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La transición del DSM-II al DSM-III: los cambios en los fundamentos teóricos de la psiquiatría

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Introducción

El Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM, por sus siglas en inglés) es la clasificación de referencia de la Asociación Psiquiátrica Americana (APA) para los trastornos mentales. La transición desde la segunda edición (DSM-II, 1968) hasta la tercera edición (DSM-III, 1980) supuso un cambio de paradigma profundo en la psiquiatría, con repercusiones históricas, filosóficas y prácticas. Este ensayo explora en detalle los cambios en los fundamentos teóricos que ocurrieron en esa transición, organizando la discusión en tres dimensiones: histórica, filosófica y crítica.


En la dimensión histórica, analizaremos cómo y por qué se produjo el giro entre el DSM-II y el DSM-III, enfatizando los factores institucionales, clínicos y sociales que impulsaron un enfoque más biologicista y operacionalizado del diagnóstico psiquiátrico. Veremos que en las décadas de 1960 y 1970 la psiquiatría enfrentó una crisis de credibilidad –con críticas sobre la confiabilidad de sus diagnósticos, el embate del movimiento antipsiquiátrico, y cambios socioculturales– que prepararon el terreno para una reforma radical de sus manuales diagnósticos. La llegada del DSM-III en 1980, bajo el liderazgo de Robert Spitzer, trajo numerosas innovaciones: criterios diagnósticos explícitos, un sistema multiaxial de evaluación, un aumento notable en el número de categorías, y una orientación “ateórica” y descriptiva sin precedentes. Examinaremos el contexto de esta transformación, incluyendo el rol de las instituciones (como el APA y el NIMH), la influencia de descubrimientos clínicos (por ejemplo, los efectos de los psicofármacos) y las presiones sociales que demandaban mayor rigor científico.


En la dimensión filosófica, exploraremos las corrientes de pensamiento subyacentes al DSM-III. Identificaremos influencias del positivismo lógico y el neopositivismo –corrientes filosóficas que privilegiaban los hechos observables y la evitación de especulaciones metafísicas– en la decisión de adoptar un enfoque operacionalista y empírico para definir trastornos mentales. Analizaremos cómo la filosofía de la ciencia de Carl G. Hempel, en particular su modelo nomológico-deductivo de explicación científica y su llamada a definiciones operativas claras, ha sido frecuentemente relacionada con la concepción del DSM-III (aunque también veremos argumentos de que esta influencia pudo haber sido menos directa de lo que se suele afirmar). Asimismo, discutiremos la impronta del conductismo y la epistemología operacionalista en la nosología psiquiátrica de 1980: el énfasis en criterios basados en comportamientos observables y mensurables, y la decisión de evitar términos psicoanalíticos o teóricos, reflejan la convicción de que la psiquiatría debía alinearse con métodos científicos verificables. También examinaremos el resurgimiento del modelo médico kraepeliniano (“neo-kraepeliniano”) en el DSM-III, el cual concibe los trastornos mentales como entidades nosológicas discretas análogas a enfermedades médicas, con la esperanza de encontrar para cada categoría una base biológica específica.


En la dimensión crítica, realizaremos un análisis equilibrado de esta transición teórica, considerando tanto los argumentos a favor del modelo categorial y ateórico del DSM-III, como las críticas y consecuencias que sus detractores han señalado. Por un lado, el DSM-III aportó mayor confiabilidad diagnóstica, un lenguaje común que facilitó la comunicación clínica e investigativa a nivel internacional, y contribuyó a legitimar la psiquiatría como disciplina científica ante el resto de la medicina. Por otro lado, evaluaremos críticas sustantivas: la ausencia de un fundamento teórico explícito fue vista por algunos como un arma de doble filo, ya que si bien evitó disputas doctrinarias, también implicó un alejamiento de explicaciones causales y una posible pérdida de profundidad conceptual. Revisaremos objeciones sobre la validez de las categorías diagnósticas resultantes –¿se creó un sistema de casillas descriptivas que no necesariamente corresponden a “entidades reales” en la naturaleza?–, así como preocupaciones por la inflación diagnóstica (con el aumento de categorías y el riesgo de patologizar experiencias normales).


Incorporaremos reflexiones de figuras críticas como Thomas Szasz (quien denunciaba el concepto mismo de enfermedad mental como un mito y consideraba la psiquiatría un instrumento de control social), Michel Foucault (quien analizó el poder psiquiátrico y cómo la definición de locura/enfermedad mental sirve para excluir al “anormal” de la sociedad), Ian Hacking (quien argumentó que las clasificaciones psiquiátricas “hacen existir” nuevas clases de personas, generando efectos en bucle entre el diagnóstico y la identidad de los diagnosticados), y Allen Frances (editor del DSM-IV, luego crítico de los excesos diagnósticos, quien ha señalado que el DSM-III remplazó “los falsos mitos de Freud por los falsos mitos” de un sistema excesivamente biologicista). También examinaremos cómo las decisiones tomadas en 1980 han impactado la práctica contemporánea: desde la preeminencia del modelo de checklist en las entrevistas clínicas, hasta la forma en que la psiquiatría equilibra hoy la búsqueda de bases neurobiológicas con la consideración de factores psicológicos y sociales.


Dimensión Histórica: Del DSM-II (1968) al DSM-III (1980) – Un cambio de paradigma


El DSM-II y la psiquiatría antes de 1980: bases psicodinámicas y cuestionamientos

Para comprender la magnitud del giro que supuso el DSM-III, es necesario situarse en las características del DSM-II y la psiquiatría de las décadas de 1960-70. El DSM-II, publicado en 1968, era un manual de apenas 134 páginas que listaba 182 categorías diagnósticas, con descripciones breves en formato narrativo. Al igual que su predecesor (DSM-I de 1952), el DSM-II se inscribía en la tradición de la psiquiatría psicodinámica predominante de la época. Aunque el DSM-II eliminó el término “reacción” (presente en el DSM-I para diagnósticos como “reacción esquizofrénica”), mantuvo conceptos como la “neurosis”, reflejando la fuerte influencia del psicoanálisis en la nosología: muchos trastornos eran entendidos como expresiones de conflictos intrapsíquicos subyacentes más que como entidades discretas con criterios observables. Por ejemplo, diagnósticos amplios como “neurosis de ansiedad” o “depresión neurótica” carecían de definiciones operativas estrictas y estaban vinculados a teorías etiológicas psicodinámicas sobre la personalidad y las experiencias tempranas.


Este enfoque narrativo y teórico implicaba que el diagnóstico dependía en gran medida de la interpretación clínica individual. Diferentes psiquiatras, según su formación y orientación (psicoanalítica, humanista, conductual, etc.), a menudo discrepaban en el diagnóstico de un mismo paciente, ya que no contaban con criterios uniformes a seguir. La confiabilidad diagnóstica –es decir, el grado de acuerdo entre profesionales al aplicar las categorías– resultaba ser muy baja. Un estudio clásico de 1974, realizado por el propio Robert Spitzer junto a Joseph L. Fleiss, evidenció que utilizando el DSM-II “raramente coincidían” dos clínicos en el diagnóstico de pacientes con presentaciones similares. En 18 estudios analizados, el porcentaje de acuerdo apenas superaba el azar, lo que llevaba a calificar el diagnóstico psiquiátrico de entonces como algo poco más fiable que “lanzar una moneda al aire”. Este problema de confiabilidad minaba la credibilidad de la psiquiatría como disciplina médica: ¿Cómo reivindicar que se estaban identificando “enfermedades” reales si ni siquiera los expertos coincidían en quién padecía qué?


Al mismo tiempo, factores sociales y culturales en los años 60 y 70 comenzaron a desafiar los supuestos de la psiquiatría tradicional y, en particular, la validez del propio concepto de enfermedad mental. Por un lado, surgió el llamado movimiento antipsiquiátrico. Autores como Thomas Szasz (psiquiatra) publicaron duras críticas: en 1961 Szasz proclamó “El mito de la enfermedad mental”, argumentando que las enfermedades mentales no eran enfermedades reales sino “problemas de la vida” rotulados como trastornos por conveniencia social y médica. En su visión libertaria, la psiquiatría utilizaba el estatus médico para encubrir conflictos morales y controlar la desviación, más que para descubrir alguna patología objetiva. En la misma época, sociólogos como Erving Goffman (autor de Asylums, 1961) estudiaron las instituciones psiquiátricas y concluyeron que las nociones de locura y salud mental respondían en gran medida a procesos de etiquetamiento y control social: la enfermedad mental sería “otro ejemplo de cómo la sociedad etiqueta y controla a los inconformistas” que no se ajustan a las normas esperadas. Estas posturas radicales pusieron en entredicho la autoridad de la psiquiatría, presentando al psiquiatra casi como un agente de policía moral que decide quién es “normal” y quién requiere confinamiento o tratamiento forzado.


Por otro lado, desde dentro de la psicología académica, los conductistas criticaron la fuerte dependencia de la psiquiatría en constructos no observables. B.F. Skinner y sus seguidores enfatizaban que la ciencia del comportamiento debía basarse en fenómenos medibles; miraban con recelo diagnósticos fundamentados en conjeturas sobre conflictos inconscientes o mecanismos intrapsíquicos inobservables. Esta crítica fue socavando la hegemonía del psicoanálisis en los círculos académicos y apuntalando la necesidad de criterios más objetivos. A la vez, avances en la psicofarmacología en los años 50 y 60 (como el descubrimiento de los antipsicóticos y antidepresivos) habían dado pie a un renovado interés en entender los trastornos mentales como problemas biológicos del cerebro. Si ciertas drogas aliviaban síntomas de esquizofrenia o depresión, quizá esas condiciones tenían una base neuroquímica específica. Este retorno del “modelo médico” animó a algunos psiquiatras a recuperar la tradición de Emil Kraepelin (el psiquiatra alemán del siglo XIX que clasificó demencias y psicosis como entidades distintas) y a abandonar la nebulosa terminología psicoanalítica. Se empezó a gestar lo que luego se llamaría el movimiento neo-kraepeliniano: una corriente que abogaba por volver a diagnósticos psiquiátricos más precisos, descriptivos y análogos a diagnósticos médicos, asumiendo que cada trastorno mental es una enfermedad cerebral diferenciada (aunque su causa orgánica aún no se hubiera identificado).


