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Fundamentación teórica y filosófica de la Convención de la ONU sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (énfasis en discapacidad por trastorno mental)

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Introducción

La Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD), adoptada por la Asamblea General de la ONU en 2006 (resolución 61/106) y vigente desde 2008, representa un cambio histórico en la forma de concebir la discapacidad y los derechos humanos. Es el primer tratado internacional que caracteriza la discriminación por motivos de discapacidad como una violación de los derechos humanos. La CDPD supuso “un nuevo paradigma interpretativo” en nuestras sociedades, reconociendo por primera vez que la discapacidad es esencialmente una construcción social y no meramente un atributo médico individual. Este ensayo analiza la fundamentación teórica y filosófica de la Convención, con énfasis en las personas con discapacidad derivada de trastorno mental (discapacidad psicosocial). Se abordan las principales corrientes filosóficas involucradas –como el modelo social de la discapacidad, la bioética, las teorías del reconocimiento y la justicia social–, así como debates sobre capacitismo (discriminación por discapacidad), autonomía, dignidad y derechos humanos.


A la luz de pensadores contemporáneos, vincularemos ideas de Michel Foucault, Martha Nussbaum, Jürgen Habermas, Amartya Sen, entre otros, con el contenido y espíritu de la Convención. Asimismo, se examinará el marco normativo y filosófico en el contexto de España, país que ha incorporado la CDPD en su legislación interna, reflejando estos fundamentos filosóficos en reformas jurídicas recientes. La estructura del ensayo comprende una introducción general, un desarrollo temático dividido en secciones, y unas conclusiones finales, todo ello con formato académico y referencias bibliográficas en estilo APA.


Del modelo médico al modelo social: un cambio de paradigma

Tradicionalmente, la discapacidad fue entendida bajo un modelo médico o rehabilitador, que la concebía como una deficiencia individual a ser curada o compensada. En contraposición, el modelo social de la discapacidad –desarrollado desde finales del siglo XX por activistas y académicos– sostiene que la discapacidad resulta de la interacción entre las diferencias funcionales de la persona y las barreras sociales, legales y arquitectónicas impuestas por la sociedad. Es decir, no es la mera condición de la persona lo que “produce” discapacidad, sino un entorno construido sin tener en cuenta la diversidad humana. La CDPD se nutre directamente de este enfoque: reconoce que las personas con discapacidad son “miembros plenos de la sociedad” y que es la sociedad la que debe adaptarse para eliminar barreras y garantizar su participación en igualdad. En palabras de un análisis jurídico, la Convención plantea que la discapacidad es esencialmente “un hecho social cuya causa es esencialmente social”.


Este cambio de paradigma supone una revolución conceptual. La CDPD marcó un “hito histórico y un cambio radical de las actitudes y enfoques” hacia las personas con discapacidad. Bajo este nuevo enfoque, la persona con discapacidad deja de verse como objeto de asistencia o lástima, para ser reconocida como sujeto de derechos. La Convención obliga a los Estados Parte a promover, proteger y asegurar el goce pleno de todos los derechos humanos y libertades fundamentales de las personas con discapacidad, “en igualdad de condiciones” con las demás. Esto implica revisar leyes, políticas y prácticas bajo el prisma de la no discriminación y la igualdad de oportunidades.


Un elemento central del modelo social y de la CDPD es la importancia del entorno. Como señala la Convención, las limitaciones derivadas de la discapacidad emergen cuando una deficiencia (física, sensorial, intelectual o mental) se encuentra con barreras en el entorno jurídico, físico o actitudinal. Por ello, la solución radica tanto en ajustar la sociedad (hacerla accesible e inclusiva) como en brindar apoyos a la persona para su plena participación. Este concepto se cristaliza en la obligación de “ajustes razonables” que impone la CDPD: modificaciones necesarias y adecuadas para que una persona con discapacidad disfrute sus derechos en igualdad, sin que ello suponga una carga desproporcionada (art. 2 de la Convención).


Derechos Humanos, dignidad y autonomía como fundamento

La CDPD está firmemente asentada en la teoría contemporánea de los Derechos Humanos. El reconocimiento de la dignidad intrínseca de todo ser humano es su pilar filosófico fundamental. En la tradición kantiana, la dignidad implica que cada persona es un fin en sí mismo, nunca un medio; esta idea impregna la Convención, cuyo preámbulo proclama la dignidad y el valor inherente de las personas con discapacidad. La novedad que aporta la CDPD es explicitar que negar derechos a alguien por su discapacidad constituye una violación a su dignidad humana y a los derechos universales. En efecto, el tratado subraya que toda forma de discriminación por discapacidad ofende los derechos humanos básicos.


