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El concepto de la maldad (1 de 5): enfoque filosófico y religioso

Grok
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Serie "¿Qué es la maldad humana?" que se distribuye en cinco capítulos, este es el acceso a cada uno de ellos:


Introducción

El problema del mal ha sido uno de los grandes temas recurrentes en la historia del pensamiento occidental. Desde la filosofía antigua hasta los debates contemporáneos, la maldad se ha intentado comprender y explicar desde múltiples enfoques teóricos. Este ensayo ofrece un análisis académico a nivel de maestría sobre el concepto de maldad, abordándolo desde cinco perspectivas entrelazadas: filosófica, religiosa, psicológica, antropológica y sociológica. A lo largo del texto se explora cómo el mal ha sido conceptualizado en la tradición cultural occidental, examinando ideas de pensadores claves —Platón, Agustín de Hipona, Kant, Nietzsche, Hannah Arendt, entre otros— así como las visiones religiosas (principalmente en el judeocristianismo), las interpretaciones de la psicología profunda y social (Freud, Jung, teorías de la psicopatología y la banalidad del mal), las interpretaciones antropológicas a través de distintas épocas culturales, y los análisis sociológicos sobre la maldad estructural y la violencia sistémica.


En la Introducción se delimita el problema y la metodología de abordaje. Posteriormente, cada sección temática desarrolla un enfoque específico: la sección filosófica indaga en definiciones y debates conceptuales sobre la maldad desde la filosofía clásica hasta la contemporánea; la sección religiosa se centra en las narrativas teológicas occidentales sobre el mal, el demonio, el pecado original y el libre albedrío; la sección psicológica examina la raíz de la crueldad y la agresión en la psique humana y teorías de la maldad desde Freud hasta estudios experimentales; la sección antropológica compara concepciones del mal en diferentes épocas y contextos de Occidente; finalmente, la sección sociológica analiza cómo el mal puede manifestarse en estructuras sociales, en dinámicas de poder y sistemas de opresión. Cada sección integra citas textuales pertinentes y referencias académicas en formato APA, garantizando rigor conceptual y contextualización histórica. El ensayo concluye con una conclusión sólida que sintetiza los hallazgos multidisciplinarios, destacando la complejidad del concepto de maldad y su relevancia continua en la reflexión ética y cultural contemporánea.


Enfoque filosófico: la naturaleza del mal desde Platón hasta Arendt

La filosofía occidental ha abordado la cuestión del mal desde sus inicios, oscilando entre enfoques metafísicos, morales y existenciales. En términos generales, los filósofos han intentado responder a preguntas como: ¿Qué es el mal en sí?; ¿Tiene el mal existencia positiva o es simplemente ausencia de bien?; ¿Es el ser humano naturalmente malo, o el mal proviene de la ignorancia o la sociedad?. A continuación, exploraremos las respuestas de algunos pensadores influyentes a estas cuestiones.


Platón y el conocimiento del bien: En la filosofía griega clásica, prevaleció la idea de que la maldad está vinculada a la ignorancia. Para Sócrates y Platón, nadie elige voluntariamente el mal sabiendo qué es el bien; más bien, el mal se comete por desconocimiento de lo bueno. Platón sostenía que el alma humana, antes de nacer, poseía un conocimiento innato de las ideas del Bien y del Mal, pero que ese saber se olvidaba al encarnarse; aprender es en el fondo recordar (teoría de la anamnesis). Así, obrar mal es resultado de haberse apartado de la razón y de la verdad: la maldad sería una especie de enfermedad del alma causada por la falta de conocimiento del Bien. En este marco, el mal no tiene entidad propia sino que representa la ausencia de la virtud y la armonía con el orden racional. Incluso en el Timeo y otros diálogos platónicos, se sugiere que el cosmos fue ordenado por una divinidad benevolente (el Demiurgo) y que el mal proviene más bien de la resistencia de la materia o de la desarmonía, antes que de una sustancia maligna.

Esta visión intelectualista identifica la virtud con el conocimiento, y el vicio o mal con el error; por ello, educar en la verdad y el bien sería el camino para superar la maldad.