A estos factores se sumaron acontecimientos específicos que pusieron en aprietos al DSM-II y empujaron su revisión. Un hito importante fue la controversia en torno a la homosexualidad. En el DSM-II (1968), la homosexualidad estaba listada como un “trastorno sexual” (bajo la categoría de “desviaciones sexuales”), siguiendo la tradición psiquiátrica de la primera mitad del siglo XX que la consideraba una patología. Pero para finales de los 60 e inicios de los 70, el activismo gay y los nuevos estudios científicos (como el de Evelyn Hooker en 1956, que no encontró diferencias en ajuste psicológico entre hombres homosexuales y heterosexuales) cuestionaron duramente esta clasificación. En 1973, tras intensos debates y protestas (incluyendo manifestaciones de activistas irrumpiendo en conferencias de la APA), la Asociación Psiquiátrica Americana votó a favor de eliminar la homosexualidad del DSM. En la séptima impresión del DSM-II (1974) la homosexualidad ya no figuraba como categoría diagnóstica. Este episodio demostró de forma muy visible que al menos algunas categorías del DSM respondían más a juicios de valor socioculturales que a evidencias médicas —un argumento que tanto Szasz como Foucault sostendrían de forma más general. La APA salió algo desacreditada de la controversia, pero al mismo tiempo aprendió la lección: las definiciones diagnósticas necesitaban mejor sustento y objetividad para resistir el escrutinio científico y social.


En suma, hacia mediados de los 1970s la psiquiatría estadounidense enfrentaba una “tormenta perfecta” de críticas: sus diagnósticos eran poco fiables, sus categorías estaban teñidas de teorías no comprobables y valores culturales (lo que minaba su estatus científico), y su utilidad clínica era limitada. La “crisis en la psiquiatría americana” se hizo evidente. De hecho, historiadores como Hannah Decker señalan que a finales de los 70 la disciplina se hallaba en una crisis de confianza y legitimidad que exigía reformas profundas. Fue en este contexto que la APA decidió emprender una revisión drástica de su manual diagnóstico.


Desarrollo del DSM-III: Spitzer, el modelo operacional y el giro biologicista

En 1974, la APA estableció formalmente la necesidad de actualizar el DSM. Inicialmente, el propósito parecía limitado: “hacer que la nomenclatura del DSM fuera consistente con la de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE)”, dado que la OMS había publicado la CIE-8 en 1967 y se buscaba armonizar términos. Sin embargo, rápidamente la tarea adquirió un alcance mucho más amplio bajo la influencia de un hombre clave: el psiquiatra Robert L. Spitzer. Spitzer, miembro de la APA y profesor en Columbia University, fue nombrado presidente del Comité de Revisión (Task Force) para el DSM-III. Este nombramiento resultó providencial: Spitzer era un abierto crítico del DSM-II y venía trabajando desde finales de los 60 en formas de mejorar la diagnosis psiquiátrica basada en la evidencia. Participó en proyectos pioneros como las “Feighner Criteria” (un conjunto de criterios diagnósticos explícitos para ciertas enfermedades mentales publicados en 1972 por un grupo en la Universidad de Washington en St. Louis) y las Research Diagnostic Criteria (RDC), un conjunto de criterios operativos publicados en 1975 que buscaban estandarizar diagnósticos para investigación. Estas iniciativas proporcionaron un andamiaje inicial para lo que sería el DSM-III, introduciendo la noción de criterios necesarios y suficientes para cada trastorno, basados en síntomas observables y duración, en lugar de descripciones vagas.


Spitzer reunió un amplio grupo de trabajo multidisciplinario –que incluía no solo psiquiatras, sino también psicólogos, y expertos de diversas corrientes– con el objetivo declarado de reinventar el manual de forma más científica. Entre sus colaboradores estaban figuras como Jerome Wakefield, Michael First (quien más tarde editaría el DSM-IV), y otros académicos de renombre. Desde el inicio hubo una intención clara de defender el modelo médico en psiquiatría y proveer respuestas a las críticas de confiabilidad. En palabras del historiador Michael Wilson, “el DSM-III fue concebido como una defensa del modelo médico aplicado a los problemas psiquiátricos”. Es decir, Spitzer y su equipo pretendían afirmar que los trastornos mentales podían ser categorizados como entidades clínicas legítimas, diagnósticadas mediante criterios uniformes, tal como se hace con las enfermedades en la medicina general.


Una de las primeras decisiones fue adoptar un enfoque descriptivo y “ateórico”. Esto significaba que el DSM-III no se basaría en ninguna escuela o teoría psicológica particular (psicoanálisis, conductismo, etc.) para definir las patologías, sino únicamente en descripciones fenoménicas: listas de síntomas, curso clínico, y criterios explícitos de inclusión y exclusión. El objetivo era que cualquier clínico –independientemente de sus creencias teóricas– pudiera usar el manual de la misma manera. En la Introducción del DSM-III (APA, 1980) se explicita esta postura: “La orientación adoptada en el DSM-III es ateórica con respecto a la etiología… La principal justificación para esta aproximación ateórica es que la inclusión de teorías etiológicas sería un obstáculo para el uso del manual por clínicos de variadas orientaciones… Debido a que el DSM-III es generalmente ateórico respecto a la etiología, se esfuerza por describir de forma comprensiva cuáles son las manifestaciones de los trastornos mentales, y raramente intenta explicar cómo surgen… Este enfoque puede llamarse ‘descriptivo’, en tanto las definiciones de los trastornos consisten principalmente en descripciones de sus características clínicas… con el menor nivel de inferencia necesario para caracterizar cada trastorno”. Esta declaración, tomada textualmente de la introducción del DSM-III, resume el nuevo ethos: el manual renunciaba a explicar y se limitaba a describir. La etiología (salvo en unos pocos casos de trastornos con causa conocida, como ciertas demencias de origen neurológico) quedaba deliberadamente fuera del cuadro.


Para llevar esto a la práctica, el Comité definió por primera vez criterios diagnósticos operacionales para cada trastorno. En lugar de párrafos narrativos generales (como en DSM-I y II), el DSM-III presentaría listas de síntomas con requerimientos cuantitativos. Por ejemplo, un trastorno X podría requerir “al menos 5 de 9 síntomas listados, presentes la mayor parte del tiempo durante al menos 2 semanas”. Cada categoría venía con su umbral específico. Además se incluyeron criterios de exclusión (p. ej., que los síntomas no se explicaran mejor por otra condición médica o por uso de sustancias) y especificaciones de curso o duración. Este formato claramente se inspiraba en los desarrollos de Feighner et al. (1972) y las RDC (1975), que ya habían demostrado que tales criterios mejoraban la confiabilidad entre evaluadores. El DSM-III formalizó y expandió enormemente este enfoque operacional: donde el DSM-II describía unas pocas manifestaciones típicas de, digamos, la esquizofrenia, el DSM-III enumeró criterios precisos (p. ej., la presencia de delirios, alucinaciones, lenguaje desorganizado, etc., con una duración mínima de 6 meses para la forma crónica) para diagnosticar esquizofrenia.


Otra innovación clave fue la introducción de un sistema multiaxial de diagnóstico. En lugar de un diagnóstico único, el DSM-III propuso evaluar al individuo en cinco ejes: Eje I (trastornos clínicos principales, p. ej. depresión, esquizofrenia), Eje II (trastornos de la personalidad y retraso mental, considerados condiciones más estables), Eje III (condiciones médicas físicas relevantes), Eje IV (factores psicosociales y estresores ambientales recientes) y Eje V (nivel de adaptación o funcionamiento global en el último año). Esta estructura permitía un retrato más completo del paciente, reconociendo que factores sociales o médicos podían influir en lo mental. Cabe destacar que la idea de ejes no era totalmente nueva (el ICD-9 europeo ya discutía ejes psicosociales), pero el DSM-III los implementó de forma concreta en 1980, anticipándose a la CIE que solo los incorporaría en 1992. Si bien el DSM-III siguió siendo ateórico, como señala la historiadora Victoria del Barrio, “se mantuvo muy fiel al fisicalismo”. Es decir, aunque se reconocían factores psicosociales en un eje separado, el énfasis conceptual seguía en que los síndromes clínicos (Eje I) eran entidades médicas en sí mismas. La redacción de los criterios y de las descripciones clínicas sugería implícitamente que cada trastorno era un fenómeno clínico distinguible, potencialmente ligado a un estado patofisiológico particular (aunque aún desconocido). En línea con esto, Spitzer argumentaba abiertamente que “los trastornos mentales son un subconjunto de los trastornos médicos”, intentando colocar a la psiquiatría firmemente dentro del dominio de la medicina científica. Si bien esta frase literal no apareció en el texto final, el DSM-III adoptó una definición de “trastorno mental” que resaltaba su naturaleza de síndrome clínicamente significativo, implicando disfunción en el individuo, con un tono neutral pero compatible con la visión médica.


El proceso de elaboración del DSM-III no estuvo exento de debate y compromiso político. Un ejemplo fue la eliminación del término “neurosis”. Dado que “neurosis” era un concepto fundamental en la psiquiatría dinámica (Freud y otros definían así a una gama de trastornos de ansiedad, histeria, obsesiones, etc.), la nueva generación quería suprimirlo por considerarlo vago y teóricamente cargado. En la propuesta inicial de Spitzer ninguna categoría del DSM-III debía incluir “neurosis” en su nombre. Esto generó resistencias en sectores más tradicionales. De hecho, se cuenta que “el DSM-III estuvo en serio peligro de no ser aprobado por la Junta de Síndicos de la APA a menos que la ‘neurosis’ se incluyera de alguna forma”. La solución de compromiso fue reintegrar la palabra neurosis entre paréntesis en algunas categorías, por ejemplo “Trastornos de Ansiedad (neurosis)”, para calmar a quienes temían que los clínicos no reconocieran la continuidad con las viejas categorías.


Con todo, el DSM-III efectivamente marcó un cambio de terminología: las antiguas neurosis de ansiedad, histeria, fobias, etc. fueron recolocadas en capítulos como “Trastornos de Ansiedad”, “Trastornos Somatoformes” o “Trastornos Disociativos”, sin la carga teórica previa. Esto ilustraba la intención de describir por síntomas (p. ej. “trastorno de pánico”, “trastorno por conversión”) en vez de por supuesta dinámica inconsciente.

