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El concepto de maldad (3 de 5): enfoque antropológico

Grok
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Serie "¿Qué es la maldad humana?" que se distribuye en cinco capítulos, este es el acceso a cada uno de ellos:


Enfoque antropológico: la maldad a través de la historia y las culturas occidentales

La antropología cultural e histórica explora cómo distintos pueblos y épocas han conceptualizado el bien y el mal, qué símbolos, mitos y prácticas han usado para dar sentido a la maldad en el mundo. En este apartado, nos centraremos en culturas occidentales a lo largo de la historia, es decir, mayoritariamente las tradiciones europeas desde la Antigüedad grecorromana, pasando por la cristiandad medieval, hasta la era moderna y contemporánea. Veremos que la idea de lo “malo” o lo “malvado” no ha sido estática: ha variado según los contextos sociales, religiosos y filosóficos, aunque haya algunas continuidades.


Maldad en la cosmovisión grecorromana: En las culturas de la Antigüedad clásica, la noción de mal no se centraba en un ente sobrenatural absolutamente maligno (como el Diablo cristiano), sino que se entendía de diversas formas. Para los antiguos griegos, “el Mal” como concepto abstracto no tenía la misma prominencia teológica que tendría luego en el cristianismo. Los dioses olímpicos eran ambivalentes: Zeus podía enviar bendiciones pero también castigos; no había un dios únicamente del mal opuesto a un dios del bien. Sí existían personificaciones alegóricas de males específicos (Éris, diosa de la discordia; Tánatos, la muerte; Apate, el engaño, etc.), así como espíritus malignos menores (los daimones podían ser buenos o malos según el caso). Vale mencionar que la palabra griega daimon originalmente era neutra, significando espíritu, y solo con el tiempo, bajo influencia cristiana, demonio pasó a significar exclusivamente espíritu maligno.


En términos éticos, los griegos hablaban de agathón (bueno) y kakón (malo). Inicialmente, como Nietzsche analizó, agathón se asociaba a noble y kakón a vil o cobarde. Con filósofos como Sócrates, Platón y Aristóteles, el énfasis estuvo en la virtud (areté) frente al vicio; la maldad en una persona se entendía como ignorancia del bien o desorden pasional, más que como algo metafísico. La tragedia griega, por su parte, exploró la maldad en términos de hybris (desmesura, arrogancia) que atrae la cólera divina y conduce a la catástrofe. Personajes como Medea o Electra cometen actos terribles, pero sus motivaciones son entendibles humanamente (celos, venganza, honor mancillado). Los griegos veían el mal a menudo mezclado con el destino: Moirai (las Parcas) determinaban desgracias inevitables, y a veces los propios dioses enviaban locura (até) a alguien para que obrara mal y se cumpliera una maldición familiar. Esto sugiere que percibían la maldad y el sufrimiento también como parte del orden cósmico trágico, donde el individuo puede ser arrastrado por fuerzas superiores. No había la misma insistencia moralista en atribuir culpa eterna; más bien, se enfatizaba la catarsis: representar la maldad y sus consecuencias funestas en la escena servía de lección moral y purificación emocional colectiva.


En la Roma antigua, el bien y el mal tenían un cariz más jurídico y utilitario. Malum en latín significaba mal en sentido amplio (lo dañino, adverso). La religión romana adoptó muchos dioses griegos, y tampoco tuvo un Satanás. Sin embargo, la idea de Fortuna adversa y de espíritus malignos (como los lemures o almas en pena) existía en las supersticiones. Moralmente, filósofos estoicos como Séneca insistieron en la importancia de dominar las pasiones para evitar la maldad, y consideraban que todos los humanos comparten la semilla de la razón divina, de modo que obrar mal es apartarse de la racionalidad natural. El imaginario popular romano temía más a los espectros y brujerías que a un ente demoníaco único.


La Europa cristiana medieval: aquí la maldad adquiere perfiles mucho más claros y personificados. La cosmovisión medieval en Europa estaba impregnada por la lucha entre Dios y el Diablo, ángeles y demonios, salvación y condenación. El mal moral se entendía primordialmente como pecado, es decir, transgresión voluntaria de la ley divina. El listado de los siete pecados capitales (soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia, pereza) se hizo común, sirviendo como catálogo de las principales inclinaciones malvadas del alma. En la predicación y la literatura de la época (autos sacramentales, misterios, poemas alegóricos como La Divina Comedia de Dante), estos vicios eran a veces personificados por demonios especializados en tentar a la gente hacia cada uno. Por ejemplo, Belcebú podría tentar a la soberbia, Mammon a la avaricia, Asmodeo a la lujuria, etc., conforme a la demonología que asocia demonios con pecados.