Entre los principios generales de la CDPD (art. 3) destacan la autonomía individual, incluida la libertad de tomar las propias decisiones, y la independencia de las personas. Esto refleja un giro filosófico: históricamente, a las personas con discapacidad –especialmente intelectual o psicosocial (trastorno mental)– se les negó la autonomía bajo supuestos paternalistas (“por su propio bien”). La Convención rompe con ese patrón al afirmar la autonomía como valor rector, reconociendo a todas las personas con discapacidad la capacidad de decidir sobre sus vidas, con los apoyos necesarios. Este principio encuentra base en la ética contemporánea y la bioética: respetar la autonomía significa respetar la voluntad y las preferencias de la persona, incluso cuando ésta tenga alguna limitación cognitiva o psicopatológica. La bioética desde mediados del siglo XX ha enfatizado el respeto por la autonomía del paciente como uno de sus cuatro principios fundamentales, junto con la beneficencia, la no maleficencia y la justicia. La CDPD lleva este imperativo al terreno legal, reclamando que las personas con discapacidad mental sean tratadas como sujetos capaces de consentir, decidir y participar en asuntos que les conciernen.


En concordancia con autores como Jürgen Habermas, podemos interpretar que la legitimidad de los derechos humanos depende de la participación inclusiva de todos los afectados en el proceso discursivo de creación de normas. Desde la óptica de Habermas y la ética discursiva, una democracia deliberativa exige que las voces de grupos históricamente marginados –entre ellos las personas con discapacidad– sean escuchadas y tenidas en cuenta en igualdad de condiciones. Esta idea se refleja en el lema internacional del movimiento de vida independiente “Nada sobre nosotros sin nosotros”, que reclama la participación plena y directa de las personas con discapacidad en las decisiones que afectan sus vidas. La CDPD adopta este espíritu participativo: por ejemplo, en su Artículo 4.3 obliga a consultar activamente a las personas con discapacidad (a través de sus organizaciones representativas) en la elaboración y ejecución de leyes y políticas. Así, la Convención incorpora un aspecto procedimental democrático –afín al pensamiento de Habermas– asegurando la inclusión del “otro” (en este caso, de las personas con discapacidad) en el diálogo social y político.


La dignidad humana es otro concepto filosófico central en la CDPD. Desde Kant hasta Habermas, la dignidad se concibe como un valor inherente que confiere igualdad moral a todos los seres humanos. La Convención reafirma que las personas con discapacidad poseen la misma dignidad y valor que las demás, combatiendo nociones históricas que las colocaban en una posición de inferioridad. En la reforma del artículo 49 de la Constitución Española (aprobada en 2024) se aprecia esta influencia: el texto constitucional ahora reconoce que “las personas con discapacidad ejercen sus derechos [...] en condiciones de libertad e igualdad reales y efectivas”, y manda a los poderes públicos garantizar su plena autonomía personal y la inclusión social, prestando atención particular a mujeres y menores con discapacidad. Este reconocimiento explícito de autonomía y dignidad en la Carta Magna española muestra la intersección entre la filosofía de los derechos humanos y la normativa nacional, inspirada por la CDPD.


Capacitismo: la estructura mental de la exclusión

Un concepto crítico en la filosofía de la discapacidad es el capacitismo (en inglés ableism). Se refiere a la estructura mental y cultural que tiende a valorar menos a las personas con discapacidad, asumiendo que tener ciertas capacidades (físicas, cognitivas, sensoriales) típicas es la norma deseable. El capacitismo se manifiesta en prejuicios, estereotipos, actitudes de condescendencia y prácticas discriminatorias que históricamente han excluido y oprimido a las personas con discapacidad. Esta ideología subyacente equipara “discapacidad” con “incapacidad” o “anormalidad” y ha servido de justificación para negar derechos, segregar en instituciones y trivializar las voces de este colectivo.


