La sombra del Valproato: crónica de una tragedia farmacológica anunciada
- Alfredo Calcedo
- hace 2 días
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Introducción: el fármaco milagroso y la primera sombra
En el panteón de la farmacología moderna, pocos compuestos encarnan la dualidad del progreso médico con tanta crudeza como el ácido valproico. Su historia no es simplemente la crónica de una molécula, sino un complejo tapiz tejido con hilos de esperanza y desesperación, de alivio profundo y de un sufrimiento inenarrable que se ha extendido a lo largo de generaciones. Para comprender el pleito que ha definido su legado, es imperativo retroceder a una época en la que el valproato no era un sinónimo de controversia, sino una promesa de normalidad para millones de personas atrapadas en el caos impredecible de la epilepsia y el trastorno bipolar.
Sintetizado por primera vez en el siglo XIX, el ácido valproico languideció durante décadas como un mero disolvente en los laboratorios, su potencial terapéutico completamente oculto. No fue hasta 1963 que, por un golpe de serendipia, se descubrieron sus potentes propiedades anticonvulsivas. Este hallazgo marcó el comienzo de una nueva era en el tratamiento de la epilepsia. Comercializado en España a partir de 1970 bajo nombres como Depakine, el fármaco se reveló como un agente de amplio espectro, capaz de controlar una variedad de crisis epilépticas que hasta entonces habían sido refractarias a otros tratamientos. Su mecanismo de acción, centrado en potenciar el efecto del neurotransmisor inhibidor GABA (ácido gamma-aminobutírico) en el cerebro, ofrecía un control eficaz sobre la hiperexcitabilidad neuronal que desencadena las convulsiones.
El éxito del valproato fue rotundo. Para los neurólogos y sus pacientes, representaba una herramienta de un poder sin precedentes. Personas cuyas vidas estaban dictadas por el miedo constante a la próxima crisis podían, por primera vez, aspirar a una existencia estable y productiva. El alcance de este "fármaco milagroso" se expandió aún más en 1987, cuando en España se autorizó también para el tratamiento del trastorno bipolar, ofreciendo un ancla a quienes navegaban por las tumultuosas aguas de los episodios maníacos. Su eficacia para estabilizar el estado de ánimo consolidó su estatus como un pilar de la psicofarmacología.
Sin embargo, esta misma eficacia, tan celebrada y tan necesaria, se convirtió en el velo que ocultaría su cara más oscura. La dependencia de la comunidad médica en el valproato para manejar condiciones severas y potencialmente mortales generó una inercia institucional y un sesgo de confirmación casi inexpugnables. Cuando un médico observaba a una paciente epiléptica embarazada, el cálculo de riesgo-beneficio parecía abrumadoramente claro: el peligro conocido y tangible de una convulsión tónico-clónica para la madre y el feto —un evento que puede causar hipoxia, trauma físico e incluso la muerte— superaba con creces cualquier riesgo teórico o no cuantificado del medicamento que mantenía esas crisis a raya. Esta lógica clínica, aparentemente irreprochable, explica por qué las primeras señales de alarma fueron recibidas con escepticismo y por qué la acción correctiva tardó décadas en materializarse. El inmenso bien que el fármaco hacía en el día a día de la práctica clínica se convirtió en una barrera psicológica y sistémica para reconocer el daño catastrófico y silencioso que estaba infligiendo en el útero.
Este post narra la historia de ese daño. Es la crónica de cómo las primeras sospechas susurradas en los congresos médicos de principios de los años 80 se transformaron en una certeza científica irrefutable, y de cómo esa certeza fue ignorada, minimizada y ofuscada durante demasiado tiempo. Es la historia del nacimiento de un nuevo diagnóstico, el "Síndrome Fetal por Valproato", un espectro de malformaciones físicas y trastornos del neurodesarrollo que ha dejado una marca indeleble en miles de niños. Pero, sobre todo, es la historia de un pleito en el sentido más amplio de la palabra: no solo una batalla legal en los tribunales, sino una lucha titánica de las familias afectadas contra la indiferencia corporativa, la lentitud regulatoria y el silencio de una parte de la comunidad médica. Es el relato de cómo la voz de las víctimas, unida en un coro de dolor y determinación, finalmente obligó al mundo a confrontar la sombra que se cernía sobre su fármaco milagroso.