Finalmente, en 1980 se publicó el DSM-III, un volumen mucho más extenso que sus antecesores (495 páginas) y con 265 categorías diagnósticas –un salto enorme desde las 182 del DSM-II. Esta expansión se debió en parte a dividir categorías amplias en entidades más específicas. Por ejemplo, donde el DSM-II tenía un solo rubro de “psicosis esquizofrénica” con subtipos, el DSM-III definió criterios distintos para subtipos de esquizofrenia (paranoide, desorganizada, catatónica, etc.). Aparecieron trastornos completamente nuevos, algunos de ellos reflejando condiciones reconocidas clínicamente en los 70: el trastorno por estrés postraumático (TEPT) fue incluido por primera vez, influido por la experiencia de veteranos de Vietnam y víctimas de trauma que presionaron por un diagnóstico formal; también se añadieron categorías para niños y adolescentes que antes estaban escasamente cubiertas, como el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), entre otros. Muchos diagnósticos del DSM-II se redefinieron con criterios (por ejemplo, la “depresión neurótica” dio lugar al trastorno depresivo mayor con criterios de episodios mayores, diferenciándolo del “trastorno distímico” como forma crónica leve, etc.).


En general, el espíritu era captar con más precisión las distintas presentaciones clínicas que los psiquiatras veían en la práctica, aunque ello implicara multiplicar las etiquetas. Esta proliferación de categorías fue posteriormente objeto de crítica (¿se estaban “inventando” trastornos?) que abordaremos en la sección crítica. Pero en 1980 se percibió más bien como un signo de avance y especificidad: la psiquiatría por fin contaba con un léxico detallado para sus diagnósticos, comparable a la nosología médica en otras especialidades.


El DSM-III fue rápidamente aclamado (y adoptado internacionalmente) como una “revolución” en la clasificación psiquiátrica. Constituyó un cambio de paradigma inequívoco, comparable, según algunos autores, a la fundación misma del DSM-I en 1952. La práctica psiquiátrica cambió: los clínicos comenzaron a usar entrevistas estructuradas y listas de verificación de síntomas inspiradas en los criterios del DSM-III para realizar diagnósticos más confiables. De hecho, Spitzer y colaboradores desarrollaron la Structured Clinical Interview for DSM (SCID), una entrevista estandarizada que se convirtió en la herramienta básica en investigaciones y que consolidó aún más la influencia del DSM-III. En palabras de Michael First, “el DSM-III permitió a los investigadores organizar nuestro conocimiento sobre los trastornos mentales” y comparar estudios de manera coherente, algo que era casi imposible en la era del DSM-II debido a la inconsistencia diagnóstica. Además, el DSM-III contribuyó a que la psiquiatría recuperara terreno dentro de la medicina: al mejorar la confiabilidad y proveer códigos claros, facilitó por ejemplo la justificación de diagnósticos ante seguros médicos y programas públicos (que exigían diagnósticos oficiales para reembolsos). La APA, que vendía el manual, observó incluso un cambio en la utilidad administrativa: el DSM pasó de ser un nomenclador estadístico poco usado fuera de EE. UU., a convertirse en una “biblia” clínica global.


En síntesis, desde una perspectiva histórica, el paso del DSM-II al DSM-III representó un cambio notable. Se pasó de una psiquiatría dominada por un paradigma psicodinámico y clínicamente subjetivo a una psiquiatría orientada a un paradigma biologicista y operacionalmente definido. Este viraje estuvo motivado tanto por presiones internas (la búsqueda de mayor rigor científico) como externas (críticas sociales y necesidad de legitimación). El resultado inmediato fue un sistema diagnóstico categorial, explícito y ateórico que transformó la práctica psiquiátrica en las décadas siguientes. En la siguiente sección, examinaremos las bases filosóficas de este nuevo enfoque, preguntándonos: ¿Qué corrientes de pensamiento influyeron para que Spitzer y su equipo concibieran al DSM-III de esa manera? ¿Cómo se sustentaba epistemológicamente la idea de que describir sin explicar era el camino correcto? Y, en última instancia, ¿Qué supuestos filosóficos sobre la mente y la enfermedad subyacían a este “manual ateórico”?


Dimensión Filosófica: Fundamentos teóricos y epistemológicos del DSM-III

Positivismo lógico y descripción ateórica: la influencia del empirismo científico

El giro ateórico y descriptivo del DSM-III no surgió en el vacío, sino que refleja la influencia de corrientes filosóficas del siglo XX, especialmente del positivismo lógico y su derivado anglosajón, el neopositivismo. Estas corrientes, asociadas con filósofos como Rudolf Carnap, Otto Neurath y Carl Hempel (entre otros), sostenían que la ciencia debe centrarse en términos observables y en relaciones empíricamente verificables, evitando las especulaciones metafísicas o las entidades no observables. En psiquiatría esta visión se tradujo en un escepticismo hacia constructos hipotéticos no medibles (como el “Ello” freudiano o los arquetipos junguianos) y en una preferencia por definir los fenómenos mentales en función de observables conductuales o reportes objetivos.


El DSM-III encarna varios principios positivistas. Primero, su énfasis en la observación sistemática: los criterios diagnósticos son, en su mayoría, síntomas que el clínico puede observar o que el paciente puede informar directamente, en vez de inferencias profundas sobre su psique. Por ejemplo, para diagnosticar un episodio depresivo mayor según el DSM-III, se requiere observar signos concretos (estado de ánimo deprimido la mayor parte del día, insomnio, pérdida de peso, ideas suicidas, etc.) con umbrales cuantificados (p. ej., “al menos 5 de 9 síntomas durante al menos 2 semanas”) en lugar de concluir que el paciente tiene “melancolía endógena” por un juicio clínico general. Este operacionalismo –definir un concepto por los pasos u observaciones necesarios para identificarlo– está en línea con las ideas del físico Percy W. Bridgman, quien en los años 1920 propuso que los conceptos científicos deben definirse en términos de operaciones medibles (origen del término definición operacional). En la psiquiatría de 1980, operacionalizar significó traducir nociones como “ansiedad patológica” o “esquizofrenia” en conjuntos de criterios explícitos, siguiendo la máxima de que lo que no puede observarse o medirse de manera confiable debe excluirse del diagnóstico.


En segundo lugar, el DSM-III adoptó un lenguaje libre de teoría en sus descripciones, lo cual refleja una actitud neopositivista de evitar términos teóricos hasta que haya evidencia sólida. Por ejemplo, el manual evitó hablar de “conflictos inconscientes”, “fijación oral” o “mecanismos de defensa” para describir trastornos (todos conceptos psicoanalíticos no verificables empíricamente). En cambio, se usó un lenguaje más neutral y conductual: “patrón de comportamientos”, “respuestas fisiológicas de ansiedad”, “deterioro en la vida social o laboral”, etc. La filosofía del lenguaje positivista influyó en esta pulcritud terminológica: los positivistas lógicos proponían construir un “lenguaje observacional” común para la ciencia, donde cada término tenga un referente claro en la experiencia. La decisión de usar inglés coloquial y simple en los criterios DSM-III (evitando jerga técnica excesiva) fue consciente, para que fuera entendible por profesionales de distintas orientaciones e incluso por agencias de salud gubernamentales.


Es ilustrativo cómo el DSM-III justificó su enfoque ateórico apelando a un principio pragmático pero de resonancia positivista: si incluyéramos teorías etiológicas en las definiciones, dificultaríamos el consenso entre clínicos de diferentes “escuelas”. En otras palabras, la “teoría” se veía como un potencial elemento disruptor que introducía subjetividad y sesgo. Mejor era limitarse a la “superficie” de los fenómenos, asumiendo que describiendo bien qué se ve y se comunica, se estaba avanzando científicamente. Esto recuerda la postura del fenomenalismo positivista: la ciencia debe comenzar por describir fielmente las “sensaciones” o “observaciones”, posponiendo (o incluso descartando) la especulación sobre entidades subyacentes.


Cabe mencionar que esta filosofía empírica también estaba presente en la psiquiatría europea de posguerra, particularmente en la escuela de Kurt Schneider y otros psiquiatras alemanes que catalogaron síntomas “de primer rango” para la esquizofrenia (como el escuchar voces comentando los actos del paciente) sin implicaciones teóricas. La generación de Spitzer bebió de esas fuentes para diseñar criterios descriptivos.

Por último, la inclinación positivista del DSM-III se evidencia en su aspiración de ser una herramienta nomotética: es decir, buscar leyes generales aplicables a todos los pacientes con un diagnóstico dado. Al establecer criterios uniformes, se asumía que todos los individuos que cumplen esos criterios conforman una clase natural homogénea en alguna medida, a la cual la investigación podrá luego asociar causas, pronósticos o tratamientos efectivos. Este supuesto enlaza con el ideal positivista de encontrar regularidades y “leyes científicas” en el ámbito psiquiátrico, alejándose de la visión idiográfica (centrada en lo único de cada caso) propia de la psiquiatría psicodinámica tradicional.


El modelo nomológico-deductivo de Hempel y el debate sobre la explicación vs. descripción

Un personaje frecuentemente citado en relación con la reforma del DSM-III es el filósofo de la ciencia Carl Gustav Hempel. En 1959, Hempel presentó un influyente artículo sobre la clasificación psiquiátrica en un congreso de la Asociación Americana de Psicopatología. Hempel provenía del círculo positivista y es famoso por formular el modelo “deductivo-nomológico” de la explicación científica (también llamado modelo “covering-law” o de ley de cobertura). Según este modelo, explicar un fenómeno es deducirlo lógicamente a partir de leyes generales (nomos) y condiciones iniciales. Por ejemplo, en medicina, explicar por qué un paciente tiene fiebre implicaría invocar una ley general (cierta bacteria causa fiebre) y las condiciones del caso (el paciente está infectado por esa bacteria), deduciendo así que debe tener fiebre.


En su ponencia de 1959, Hempel analizó la lógica del diagnóstico psiquiátrico. Recomendó que la psiquiatría para progresar debía clarificar sus conceptos y criterios diagnósticos de forma más científica, casi anticipando las demandas que se concretarían dos décadas después. Propuso que los diagnósticos debían definirse por conjunto de síntomas observables y que idealmente estarían relacionados con ciertas leyes psicológicas o biológicas. En ese entonces (1959), el DSM-I apenas empezaba y estaba lleno de terminología psicodinámica; Hempel criticó la vaguedad y la mezcla de teorías en esas definiciones. Su trabajo sugería una psiquiatría más alineada con su modelo explicativo: clasificaciones que, en un futuro, permitieran encajar en explicaciones nomológico-deductivas (por ejemplo, deducir síntomas a partir de una teoría biológica subyacente).