La CDPD confronta directamente el capacitismo. En su Artículo 8, exige a los Estados emprender campañas de concienciación para combatir estereotipos, prejuicios y prácticas nocivas contra personas con discapacidad, incluidos aquellos basados en género y edad. Esto refleja una comprensión sociológica: cambiar las leyes no basta, es necesario transformar las mentalidades colectivas. En términos filosóficos, podemos verlo como una lucha por el reconocimiento en el sentido que le da Axel Honneth –es decir, la reivindicación de la identidad y la dignidad de un grupo menospreciado. La falta de reconocimiento se traduce en “invisibilización, estigmatización y cosificación” de las personas con discapacidad, lo cual Honneth calificaría como una patología social que vulnera las condiciones intersubjetivas del respeto y la autoestima. La Convención, al demandar que se vea a las personas con discapacidad como sujetos plenos de derechos y parte de la diversidad humana, opera en la línea de resignificar la discapacidad: de un “defecto” a una variación más de la condición humana que debe ser aceptada e incluida.


Filósofos como Michel Foucault aportan un marco crítico para entender el capacitismo institucional. Foucault, en “Historia de la locura” y otros trabajos, describió cómo la sociedad occidental, desde la Ilustración, construyó la categoría de “enfermedad mental” y confinó a quienes la padecían en instituciones totales (manicomios), bajo un discurso pretendidamente científico pero cargado de control social. Este “dispositivo psiquiátrico”, según Foucault, formó parte de un sistema de biopoder: técnicas y saberes mediante los cuales el poder controla los cuerpos y define la norma de lo sano/racional vs. lo enfermo/loco. El resultado fue la exclusión social de los denominados “locos”, retirados de la comunidad y privados de derechos bajo el supuesto de su propia protección.


El capacitismo se entrelaza con estas prácticas: la consideración de las personas con trastorno mental como seres peligrosos, incapaces o carentes de razón alimentó políticas de segregación y coerción “por su bien” o “por el bien público”. Incluso derivó en episodios extremos como la eugenesia y el exterminio –recuérdese la “Aktion T4” nazi, que Foucault y Giorgio Agamben señalan como culminación tanatopolítica de la exclusión de la discapacidad psicosocial. Estas expresiones históricas del capacitismo evidencian cómo una sociedad puede llegar a despojar de humanidad a las personas con discapacidad severa, reduciéndolas a lo que Agamben denomina “vida desnuda” (simple existencia biológica sin derechos).


La respuesta de la CDPD y del movimiento de derechos de la discapacidad es rehumanizar a este colectivo mediante el reconocimiento legal y social. En la práctica, esto implica desmontar prejuicios paternalistas y temores infundados. Por ejemplo, la idea de que alguien con esquizofrenia o bipolaridad es inevitablemente peligroso o incapaz de tomar decisiones es un estereotipo capacitista que la evidencia científica y la experiencia de vida independiente desmienten. La Convención obliga a sustituir esas narrativas excluyentes por enfoques centrados en las capacidades, la voluntad y las preferencias de la propia persona.


Michel Foucault y la discapacidad mental: poder psiquiátrico vs. derechos

La obra de Michel Foucault ofrece claves filosóficas para interpretar la CDPD, especialmente en el ámbito de la discapacidad por trastorno mental (discapacidad psicosocial). Foucault analizó el surgimiento de la psiquiatría como institución de control: describió cómo, a fines del siglo XVIII, la locura (antes tolerada o sacralizada en ciertos ámbitos) pasó a ser encerrada en hospitales psiquiátricos bajo el paradigma de la medicina mental. En su curso “El poder psiquiátrico”, Foucault muestra que la psiquiatría se fundó en relaciones de poder antes que en verdades científicas, inaugurando lo que llama una “microfísica del poder” sobre el loco. El psiquiatra asumió el rol de autoridad soberana sobre el paciente, en un proceso de “ceremonia de destitución” de la persona enferma de su estatus de sujeto autónomo. Así, quien era declarado “demente” perdía su libertad, su propiedad y su voz, quedando sometido a decisiones de terceros –familiares, médicos, jueces– supuestamente por su bien.


Esta suspensión de derechos se ha descrito como un “estado de excepción” permanente aplicado a las personas con trastorno mental. El filósofo Giorgio Agamben acuñó el concepto de estado de excepción para referirse a situaciones en que el orden jurídico suspende garantías a ciertos individuos o grupos; en el caso de la salud mental, muchas legislaciones permitieron históricamente internar y tratar forzosamente a una persona sin su consentimiento, algo que jamás se toleraría si no mediara el rótulo clínico. Es decir, la discapacidad mental ha funcionado como una categoría de excepción a la aplicación universal de los derechos humanos. Como sintetiza un estudio reciente, la interpretación autorizada del Artículo 12 de la CDPD (igual reconocimiento ante la ley) “deroga un estado de excepción a los derechos humanos” que había sido constitutivo de la democracia liberal moderna en materia psiquiátrica. En otros términos, la Convención viene a cerrar la brecha legal que permitía privar a alguien de su libertad o decidir por él/ella únicamente por razón de una discapacidad psicosocial.