Capítulo 1: las primeras grietas en la confianza (Años 80)
La década de 1980 amaneció con el ácido valproico firmemente establecido como un tratamiento de primera línea para la epilepsia en toda Europa. Su eficacia era indiscutible, y su perfil de seguridad en adultos se consideraba, en general, favorable. Sin embargo, en los centros de vigilancia de malformaciones congénitas, pequeños puntos de datos anómalos comenzaban a formar un patrón inquietante, uno que amenazaba con resquebrajar la confianza depositada en la molécula. La primera grieta significativa en la armadura del valproato no apareció en un gran ensayo clínico, sino en el meticuloso trabajo de observación de los epidemiólogos en Lyon, Francia.
El epicentro de esta revelación fue el Institut Europeen des Genomutations, un centro de registro de defectos de nacimiento. Entre 1976 y septiembre de 1982, sus investigadores habían recopilado datos sobre 146 casos de espina bífida abierta (spina bífida aperta), una grave malformación del tubo neural en la que la columna vertebral no se cierra completamente durante el desarrollo fetal. Al analizar los historiales de las madres, surgió una correlación alarmante: una proporción inusualmente alta de ellas padecía epilepsia y había sido tratada con ácido valproico durante el primer y crucial trimestre del embarazo. De los 146 casos de espina bífida, nueve madres (un 6,2%) habían tomado valproato. En comparación, en un grupo de control masivo de más de 6.600 bebés con otras malformaciones, solo 21 madres (un 0,32%) habían estado expuestas al fármaco. El cálculo estadístico arrojó un odds ratio de 20,6, una cifra tan elevada que era prácticamente imposible que se debiera al azar.
Este hallazgo, de una potencia sísmica para la farmacovigilancia, no permaneció confinado en los informes internos. El 23 de octubre de 1982, los doctores E. Robert y P. Guibaud, del mismo instituto de Lyon, publicaron una carta concisa pero devastadora en la prestigiosa revista médica The Lancet. Con el título "Maternal valproic acid and congenital neural tube defects" (Ácido valproico materno y defectos congénitos del tubo neural), llevaron su descubrimiento a la comunidad médica internacional. La carta era una declaración formal: existía una asociación estadísticamente significativa entre la exposición prenatal al valproato y uno de los defectos de nacimiento más graves. La ciencia había hablado.
La reacción de los organismos de salud pública más atentos fue casi inmediata, lo que demuestra la claridad de la señal. Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC) publicaron un informe en su Morbidity and Mortality Weekly Report (MMWR) ese mismo año, no solo resumiendo los datos franceses, sino añadiendo evidencia corroborativa de Italia. El programa italiano de vigilancia de malformaciones había encontrado una asociación similar entre la exposición al valproato y la espina bífida. La conclusión de los CDC fue inequívoca y contundente: "el ácido valproico y el valproato sódico deben ser considerados teratógenos humanos". Basándose en los datos franceses y la prevalencia de la espina bífida en Estados Unidos, los CDC realizaron una estimación de riesgo que se convertiría en un estándar durante años: una mujer epiléptica tratada con valproato durante el embarazo tendría un riesgo del 1% al 2% de tener un hijo con espina bífida. Para ponerlo en perspectiva, este era un riesgo similar al que enfrentaba una mujer que ya había tenido un hijo con un defecto del tubo neural, una situación que justificaba un asesoramiento genético intensivo y un seguimiento prenatal especializado. Casi simultáneamente, un investigador del Reino Unido, P.M. Jeavons, informó en otra carta a The Lancet sobre una cohorte de 196 embarazos expuestos al valproato, de los cuales nueve (un alarmante 5%) resultaron en bebés con espina bífida.