El pueblo medieval creía firmemente en la realidad del Demonio actuando en el mundo: las desgracias, enfermedades, sequías, podían atribuirse a su malignidad (o permisividad de Dios para castigo). La bruja era vista como una aliada local del Diablo, y los exorcismos eran práctica cotidiana para expulsar demonios de individuos atormentados. Esta cosmovisión tan vívida hizo que la maldad se viese en todas partes: cada adversidad podía ser “maligna” en origen, y cada desviación de la norma social podía ser tachada de diabólica. Un antropólogo cultural notaría que en este contexto, la sociedad proyectaba muchos temores (hambre, plagas, sexualidad, rebeliones) en la imagen del mal sobrenatural, manteniendo la cohesión social mediante el miedo al diablo y la estigmatización de quienes supuestamente caían bajo su influjo.


A nivel intelectual, filósofos escolásticos seguían la línea de Agustín y Aquino sobre la maldad como privación de bien, pero este matiz metafísico no impedía que en la imaginación social el mal pareciera muy sustancial. La Iglesia también manejó el concepto de maldad estructural a su manera, aunque no con ese nombre: denunciaba, por ejemplo, la “estructura de pecado” en la usura (que generaba pobreza), o en la herejía (que desviaba comunidades enteras hacia el mal). Sin embargo, la idea de maldad estructural no estaba sistematizada; predominaba la idea del individuo pecador o santo, y del mal como fuerzas espirituales concretas.


Renacimiento y brujería: Entre el siglo XV y XVII, Europa vivió fuertes tensiones religiosas (Reforma, Contrarreforma) y sociales (crisis económicas, guerras) que intensificaron la obsesión por el mal demoníaco. Paradójicamente, también se dio el florecimiento de la razón humanista y científica. Esta época vio tanto la cúspide de la caza de brujas (especialmente en regiones protestantes y católicas fervorosas) como los primeros cuestionamientos ilustrados de esas supersticiones. En la mentalidad renacentista coexisten elementos medievales (miedo al Diablo) con un renacer de nociones clásicas (virtud cívica, maldad entendida como tiranía o corrupción política). Por ejemplo, Maquiavelo, a inicios del XVI, laiciza la maldad hablándo de la “virtù” del gobernante que debe a veces hacer el mal (engaño, crueldad) por un bien político mayor; así normaliza ciertas formas de maldad como políticamente necesarias. Thomas Hobbes en el XVII, con su visión del homo homini lupus, seculariza la idea de la maldad innata sin apelar a demonios ni pecado original, sino a la naturaleza competitiva del hombre en estado pre-social.


La Ilustración y la secularización del mal: en el siglo XVIII, con la Ilustración, se critica abiertamente la demonología y la idea de pecado original. Voltaire, Diderot y otros ridiculizaron la explicación teológica de los desastres como castigos divinos o obra del Diablo. Tiende a surgir una visión más racionalista: el mal en el mundo proviene de la ignorancia, la superstición, la tiranía, la falta de ilustración. Esto retoma en cierto modo el optimismo socrático (el mal es ignorancia) pero aplicado socialmente. Por ejemplo, el Marqués de Sade, en un extremo, niega la existencia del mal moral absoluto: para él la naturaleza es amoral y lo que llamamos vicios son simplemente manifestaciones de la libertad y la búsqueda de placer. Este libertinismo ilustrado fue escandaloso, pero ilustrativo de una corriente que veía la moral tradicional, con su concepto de mal, como una construcción represiva.


Sin embargo, también en la Ilustración tardía, Immanuel Kant reintrodujo, como vimos, la noción de mal radical en un contexto racionalista. Y el Romanticismo posterior reactualizó la fascinación por el mal: el “buen salvaje” rousseauniano contrasta con las figuras literarias románticas del maldito (el vampiro, el dandi perverso, el Frankenstein de Mary Shelley que es criatura buena convertida en mala por la sociedad). Los románticos exploraron la psicología del mal con cierta admiración estética: Satanás se vuelve un personaje atractivo en El Paraíso Perdido de Milton (aunque es previo al Romanticismo, lo inspira), o personajes como Fausto de Goethe hacen pactos con el diablo, simbolizando la rebelión humana en búsqueda de conocimiento y poder a costa de su alma. Esto refleja una ambivalencia cultural: por un lado, la Ilustración demoniza a la ignorancia y fanatismo como los verdaderos males; por otro, el Romanticismo demoniza a la razón fría e idealiza la pasión, incluso la pasionalidad destructiva, como parte de la plenitud de la vida. Así, la maldad byroniana (heroes oscuros, cínicos) aparece como protesta a la moral burguesa.