La abolición del tratamiento e internamiento involuntarios es quizás el aspecto más revolucionario –y debatido– de la CDPD respecto a la salud mental. El Comité de la ONU sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (intérprete autorizado de la Convención) ha sostenido en su Observación General Nº1 (2014) y ulteriores directrices que no se justifica ninguna privación de libertad o intervención médica sin consentimiento basada en la existencia de una discapacidad mental. Esto ha generado intensos debates éticos y jurídicos, enfrentando la perspectiva clásica biomédica (que ve a veces necesario forzar tratamientos para proteger al paciente o a terceros) contra la nueva perspectiva de derechos humanos (que lo ve como discriminación y paternalismo injustificado).


Desde la filosofía, podríamos enmarcar este debate en la tensión entre paternalismo vs. autonomía. John Stuart Mill, en “On Liberty” (1859), postuló el principio de que la única razón legítima para coartar la libertad de un individuo es proteger a otros del daño (principio de daño), no para proteger al propio individuo en contra de su voluntad. Sin embargo, la sociedad exceptuó a las personas con trastornos mentales de este principio, asumiendo que no sabían lo que era mejor para ellas y que el Estado debía actuar in loco parentis. La CDPD desafía esta excepción con una postura radicalmente anti-paternalista: incluso si una persona tiene un trastorno mental grave, se debe respetar su voluntad y preferencias en la mayor medida posible, brindándole apoyos en la toma de decisiones en lugar de sustituirla. Esto no significa abandonar a la persona que atraviesa una crisis, sino tratarla como sujeto y no como objeto de cuidado. Por ejemplo, en lugar de una tutela legal que anule su capacidad de decidir, la CDPD propone mecanismos de apoyo en la toma de decisiones (curatelas asistidas, redes de apoyo personal, etc.), manteniendo siempre su estatus jurídico.


El Comité de Bioética de España ha respaldado este enfoque en un informe trascendental de 2019. Dicho Comité –máximo órgano consultivo en bioética del Gobierno español– recomendó derogar cuanto antes cualquier norma que autorice medidas involuntarias por razón de discapacidad psicosocial, por considerarlas contrarias a los principios de la Convención y discriminatorias. En particular, propuso eliminar la mención al “trastorno psíquico” como criterio para internamientos en la legislación española (art. 763 de la Ley de Enjuiciamiento Civil), de modo que una eventual privación de libertad por razones de salud mental se sujete a las mismas garantías que para cualquier persona. El Comité subrayó que la mera presencia de una discapacidad mental “no puede justificar en ningún caso por sí sola una privación de libertad”, y abogó por un modelo de atención en salud mental centrado en la persona, con los apoyos necesarios para que pueda consentir libremente sus tratamientos e integrarse plenamente en la comunidad. Este pronunciamiento, alineado con la CDPD, refleja cómo en la bioética española contemporánea gana fuerza la idea de que la dignidad y la libertad de la persona con trastorno mental deben primar, y que el camino ético es reemplazar gradualmente las prácticas coercitivas por alternativas de apoyo voluntario.


Podemos interpretar estos desarrollos a la luz de Foucault: la CDPD y los cambios legales derivados son un intento de redistribuir el poder en la relación psiquiátrica. Se cuestiona la asimetría tradicional donde el médico (o la institución) detentaba un poder soberano sobre el “loco”. La Convención, al reconocer plena capacidad jurídica a las personas con discapacidad (art. 12), resitúa el poder de decisión en el individuo afectado. Ello supone desmontar en parte el “dispositivo psiquiátrico” tal como fue concebido, disputando sus competencias de poder soberano. En términos foucaultianos, es una resistencia al poder disciplinario: las personas con discapacidad psicosocial, antes silenciadas, emergen ahora como protagonistas con voz y derecho a decidir sobre sus cuerpos y vidas.