Agustín de Hipona: el mal como privación del bien: Con la influencia del cristianismo en la filosofía, aparece una nueva comprensión metafísica del mal. San Agustín (354–430) enfrentó el problema de cómo puede existir el mal en un mundo creado por un Dios sumamente bueno y omnipotente. Su respuesta clásica es que el mal no es una sustancia positiva, sino una privación o corrupción del bien. Es decir, todo lo que existe, en tanto ha sido creado por Dios, es bueno en su ser; el mal sobreviene cuando algo bueno degenera o carece de alguna perfección debida. Agustín expresa: "el mal es la privación del bien", enfatizando que Dios no creó el mal, sino que este surge cuando la criatura libre se aparta de Dios, fuente de todo bien. En su concepción, la maldad tiene un carácter derivativo: no es una realidad independiente, sino un parásito del bien. Para ilustrarlo, Agustín usa metáforas estéticas: en el gran cuadro del universo, lo que llamamos males (como sombras u oscurecimientos) contribuyen misteriosamente al esplendor del conjunto, aunque tomados en sí mismos sean deficiencias. Esta idea de la privatio boni (privación del bien) influyó en la teología posterior y en filósofos como Tomás de Aquino, quien reafirmó: malum est privatio boni (el mal es privación de bien) y negó que exista un principio maligno equiparable a Dios. Así, la tradición agustiniana entiende la maldad moral como resultado del mal uso de la voluntad libre dada por Dios: el humano escoge un bien inferior (un placer temporal, un interés egoísta) traicionando un bien mayor u ordenado, y de ese desorden surge el pecado y el mal moral.


Kant y la maldad radical: En la Ilustración, Immanuel Kant (1724–1804) replantea la cuestión del mal en términos de la razón práctica. Kant, en La religión dentro de los límites de la mera razón (1793), introduce el concepto de “maldad radical” (das radikal Böse) para referirse a una inclinación innata en el ser humano que lo lleva a desviarse de la ley moral. Según Kant, todos los seres humanos tienen una propensión natural al mal, que coexiste con la predisposición al bien. Esto parece paradójico, dado que Kant afirmaba en su ética que la razón pura práctica puede reconocer los imperativos categóricos del deber; sin embargo, la experiencia muestra que la voluntad humana habitualmente subordina el deber a la autoestima desordenada o el egoísmo. La maldad radical kantiana no significa que el hombre sea enteramente corrupto o incapaz de bien, sino que hay una tendencia original en nuestra libertad a anteponer el interés propio (amor propio, vanidad) a la ley moral universal. Esa tendencia innata (no implantada por la naturaleza pero presente en todos por el uso de la libertad desde el origen) constituye una “pecaminosidad universal” que Kant compara con el pecado original teológico. En términos kantianos, lo radical del mal es que corrompe la máxima fundamental de la voluntad: en lugar de cumplir el deber por respeto a la ley moral, la persona elige máximas egoístas. No obstante, Kant insiste en la responsabilidad: la maldad radical es “innata” solo en sentido de que cada humano la adquiere por su propia elección libre en un origen indemostrable; por tanto, cada uno es autor de su propensión al mal y, a la vez, capaz de reformarla mediante una “revolución moral” interior. En suma, para Kant el mal moral es real y profundo en nuestra condición, pero está ligado intrínsecamente a la libertad: somos libres de elegir el bien o el mal, y esa misma libertad explica la posibilidad del mal. Su visión reconcilia así la presencia universal de la maldad en la humanidad con la exigencia de responsabilidad individual.