Maldad en la era moderna y contemporánea: El siglo XX, con sus guerras mundiales, genocidios y totalitarismos, obligó a repensar la maldad a escala nunca vista. El Holocausto, en particular, generó una ruptura cultural: ante la evidencia histórica del mal extremo cometido industrialmente, con burocracia y ciencia al servicio de la destrucción, las viejas explicaciones parecieron insuficientes. Muchos se preguntaron “¿cómo fue posible?”. Las respuestas vinieron desde múltiples disciplinas (ya hemos visto la filosófica con Arendt, la psicológica con Milgram/Zimbardo). Antropológicamente, algunos pensadores (como Zygmunt Bauman en Modernidad y Holocausto, 1989) señalaron que este mal no fue medieval o irracional, sino producto de la misma modernidad racional: la eficacia, la obediencia y la deshumanización burocrática —valores apreciados en la civilización moderna— permitieron matar en masa eficientemente. Esta conclusión es profundamente inquietante para la cultura occidental: sugiere que el mal no es un residuo de barbarie antigua a erradicar con la razón, sino un potencial dentro de la propia razón instrumental occidental. Bauman habla luego de “maldad líquida” en la posmodernidad, donde las formas del mal son más difusas, integradas en la normalidad cotidiana (por ejemplo, la indiferencia ante la miseria global puede considerarse una forma de mal banalizada).


En la segunda mitad del siglo XX, tras ese shock, se dio un giro interesante: la noción de mal fue algo arrinconada en discurso académico (se prefiere hablar de injusticia, agresión, etc.), pero al mismo tiempo en la cultura popular resurgió con fuerza, sobre todo en géneros como la literatura y cine de terror. Películas de exorcismos, asesinos seriales, distopías violentas, mostraron la fascinación cultural por la maldad. Algunos antropólogos culturales estudiaron estas manifestaciones como rituales modernos para enfrentar nuestros miedos: ir al cine a asustarse con un villano es una catarsis similar a la de las tragedias griegas, una forma de experimentar vicariamente el caos moral y luego salir ileso. Se interpreta que en sociedades secularizadas, el cine y la literatura suplen las antiguas mitologías para meditar sobre el mal. Por ejemplo, la figura del zombi en el cine puede verse como metáfora de la deshumanización masiva; los apocalipsis zombis reflejan temores difusos a la pérdida de la individualidad y a la violencia irracional colectiva.


Paralelamente, en las ciencias sociales más recientes ha habido un reconocimiento de factores culturales en la definición del mal. Lo que una época consideraba malo (por ejemplo, la herejía religiosa en la Edad Media) otra puede verlo como bien (libertad de conciencia en la modernidad). La esclavitud, aceptada y normalizada por milenios, hoy es vista como mal intrínseco. La evolución de los derechos humanos en la cultura occidental es una señal de cómo se ha ampliado la sensibilidad moral contra formas de mal antes toleradas (tortura, racismo, violencia doméstica, etc.). Un antropólogo señalaría que Occidente pasó por un proceso de conciencia reflexiva: después de cometer muchos males (colonialismo, genocidios, discriminación), se forjaron discursos ético-universales para evitarlos.


En las culturas occidentales contemporáneas conviven varias narrativas sobre el mal:


  • La narrativa religiosa tradicional pervive en grupos creyentes: se ve la maldad en términos de pecado, de influjo satánico en la sociedad (p.ej. algunos ven la creciente secularización o ciertas políticas sociales como “males” que se deben a que la sociedad se aparta de Dios).

  • La narrativa liberal-ilustrada: ve el mal principalmente en la coacción, la tiranía, la violación de derechos; por tanto, el bien es la libertad, la razón, la tolerancia.

  • La narrativa psicológica: enfatiza causas individuales y sociales: un individuo hace el mal porque fue maltratado, o por enfermedad mental, o por dinámica de grupo. Aquí el juicio moral se relativiza: se busca comprender más que condenar.

  • La narrativa postmoderna/cultural: problematiza incluso la categoría de “mal”. Algunos argumentan que calificar algo de malvado es una construcción discursiva usada para demonizar al enemigo de turno (por ejemplo, llamar “Imperio del Mal” a un país durante la Guerra Fría). Desde este punto de vista, lo ético debe ser vigilante de esas etiquetas y entender contextos.