Muchos historiadores de la psiquiatría han señalado que Hempel prefiguró el enfoque DSM-III y que sus ideas influyeron en Spitzer y colegas a la hora de hacer la clasificación ateórica y operacional. De hecho, se suele afirmar que la introducción de criterios explícitos en el DSM-III fue inspirada por Hempel y otros como Joseph Zubin. Sin embargo, es interesante notar que investigaciones más recientes cuestionan cuán directa fue esa influencia. Por ejemplo, un artículo titulado “El mito de Hempel y el DSM-III” (Broome & Bortolotti, 2019) argumenta que es exagerado atribuir el DSM-III a las recomendaciones de Hempel, y que en realidad Spitzer y su equipo llegaron al ateoricismo más por cuestiones prácticas y datos empíricos que por seguir a un filósofo. Sea como fuere, en el espíritu de la época Hempel encarnaba la filosofía de la ciencia a la que la nueva psiquiatría quería adherirse: rigurosidad lógica, conceptos claros y anclados en lo empírico, y aspiración a leyes causales generales.


Es importante destacar que, paradójicamente, el DSM-III se proclamó “ateórico” y no incluyó explicaciones causales, lo cual superficialmente podría parecer anti-Hempeliano (pues el modelo de Hempel enfatiza la explicación causal). Sin embargo, esta aparente contradicción se resuelve entendiendo que el ateoricismo del DSM-III era estratégico y provisional. Spitzer y otros sabían que la psiquiatría carecía en 1980 de bases etiológicas sólidas para la mayoría de trastornos (no había tests de laboratorio ni conocimientos firmes de neurobiología para, por ejemplo, la esquizofrenia). Por tanto, intentaron primero conseguir un lenguaje común descriptivo; las explicaciones nomológico-deductivas quedarían para el futuro, una vez la investigación avanzada pudiera relacionar cada diagnóstico con causas y mecanismos. Este enfoque recuerda un principio de Hempel: la distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación. Primero había que descubrir cómo clasificar de forma fiable (describir), luego se podría justificar esas categorías mediante teorías causales. En ese sentido, el DSM-III creó un marco neutral donde distintas teorías podrían investigar sin casarse con ninguna de entrada.


No obstante, ciertos críticos señalan que el DSM-III, al renunciar explícitamente a la teoría, en realidad implícitamente abrazó una: la suposición kraepeliniana de que cada trastorno es una entidad discreta con una causa propia. Esto es una hipótesis no comprobada (y de hecho, hasta la fecha, en 2025, sigue sin confirmarse plenamente para la mayoría de trastornos). Pero la estructura misma del manual —categorial, con límites definidos entre diagnósticos— supone creer que la naturaleza está “troceada” de esa manera. Filósofos de la psiquiatría como Kenneth Kendler han discutido que el DSM-III se basó en una metáfora esencialista de los trastornos (como “clases naturales”), lo cual es una postura ontológica concreta, no tan ateórica como se pregonaba. De ahí surge la distinción entre validez y confiabilidad: DSM-III mejoró lo segundo a costa de postergar lo primero. Volveremos sobre esta crítica en la sección final.


En síntesis, la influencia filosófica subyacente al DSM-III proviene de una visión positivista/empirista de la ciencia: privilegio de la observación, conceptualización clara, búsqueda de uniformidad y potencial generalización nomológica. Hempel simboliza esa visión aunque la implementación psiquiátrica fue incompleta en términos explicativos. El DSM-III fue más bien un sistema proto-científico: organizó los fenómenos (síntomas) en categorías reproducibles, preparando el terreno para que futuras explicaciones causales pudieran encajar. En palabras de un comentarista, “el DSM-III fue un intento de proporcionar descripciones clínicas objetivas en espera de mejores teorías”. La filosofía de Hempel enseñó que primero había que tener definiciones precisas y fenomenología compartida; solo entonces podría la psiquiatría aspirar a explicar nomológicamente sus trastornos como enfermedades genuinas.


Conductismo y operacionalismo: el papel de la psicología experimental en el DSM-III

Otra fuente de inspiración teórica para el DSM-III provino de la psicología experimental y conductual de mediados del siglo XX. Como ya se mencionó, los psicólogos conductistas criticaban la subjetividad de los diagnósticos psiquiátricos anteriores. Con el DSM-III, sus principios encontraron eco en varios aspectos:


  • Observabilidad del comportamiento: el conductismo clásico (Watson, Skinner) postulaba que la psicología debía centrarse en la conducta observable y las condiciones ambientales, sin inferir entidades mentales internas. En el DSM-III, aunque se diagnosticaban “trastornos mentales”, estos se definían en función de comportamientos o informes de experiencia que pueden considerarse observables en sentido amplio (p. ej., “evita actividades sociales”, “informa de estado de ánimo deprimido”, “tiene rituales motores repetitivos”). Se minimizó la referencia a dinámicas intrapsíquicas o rasgos de personalidad latentes. En este sentido, el DSM-III representó una psiquiatría más “comportamental” en su superficie descriptiva: importaba qué hace o dice el paciente, más que por qué lo hace (lo cual, en ausencia de teoría, quedaba a interpretaciones posteriores).


  • Cuantificación y medida: la psicometría y métodos estadísticos (p. ej., análisis factorial) en psicología habían avanzado mucho en las décadas previas, identificando escalas y síndromes a partir de datos. El comité DSM-III se apoyó en evidencias empíricas disponibles, por ejemplo resultados de estudios epidemiológicos y de confiabilidad. Si cierto conjunto de síntomas demostraba aparecer juntos con frecuencia (comorbilidad) o respondía a un mismo tratamiento, era indicativo de un síndrome identificable. De esta forma, el DSM-III intentó alinear las categorías con clusters empíricos. Un ejemplo fue la separación del espectro de ansiedad: agorafobia con ataques de pánico se distinguió del trastorno de ansiedad generalizada, basados en que clínicas e investigaciones sugerían que no eran exactamente lo mismo. Aunque no se usó un análisis estadístico formal para todas las decisiones (muchas fueron por consenso de expertos), el espíritu era coherente con el operacionalismo científico: definir para medir, y medir para poder analizar.


  • Neutralidad del observador: en el enfoque psicoanalítico previo, el clínico interpretaba al paciente y su propia subjetividad formaba parte del diagnóstico. El DSM-III promovió, en cambio, la idea de un observador neutral casi “tipo laboratorio”. Cualquier psiquiatra entrenado debía, en teoría, llegar al mismo diagnóstico aplicando los criterios a un caso dado. Esta aspiración a la objetividad intersubjetiva refleja la influencia de la metodología experimental. El SCID (entrevista estructurada) mencionada antes ejemplifica esto: un entrevistador siguiendo un guion reduce la variabilidad de la interacción clínica, aproximándose a una “medición” del estado mental.


  • Epistemología operacional: mencionado ya, vale recalcar su relevancia filosófica: El DSM-III definió sus conceptos por las operaciones para determinarlos. Por ejemplo, ¿Qué es la esquizofrenia según DSM-III? Es, en la práctica, lo que diagnosticas cuando se cumplen los criterios A, B, C… (una lista que incluye síntomas psicóticos de al menos 1 mes, deterioro social, duración mínima de 6 meses de algunos signos, etc.). Esta es casi una definición circular pero útil: esquizofrenia es lo que el DSM-III dice que es. A nivel epistemológico, esto la convierte en un constructo operativamente definido, no en una entidad descubierta independientemente de la teoría humana. Los operacionalistas argumentarían que así se evita introducir supuestos no verificados; solo se habla de lo que se puede detectar. Sin embargo, críticos filosóficos luego apuntarían que esto puede vaciar de contenido real a los conceptos (lo que algunos llaman “nominalismo”, que discutiremos en la parte crítica).


En suma, la psicología experimental proveyó herramientas conceptuales y actitudinales al DSM-III: énfasis en la conducta, medición, objetividad y definiciones prácticas. Este enfoque fue un giro de 180 grados respecto al DSM-I/II influenciados por el psicoanálisis, que era introspectivo, cualitativo y centrado en la historia personal. Podríamos decir que el DSM-III “psicologizó” la psiquiatría en cierto sentido (la acercó a las ciencias del comportamiento), al mismo tiempo que “medicalizó” sus supuestos (la acercó a la medicina biológica). Esta conjunción es interesante: los criterios eran conductuales (psicología) pero la conceptualización final era de enfermedad (medicina). Esa doble herencia se refleja en que Spitzer reclutó en su equipo tanto a psicólogos como a psiquiatras biológicos. El resultado fue una síntesis teórica peculiar: un modelo médico operacional.


El neo-kraepelinianismo: regreso al modelo de enfermedad y esencialismo categorial

Desde el punto de vista filosófico y histórico, la transición DSM-II a III también puede ser vista como un renacimiento del modelo de Emil Kraepelin adaptado al siglo XX. Kraepelin, a finales del siglo XIX, sentó las bases de la psiquiatría moderna clasificando trastornos mentales (especialmente las psicosis) en entidades distintas con curso y pronóstico propio, e insinuando que cada una tendría una causa patológica específica (por ejemplo, diferenciando la dementia praecox –esquizofrenia– de la psicosis maníaco-depresiva –trastorno bipolar–, prefigurando que sus orígenes debían ser distintos). Con el auge del psicoanálisis en la primera mitad del siglo XX, esa tradición “nosológica” había quedado relegada (en DSM-I y II, las categorías kraepelinianas se mezclaban con interpretaciones psicodinámicas, y se enfatizaba menos la búsqueda de causas orgánicas).


Sin embargo, en los años 70, un grupo de psiquiatras norteamericanos (entre ellos Gerald Klerman, Samuel Guze, Eli Robins, y el propio Spitzer) se autodenominaron (a veces irónicamente) como los “neo-Kraepelinianos”. En 1978, Klerman publicó un ensayo titulado “El resurgir kraepeliniano” donde enumeraba principios que la nueva psiquiatría debía seguir: 1) La psiquiatría es una rama de la medicina (por tanto, los trastornos mentales son enfermedades); 2) Debe haber una definición explícita de cada enfermedad mental con criterios; 3) La investigación debe orientarse a causas biológicas y tratamientos médicos; 4) Las estadísticas y estudios epidemiológicos son importantes; 5) Si no hay suficiente conocimiento causal, al menos se puede lograr confiabilidad diagnóstica; 6) Las categorías deben revisarse con datos nuevos; etc. Muchos de estos principios se plasmaron en el DSM-III. De hecho, se suele decir que “el DSM-III fue la victoria de los neo-kraepelinianos” en la APA.