Nietzsche: la génesis de “lo malo” y la transvaloración de los valores: a finales del siglo XIX, Friedrich Nietzsche (1844–1900) realiza una crítica genealógica del concepto de mal. En La genealogía de la moral (1887), Nietzsche investiga el origen histórico de las nociones de “bueno” y “malo/malvado” en la moral occidental. Sostiene que en las sociedades antiguas aristocráticas, “bueno” equivalía a noble, poderoso, elevado, mientras que “malo” significaba bajo, vulgar, débil. Este significado era no-moral en el sentido cristiano: designaba categorías de estatus y vitalidad, no de virtud o pecado. Con la rebelión de los esclavos y la moral judeocristiana, según Nietzsche, ocurrió una “transvaloración de los valores”: aquello que los nobles llamaban “bueno” (la fuerza, el orgullo, la afirmación de sí) pasó a verse como malvado, y lo propio de los esclavos (humildad, compasión, debilidad sufriente) pasó a glorificarse como bueno. En otras palabras, la maldad tal como la entiende la moral cristiana nace de un resentimiento de los oprimidos: es la etiqueta que ponen a los opresores fuertes para condenarlos moralmente. Nietzsche argumenta que esta inversión moral ha dominado Occidente durante siglos, privilegiando valores que niegan la vida (ascetismo, autonegación) y demonizando la realización vital de los instintos. Por eso, pide “más allá del bien y del mal”: superar esa dicotomía moral heredada, que él considera enfermiza, y afirmar nuevos valores basados en la vida, la creatividad y la voluntad de poder. Para Nietzsche, “el mal” no es una entidad metafísica, sino un constructo moral que varía según quién detente el poder de definir los valores. Su análisis relativiza el concepto: lo que una moral llama mal, otra lo llama bueno, dependiendo de la perspectiva de quienes crean los valores. No obstante, Nietzsche reconoce la realidad de la crueldad y la agresión en el ser humano, pero las ve como fuerzas naturales que la moral de esclavos ha reprimido o vilificado. En lugar de negarlas, busca redirigirlas hacia la afirmación dionisíaca de la vida, lejos de la culpa y la autodenigración judeocristiana. En síntesis, la filosofía nietzscheana desmonta la idea tradicional de una maldad absoluta o intrínseca: el “mal” resulta ser un nombre que la moral decadente le dio a lo que antes era fuerza y nobleza, creando una inversión valorativa por razones históricas y psicológicas (el resentimiento de los débiles).


Hannah Arendt: la banalidad del mal frente al mal radical: Entrado el siglo XX, la filósofa y teórica política Hannah Arendt (1906–1975) aportó una perspectiva original al debate. Arendt reflexionó sobre los grandes males políticos de su época —totalitarismos, holocausto, guerras— y replanteó la comprensión de la maldad desde la experiencia de la atrocidad moderna. Inicialmente, en Los orígenes del totalitarismo (1951), Arendt habló de un “mal radical” encarnado en los campos de concentración nazis, algo tan extremo que parecía desafiar toda explicación. Sin embargo, tras cubrir el juicio del criminal de guerra Adolf Eichmann en Jerusalén (1961), Arendt forjó el célebre concepto de “la banalidad del mal”. Este concepto sostiene que el mayor mal puede ser cometido por personas comunes, sin convicciones satánicas ni perversidad demoníaca, sino por simple irreflexión, conformismo y cumplimiento acrítico de órdenes. Arendt observó que Eichmann, lejos de ser un monstruo fanático, era un burócrata mediocre y “terriblemente normal” en su superficialidad. Su maldad residió en no pensar por sí mismo en las consecuencias de sus actos, en la obediencia ciega a la autoridad y en la renuncia a todo juicio moral personal. La “banalidad” del mal no significa que los actos fueran pequeños o triviales —de hecho, Eichmann fue responsable de la logística del exterminio de millones—, sino que las motivaciones y el carácter del perpetrador no reflejaban una maldad radical interior, sino más bien una alarmante falta de profundidad y empatía. Arendt concluye su informe diciendo: “la triste verdad es que la mayor parte del mal la cometen personas que nunca se decidieron a ser ni buenas ni malas”, apuntando a la peligrosa ausencia de pensamiento crítico y responsabilidad personal en la maldad cotidiana. Filosóficamente, esto desafió nociones previas de que solo un demonio metafísico o una maldad radical en la naturaleza humana podrían explicar horrores como el Holocausto. En lugar de ello, Arendt pinta un retrato más prosaico y perturbador: el mal absoluto puede coexistir con la normalidad burocrática y la trivialidad de motivos como el afán de promoción profesional o la obediencia rutinaria. Así, Arendt revaloriza la importancia del pensamiento moral: solo la reflexión y el juicio crítico individual pueden prevenir que personas ordinarias participen en sistemas malvados. Su concepto tuvo un enorme impacto, pues ubica la fuente de muchas maldades no en psicópatas excepcionales, sino en la irresponsabilidad común bajo condiciones que despersonalizan y distancian a las víctimas (la burocracia, la propaganda, la obediencia jerárquica). La “banalidad del mal” se ha convertido en un marco para entender genocidios, limpiezas étnicas y también, por extensión, para cuestionar nuestra propia potencial complicidad inconsciente en injusticias.