A finales de 1982, la evidencia era abrumadora. En los círculos de la epidemiología, la teratología y la salud pública, el valproato ya no era un fármaco benigno. El fabricante, Sanofi, reconoce haber comenzado a informar a las autoridades sanitarias sobre el riesgo de malformaciones en la década de 1980. Sin embargo, aquí es donde se produce la desconexión fundamental que define el inicio del escándalo. Este conocimiento de alto nivel, publicado en las revistas más importantes y reconocido por las agencias de salud pública más respetadas, no se tradujo de manera efectiva, clara y urgente en la práctica clínica diaria. La información no fluyó hacia los neurólogos prescriptores y, crucialmente, hacia las mujeres que tomaban la medicación, con la fuerza y la claridad que la gravedad del riesgo exigía.
En este fallo de comunicación subyace una dinámica peligrosa que se ha denominado la "falacia del riesgo conocido". Al identificar un riesgo específico y aparentemente cuantificable —el 1-2% de defectos del tubo neural—, la comunidad médica y los reguladores crearon una falsa sensación de control. El problema parecía contenido. Se podían tomar medidas para "gestionar" este riesgo: se recomendó la suplementación con altas dosis de ácido fólico antes y durante el embarazo, ya que se sabía que reducía la incidencia de defectos del tubo neural en la población general. Además, se podían ofrecer diagnósticos prenatales, como la medición de los niveles de alfafetoproteína en suero materno y la ecografía de alta resolución, para detectar la espina bífida en el útero. Este enfoque permitía a los médicos continuar prescribiendo un fármaco extremadamente eficaz, creyendo que el único riesgo grave conocido era manejable y detectable. Esta focalización en un único defecto visible y la creencia en la capacidad de gestionarlo, desvió la atención de una pregunta mucho más importante y ominosa: si el valproato podía causar un daño tan profundo en el desarrollo de la columna vertebral, ¿qué otros daños, quizás más sutiles e invisibles, podría estar causando en el cerebro en desarrollo? La respuesta a esa pregunta tardaría casi dos décadas en salir a la luz, pero la focalización inicial en la espina bífida proporcionó una coartada, una justificación para seguir adelante, mientras el verdadero alcance de la catástrofe, la punta sumergida del iceberg, seguía creciendo en silencio.
Capítulo 2: la definición de un síndrome y el silencio institucional (Años 90 - principios de 2000)
Tras las alarmas iniciales de la década de 1980, la investigación sobre los efectos teratogénicos del ácido valproico no se detuvo, aunque avanzó con una lentitud exasperante en comparación con la urgencia que la situación demandaba. Durante los años 90 y principios de los 2000, un goteo constante de informes de casos y pequeños estudios de cohortes comenzó a pintar un cuadro mucho más complejo y sombrío que el riesgo aislado de defectos del tubo neural. Los científicos y clínicos más observadores empezaron a notar que los niños expuestos al valproato en el útero compartían un conjunto de características físicas sutiles pero recurrentes, así como un perfil de desarrollo preocupante. Lentamente, la evidencia se acumulaba para definir no solo una malformación, sino un síndrome completo, una embriofetopatía con una firma distintiva.
El primer componente de este síndrome emergente fue la identificación de una dismorfia facial característica. Los informes describían a niños con una frente alta y ancha, un estrechamiento bifrontal, un puente nasal plano y ancho, una nariz corta y respingona, un surco nasolabial largo y poco profundo, y un labio superior delgado con los bordes hacia abajo. A estas características faciales se sumaron otras anomalías físicas que afectaban a múltiples sistemas del organismo. Se documentaron malformaciones cardíacas, como defectos del septo ventricular; anomalías genitourinarias, como hipospadias (una incorrecta ubicación de la apertura uretral en el pene); y defectos en las extremidades, incluyendo dedos largos y delgados (aracnodactilia), uñas hipoplásicas (pequeñas) y, en ocasiones, aplasia radial (ausencia del hueso radio en el antebrazo). Este conjunto de hallazgos, que iban mucho más allá de la espina bífida, se consolidó bajo la denominación de "Síndrome Fetal por Valproato" (SFV) o, más ampliamente, "Trastorno del Espectro del Síndrome Fetal por Valproato", reconociendo la variabilidad en su presentación. La prevalencia de estas malformaciones congénitas mayores en niños expuestos se estimó en un alarmante 10-11%, una cifra muy superior al 2-3% de riesgo de fondo en la población general.