Filosóficamente, el neo-kraepelinianismo introdujo un esencialismo categorial: la creencia de que detrás de cada categoría diagnóstica hay una esencia patológica real (sea genética, neuroquímica o de otro tipo) que un día se descubrirá. Aunque Spitzer jamás afirmó haber descubierto las causas de los trastornos, él y sus colegas presuponían que haciendo una clasificación más fina y coherente, facilitarían la investigación para encontrar marcadores biológicos de cada trastorno. Esta mentalidad “esencialista” es notoria, por ejemplo, en cómo en el DSM-III se subdividieron síndromes que clínicamente antes se agrupaban, bajo la idea de que podrían ser cosas distintas en el cerebro. Un caso fue distinguir “trastorno depresivo mayor” vs “trastorno bipolar”: antes ambos eran “psicosis afectivas” o “depresiones endógenas” en general, pero la distinción se reforzó con criterios (presencia o no de episodios maníacos) porque se sospechaba que el trastorno bipolar podía tener una base genética diferente a la depresión unipolar (lo cual estudios familiares ya sugerían en los 1970s). Igualmente, el TEPT se separó de la ansiedad general porque se planteó que tenía una etiología ambiental distinta (trauma). Este enfoque de “dividir” recuerda la estrategia de las ciencias naturales de clasificar especies o elementos químicos en base a diferencias intrínsecas. Los neo-kraepelinianos veían a los trastornos como análogos a especies nosológicas.


Este marco se vincula con la filosofía de la ciencia de las “clases naturales”. Se asumía que con criterios precisos se estaba capturando entidades discretas, no meras convenciones. Sin embargo, esta es una postura debatible: ¿y si la naturaleza mental no viene segmentada en categorías separadas, sino en dimensiones continuas? El DSM-III optó claramente por el modelo categorial (sí/no: el paciente tiene o no tiene tal trastorno, según si cumple criterios). Alternativas como el modelo dimensional (puntuaciones en rasgos continuos, por ejemplo severidad de ansiedad de 0 a 100) quedaron fuera, salvo en el Eje V de funcionamiento global. Los defensores del modelo categorial argüían que servía mejor a la práctica clínica (tomar decisiones de tratamiento suele requerir un sí/no más que un continuo) y correspondía a la tradición médica (uno tiene o no tiene neumonía, no “40% de neumonía”). Los críticos señalarían que en salud mental muchas condiciones parecen distribuirse de forma continua en la población (ej. los rasgos de personalidad, el espectro obsesivo-compulsivo, etc.), por lo que forzar divisiones arbitrarias podría ser artificial.


El DSM-III, influido por el pensamiento kraepeliniano, se decantó fuertemente por las categorías, asumiendo que eventualmente se hallarían cortes naturales para justificarlas.

En términos epistemológicos, esto implicó un compromiso ateórico peculiar: se evitaba una teoría psicológica explícita, pero se adoptaba una meta-teoría médica implícita. Esa meta-teoría decía: cada trastorno es un síndrome clínico distinto, probablemente con base biológica distinta, que podemos diagnosticar por sus manifestaciones. Es ateórica respecto a la mente, pero teórica respecto a la ontología de la enfermedad. Algunos han llamado a esto “realismo en psiquiatría” —la creencia de que las entidades diagnósticas existen en la naturaleza. En contraste, un constructivista social como Foucault o un ultra-escéptico como Szasz verían esas categorías como “construcciones históricas” o conveniencias prácticas, no como cosas con esencia natural. Esta tensión filosófica (realismo vs. constructivismo) subyace muchos debates sobre el DSM, y se manifestaría en las críticas posteriores.


Resumiendo, la filosofía del DSM-III es ecléctica: por un lado, bebe del empirismo positivista y el operacionalismo (en método y lenguaje); por otro, abraza un fondo kraepeliniano de concebir enfermedades mentales discretas (en ontología). Este eclecticismo sirvió para lograr un consenso amplio en 1980: los clínicos biologicistas se sintieron reivindicados (al fin un manual sin “energía psíquica” ni teorías freudianas, y centrado en enfermedades), los clínicos formados en psicología también lo aceptaron (eran criterios concretos y testables, como un manual de psicometría clínica). La filosofía de “ateoricismo” se presentó casi como un terreno común neutral. Sin embargo, como veremos en la sección crítica, esa neutralidad sería cuestionada: quizás no era tan neutral, sino que traía su propia carga ideológica (la del modelo médico reduccionista y del estatus quo social). Antes de pasar a esas valoraciones, sintetizaremos los puntos clave:


  • El positivismo lógico impulsó al DSM-III a evitar lo metafísico y centrarse en lo empírico medible.

  • El modelo de explicación científica formal (Hempel) alentó la formulación clara de criterios y la idea de manual estandarizado, aun si la explicación causal quedó pendiente.

  • El conductismo y operacionalismo proveyeron herramientas prácticas para definir los trastornos en función de comportamientos y síntomas observables.

  • El neo-kraepelinianismo reafirmó el paradigma biologicista, viendo los trastornos como enfermedades con esencias, y validó el enfoque categorial y médico.

  • El DSM-III, por tanto, se situó filosóficamente en un positivismo práctico: describe ahora, espera explicar después; y en un realismo esencialista pragmático: actúa como si las categorías fueran reales para avanzar en investigación.


Con este trasfondo histórico y filosófico establecido, podemos adentrarnos en la dimensión crítica, donde evaluaremos con una mirada más reflexiva las consecuencias y controversias que ha generado esta transformación paradigmática en la psiquiatría.


Dimensión Crítica: Análisis del modelo categorial y ateórico del DSM-III

La publicación del DSM-III en 1980 fue inicialmente recibida con optimismo por gran parte de la comunidad psiquiátrica. Como se describió, el nuevo manual prometía resolver problemas prácticos y aportar un rigor científico ansiado. No obstante, con el paso del tiempo surgieron múltiples evaluaciones críticas. En esta sección examinaremos, primero, los argumentos a favor y logros atribuidos al DSM-III, y luego las críticas principales en distintos frentes: fiabilidad vs. validez, impacto clínico, implicaciones epistemológicas y éticas, etc. Finalmente, consideraremos cómo esta transición teórica impactó la práctica psiquiátrica contemporánea y qué debates siguen abiertos.


Logros y defensas del DSM-III: confiabilidad, comunicación y avances científicos


1. Mejora de la confiabilidad diagnóstica: el logro más inmediato y objetivamente comprobable del DSM-III fue el aumento de la fiabilidad en los diagnósticos. Estudios posteriores a 1980 mostraron que, usando criterios estructurados, dos clínicos podían llegar al mismo diagnóstico con mucha mayor frecuencia que con el DSM-II. Por ejemplo, investigaciones de campo realizadas durante el desarrollo del DSM-III (los field trials patrocinados por el NIMH) indicaron sustanciales acuerdos interjueces al aplicar las nuevas definiciones a pacientes reales. Allen Frances resumió este progreso diciendo que el DSM-III efectivamente resolvió en gran medida el "problema de la confiabilidad diagnóstica" que aquejaba a la psiquiatría. Aunque luego se matizaría que aún quedaba camino por recorrer, no hay duda de que se dio un salto adelante: “el DSM-III permitió que el diagnóstico psiquiátrico dejara de ser como lanzar una moneda al aire”, como gráficamente comentó Michael First. Esta mejora fortaleció la credibilidad de la disciplina ante sí misma y ante terceros. Ya no era tan fácil acusar a la psiquiatría de ser “pseudociencia” por falta de acuerdo entre sus profesionales; se había introducido un método replicable.


2. Creación de un lenguaje común internacional: el DSM-III, aunque desarrollado en EE. UU., fue rápidamente adoptado (o al menos influyó fuertemente) en otros países, complementando a la CIE-9 de la OMS. Para 1980, la psiquiatría mundial carecía de un glosario unificado: cada escuela usaba términos a veces incompatibles. El DSM-III ofreció un vocabulario y unos criterios que podían compartirse, lo cual facilitó la comunicación global en investigación y práctica. Investigadores de distintos continentes podían asegurarse de que estaban estudiando poblaciones comparables si usaban criterios DSM-III para seleccionar pacientes. Este estandar global aceleró la producción de conocimiento: por ejemplo, estudios epidemiológicos multicéntricos sobre prevalencia de trastornos mentales fueron posibles con muestras definidas consistentemente. Antes, comparar estudios era difícil porque “depresión” o “esquizofrenia” podían significar cosas distintas según quién diagnosticara. Un histórico artículo de 2005 señaló que “el DSM-III y su revolución clasificatoria transformaron la teoría y práctica de la salud mental al proveer un marco común”. En clínica, un manual universal también fue útil: un psiquiatra en Madrid, otro en Nueva York y otro en Buenos Aires podrían entenderse al referirse a un “trastorno de pánico” con agorafobia si seguían el DSM-III (o su descendiente, DSM-III-R/IV), reduciendo ambigüedades. Este lenguaje franco de la psiquiatría impulsó colaboraciones internacionales, desarrollo de guías de tratamiento basadas en diagnóstico, etc.


3. Impulso a la investigación y a la evidencia clínica: directamente ligado a lo anterior, el DSM-III sirvió como fundamento para la investigación psiquiátrica moderna. En los 40 años posteriores (1980-2020), virtualmente todos los ensayos clínicos, estudios genéticos, investigaciones neurobiológicas, etc., definieron sus muestras de pacientes según criterios DSM (o CIE armonizada). Esto permitió acumular datos comparables. Por ejemplo, todos los participantes en estudios de fármacos antidepresivos desde los 80 en adelante, en general, cumplen criterios DSM de “trastorno depresivo mayor”. Así, se sabe a qué población se refiere un hallazgo y se puede replicar. Antes del DSM-III, muchos estudios usaban diagnósticos “propios” de los autores o diagnósticos psicoanalíticos imprecisos, haciendo muy difícil integrar evidencias. El DSM-III convirtió a los diagnósticos en “constructos operacionales” aptos para la ciencia, lo cual disparó la capacidad de hacer meta-análisis, revisiones sistemáticas, etc., consolidando la medicina basada en la evidencia también en psiquiatría. Algunos defensores del DSM-III señalan que, gracias a ello, se identificaron subtipos y correlatos biológicos importantes: por ejemplo, la investigación validó que la esquizofrenia paranoide tenía pronóstico algo distinto de la desorganizada, o que dentro de los trastornos depresivos había un grupo melancólico con características fisiológicas diferentes (concepto de depresión melancólica que DSM-III recogió como especificador). Además, permitió que se realicen estudios de validez: una vez definidos objetivamente los grupos, se pudo preguntar si realmente difieren en biomarcadores, curso, herencia, etc. Si bien los resultados de estas búsquedas de validez han sido mixtos (como veremos), el paso imprescindible era tener los grupos bien delimitados. En resumen, el DSM-III “organizó el tablero” para que la ciencia psiquiátrica jugara una partida más ordenada.