Otras contribuciones filosóficas: Desde luego, la filosofía occidental ofrece muchas más voces sobre la maldad. Por ejemplo, Tomás de Aquino en el siglo XIII retomó a Agustín para definir el mal moral como aquello contrario al fin último del hombre (Dios), insistiendo en que “donde no hay orden al bien, sobreviene el mal”. Thomas Hobbes en el siglo XVII opinaba que los conceptos de bien y mal son relativos a los deseos individuales y convenciones sociales (famosamente dijo “el hombre es un lobo para el hombre” anticipando, en sentido secular, la idea de una agresividad natural). Jean-Jacques Rousseau, en cambio, sostuvo que el ser humano es bueno por naturaleza y se corrompe por la sociedad – una tesis opuesta a la de Hobbes, enfatizando la bondad innata y ubicando el origen del mal en las desigualdades sociales artificiales.


Pensadores existencialistas del siglo XX, como Jean-Paul Sartre o Albert Camus, exploraron la maldad asociada a la libertad absurda o a la rebelión: Sartre afirmó que el infierno son los otros (la mirada cosificante del otro puede ser origen de conflicto), mientras Camus analizó el mal del absurdo y también el mal en contextos de rebelión contra la injusticia. Por su parte, Paul Ricoeur se ocupó del simbolismo del mal y de la “hermenéutica de la caída”, estudiando cómo las culturas expresan la experiencia del mal mediante mitos y símbolos (mancha, pecado, culpa) para darles sentido.


En resumen, el enfoque filosófico nos muestra visiones a veces convergentes y a veces contrapuestas. Unos, como los clásicos y escolásticos, ven el mal como falta de bien y resaltan la importancia del conocimiento o el orden divino; otros, como Kant, reconocen una inclinación humana interna hacia el mal pero subordinada a la libertad y la razón; Nietzsche disuelve el mal en constructos históricos de la moral; Arendt nos advierte de su banal normalidad. Todas estas reflexiones enriquecen la comprensión de la maldad como un fenómeno complejo, que involucra dimensiones metafísicas (ser o no-ser del mal), éticas (elección del mal o del bien), y antropológicas (naturaleza humana, libertad, deseo, poder). La filosofía, por ende, sienta las bases conceptuales para los demás enfoques: las visiones religiosas del mal dialogan con estas nociones (e.g. mal privación vs. persona demoníaca), las teorías psicológicas se preguntan si hay realmente una predisposición natural al mal (consonante con Hobbes o Kant) o si es resultado de circunstancias, etc. Así, pasamos a examinar precisamente cómo la tradición religiosa judeocristiana abordó el misterio del mal.


Enfoque religioso: pecado original, demonio y libre albedrío en la tradición judeocristiana

La tradición religiosa occidental, dominada por el judeocristianismo (y en parte por sus raíces en la Biblia hebrea), ha formulado sus propias explicaciones sobre el origen y la naturaleza del mal. En este apartado examinaremos cómo el mal se entiende en el cristianismo y el judaísmo, considerando conceptos clave como el pecado original, la figura del demonio (Satanás) y el papel del libre albedrío humano. Estas cosmovisiones religiosas influyeron profundamente en la cultura occidental, proporcionando un marco narrativo y moral que complementa (y a veces entra en tensión con) las interpretaciones filosóficas.