Teorías de la justicia y del reconocimiento en la CDPD

La filosofía política y moral reciente ha tenido que ampliarse para dar cabida a las cuestiones de justicia que plantea la discapacidad. Pensadores como Martha Nussbaum y Amartya Sen han desarrollado el enfoque de las capacidades (capabilities approach) precisamente para articular principios de justicia social que incluyan explícitamente a personas con discapacidades severas, algo que los modelos anteriores habían descuidado. En “Las fronteras de la justicia” (2006), Nussbaum critica el contractualismo rawlsiano tradicional por asumir ciudadanos plenamente funcionales y racionales, lo que dejaba fuera de consideración a quienes tienen discapacidades cognitivas profundas. Propone en cambio que midamos la justicia en función de qué tanto cada sociedad garantiza a cada persona ciertas capacidades centrales para una vida digna (vida, salud, integridad corporal, sentidos, imaginación, emociones, afiliación, control sobre el entorno, etc.).


Aplicado a la discapacidad, el enfoque de capacidades nos dice que las personas con discapacidad deben tener oportunidades reales –no sólo formales– de desarrollar sus facultades y participar en la sociedad. Nussbaum sostiene que estas personas “son ciudadanos iguales, y la ley debe mostrarles respeto como iguales plenos”, lo que implica otorgarles los mismos derechos políticos y civiles, pero también proveerles los medios materiales (educación especial, apoyos económicos, accesibilidad) para que esos derechos puedan ejercerse en condiciones de genuina igualdad. Por ejemplo, es insuficiente proclamar el derecho a la educación si un niño con autismo severo no recibe acomodaciones adecuadas en el aula; para Nussbaum y Sen, la justicia exige esa acomodación positiva. La CDPD consagra esta visión en artículos como el 24 (educación inclusiva), 27 (empleo) o 28 (nivel de vida adecuado y protección social), donde se compromete a los Estados a proporcionar apoyos, ajustes razonables y medidas de inclusión activa. Desde esta perspectiva, la Convención coincide con el enfoque de capacidades al reconocer que derechos civiles y políticos clásicos (como la igualdad ante la ley, art. 12, o la participación política, art. 29) deben complementarse con derechos sociales y económicos (accesibilidad, apoyos, seguridad social) para lograr una auténtica igualdad de resultados.


Amartya Sen, co-desarrollador de dicho enfoque, enfatiza también que debemos evaluar el desarrollo y la justicia por la libertad sustantiva que las personas tienen para ser y hacer aquello que valoran. Una persona con discapacidad enfrenta “no-libertades” específicas (p. ej., la inaccesibilidad, la falta de apoyos) que la sociedad debe remover. Sen y Nussbaum coinciden en que invertir en las capacidades de quienes tienen alguna discapacidad no es un lujo sino un imperativo de justicia. Ahora bien, ¿hasta dónde llegan esas obligaciones? Algunos críticos señalan que las exigencias de la CDPD –como hacer todos los edificios accesibles, proveer apoyos costosos, etc.– suponen un esfuerzo económico considerable. Autores como Caroline Harnacke han analizado precisamente si el enfoque de capacidades puede justificar éticamente las demandas de la CDPD y cómo priorizarlas en la práctica. Harnacke concluye que la teoría de capacidades respalda en principio los derechos consagrados en la CDPD (porque todos ellos apuntan a expandir las libertades reales de las personas con discapacidad), pero reconoce que la teoría no ofrece criterios claros para decidir qué derechos implementar primero en contextos de recursos limitados. Esto sugiere que se necesita también prudencia práctica y deliberación democrática para llevar a cabo progresivamente las obligaciones de la Convención –sin renunciar a ninguna, pero definiendo prioridades estratégicas.


Otra corriente filosófica relevante es la de las teorías del reconocimiento, asociadas a pensadores como Axel Honneth y Nancy Fraser. Desde esta óptica, la injusticia hacia las personas con discapacidad tiene una dimensión profunda de desprecio social: se les ha negado el reconocimiento pleno como miembros de la comunidad moral. Honneth describe tres esferas del reconocimiento: el amor (relaciones afectivas primarias), el derecho (ser reconocido como persona jurídica con igualdad) y la solidaridad (valoración social de las contribuciones individuales). Las personas con discapacidad a menudo han sufrido déficits en las tres: familias sobreprotectoras o ausentes (amor restringido), negación de capacidad jurídica (falta de reconocimiento legal) y estigmatización que impide apreciar su aporte a la sociedad (falta de solidaridad o estima social). La CDPD aborda estas esferas al exigir respeto de la autonomía en el ámbito personal/familiar, igualdad legal y ciudadana, y sensibilización pública para apreciar las habilidades y contribuciones de las personas con discapacidad en la sociedad. Se trata, en el fondo, de restaurar el respeto y la estima hacia este colectivo, corrigiendo lo que Honneth llamaría un agravio moral histórico.