4. Beneficios clínico-asistenciales: desde una perspectiva pragmática, el DSM-III hizo más práctico el proceso diagnóstico para muchos clínicos. Las listas de criterios actúan como recordatorios sistemáticos de qué evaluar, ayudando a no pasar por alto síntomas. Esto profesionalizó la anamnesis psiquiátrica, alejándola de entrevistas desestructuradas donde cada quien indagaba según su sesgo. También, la introducción del eje IV (estresores psicosociales) y eje V (evaluación global de funcionamiento) promovió que, pese al modelo médico, el clínico considerase la situación psicosocial del paciente y su adaptación, lo cual era un guiño al modelo biopsicosocial que el DSM-III no descartó del todo. En el terreno de la salud pública y administrativa, contar con diagnósticos específicos permitió planificar mejor servicios, estadísticas nacionales de morbilidad psiquiátrica, seguros de salud cubriendo tratamientos (cada vez más, se exigía un código DSM para reembolso). En EEUU, por ejemplo, la aprobación de la Ley de Paridad en Salud Mental (mental health parity) años más tarde se basó en diagnósticos codificados para equiparar cobertura con condiciones médicas. Sin el DSM-III abriendo ese camino, muchas políticas y financiamiento de investigación (p. ej., convocatorias del NIMH para estudiar “trastorno de pánico”, etc.) no hubieran sido tan sencillas.


5. Neutralidad y eclecticismo como espacio de consenso: algunos argumentan que el carácter “ateórico” del DSM-III fue en sí beneficioso porque pacificó las guerras de escuelas terapéuticas. Bajo el paraguas del DSM-III, psiquiatras de orientación psicoanalítica podían seguir interpretando a sus pacientes y haciendo psicoterapia, mientras psiquiatras biológicos podían investigar neurotransmisores –todos usando las mismas etiquetas diagnósticas sin pelear por ellas. El manual no negó a nadie su teoría (solo la dejó fuera del diagnóstico). En la práctica, esto redujo tensiones académicas y posibilitó colaboraciones interdisciplinarias: por ejemplo, un ensayo clínico de terapia cognitiva vs medicación antidepresiva podía reclutar pacientes con “depresión mayor” con criterios objetivos, aceptados tanto por psicólogos cognitivos como por psiquiatras farmacólogos. Previamente, cada cual habría descrito a los pacientes de modo distinto. Así, se generó un marco común integrador –al menos en apariencia– donde distintas aproximaciones podían dialogar, ya que todos hablaban de lo mismo cuando decían “trastorno X”. Este pluralismo práctico es visto como un factor de progreso, pues la competencia teórica fue sustituida por la comparación empírica (¿qué tratamiento funciona mejor para tal diagnóstico? ¿qué hipótesis explicativa tiene más apoyo para este grupo?), algo más resoluble que discusiones filosóficas estériles.


En síntesis, quienes defienden el legado del DSM-III suelen argumentar que salvó a la psiquiatría de la irrelevancia científica. Allen Frances –irónicamente luego crítico, pero en 1981 coautor de un artículo defendiendo la perspectiva descriptiva– afirmó que aunque DSM-III tenía limitaciones, “era absolutamente esencial para hacer avanzar el campo hacia una práctica más sólida”. La APA misma considera al DSM-III un punto de inflexión positivo: su página histórica menciona “DSM-III introdujo innovaciones importantes, incluidos criterios diagnósticos explícitos, un sistema multiaxial, y un enfoque descriptivo ateórico que han guiado la práctica desde entonces”. Muchas de estas innovaciones se han mantenido (el DSM-5 actual sigue en gran medida la estela del DSM-III, aunque con cambios). Así, desde la perspectiva pro-DSM-III, la transición teórica de 1980 fue necesaria, oportuna y beneficiosa para la psiquiatría en su conjunto.


Críticas y controversias: validez, reificación y consecuencias no deseadas

A pesar de los logros mencionados, el modelo instaurado por el DSM-III no tardó en recibir críticas sustanciales, las cuales han continuado hasta el presente. Estas críticas pueden agruparse en varios ejes:


a) Confiabilidad vs. Validez: ¿listas de verificación vacías de contenido? Una de las primeras observaciones críticas fue que el DSM-III se enfocó fuertemente en la confiabilidad (fiabilidad) pero sin garantizar la validez de los diagnósticos. La validez se refiere a qué tan bien corresponde una categoría con una entidad “real” o con un constructo significativo. Un viejo dicho en psicometría es que un test puede ser confiable (consistente) sin ser válido (puede medir consistentemente algo irrelevante). Aplicado al DSM-III: los clínicos podían ahora ponerse de acuerdo en llamar a cierto conjunto de síntomas “trastorno límite de la personalidad” (por ejemplo) gracias a criterios claros, pero ¿es el “trastorno límite” una entidad natural real, o solo un nombre convenido para un conjunto arbitrario de rasgos?.


Esta pregunta resonó en la comunidad. Stuart A. Kirk publicó en 1994 un análisis señalando que, tras los entusiasmos iniciales, aún “ni el problema de la confiabilidad ni el de la validez habían sido resueltos”. De hecho, decían, la confiabilidad era “aceptable” principalmente en contextos de investigación con entrevistas estructuradas; en la práctica clínica real seguía habiendo variabilidad. Y lo más importante: hasta ahora, “poco progreso se ha hecho hacia entender los procesos patofisiológicos y la causa de los trastornos mentales. Si acaso, hemos complicado la situación con más categorías”, reconocían Spitzer y Michael First en 2005. Esto es casi un mea culpa: se logró un lenguaje común, sí, pero no se han descubierto las esencias que presumíamos. Muchos trastornos definidos en DSM-III no han mostrado ser homogéneos biológicamente. Por ejemplo, la “esquizofrenia” probablemente engloba varias condiciones diferentes; la “depresión mayor” es extremadamente heterogénea en su presentación y respuesta a tratamientos, lo que sugiere que tal vez no es una sola enfermedad. Allen Frances, ya en el rol de crítico, comentó: “Los falsos mitos de Freud fueron reemplazados por los falsos mitos del DSM-III”, admitiendo que la psiquiatría de los 80-90 “volvió a estar equivocada, aunque de manera diferente a los 60”. Esta sentencia apunta a que quizá el DSM-III dio una ilusión de ciencia (con su formalismo) pero sin un sustento real fuerte –un fenómeno que se ha denominado “reificación”.


La reificación de diagnósticos significa tratar construcciones abstractas como cosas reales. Una crítica común es que, tras DSM-III, se comenzó a hablar de los trastornos como entes discretos (“la esquizofrenia hace esto…”, “el TOC es así…”), olvidando que eran categorías creadas por consenso. Los criterios dan “objetividad” en papel, pero no garantizan que la naturaleza esté segmentada conforme a ellos. Ian Hacking, en su análisis de las clasificaciones humanas, advierte que “tendemos a pensar en estas clases diagnósticas como si fueran objetos de la ciencia, pero en realidad son ‘objetos interaccionantes’ –cambian cuando las personas conscientes de ellas cambian su comportamiento”. Es decir, los diagnósticos psiquiátricos no son como elementos químicos que existen independientemente; son más bien categorías que influyen en las personas etiquetadas (y en cómo reportan sus síntomas), creando un “efecto bucle”. Por ende, validar un diagnóstico mental es mucho más complejo que validar la existencia de un virus en biología, por ejemplo. Esta crítica pone en jaque la pretensión positivista de DSM-III: quizás en psiquiatría las categorías son en gran medida convenciones útiles pero no realidades naturales. Algunos señalan que la historia lo demuestra: casi ningún biomarcador ni prueba neurofisiológica exclusiva de un diagnóstico DSM se ha encontrado (salvo casos puntuales, p. ej., marcadores genéticos en algunos subtipos de retrasos mentales, pero esos son orgánicos identificables y ya se sabían). El propio director del NIMH en 2013, Thomas Insel, declaró que “los pacientes… merecen algo mejor” que el DSM actual y que se necesitaba replantear la clasificación porque “no tiene validez” en términos biológicos, anunciando la iniciativa RDoC para clasificar por mecanismos. Estas declaraciones son eco tardío de una frustración: el DSM-III nos hizo consistentes, pero no necesariamente más cerca de la verdad de la salud mental.


b) El problema del reduccionismo y la pérdida de la dimensión humana: otro grupo de críticas provino de clínicos con orientación más psicodinámica o humanista, que lamentaron que el DSM-III implicara un “empobrecimiento” de la comprensión del paciente. Al centrarse en listas de síntomas actuales, se corre el riesgo de ignorar la historia personal, la subjetividad del sufrimiento y los factores contextuales que dan sentido a los síntomas. Un psicoanalista podría decir: “Antes veíamos al paciente como alguien con una biografía única, conflictos, defensas, etc., ahora solo vemos ‘síndromes’”. De hecho, Frances y Cooper (1981) escribieron que oponer lo descriptivo a lo dinámico era un falso dilema, y que “una polaridad tajante entre clasificación morfológica y formulación explicativa es artificial y engañosa”, abogando por integrar ambas. Ellos, siendo psicodinamistas, advertían que DSM-III, aunque útil, no debía tomarse como sustituto de entender al individuo profundamente. Sin embargo, muchos temen que en la práctica sí ocurrió esa sustitución. Con la presión de tiempo moderno, visitas breves y checklists, hay psiquiatras que solo recogen los criterios DSM y omiten explorar el trasfondo personal. La psiquiatría pudo volverse más superficial en algunos contextos: diagnosticar rápido para medicar rápido, en vez de dedicar tiempo a un diagnóstico diferencial comprensivo. Este es un lamento frecuente: “demasiado énfasis en los síntomas, poco en la persona”. Viktor Frankl decía “un psicólogo puede saber el ‘qué’ (síntoma) pero no el ‘quién’ (persona)”; algunos aplican similar crítica al psiquiatra post-DSM-III.