Sin embargo, la revelación más devastadora estaba aún por llegar y no era visible en una ecografía ni en el examen físico de un recién nacido. A medida que los primeros niños expuestos al valproato en los años 80 y 90 crecían, sus padres y pediatras comenzaron a notar retrasos y dificultades en su desarrollo. Los estudios que siguieron a estas cohortes de niños expuestos destaparon una catástrofe neurológica silenciosa. La evidencia, que se hizo abrumadora a principios de la década de 2000, demostró que entre el 30% y el 40% de los niños expuestos intraútero al valproato sufrían algún tipo de trastorno del neurodesarrollo. Estos no eran problemas menores; los estudios documentaron una disminución significativa en el cociente intelectual (CI), con un impacto particularmente pronunciado en el CI verbal. Los niños afectados presentaban con frecuencia retrasos en la adquisición del habla y del lenguaje, dificultades de memoria y problemas para caminar. Además, la exposición prenatal al valproato se asoció con un riesgo drásticamente elevado de desarrollar Trastornos del Espectro Autista (TEA) y Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH). En 2013, la Administración de Alimentos y Medicamentos de EE. UU. (FDA) emitió una comunicación de seguridad contundente, contraindicando el uso de valproato para la prevención de migrañas en mujeres embarazadas, basándose específicamente en estudios que demostraban una disminución de los puntajes de CI en los niños expuestos.
El contraste entre esta creciente montaña de evidencia científica y la información que recibían los pacientes y muchos médicos prescriptores durante este período es el núcleo del escándalo. Representa un fallo sistémico de la farmacovigilancia y de la obligación ética de informar. La lentitud y la opacidad del proceso regulatorio se convirtieron, en la práctica, en un mecanismo que protegió los intereses comerciales del fármaco a costa de la seguridad de los fetos. Sanofi, el fabricante, afirma haber solicitado una actualización de la información del producto para incluir los riesgos del neurodesarrollo ya en 2003. Sin embargo, según la propia compañía, la autoridad sanitaria francesa inicialmente rechazó la solicitud. La aprobación para modificar la información destinada a los profesionales sanitarios no llegó hasta enero de 2006. De manera aún más crítica, el prospecto para el paciente —el documento que una mujer embarazada podría leer— no se actualizó en Francia para incluir estos riesgos devastadores hasta 2010.
La situación en España no era mejor. Un análisis de la ficha técnica de Depakine de septiembre del año 2000 revela una información que, para esa fecha, era flagrantemente engañosa. El documento afirmaba que "el riesgo global de malformación, tras la administración de valproato en el primer trimestre, no es superior al de los otros antiepilépticos" y situaba la frecuencia de los defectos del tubo neural en "el orden del 1%". Ambas afirmaciones eran contrarias a la evidencia acumulada durante casi dos décadas, que ya indicaba que el valproato era el antiepiléptico más teratogénico conocido.
Este retraso no puede ser visto como una simple precaución burocrática. El proceso regulatorio, diseñado para garantizar la exactitud y la base científica de las advertencias, fue en este caso un escudo que perpetuó la desinformación. Cada año que pasaba mientras las agencias "revisaban los datos" o debatían la redacción exacta de una advertencia, era un año en el que miles de mujeres en toda Europa tomaban decisiones sobre sus embarazos basándose en información incompleta y obsoleta. La carga de la prueba se invirtió: en lugar de aplicar el principio de precaución y advertir sobre un riesgo plausible y cada vez más documentado, el sistema exigía una certeza científica absoluta, un listón que tardó años en alcanzarse. Durante ese tiempo, el "proceso" regulatorio se convirtió en un cómplice pasivo de una tragedia evitable. La brecha entre lo que se sabía en los círculos científicos y lo que se comunicaba en las consultas médicas se convirtió en un abismo en el que cayeron miles de familias.