Por su parte, Nancy Fraser subraya que los movimientos de justicia deben combinar demandas de redistribución (recursos, acceso material) con demandas de reconocimiento (valoración identitaria, eliminación del estigma). En el caso de la discapacidad, la redistribución incluye todas las adaptaciones económicas y de política pública necesarias (pensiones, apoyos, accesibilidad física y comunicativa), mientras que el reconocimiento implica cambiar la cultura que infunde vergüenza o compasión hacia la discapacidad en lugar de aceptación natural. La CDPD es ejemplar precisamente porque integra ambos tipos de demandas: es simultáneamente un programa de justicia distributiva (exige dotar de recursos y apoyos a quienes los necesitan para la igualdad) y un proyecto de transformación cultural (pide combatir prejuicios y promover respeto). En España, por ejemplo, la Ley General de Derechos de las Personas con Discapacidad 1/2013 consagra principios como la no discriminación, la igualdad de oportunidades, la accesibilidad universal y el respeto a la diferencia, a la par que establece medidas concretas de apoyo y inclusión. Esto refleja una combinación de reconocimiento (valoración de la diversidad humana) y redistribución (provisión de medios para la inclusión). La reciente reforma constitucional ya citada (art. 49) es otro paso significativo en el reconocimiento al nivel simbólico más alto, al eliminar términos peyorativos y reconocer explícitamente derechos y deberes de apoyo hacia las personas con discapacidad en nuestra Norma Fundamental.


El contexto español: filosofía y normativa de la discapacidad

España ha sido parte activa de este cambio de paradigma, incorporando los postulados de la CDPD tanto en su legislación como en debates filosófico-sociales. España ratificó la Convención de la ONU en 2007, y desde entonces ha emprendido un proceso de adaptación normativa integral. Un hito temprano fue la Ley 26/2011, de 1 de agosto, de adaptación normativa a la CDPD, que reformó multitud de leyes nacionales para alinearlas con los principios del tratado. Posteriormente, se refundieron diversas disposiciones en la Ley General de derechos de las personas con discapacidad y de su inclusión social (LGD), aprobada por Real Decreto Legislativo 1/2013. Esta ley adoptó explícitamente el enfoque de derechos humanos y el modelo social: “reconoció, en 2013, a las personas con discapacidad como titulares de una serie de derechos, y a los poderes públicos como garantes de su ejercicio real y efectivo, de acuerdo con la Convención”. Asimismo, establece principios rectores como respeto a la dignidad, vida independiente, no discriminación, accesibilidad universal, diseño para todos, diálogo civil (participación de las organizaciones representativas) y transversalidad de las políticas. Todo este marco demuestra la impronta de las ideas filosóficas antes mencionadas: dignidad, autonomía, participación (“nada sin nosotros”) y justicia social.


De especial relevancia es la reciente transformación en materia de capacidad jurídica y apoyos. En cumplimiento del Artículo 12 CDPD, España aprobó la Ley 8/2021, de 2 de junio, que reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica. Esta ley eliminó la antigua distinción de “incapacitación judicial” y el régimen de tutela, sustituyéndolos por un sistema de apoyos flexibles en la toma de decisiones, respetando al máximo la voluntad de la persona. Con ello, se pasó de un modelo sustitutivo (decidir por la persona considerada incapaz) a un modelo de asistencia y salvaguarda de la autonomía (decidir con la persona).


Filosóficamente, este cambio entronca con la idea de autonomía asistida y con la crítica al paternalismo: reconoce a la persona con discapacidad intelectual o mental como sujeto que puede dirigir su vida con la debida ayuda, en lugar de relegarla a la pasividad jurídica.

En el ámbito de la salud mental, España también enfrenta la adecuación de sus normas. Aunque la Ley de Autonomía del Paciente 41/2002 y la Ley de Enjuiciamiento Civil aún permiten internamientos involuntarios por trastorno psíquico (con autorización judicial y garantías procedimentales), se percibe una tendencia a reforzar las salvaguardas y buscar alternativas. Además del mencionado informe del Comité de Bioética (2019) contra las medidas involuntarias por discapacidad psicosocial, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo en los últimos años ha subrayado que cualquier restricción de derechos de personas con discapacidad debe interpretarse de manera restrictiva y conforme a la CDPD. Por ejemplo, la Ley Orgánica 2/2018 modificó la Ley Electoral (LOREG) para garantizar el derecho de sufragio de todas las personas con discapacidad, eliminando las limitaciones que impedían votar a quienes estaban bajo tutela o curatela. Esta reforma obedeció a la idea básica de reconocimiento: no hay ciudadanía de segunda categoría; incluso las personas con discapacidad intelectual grave tienen derecho a participar en la vida pública y a que su voz cuente, principio coherente con la filosofía democrática inclusiva de Habermas.