Conectado a esto, los psicoanalistas criticaron la ausencia de consideración de conceptos como los mecanismos de defensa o la estructura del yo. En el DSM-III no había un espacio (eje) para poner, por ejemplo, “mecanismos de defensa inmaduros” o “fijación oral” –lenguaje de la metapsicología analítica– y esto fue visto casi como un desaire a décadas de conocimiento clínico. De hecho, protestaron porque no se incluyó un eje específico para evaluación psicodinámica, más allá de la adaptación (eje V). En DSM-IV, a modo de concesión, se añadió un Apéndice B con un “Eje de defensas” opcional, pero no caló mucho. Así, la crítica aquí es que la psiquiatría se tornó “ateórica” = “ahistórica” y “acrítica”, sin un marco comprensivo que integre lo biológico, psicológico y social de manera profunda. La famosa propuesta de George Engel del “modelo biopsicosocial” (1977) quedó, según estos críticos, relegada por un modelo biomédico “bio-bio-bio” disfrazado de neutral. En efecto, el DSM-III afirmaba no tomar partido teórico, pero su enfoque en síntomas y su afinidad con la medicina lo inclinaban fuertemente hacia lo biológico. Engel temía que sin teoría unificadora, los médicos verían solo partes fragmentadas –tal vez el DSM contribuyó a esa fragmentación (un diagnóstico en Eje I, otro en Eje III, otro factor en Eje IV, pero sin narrativa integradora).


c) El espectro vs. las casillas: críticas al modelo categorial rígido: muchas voces, especialmente desde la psicología, han argumentado que los trastornos mentales no se dividen realmente en cajones discretos, sino que hay continuos o dimensiones. Por ejemplo, respecto a la personalidad: DSM-III definió trastornos de personalidad categóricos (antisocial, límite, histriónica, etc.), pero mucha investigación sugiere que la personalidad patológica se distribuye dimensionalmente (rasgos como impulsividad, búsqueda de atención, inestabilidad emocional varían gradualmente en la población). Un individuo puede tener rasgos de varios “trastornos” sin encajar perfectamente en uno. El DSM-III fue criticado por forzar diagnósticos múltiples (comorbilidad) en vez de permitir un perfil dimensional único. De hecho, se observó que con tantos diagnósticos aumentó enormemente la comorbilidad: pacientes que cumplían criterios para 3, 4 o más trastornos a la vez, lo que generó dudas. ¿Realmente esa persona tiene cuatro enfermedades mentales concurrentes? ¿O tiene un solo problema complejo que no coincide con ninguna categoría pura? Allen Frances admitió que conforme se expandieron diagnósticos en DSM-IV y V, se “ha confundido trastornos mentales con problemas cotidianos de la vida, etiquetando como enfermedad cosas que antes se consideraban parte de la variación normal”. Este fenómeno de sobrediagnóstico es en parte culpa de la rigidez categorial: ante cualquier síntoma significativo, hay un cajón disponible, y el clínico puede terminar asignando muchos cajones.


La alternativa dimensional se discutió pero el DSM-III la dejó de lado. Solo recientemente (DSM-5) se han incorporado medidas dimensionales en algunos trastornos (ej. espectro autista en vez de subcategorías separadas, dimensiones de personalidad en vez de solo categorías). Esto es un reconocimiento tardío de la crítica original: tal vez el enfoque “o tienes o no tienes” de DSM-III fue demasiado simple para la naturaleza compleja de la psicopatología. Como analogía, imagínese clasificar el clima solo con categorías (“día lluvioso”, “día soleado”) –es útil a veces, pero la realidad es continua (puede estar parcialmente nublado, etc.). Del mismo modo, la salud mental quizás no se preste a cortes nítidos. El DSM-III hizo esos cortes a efectos prácticos, pero los críticos advierten: no confundamos el mapa con el territorio.


d) La “checklist psychiatry” y la influencia de la industria farmacéutica: un ángulo de crítica más sociológico apunta que el DSM-III posibilitó (quizá sin querer) el auge de una psiquiatría más dependiente de la medicación psicofarmacológica y alineada con intereses industriales. Al definir trastornos específicos, era más fácil para las compañías farmacéuticas obtener aprobaciones de fármacos para indicaciones concretas. Por ejemplo, antes de DSM-III, los ansiolíticos se recetaban para “neurosis” genéricas; con DSM-III aparecieron diagnósticos de “trastorno de pánico” o “fobia social” y pronto se investigaron medicaciones para cada uno (p. ej., las benzodiacepinas para pánico, luego los ISRS para fobia social, etc.). La industria vio en cada nueva categoría un “nicho de mercado”. Algunos críticos van más allá y sugieren que la expansión de categorías fue impulsada en parte por la industria: entre 1980 y 1994 el número de diagnósticos aumentó (265 a 292 a 300+), y con DSM-5 llegó a cerca de 370. Cada uno puede asociarse a un fármaco. Si bien no hay evidencia de una conspiración directa en DSM-III (Spitzer no estaba influido por farmacéuticas a nivel personal, según se sabe), a posteriori se ha criticado que la psiquiatría se volvió muy “medicalizada” y reduccionista, a veces tratando con pastillas lo que son problemas vitales. Frances y otros advierten del sobrediagnóstico: condiciones como el trastorno por déficit de atención (TDAH) o el trastorno bipolar en niños se dispararon en diagnósticos en años recientes, en parte porque los criterios se fueron relajando y porque existen tratamientos comerciales disponibles. Jerome Wakefield habla de “falsa positividad” diagnóstica –por ejemplo, confundir duelo normal con depresión clínica, o timidez con fobia social– y atribuye esto a cómo el DSM define umbrales arbitrarios.


La práctica clínica en algunos entornos ha degenerado en lo que se llama “15-minute med check” (consulta de 15 minutos para recetar): ahí el psiquiatra rápidamente chequea criterios, marca un diagnóstico DSM y prescribe el fármaco indicado. Esta modalidad, facilitada por tener un manual de bolsillo con listas, ha sido fuertemente criticada incluso por psiquiatras mainstream como Frances: “Temo que demasiados psiquiatras se han reducido a recetadores de píldoras, con muy poco tiempo para conocer realmente a sus pacientes”, escribió, lamentando el abandono del modelo biopsicosocial completo. En su opinión, los seguros de salud y la industria encontraron cómodo un DSM estandarizado: se puede facturar por código, recetar por etiqueta, y la complejidad humana se simplifica en diagnósticos que caben en formularios. Así, se acusa al DSM-III (y sucesores) de haber tecnificado en exceso la psiquiatría, en detrimento de la relación médico-paciente y de intervenciones psicoterapéuticas que requieren más tiempo. No es que el DSM-III prohíba psicoterapias, claro está, pero la cultura que fomentó priorizó el abordaje médico.


e) Dimensión socio-cultural y poder, la mirada de Foucault y otros: por último, más allá de la clínica, pensadores críticos han evaluado las implicaciones del DSM-III en términos de poder, ética y construcción social. Michel Foucault, cuyo trabajo precede al DSM-III pero analiza la genealogía de la psiquiatría, aportó un marco para entender cualquier sistema diagnóstico como una herramienta de control social. Desde su perspectiva, la psiquiatría (desde el siglo XIX) ejerce un “poder disciplinario” al definir quién es cuerdo y quién loco, confinando al loco en instituciones en nombre de la ciencia. Un manual como el DSM-III, con su aura científica, podría verse como la culminación de ese proceso de medicalización de la desviación. Foucault señalaba: “La psiquiatría clásica dice: ‘de tu sufrimiento sabemos lo suficiente para reconocer que es una enfermedad; y sabemos lo bastante de esa enfermedad para quitarte ciertos derechos. Nuestra ciencia nos autoriza a llamarla enfermedad mental y a intervenir en ti, diagnosticando una locura que te impide ser un enfermo como los demás: serás, por tanto, un enfermo mental’”. Esta cita, aunque refiere a la psiquiatría del XIX, resuena inquietantemente aplicable al DSM moderno: quien recibe un diagnóstico mental puede ser visto (por la ley, por la sociedad) como alguien no plenamente responsable, sujeto a tratamientos involuntarios eventualmente, o a estigma. Autores contemporáneos han extendido esta crítica: por ejemplo, Thomas Szasz afirmó que el DSM-III, al quitarle ropaje psicoanalítico, solo hizo más insidioso el control, porque ahora se presenta como neutral y médico. Szasz sostenía que incluso si algún trastorno mental tuviese base cerebral, muchas otras eran simplemente rotulación de problemas de vida (lo que él llamaba “disgusto de la vida” o conflictos existenciales). En su visión libertaria, cada nueva categoría psiquiátrica era potencialmente un nuevo modo de que la sociedad regule la conducta (por ejemplo, declarar enfermo al opositor político, o al niño inquieto en la escuela, etc.). De hecho, la proliferación diagnóstica abrió debates: ¿hasta qué punto estamos patologizando la normalidad? Si antes la timidez era un rasgo, ahora existe “fobia social” diagnóstica; la rebeldía adolescente puede etiquetarse “trastorno negativista desafiante”; la tristeza post-divorcio como “depresión mayor”; la distracción infantil como “TDAH”. Allen Frances acuñó la frase “somos una sociedad diagnosticadora” y alertó que “estamos medicalizando aspectos de la vida cotidiana, convirtiendo las vicisitudes humanas en trastornos”. Un ejemplo es la controversia sobre el diagnóstico de trastorno disfórico premenstrual (incorporado en DSM-III-R como categoría provisional): grupos feministas criticaron que problemas ligados al ciclo menstrual se patologizaran, argumentando que podría ser un uso médico para deslegitimar emociones femeninas.


Ian Hacking, desde la filosofía e historia, aportó el concepto de “making up people”: los seres humanos clasificados pueden moldear su identidad según la clasificación. Por ejemplo, tras la inclusión de “trastorno de identidad disociativo” (personalidades múltiples) en DSM-III, se observó un gran aumento de casos reportados y los pacientes exhibían más personalidades que antes –lo cual Hacking interpreta como la influencia del marco cultural del diagnóstico. Esto sugiere que los diagnósticos DSM también crean realidades. No es que el manual descubra simplemente trastornos; al nombrarlos y describirlos, da lugar a nuevos modos de comportarse y sufrir que personas y profesionales adoptan. Así, hay un bucle reflexivo: la teoría (o ateoría) DSM no es inocua, configura la experiencia humana.