Capítulo 3: el despertar de las víctimas y la lucha por la verdad
Durante décadas, el sufrimiento de las familias afectadas por el Síndrome Fetal por Valproato fue una tragedia privada, vivida en el aislamiento de los hogares y las consultas médicas. Las madres, a menudo, cargaban con un pesado sentimiento de culpa, sin saber que su experiencia personal era parte de un patrón global y oculto. Los médicos, desprovistos de información clara y contundente por parte de los fabricantes y los reguladores, frecuentemente no lograban conectar los problemas de desarrollo de un niño con la medicación que su madre había tomado años atrás. El cambio de paradigma, la transformación de miles de dramas individuales en una causa colectiva y una fuerza política, no provino de un laboratorio ni de una agencia gubernamental, sino de la tenacidad y el coraje de una de esas madres.
La figura central en este despertar es Marine Martin, una mujer francesa con epilepsia que, como tantas otras, había confiado en Depakine para controlar sus crisis, incluso durante sus dos embarazos. Sus dos hijos nacieron con discapacidades, y durante años, Martin luchó por comprender la causa. Su punto de inflexión llegó al descubrir, a través de sus propias investigaciones, la creciente literatura científica que vinculaba el valproato con los problemas que afectaban a sus hijos. La revelación fue doblemente dolorosa: no solo encontró una causa para el sufrimiento de su familia, sino que se dio cuenta de que este riesgo era conocido por la compañía farmacéutica y las autoridades sanitarias desde hacía mucho tiempo. La sensación de traición fue el catalizador de su activismo.
En 2011, Marine Martin fundó en Francia la Association d'Aide aux Parents d'Enfants souffrant du Syndrome de l'Anti-Convulsivant (APESAC). Lo que comenzó como un esfuerzo por encontrar a otras familias en su misma situación se convirtió rápidamente en un movimiento nacional. APESAC se convirtió en un faro para miles de familias que habían vivido en la sombra, compartiendo historias notablemente similares: la falta de advertencias por parte de sus médicos, el nacimiento de niños con malformaciones o dificultades de aprendizaje, y la angustia de no tener respuestas. La asociación les proporcionó una plataforma para compartir su dolor, pero, lo que es más importante, les dio una voz colectiva y una estrategia para exigir responsabilidades.
La labor de APESAC fue fundamental para sacar el escándalo a la luz pública en Francia. A través de una incansable campaña en los medios de comunicación, testimonios ante el parlamento y la publicación del libro de Martin, "Depakine: El escándalo", lograron romper el muro de silencio institucional. Su estrategia demostró una verdad fundamental en la historia de la salud pública: los datos científicos, por sí solos, rara vez son suficientes para impulsar un cambio sistémico. Las estadísticas sobre un riesgo del 10% de malformaciones o un 40% de trastornos del neurodesarrollo son abstractas. Fue la transformación de esas cifras en las historias humanas y desgarradoras de niños concretos, con nombres y rostros, contadas por sus madres en la televisión nacional, lo que generó la presión política y social necesaria para forzar una respuesta de las autoridades. La narrativa personal y emocional logró lo que décadas de informes científicos no habían conseguido: hacer que la tragedia fuera ineludible.
El eco de la lucha francesa no tardó en cruzar los Pirineos. Inspirados y apoyados directamente por Marine Martin y APESAC, un grupo de padres españoles en una situación similar decidió organizarse. En marzo de 2018, se presentó en Madrid la Asociación de Víctimas por Síndrome de Ácido Valproico (AVISAV), la primera de su tipo en España. Liderada por padres de afectados, AVISAV nació con el doble objetivo de encontrar y apoyar a las familias afectadas en España y de iniciar el largo camino hacia la justicia y el reconocimiento.
