones legales por ella (administrar bienes, decidir tratamientos, etc.). Este modelo ha sido muy cuestionado por ser un “matar moscas a cañonazos”: retiraba todos los derechos civiles de la persona, muchas veces de por vida, incluso si podía opinar en algunos asuntos. Inspirados por la Convención de Discapacidad de la ONU, varios países (España entre ellos, con la Ley 8/2021) han eliminado la figura de la incapacitación reemplazándola por sistemas graduales de apoyos en la toma de decisiones. Por ejemplo, ahora se prefiere una curatela o asistencia en actos puntuales (como manejar cuentas bancarias conjuntamente, o supervisar decisiones médicas) en lugar de una tutela plena que silencie totalmente al interesado. Legalmente se reconoce que la persona conserva su dignidad y derechos básicos; solo se le provee ayuda donde la necesita. Este cambio refleja un giro hacia entender la dignidad como igualdad ante la ley a pesar de la discapacidad, y no como algo que “se pierde” cuando se padece una enfermedad mental.
No obstante, la implementación práctica de estos principios aún enfrenta dificultades. Hay países donde la infraestructura de apoyos es insuficiente, y en la práctica, ante emergencias, se sigue recurriendo a medidas coercitivas sin demasiadas alternativas. También existe variación cultural: en sociedades más comunitarias, puede aceptarse mejor que la familia decida; en sociedades más individualistas, se enfatizan más los derechos individuales aunque la persona esté en crisis. El Estado debe encontrar un equilibrio también a nivel macro: proteger al individuo vulnerable (función de parens patriae, es decir, tutor último de quienes no pueden cuidarse) sin socavar sus libertades fundamentales. Los tribunales internacionales de derechos humanos (por ejemplo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos) han desarrollado jurisprudencia sobre hospitalizaciones psiquiátricas, estableciendo que deben ser legales, necesarias y proporcionales, y que el paciente tiene derecho a ser oído y recurrir la detención. Esto añade otra capa de dignidad: el derecho a la debida defensa incluso cuando uno está temporalmente incapacitado.
El Estado también tiene responsabilidad de proporcionar recursos adecuados para que la dignidad del enfermo mental no sea letra muerta. Por ejemplo, asegurar que los hospitales psiquiátricos (o unidades de agudos en hospitales generales) tengan condiciones humanas, no sean hacinamientos indignos donde el paciente sufra aún más. La OMS ha denunciado que en muchos lugares las personas con trastornos mentales “sufren maltrato físico y emocional tanto en los centros psiquiátricos como en su entorno”, lo cual atenta contra su dignidad y derechos. La dignidad exige entornos terapéuticos seguros y respetuosos. Asimismo, el Estado debe invertir en salud mental comunitaria (centros de día, viviendas asistidas, apoyo laboral) de modo que el paciente tenga la posibilidad de vivir con cierta autonomía y apoyo, sin recaer continuamente en crisis que requieran medidas drásticas. En definitiva, las políticas públicas deben alinearse con el reconocimiento de que estas personas son ciudadanos de pleno derecho.
Por último, en el plano jurídico internacional, instrumentos como la mencionada Convención de la ONU y los Principios de las Naciones Unidas para la Protección de los Enfermos Mentales (Resolución 46/119 de la ONU) establecen estándares que los estados deben seguir. Entre ellos: el derecho al consentimiento informado en la mayor medida posible, el derecho a no ser objeto de tratamientos inhumanos o degradantes, el derecho a la rehabilitación y a servicios de soporte social, y garantías procesales en caso de internación involuntaria. Varios países han incorporado estos principios en sus leyes nacionales. Aunque la brecha entre la ley y la realidad puede ser grande, al menos existe un consenso creciente en torno a la idea de que la enfermedad mental no anula la dignidad humana, y las intervenciones deben hacerse con miras a restaurar al individuo a una vida plena en la comunidad, no a confinarlo o desecharlo.
Hacia una protección integral de la dignidad del paciente mental
El análisis de este dilema nos muestra que la dignidad del enfermo mental es un valor irrenunciable que, sin embargo, puede interpretarse desde ángulos distintos. En el centro está la convicción de que la persona con trastorno mental sigue siendo un ser humano pleno, titular de derechos y merecedor de respeto, aunque su forma de expresarse o percibir el mundo esté alterada por la enfermedad. Proteger su dignidad implica tanto respetar su autonomía como procurar su bienestar, y la clave está en encontrar un equilibrio ético entre ambos objetivos cuando entran en tensión.