En términos foucaultianos, el DSM-III consolidó el discurso psiquiátrico biomédico como dominante. Al volverse mundialmente hegemónico, otras formas de entender la locura (p. ej., espirituales, o como rebeldía social) quedaron marginalizadas. Esto es un ejercicio de poder-saber: quien define la norma (salud mental) define también la desviación (trastorno). El impacto contemporáneo se ve en cómo en ámbitos legales, educativos, laborales, se recurre a diagnósticos para justificar decisiones (incapacidades, adaptaciones, tratamientos forzados, etc.). Si bien muchas de estas aplicaciones son para beneficio (derechos de pacientes, recursos especiales), siempre hay riesgo de uso coercitivo. Por eso, críticos piden una vigilancia ética: que la psiquiatría no pierda la dimensión humana y que la sociedad no entregue ciegamente a la biología cuestiones que también son de valores y contexto.


Impacto en la práctica psiquiátrica contemporánea y reflexiones finales

La transición teórica del DSM-II al DSM-III, con su cúmulo de ventajas y controversias, marcó la psiquiatría hasta el día de hoy. Los manuales posteriores (DSM-III-R en 1987, DSM-IV en 1994, DSM-5 en 2013) han sido esencialmente continuaciones y refinamientos del modelo DSM-III. Ninguno ha revertido el enfoque categorial ni el ateoricismo básico –aunque DSM-5 inició tímidamente movimientos hacia dimensiones y hacia incorporar hallazgos biológicos, la estructura fundamental permanece. Esto evidencia cuán profundamente caló el paradigma de 1980.


En la práctica clínica actual (2025), conviven las fortalezas y debilidades heredadas de aquel cambio. Por un lado, difícilmente un psiquiatra moderno renunciaría a la noción de criterios diagnósticos claros; el lenguaje DSM es indispensable para comunicar casos, planear tratamientos y realizar investigación. Por otro lado, hay creciente reconocimiento de las limitaciones: se sabe que el DSM es una herramienta útil pero imperfecta, y que el diagnóstico no debe reducir al paciente a un código. Escuelas integradoras buscan combinar el diagnóstico DSM con formulaciones clínicas personalizadas, es decir, resumir en un texto narrativo la historia y factores del individuo, complementando la frialdad del checklist. Algunas iniciativas, como el mencionado proyecto RDoC (Research Domain Criteria) del NIMH, intentan ir más allá del DSM integrando variables biológicas y de comportamiento en dimensiones transversales (por ejemplo, estudiar “sistemas de miedo” en vez de solo “trastorno de pánico” vs “fobia social” por separado). Esto refleja una inquietud de fondo: la búsqueda de un nuevo paradigma. No pocos piensan que la era inaugurada por DSM-III ya dio todo lo que podía, y que se necesita otro salto teórico para realmente conectar la psiquiatría con la neurociencia y con las ciencias sociales de forma más satisfactoria.


Es interesante notar que Robert Spitzer, el arquitecto de DSM-III, en entrevistas tardías reconoció algunos problemas. Sobre la explosión diagnóstica, comentó que era posible que hubieran sobredimensionado categorías. Allen Frances, su sucesor en DSM-IV, ha sido todavía más vocal, convirtiéndose en una especie de “crítico desde dentro”. Frances ha expresado: “El DSM es de valor limitado pero esencial; no confío en clínicos que solo saben DSM, ni en quienes lo ignoran completamente”, abogando por un balance. Según él, el DSM debe usarse como una herramienta inicial, no como la verdad última: “La evaluación DSM debería ser solo una pequeña parte de la entrevista inicial, no hecha como lista mecánica. Hay que extraer los síntomas de forma natural, con empatía, para realmente entender al paciente”. Esto sugiere que incluso los expertos del modelo reconocen la necesidad de humanizar su uso.


En la academia, ha florecido en los últimos 20 años la llamada “filosofía de la psiquiatría” como subdisciplina, precisamente para examinar los fundamentos conceptuales de clasificaciones tipo DSM. Autores como Zachar, Kendler, Parnas, Bolton, etc., debaten si los trastornos son constructos sociales o naturales, si el enfoque debe ser pluralista, si conviene un regreso a diagnósticos basados en causas (cuando se conozcan) en lugar de descripciones superficiales. Muchos coinciden en que el DSM (y en general el modelo categorial operativo) fue un paso pragmático pero no el fin de la historia. Como dijo uno: “El DSM es una útil ficción” –sirve, pero no refleja una estructura definitiva de la realidad mental.

En perspectiva histórica, la transición DSM-II a DSM-III puede verse como un ejemplo de cambio de paradigma kuhniano. Hubo una fase de crisis (años 60-70, cuestionamientos, inconsistencia interna), luego una revolución liderada por innovadores (Spitzer y equipo) que introdujeron un nuevo marco, el cual fue eventualmente aceptado ampliamente por su éxito práctico. Y como en todo paradigma, con el tiempo aparecen anomalías y críticas que presagian quizás otra revolución futura. Estamos posiblemente en esa etapa: tras 40 años del “paradigma DSM-III”, las voces críticas se acumulan y podría gestarse en el futuro una clasificación totalmente distinta (quizá dimensional, genética, o basada en neurocircuitos, etc.). Por ahora, sin embargo, el legado DSM-III sigue vigente, para bien y para mal.


Conclusión

La transición del DSM-II al DSM-III representó un cambio tectónico en los fundamentos teóricos de la psiquiatría. Históricamente, respondió a una crisis de confianza en la disciplina y capitalizó nuevos aires científicistas de la época, erigiendo un modelo diagnóstico más alineado con la medicina basada en evidencias. Filosóficamente, estuvo sustentada en corrientes positivistas y operacionalistas que privilegiaron la descripción objetiva y neutralidad teórica, a la vez que revivió el espíritu kraepeliniano del trastorno mental como entidad nosológica discreta. Críticamente, ese movimiento logró sus metas inmediatas –mejorar la confiabilidad y la comunicación– pero trajo aparejados dilemas profundos sobre la validez, la posible deshumanización de la práctica y la función del poder psiquiátrico en la sociedad.


El DSM-III consolidó un paradigma categorial y ateórico que profesionalizó la psiquiatría y la insertó en la ciencia moderna, pero que también simplificó ciertas complejidades de la mente humana. Sus criterios explícitos y enfoque descriptivo fueron a la vez celebrados como una “revolución científica” y cuestionados como “mitos sustitutos”. Como suele ocurrir, la verdad quizás reside en un balance: el DSM-III no fue ni la panacea que resolvió todos los problemas de la psiquiatría, ni un villano que destruyó la comprensión profunda del paciente; fue una herramienta útil nacida de un contexto específico, con fortalezas aprovechables y limitaciones a reconocer.


A 45 años de su publicación, los debates en torno al modelo del DSM-III siguen vigentes, lo cual demuestra la riqueza y dificultad de la psiquiatría como campo. Ninguna otra especialidad médica ha debatido tanto sobre cómo definir sus enfermedades. Esto se debe a la complejidad de la mente y a que en el acto de diagnosticar lo mental intervienen no solo datos biológicos sino valores culturales, relaciones de poder y la propia subjetividad. El legado del DSM-III, por tanto, no es solo técnico sino también político y filosófico: nos recuerda que toda clasificación de lo humano es en parte un espejo de la época que la produce. En 1980, esa época pedía objetividad y rigidez; hoy, en 2025, acaso pedimos integración y flexibilidad.


Para concluir, podemos afirmar que el paso del DSM-II al DSM-III fue un giro paradigmático que re-fundó la psiquiatría moderna. Sus fundamentos teóricos cambiaron de una visión psicodinámica difusa a un enfoque empirista-operacional, pretendidamente libre de teoría, con énfasis biologicista. Este ensayo ha explorado cómo y por qué ocurrió ese cambio (dimensión histórica), qué corrientes filosóficas lo nutrieron (dimensión filosófica) y qué críticas ha suscitado (dimensión crítica), apoyándose en fuentes primarias (los DSM mismos, Hempel) y en análisis de diversos pensadores (Szasz, Foucault, Hacking, Frances, entre otros). Entender esta transición nos permite apreciar los logros y pecados originales de la psiquiatría actual, y nos prepara para participar críticamente en su evolución futura. Como dijo el historiador Roy Porter, “la psiquiatría siempre ha oscilado entre ser ciencia de la mente y guardiana del orden”; el DSM-III inclinó el péndulo hacia la ciencia empírica, y la tarea de las siguientes generaciones será equilibrarlo incorporando las lecciones aprendidas, manteniendo el rigor sin perder la humanidad.


Referencias

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  • Spitzer RL, et al. “Research Diagnostic Criteria (RDC)”. Archives of General Psychiatry 1975; 32(6): 799-832. [Precursora del DSM-III en criterios explícitos].

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  • Wilson M. “DSM-III and the transformation of American psychiatry: a history”. Am J Psychiatry 1993;150(3):399-410. [Relato histórico del proceso DSM-III, cita la “defensa del modelo médico”].

  • Mayes R, Horwitz A. “DSM-III and the revolution in the classification of mental illness”. Journal of the History of Behavioral Sciences 2005;41(3):249-267. [Análisis histórico sociológico de por qué DSM-III fue revolucionario].

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  • Frances A & Cooper AM. “Descriptive and dynamic psychiatry: perspectives on DSM-III”. Am J Psychiatry 1981;138(9):1198-1202. [Crítica temprana desde lo psicodinámico, aunque Frances luego lideró DSM-IV].

  • APA, Task Force on DSM-IV. “DSM-IV Sourcebook”. Vol.1-3, 1994. [Incluye discusiones teóricas y críticas recopiladas durante DSM-IV, muchas referidas a DSM-III].

  • Szasz TS. “The Myth of Mental Illness”. 1961; y “The Manufacture of Madness”. 1970. [Críticas antipsiquiátricas clásicas a la noción de enfermedad mental].

  • Foucault M. “Historia de la locura en la época clásica”. 1961 (ed. Fondo de Cultura Económica). y “El poder psiquiátrico”. 1973-74 (curso publicado 2003). [Perspectiva histórica y de poder sobre la psiquiatría].

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  • Frances A. “Saving Normal”. 2013. [Libro del director de DSM-IV criticando los excesos diagnósticos pos-DSM-III].

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  • Insel T. “Transforming Diagnosis”. Blog NIMH, April 2013. [Declaración del director del NIMH sobre falta de validez del DSM-5, impulsando RDoC].

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