Desde su inicio, AVISAV se enfrentó a un desafío monumental. Basándose en la prevalencia del uso del fármaco y las cifras de otros países, la asociación estimó que podría haber hasta 10.000 personas afectadas en España, la mayoría sin diagnosticar y sin ser conscientes de la causa de sus problemas. Su primera tarea fue, por tanto, hacer visible lo invisible: lanzar un llamamiento a través de los medios de comunicación para que otras familias se reconocieran en su historia y se unieran a la causa. Con el asesoramiento legal de abogados conocidos por su trabajo con las víctimas de la talidomida en España, AVISAV comenzó a preparar las primeras acciones legales contra Sanofi en el país.
La creación de AVISAV, junto con la formación de grupos similares en el Reino Unido como In-Fact, marcó la internacionalización de la lucha. Demostró que el escándalo del valproato no era un problema exclusivamente francés, sino una crisis de salud pública europea. El movimiento de víctimas, nacido de la angustia personal de una madre, se había convertido en una red transnacional de defensa que compartía información, estrategias y, sobre todo, una determinación compartida de que una tragedia de esta magnitud, perpetuada por el silencio, no volviera a ocurrir. Fueron estas familias, y no las agencias reguladoras ni las compañías farmacéuticas, las que finalmente obligaron a que el "pleito" del valproato se librara abiertamente en los tribunales, los parlamentos y la conciencia pública.
Capítulo 4: el "pleito": la batalla legal y regulatoria (Años 2010 - Presente)
La presión ejercida por las asociaciones de víctimas, amplificada por una cobertura mediática cada vez más intensa, finalmente obligó a las autoridades reguladoras y a los sistemas legales de toda Europa a actuar. La década de 2010 marcó el inicio de una fase reactiva, caracterizada por una cascada de medidas regulatorias tardías y el comienzo de una ardua batalla legal que continúa hasta el día de hoy.
La cascada regulatoria
A partir de 2014, bajo una presión insostenible, las agencias reguladoras europeas comenzaron a implementar medidas cada vez más estrictas. La Agencia Europea de Medicamentos (EMA) lideró una revisión que concluyó con la recomendación de restringir drásticamente el uso del valproato. En España, la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) hizo eco de estas directrices, emitiendo una nota de seguridad en octubre de 2014 que desaconsejaba su uso en niñas y mujeres en edad fértil, a menos que otros tratamientos fueran ineficaces o no tolerados.
Sin embargo, pronto se hizo evidente que estas recomendaciones no eran suficientes. En 2018, se dio un paso más decisivo con la implementación de un "Programa de Prevención de Embarazos" (PPE) de obligado cumplimiento en toda la Unión Europea. Este programa multifacético incluía la distribución de guías informativas para pacientes y profesionales sanitarios, la firma anual de un formulario de conocimiento de riesgos por parte de la paciente, y la obligación de utilizar métodos anticonceptivos eficaces. Además, se introdujo un pictograma de advertencia en los envases de los medicamentos que contenían valproato, una señal visual inequívoca del peligro para las mujeres embarazadas. Estas medidas, aunque llegaron con décadas de retraso, representaron el primer intento sistémico de garantizar un consentimiento verdaderamente informado.
La ofensiva legal en Francia
Mientras los reguladores actuaban, el frente legal, liderado por APESAC, avanzaba con contundencia en Francia. La asociación lanzó una demanda colectiva que culminó con la puesta bajo investigación formal de Sanofi en 2017 por "engaño agravado" y "lesiones involuntarias". La situación legal de la farmacéutica se agravó aún más en agosto de 2020, cuando fue imputada por "homicidio involuntario" en relación con las muertes fetales y neonatales vinculadas al fármaco.
Los tribunales franceses comenzaron a emitir sentencias clave. En enero de 2022, un tribunal dictaminó que Sanofi había cometido una "falta" al no informar suficientemente a los médicos y a las pacientes sobre los riesgos del Depakine entre 1984 y 2006, abriendo la puerta a indemnizaciones individuales. El argumento de la defensa de Sanofi, que sostenía haber cumplido siempre con la información requerida por las autoridades en cada momento, fue rechazado. Los jueces consideraron que el deber de una farmacéutica de informar sobre los riesgos de sus productos va más allá del estricto cumplimiento de las normativas vigentes, especialmente cuando dispone de nueva información científica.