El relato bíblico del origen del mal: Tanto en la tradición judía como en la cristiana, el punto de partida sobre el mal suele ubicarse en los primeros capítulos del Génesis. En el Jardín del Edén, Adán y Eva vivían en santidad hasta que desobedecieron el mandato divino incitados por la serpiente. En la teología cristiana, esta serpiente es típicamente identificada con Satanás o el demonio, un ángel caído que introdujo la tentación. La desobediencia original trajo consigo la caída del ser humano y la entrada del pecado y la muerte en el mundo. Este evento fundacional se conoce como pecado original, y sirve para explicar por qué toda la humanidad nace en un estado de separación de Dios e inclinación al mal. San Agustín elaboró esta doctrina enseñando que el pecado de Adán se transmite misteriosamente a todos sus descendientes, dañando la naturaleza humana de tal forma que sin la gracia divina nadie puede evitar el mal. El judaísmo, por su parte, también tiene la historia de Adán y Eva, pero generalmente no interpreta la caída en términos de herencia de culpa para toda la humanidad; más bien enfatiza que cada persona nace con dos inclinaciones morales: la inclinación al bien (yetzer hatov) y la inclinación al mal (yetzer hará), debiendo elegir con su libre albedrío entre ambas.


Además de la caída original, en la literatura apócrifa judía surgieron otros mitos sobre el origen del mal. Un ejemplo es la historia de los ángeles caídos en el libro apócrifo de Enoc o en el Génesis capítulo 6: se relata que ciertos ángeles (“hijos de Dios”) se unieron con mujeres humanas, corrompiéndose y engendrando seres violentos (los Nephilim). Estos relatos, mencionados en obras como el Libro de los Jubileos o la Vida de Adán y Eva, presentan el mal como algo que excede la simple decisión humana: una fuerza suprahumana introducida por ángeles rebeldes. Antonio Piñero resume que en la escatología judía del periodo intertestamentario: “el mal es, en su conjunto, superior al hombre y no se puede explicar siempre por el simple libre albedrío; pero tampoco se debe a Dios, que es bueno; se deberá, por tanto, a otros poderes supra-humanos”. Así, en algunas corrientes judaicas se combinan dos explicaciones: (1) la caída angélica y (2) el pecado de Adán incitado por la serpiente, como orígenes complementarios del mal físico y moral en el mundo. Estas narrativas confluyeron en el cristianismo primitivo para conformar la visión de que detrás de los males del mundo está tanto la libre elección humana erronea (pecado) como una influencia maléfica personificada (el Diablo y sus demonios).


La figura del Diablo y los demonios: En el imaginario cristiano popular, el demonio (Diablo, Satanás, Lucifer) es la personificación del Mal por excelencia. Esta figura tiene sus raíces en varias tradiciones: en la Biblia hebrea, “satan” significa acusador o adversario, originalmente un rol de opositor más que un ser totalmente maligno independiente. Con el tiempo, especialmente en el periodo del exilio y el contacto con ideas persas (dualismo zoroástrico), la figura de Satán evoluciona hacia el líder de los ángeles caídos, enemigo de Dios y de la humanidad. En el Nuevo Testamento, Satanás tienta a Jesús en el desierto y es llamado “el padre de la mentira” y “homicida desde el principio” (Juan 8:44), consolidándose su imagen como el engañador maligno. La tradición cristiana desarrolló una rica demonología, especialmente en la Edad Media: los demonios eran concebidos como ángeles rebeldes expulsados del cielo, liderados por Lucifer, y condenados a los infiernos. Se les atribuían poderes preternaturales para tentar, poseer personas, causar desgracias y en general incitar la maldad. La demonología medieval incluso clasificaba diferentes tipos de demonios asociados a los pecados capitales o a ámbitos específicos (demonios de la lujuria, de la avaricia, etc.).