Tras contrastar las perspectivas, podemos afirmar que ni el autonomismo absoluto ni el paternalismo absoluto resultan adecuados. Un respeto irrestricto de la voluntad del paciente psicótico, ignorando las consecuencias fatales que podrían derivarse, en realidad podría equivaler a una forma de abandono o desprecio disfrazado de respeto. Sería una visión superficial de la dignidad, que no atiende a las necesidades reales de la persona. Por otro lado, un paternalismo desmedido que anule sistemáticamente la voz del paciente y lo trate como incapaz en todo momento también vulnera su dignidad, al negarle su condición de sujeto activo y singular. La experiencia, las teorías éticas y los marcos legales apuntan hacia una tercera vía: un modelo de intervención proporcional, justificadamente paternalista en situaciones críticas, pero siempre orientado a reinstaurar la autonomía del individuo en cuanto sea posible.
En la práctica médica, esto se traduce en adoptar un enfoque de “autonomía asistida”. Es decir, maximizar la participación del paciente en las decisiones según su grado de capacidad en cada momento, brindarle apoyos para que entienda y elija, y minimizar las coerciones. Solo cuando quede claro que el paciente no comprende el peligro y está en riesgo serio, se le impone una medida por su bien, pero con salvaguardas y explicaciones. Cada decisión debe ser individualizada y revisable: la dignidad se protege caso por caso, considerando la historia, los valores y las circunstancias únicas de esa persona. No hay una fórmula sencilla, sino la necesidad de una deliberación ética donde profesionales, familia (si procede) y eventualmente autoridades valoren qué curso respeta mejor la dignidad integral del paciente –esa que abarca su autonomía, pero también su vida, su integridad y su lugar en la sociedad.
Asimismo, es fundamental fortalecer la idea de dignidad como trato humano. Independientemente de si se sigue la voluntad del paciente o se actúa contra ella en una emergencia, la forma en que se lleva a cabo la interacción marca la diferencia. Se puede internar a alguien contra su voluntad de manera respetuosa, explicándole, cuidando su privacidad, evitando la violencia innecesaria, y eso preservará en gran medida su dignidad. Por el contrario, se podría incluso “respetar su decisión” pero con indiferencia o burla, y estaríamos lesionando su dignidad moral. En palabras de Kant, cada ser humano tiene un valor que exige reverencia; esto implica que la compasión, la honestidad y el respeto deben guiar todas las acciones, sean estas permisivas o restrictivas.
En conclusión, debemos entender la dignidad del enfermo mental como el derecho a ser tratado con respeto y a recibir protección cuando la necesite, simultáneamente. Es una dignidad que reconoce a la persona detrás de la enfermedad y busca empoderarla, pero que también la ampara cuando su libertad se ve comprometida por la propia patología. Para proteger eficazmente esa dignidad en la práctica médica, se requieren: profesionales empáticos y éticamente reflexivos, familias apoyadas y educadas en el cuidado respetuoso, y Estados que provean marcos legales garantistas junto con recursos materiales para la atención digna.
La postura más razonable y fundamentada es aquella que propone una síntesis: respetar al máximo la autonomía real del paciente mental y, cuando esta se vea eclipsada por la enfermedad, actuar temporalmente en su nombre con genuino espíritu terapéutico. Esto significa tomar decisiones en su mejor interés, pero intentando alinearlas con lo que sería su voluntad más profunda (esa que busca su propio bien aunque en la superficie la niegue). Implica también reincorporar su consentimiento tan pronto como recupere la capacidad, haciéndole partícipe de las siguientes decisiones. De esta manera, la dignidad del paciente se protege en todas sus facetas: como agente libre en la medida de sus posibilidades, como sujeto de cuidados cuando es vulnerable, y siempre como miembro valioso de la comunidad humana.
En últimas, el éxito ético se medirá en que la persona, al superar la crisis o mejorar su condición, pueda decir: “me trataron con dignidad”. Que sienta que, aunque en un momento no comprendía por qué lo ayudaban a la fuerza, se le trató con cariño y respeto, y que sus derechos fundamentales nunca le fueron negados por completo. Lograr eso es responsabilidad de todos los involucrados. Solo así estaremos honrando verdaderamente la dignidad del enfermo mental, entendiéndola no como un eslogan abstracto, sino como una práctica cotidiana de respeto, humanidad y justicia hacia quienes más lo necesitan.
Fuentes
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