Paralelamente a la vía judicial, el Estado francés tomó una medida sin precedentes. En 2016, reconociendo una falla colectiva del sistema de salud, la Asamblea Nacional aprobó la creación de un fondo de indemnización público, gestionado por la Oficina Nacional de Indemnización de Accidentes Médicos (ONIAM). Este fondo, financiado inicialmente por el Estado con la previsión de que Sanofi contribuyera, fue diseñado para compensar a las víctimas de manera más rápida y directa que a través de largos procesos judiciales, sin eximir a la farmacéutica de su responsabilidad legal. Esta acción representó un reconocimiento explícito de que no solo la empresa, sino también el sistema de farmacovigilancia del Estado, había fallado a sus ciudadanos.
La lucha se extiende a España y nuevas fronteras científicas
En España, el camino legal ha sido más incipiente. Tras su formación en 2018, AVISAV comenzó a agrupar casos y a preparar las primeras demandas contra Sanofi. La lucha se enfrenta a un sistema legal diferente y a la dificultad añadida de identificar a un número de víctimas que se estima elevado pero que permanece en gran parte oculto.
Mientras tanto, el pleito científico sobre el valproato sigue evolucionando. En una vuelta de tuerca sorprendente, la atención se ha desplazado recientemente hacia el posible riesgo derivado de la exposición paterna. Un estudio observacional retrospectivo realizado en países escandinavos sugirió un posible aumento del riesgo de trastornos del neurodesarrollo en niños cuyos padres habían sido tratados con valproato en los tres meses previos a la concepción. Aunque la evidencia aún se considera preliminar y se necesita más investigación, la señal fue lo suficientemente preocupante como para que la EMA y la AEMPS iniciaran una nueva revisión en 2023. Esta revisión culminó a principios de 2024 con nuevas recomendaciones para los varones en tratamiento, aconsejándoles discutir el uso de anticonceptivos con sus médicos si planean concebir y que no donen esperma durante el tratamiento y los tres meses posteriores. Este nuevo capítulo demuestra que la sombra del valproato es larga y que la vigilancia y la reevaluación de sus riesgos deben ser un proceso continuo y sin concesiones. El pleito, lejos de estar cerrado, sigue abriendo nuevas e inquietantes preguntas.
Capítulo 5: lecciones no aprendidas: del Valproato a la farmacovigilancia del futuro
La historia del ácido valproico no puede ser analizada como un evento aislado. Es un eco trágico, una repetición a cámara lenta de la catástrofe que debería haber servido como la lección definitiva en la historia de la seguridad de los medicamentos: el desastre de la talidomida. Al comparar ambos escándalos, separados por décadas pero unidos por un hilo común de sufrimiento y negligencia sistémica, se revela una verdad incómoda: las lecciones más importantes de la farmacovigilancia son, a menudo, las que se olvidan con mayor facilidad.
La talidomida, comercializada en los años 50 y 60 como un sedante y un remedio para las náuseas matutinas, provocó el nacimiento de miles de niños con malformaciones devastadoras, principalmente focomelia (miembros acortados o ausentes). Al igual que con el valproato, las primeras alarmas provinieron de clínicos astutos que notaron un patrón inusual de defectos de nacimiento, las preocupaciones de las madres fueron inicialmente desestimadas, la compañía farmacéutica negó vehementemente la conexión y las agencias reguladoras tardaron en actuar. La tragedia de la talidomida fue el catalizador que dio origen a la farmacovigilancia moderna, obligando a los gobiernos de todo el mundo a implementar sistemas rigurosos para la aprobación y el seguimiento post-comercialización de los medicamentos. Se suponía que nunca más un fármaco podría causar un daño tan extendido a una generación de niños.