La creencia en brujas y posesiones demoníacas llevó a numerosas prácticas eclesiales (exorcismos, inquisiciones) en busca de extirpar el mal personificado en el demonio de la vida social. Desde la perspectiva religiosa, esta personificación servía para dramatizar la lucha cósmica entre el bien (Dios y sus ángeles) y el mal (Satanás y sus huestes). Sin embargo, importantes teólogos (como Agustín y Tomás de Aquino) recordaron que incluso el demonio, por más perverso que sea, es criatura de Dios y su ser es bueno en cuanto ser; su maldad radica en su voluntad pervertida y en la privación de la gracia. Santo Tomás afirmó que los demonios (ángeles caídos) volvieron su voluntad contra Dios por soberbia, y esa aversión a Dios es la causa del mal que hacen. Así, el Diablo en la teología es a la vez un símbolo de maldad personal y un testimonio de la misma tesis agustiniana: no hay principio del mal equiparable a Dios (como un anti-dios), sino una criatura que se privó del Bien supremo.


No obstante, en la práctica devocional y folklórica, el Diablo fue revestido de multitud de leyendas y miedos. En la Edad Media y Moderna, la histeria colectiva por identificar agentes del demonio condujo a las tristemente célebres cazas de brujas. Se creía que ciertas personas (especialmente mujeres marginadas) habían sellado pactos con el diablo, obteniendo poderes mágicos a cambio de servir al Maligno. Miles fueron ejecutadas bajo acusaciones de brujería, en procesos que hoy son interpretados por historiadores y antropólogos como fenómenos sociales complejos (misoginia, pánico moral, chivos expiatorios) más que literalmente teológicos. Sin embargo, ilustran cómo el marco religioso de la lucha contra el mal podía generar violencia en nombre del bien, al demonizar a “otros” supuestamente aliados con el Mal. Esta paradoja sería más tarde analizada: la construcción del “otro” como encarnación del mal ha sido un motor recurrente de conflictos (ejemplos van desde la Inquisición hasta la propaganda moderna contra enemigos nacionales). Desde la teología cristiana tradicional, sin embargo, la maldad del demonio y sus siervos es vista como permisiva dentro del plan de Dios: Dios tolera la acción del Maligno para probar la fidelidad humana (como en la historia de Job) o para que triunfe un bien mayor (redención). Al final de los tiempos, se enseña, el Diablo y el mal serán derrotados definitivamente (en el Apocalipsis se narra la destrucción de Satanás).


Libre albedrío y responsabilidad humana: un elemento central en la teodicea judeocristiana (justificación de Dios frente al mal) es el libre albedrío del ser humano. Tanto el judaísmo como el cristianismo afirman que Dios creó al hombre con capacidad de elegir el bien o el mal. Esto se considera necesario para el amor y la virtud auténticos: si el hombre no fuera libre, no podría amar ni obedecer moralmente de manera meritoria. Pero esa misma libertad conlleva la posibilidad del pecado. Así, la existencia del mal moral se explica como el precio de la libertad. “Dios creó al ser humano con libre albedrío, dándole la capacidad de amar. Sin embargo, a menudo el ser humano... decide actuar en contra de su propio entendimiento [del bien]. Así, el problema del mal no radica en falta de entendimiento, sino en la voluntad del ser humano” señala un comentario teológico, parafraseando que el mal moral surge no por deficiencia cognitiva sino por elección voluntaria contra el bien conocido. Esta idea entronca con la visión socrático-cristiana: aun sabiendo qué es bueno, el hombre puede obrar mal porque su voluntad se inclina desordenadamente (lo que la teología llama concupiscencia después del pecado original).


De este modo, la responsabilidad última del mal recae en la criatura, no en el Creador. Esta defensa del libre albedrío como origen del mal fue articulada ya por los Padres de la Iglesia (por ejemplo, Justino Mártir, Ireneo) en refutación al gnosticismo y al maniqueísmo, corrientes que tendían a negar la responsabilidad humana sea atribuyendo el mal a la materia o a un principio maligno coeterno a Dios. La ortodoxia cristiana rechazó esas soluciones “dualistas”, insistiendo en que Dios es único y bueno, y que todo mal proviene de la desviación de la criatura libre.