En cuanto a la discusión académica y filosófica en España, ha ido en aumento la atención a la ética de la discapacidad. Autores españoles como Ignacio Campoy o Ricardo Arrieta (entre otros) han elaborado marcos teóricos que combinan el enfoque de capacidades con la teoría del reconocimiento para fundamentar los derechos de las personas con discapacidad. Según estos análisis, dichas corrientes se complementan: el enfoque de capacidades asegura la base material y el desarrollo de potencialidades (justicia distributiva), mientras la teoría del reconocimiento garantiza la inclusión simbólica y el respeto (justicia recognitiva), y juntos ofrecen un sustento filosófico sólido a los derechos consagrados en la CDPD. Esta convergencia refleja la influencia de Nussbaum/Sen y Honneth/Fraser en el pensamiento jurídico español sobre discapacidad.


Por otro lado, el movimiento de vida independiente en España, con figuras como Javier Romañach, impulsó conceptos como “diversidad funcional” para resignificar positivamente la discapacidad. Si bien el término no ha reemplazado al oficial “discapacidad”, su difusión marcó un debate filosófico-lingüístico importante: propuso ver la discapacidad no como falta (dis-capacidad) sino como una manifestación más de la diversidad humana en cuanto a funcionamiento. Detrás de este cambio terminológico subyace la idea foucaultiana de que el lenguaje y las categorías crean realidades sociales: renombrar es también una forma de liberarse de cargas semánticas opresivas. La reforma constitucional de 2024, al erradicar vocablos obsoletos como “disminuido” y hablar simplemente de “personas con discapacidad”, confirma esta atención al lenguaje respetuoso y acorde con la dignidad.


Asimismo, España ha fomentado la investigación bioética sobre temas sensibles como la esterilización forzosa, las medidas de contención mecánica en instituciones, o los dilemas en torno a la discapacidad y la vida (aborto eugenésico, eutanasia). En muchos de estos debates, la CDPD está sirviendo de referencia ética: por ejemplo, la eliminación en 2020 del supuesto legal que permitía la esterilización sin consentimiento de personas con discapacidad declaradas incapaces, vino precedida de una condena moral general de tal práctica por considerarla contraria a la Convención (art. 23) y a la dignidad humana. Igualmente, la Estrategia Nacional de Salud Mental reciente incorpora el objetivo de reducir al mínimo las intervenciones involuntarias, en sintonía con los estándares de la CDPD y con la llamada de Naciones Unidas a una “revolución en la atención de la salud mental” para acabar con décadas de abusos y coerción.


En síntesis, el marco normativo español post-CDPD refleja cada vez más los principios filosóficos de autonomía, dignidad, igualdad y participación. España ha reconocido que las personas con discapacidad “precisan de una protección singular en el ejercicio de los derechos” debido a las barreras que enfrentan, pero que esa protección ha de darse sin merma de su titularidad de derechos y promoviendo su empoderamiento. Esto denota una ruptura con la visión asistencialista tradicional: ahora se trata de empoderar y no de sobrecustodiar. Por supuesto, los desafíos prácticos persisten (falta de recursos en apoyos, resistencias culturales en algunos sectores profesionales, etc.), pero el rumbo ético-jurídico parece claramente influido por la filosofía de la CDPD.


Conclusiones

La Convención de la ONU sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad se erige sobre una robusta base teórica y filosófica que ha impulsado un cambio de paradigma en todo el mundo. Su esencia consiste en reconocer a las personas con discapacidad –incluyendo explícitamente a aquellas con trastorno mental o intelectual– como sujetos plenos de dignidad y derechos, derribando siglos de prejuicios, exclusión y paternalismo. Este “nuevo paradigma interpretativo” transforma la relación entre el individuo con discapacidad y la sociedad: ya no se atribuye el problema a la persona “defectuosa”, sino a un entorno que debe adaptarse; ya no se tolera una ciudadanía de segunda clase, sino que se exige igualdad real de condiciones.