Sin embargo, el caso del valproato demuestra que los sistemas creados tras la talidomida eran defectuosos. Aunque el riesgo de valproato se identificó en 1982, el sistema falló estrepitosamente en su función más básica: comunicar ese riesgo de forma clara y efectiva a quienes estaban más expuestos. La comparación es dolorosa y directa: Rafael Basterrechea, vicepresidente de la asociación de víctimas de la talidomida en España (Avite), lamentó públicamente que, a pesar de las promesas de que "no volvería a pasar nada similar", la historia se había repetido. El escándalo del valproato no es, por tanto, solo el fracaso de una empresa o de un fármaco, sino el fracaso de un sistema de vigilancia que no interiorizó la lección fundamental de la talidomida: el principio de precaución y la primacía de la seguridad del paciente por encima de cualquier otra consideración.
En medio de esta crítica sistémica, persiste un complejo dilema clínico. A pesar de su terrible potencial teratogénico, el ácido valproico sigue siendo un medicamento de una eficacia formidable. Para un pequeño subgrupo de mujeres con formas graves de epilepsia que no responden a otros tratamientos, el valproato puede ser la única opción para prevenir convulsiones que, en sí mismas, suponen un riesgo mortal para ella y para el feto durante el embarazo. Esta realidad crea un difícil equilibrio ético para médicos y pacientes. El objetivo del pleito y de la lucha de las víctimas no ha sido necesariamente la prohibición total del fármaco, sino la demanda de un consentimiento verdaderamente informado. La decisión de continuar o no con el valproato durante el embarazo, en esos casos extremos, debe ser una decisión compartida, tomada por una paciente que conoce, sin ambigüedades ni eufemismos, la totalidad de los riesgos: no solo el 1-2% de espina bífida, sino el 11% de malformaciones congénitas mayores y el 30-40% de probabilidad de un trastorno del neurodesarrollo que alterará la vida de su hijo para siempre. La tragedia no reside en la existencia de un fármaco con riesgos, sino en que a miles de mujeres se les negara el derecho a conocerlos para tomar su propia decisión.
Este escándalo ha obligado a la comunidad médica y legal a ampliar su propia definición de "daño" farmacológico. La teratología clásica se centraba en las malformaciones estructurales y visibles al nacer. El valproato ha consolidado la "teratogénesis del neurodesarrollo" como una forma de daño igualmente grave, aunque invisible y de manifestación tardía. Un descenso de 10 puntos en el cociente intelectual, un diagnóstico de autismo o una vida de dificultades de aprendizaje son secuelas tan profundas y permanentes como una malformación física. Reconocer este daño invisible ha sido uno de los grandes logros de la lucha de las víctimas.
Del mismo modo, el concepto de "justicia" se ha expandido. Ya no se limita a una posible compensación económica obtenida tras una larga batalla judicial contra una corporación. La creación del fondo estatal ONIAM en Francia establece un precedente revolucionario: el reconocimiento de que la responsabilidad es compartida. Cuando el sistema de salud pública y sus agencias reguladoras fallan en su deber de proteger, el Estado tiene una obligación moral y financiera para con las víctimas. La justicia, en este nuevo paradigma, es también preventiva. La implementación de los Programas de Prevención de Embarazos, con sus formularios de riesgo y sus advertencias explícitas, institucionaliza el "derecho a saber" y traslada el enfoque de la sanción retrospectiva a la protección prospectiva.
En última instancia, la crónica del valproato es una llamada a la humildad y a la reforma. Expone la necesidad de un sistema de farmacovigilancia más ágil, más transparente y que priorice inequívocamente la seguridad del paciente. Requiere una cultura médica que fomente la comunicación abierta sobre los riesgos y que capacite a los pacientes para que sean participantes activos en las decisiones sobre su tratamiento. La sombra del valproato, al igual que la de la talidomida, es un recordatorio permanente del profundo coste humano que se paga cuando la ciencia, la industria y el Estado fallan en su deber fundamental de "primero, no hacer daño". El futuro de los "niños del Depakine" y la lucha incansable de sus familias deben servir de guía para garantizar que estas lecciones, esta vez, no se olviden.