Para ilustrar diferencias culturales dentro de Occidente: en la Edad Media, una peste era atribuida a la maldad (divina o demoníaca) y se hacían procesiones religiosas; hoy se busca una vacuna y se habla en términos de virus, no de mal moral. Pero, si un asesino masacra inocentes, mediáticamente suele describirse como “maldad pura” o “monstruo”, recuperando un lenguaje esencialista. En campos como la criminología, en cambio, se intenta no demonizar sino estudiar al perpetrador para prevenir futuros casos (lo cual a veces choca con el sentir popular que querría solo castigo ejemplar contra el “malvado”).


En suma, la antropología del mal muestra que nuestras ideas al respecto están profundamente ligadas a nuestros mitos, nuestras estructuras sociales y nuestros valores dominantes. Occidente ha oscilado entre externalizar el mal (demonios, brujas, “bárbaros” externos) e internalizarlo (pecado personal, pulsión interna). Ha necesitado rituales de purificación (de la quema de brujas a los actuales sistemas penales) para mantener a raya lo considerado malvado. Y a medida que cambia nuestra comprensión del mundo (científica, moral), cambian las explicaciones y los rostros del mal. Lo que no cambia es la presencia constante de conductas destructivas y dolorosas que las sociedades deben explicar de algún modo. Comprender cómo cada cultura ve el mal ayuda a entender sus instituciones: por ejemplo, una cultura que ve el mal como ruptura del orden cósmico tendrá tabúes y castigos rituales, otra que lo ve como delito contra la comunidad tendrá leyes y prisiones.

Habiendo explorado la dimensión histórica-cultural, pasemos ahora al enfoque sociológico, estrechamente relacionado, que examina la maldad no solo en términos de ideas culturales sino de estructuras sociales, económicas y políticas que generan sufrimiento y opresión.

Serie "¿Qué es la maldad humana?" que se distribuye en cinco capítulos, este es el acceso a cada uno de ellos:



Referencias

  • Arendt, H. (1963). Eichmann en Jerusalén: Un informe sobre la banalidad del mal. Nueva York: Viking Press. (Ed. esp. Barcelona: Lumen, 1999).

  • Bauman, Z. (1989). Modernidad y Holocausto. Madrid: Sequitur. (Original en inglés, 1989).

  • Bauman, Z. & Donskis, L. (2016). Maldad líquida. Vivir sin alternativas. Barcelona: Arcadia.

  • Freud, S. (1930). El malestar en la cultura. En Obras Completas, vol. 3 (tr. L. López Ballesteros, 1968). Madrid: Biblioteca Nueva.

  • Fromm, E. (1973). Anatomía de la destructividad humana. Madrid: Siglo XXI.

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  • Jung, C. G. (1959). Aion: Investigaciones sobre el fenómeno del self. Obras Completas de Jung, Vol. 9/2. (Concepto de la Sombra).

  • Kant, I. (1793). La religión dentro de los límites de la mera razón. (Esp. ed. Alianza, 1988). (Concepto de mal radical)

  • Korstanje, M. E. (2012). “La significación del mal, Antropología, Economía y Subsistencia.” Sincronía, (61), 1-28. Universidad de Guadalajara.

  • Lipstadt, D. (1993). Denying the Holocaust: The Growing Assault on Truth and Memory. Nueva York: Free Press. (Citado en Korstanje, 2012).

  • Milgram, S. (1974). Obedience to Authority: An Experimental View. Nueva York: Harper & Row. (Experimento de obediencia de Milgram).

  • Nietzsche, F. (1887). La genealogía de la moral. (Esp. ed. Alianza, varias eds.).

  • Piñero, A. (2010). “Origen del mal y responsabilidad del hombre.” Tendencias21/Cristianismo e Historia. Disponible en línea.

  • Platón. Diálogos (especialmente La República, Timeo). (Reflexiones sobre el conocimiento del bien y el mal en Platón).

  • Rahola, P. (2021). “El síntoma Regadera.” La Vanguardia, 26/02/2021. (Menciona maldad estructural).

  • Ricoeur, P. (1985). El mal: un desafío a la filosofía y a la teología. Salamanca: Sígueme.

  • Sagrada Biblia. (Referencias al Génesis 3 – caída original; Job; Evangelios – Juan 8:44; etc.).

  • The Encyclopaedia Herder (2017). Entrada “Freud: homo homini lupus”. Barcelona: Herder.

  • Muy Interesante (2021). “Demonología: el estudio de los demonios...”. (Galería histórica de representaciones del mal).

  • Zimbardo, P. (2007). El efecto Lucifer: el porqué de la maldad. Barcelona: Paidós. (Sobre experimento de la cárcel de Stanford y teoría de la maldad situacional).


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