Hemos visto cómo diversas corrientes filosóficas convergen en el espíritu de la CDPD. El modelo social de la discapacidad proporcionó el marco conceptual para entender la discapacidad como construcción social y cuestión de derechos (no de medicina únicamente). Las teorías de justicia social, en especial el enfoque de capacidades de Sen y Nussbaum, aportaron razones éticas para garantizar tanto derechos civiles-políticos como condiciones materiales que hagan posibles esos derechos, incluyendo a quienes tradicionalmente quedaron fuera del pacto social. Las teorías del reconocimiento iluminan la dimensión identitaria y de respeto mutuo: la Convención busca que las personas con discapacidad sean valoradas como miembros de igual valor en la comunidad humana, superando la desvalorización histórica fruto del capacitismo. Michel Foucault nos ayudó a comprender los dispositivos de poder que subyacen a prácticas psiquiátricas coercitivas y cómo la CDPD representa una reivindicación de la subjetividad y la libertad donde antes había dominación. Jürgen Habermas nos recuerda la importancia de la inclusión de todas las voces en el discurso público: la CDPD, en su gestación y en sus exigencias de participación, incorpora la máxima de “nada sobre nosotros sin nosotros”, haciendo realidad la democracia deliberativa para un colectivo antes silenciado.


En el ámbito específico de la discapacidad por trastorno mental, la CDPD plantea quizás los retos más profundos, ya que implica repensar sistemas enteros de atención sanitaria y marcos legales bajo principios de autonomía y consentimiento. El debate sobre la abolición de la coerción psiquiátrica ejemplifica el choque entre un paradigma antiguo (beneficencia paternalista, miedo al loco) y el nuevo paradigma de derechos (autonomía, apoyo, no discriminación). La dirección en que apunta la filosofía de los derechos humanos es clara: no caben estados de excepción basados en la discapacidad; cualquier medida restrictiva debe justificarse por criterios objetivos y aplicarse con igual estándar para todos, con la mínima intervención necesaria y buscando siempre alternativas menos restrictivas.

España, como hemos analizado, está incorporando estas ideas en su normativa y políticas.


La reforma legal sobre capacidad jurídica, la nueva redacción constitucional, la eliminación de barreras al voto, las estrategias de desinstitucionalización y apoyo en la comunidad, así como estudios recientes sobre capacitismo y bioética, demuestran un compromiso por traducir la filosofía en acción concreta. No obstante, la implementación plena de la CDPD es una tarea en desarrollo que exigirá persistir en cambios culturales: educar a profesionales, familias y a la sociedad en general en valores de respeto a la diferencia, diseñar ciudades y servicios verdaderamente accesibles, y proporcionar apoyos personalizados que permitan a cada persona florecer según sus propias metas. En esta labor, la reflexión filosófica seguirá siendo crucial para orientar dilemas difíciles (por ejemplo, cómo equilibrar autonomía y protección en casos extremos, cómo asignar recursos escasos de manera justa, etc.).


En conclusión, la CDPD encarna una síntesis potente de ética, derechos humanos y filosofía social. Afirma la autonomía donde antes había tutela, la dignidad donde había estigma, la inclusión donde había segregación. Como expresó Amartya Sen, el grado de civilización de una sociedad se mide por cómo trata a sus miembros más vulnerables; la Convención viene a elevar ese estándar al proclamar que todas las vidas importan por igual y merecen iguales oportunidades. Filósofos, juristas y activistas convergen en este punto: reconocer y habilitar la plena humanidad de las personas con discapacidad nos enriquece a todos y nos acerca a un ideal de justicia social más completo. El desafío ahora es llevar estos principios a la práctica cotidiana, haciendo realidad la promesa de “derechos humanos para todos” sin excepciones ni reservas basadas en la diversidad funcional. Solo así honraremos verdaderamente el contenido y el espíritu de la Convención.


Referencias

  • Comité de Bioética de España (2019). Informe del Comité de Bioética de España sobre los derechos de las personas con trastorno mental en relación con los internamientos y tratamientos involuntarios. Madrid: CBE.

  • Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (ONU, 2006). Resolución 61/106, AG Naciones Unidas, 13 diciembre 2006. Entrada en vigor: 3 mayo 2008. BOE n.º 96, 21 de abril de 2008 (instrumento de ratificación de España).

  • Foucault, M. (2007). El poder psiquiátrico. Curso en el Collège de France (1973-1974). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

  • Foucault, M. (1961/1976). Historia de la locura en la época clásica. México: FCE. (Obra original publicada en 1961; edición española 1976).

  • Habermas, J. (1998). La inclusión del otro. Estudios de teoría política. Barcelona: Paidós.

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