En el judaísmo rabínico, la libertad moral también es fundamental: en la Torá Dios exhorta a Israel a escoger el bien –“He puesto delante de ti la vida y la muerte... elige la vida” (Deuteronomio 30:19)– implicando la capacidad de decidir. Los sabios judíos desarrollaron la idea mencionada de las dos inclinaciones: todo individuo alberga el yetzer tov (tendencia al bien, p. ej. conciencia, compasión) y el yetzer hará (tendencia al mal, p. ej. egoísmo, ira), y la vida ética consiste en hacer prevalecer al primero mediante la Torá, la educación y la ayuda de Dios. No hay noción de “depravación total” hereditaria al estilo agustiniano; cada uno nace con posibilidades y debe asumir sus elecciones.


El mal físico y el problema del sufrimiento: Además del mal moral (el pecado), las religiones abordan el mal físico o sufrimiento (dolor, desastres, muerte). En la Biblia, a veces los sufrimientos se ven como castigo justo por el pecado (retribución divina), pero otros textos, como el libro de Job, plantean el enigma del justo que sufre sin causa aparente. La pregunta “¿por qué le pasan cosas malas a gente buena?” es un eje de la teodicea. Job sufre pruebas terribles permitidas por Dios ante el desafío de Satán, y al final Dios le responde destacando la diferencia entre la sabiduría divina y la limitada comprensión humana. La lección es que el hombre debe confiar en Dios incluso cuando no entiende el porqué del sufrimiento. En el cristianismo, la pasión de Cristo en la cruz se interpreta como la respuesta definitiva: Dios mismo, encarnado, asume el mal y el dolor del mundo para redimir a la humanidad. El mal, en última instancia, es un misterio (el “mysterium iniquitatis”), pero la fe confía en que Dios sacará un bien mayor de él –lo que en teología se formula con la felix culpa (dichosa culpa que nos mereció tal Redentor).


Es importante destacar que la visión religiosa aporta consuelo y guía moral ante el mal, pero también ha sido criticada. Filósofos ilustrados como Voltaire ridiculizaron la idea de que “todo va bien en el mejor de los mundos posibles” (Leibniz) tras catástrofes como el terremoto de Lisboa de 1755, que puso en cuestión la teodicea optimista. En el siglo XX, tras horrores como el Holocausto, teólogos judíos y cristianos lucharon con la aparente ausencia de Dios frente al mal masivo (teología post-Auschwitz). Algunos concluyeron que la explicación tradicional del libre albedrío no es suficiente para ciertos males (como los desastres naturales o la maldad desmedida). Otros, en cambio, reforzaron la idea de la libertad humana: incluso las estructuras de mal dependen de innumerables decisiones libres, y Dios optó por limitarse a sí mismo para no coartar esa libertad, esperando la respuesta humana.


En síntesis, el enfoque religioso occidental concibe la maldad no como algo inherente a la creación (que es buena), sino como un desvío introducido por criaturas libres (ángeles o humanos) que se apartaron de Dios. El mal tiene personificación (el Diablo) pero no sustantividad propia (es parásito del bien, corrupción de lo bueno). La responsabilidad humana es central, así como la necesidad de redención: se ofrece una solución de esperanza, pues aunque el mal abunda, Dios propone un camino de salvación (en el cristianismo, mediante Cristo que vence al pecado y la muerte; en el judaísmo, mediante la teshuvá –arrepentimiento– y la fidelidad a la alianza con Dios). Estos esquemas religiosos influenciaron la cultura: por siglos, los occidentales interpretaron las desgracias como castigos o pruebas divinas, y la moral pública estuvo anclada en la noción de pecado versus virtud. Incluso hoy, muchos debates éticos (sobre el mal en la sociedad, la violencia, etc.) llevan ecos de estos conceptos (por ejemplo, la retórica política que demoniza al adversario, o la idea de “eje del mal” en geopolítica, muestran la persistencia del lenguaje moral dualista derivado de la tradición religiosa). A continuación, pasaremos a examinar el mal desde la lente psicológica, que se centra no en entidades metafísicas o teológicas, sino en la mente humana, consciente e inconsciente, tratando de explicar por qué los seres humanos son capaces de actos malvados.

Serie "¿Qué es la maldad humana?" que se distribuye en cinco capítulos, este es el acceso a cada uno de ellos:


Referencias

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