El concepto de maldad (2 de 5): enfoque psicológico
- Alfredo Calcedo
- hace 3 días
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Serie "¿Qué es la maldad humana?" que se distribuye en cinco capítulos, este es el acceso a cada uno de ellos:
La psicología, como ciencia del comportamiento y los procesos mentales, aborda el problema del mal tratando de entender qué lleva a las personas a cometer actos crueles, destructivos o moralmente reprobables. Dado que la noción de “maldad” conlleva juicios éticos, muchos psicólogos prefieren términos más descriptivos como agresión, violencia, psicopatía, etc. Sin embargo, subyace la misma pregunta ancestral: ¿Es el ser humano malo por naturaleza? ¿Qué factores psicológicos explican la crueldad deliberada o la indiferencia ante el sufrimiento ajeno? Este enfoque explora aportes desde el psicoanálisis clásico de Freud y Jung, pasando por la psicología social (experimentos de obediencia y roles), hasta teorías contemporáneas de la psicopatología y de la banalidad del mal en clave psicológica.
Sigmund Freud y la pulsión de muerte: uno de los primeros intentos sistemáticos de explorar la maldad humana con categorías psicológicas provino de Sigmund Freud (1856–1939), padre del psicoanálisis. Freud, tras las devastaciones de la Primera Guerra Mundial, propuso que junto a la pulsión de vida (Eros), el ser humano alberga una pulsión de muerte (Thanatos), manifestada en tendencias agresivas y autodestructivas. En El malestar en la cultura (1930), Freud pinta un panorama desilusionado de la naturaleza humana: “Homo homini lupus: ¿quién se atrevería a refutar este refrán después de toda la historia?” escribió, aludiendo al proverbio “el hombre es un lobo para el hombre”. Freud observa que, contrariamente a la visión idealista, el hombre no es una criatura bondadosa que solo se defiende al ser atacada, sino que “entre sus disposiciones instintivas debe contarse una poderosa cuota de agresividad”. Esa agresividad innata lleva al individuo a buscar la satisfacción a costa del prójimo: a explotarlo, humillarlo, causarle sufrimiento e incluso matarlo, sin miramientos, si no median frenos externos. En términos freudianos, la civilización es un frágil dique que contiene la fuerza de las pulsiones agresivas mediante normas, leyes y la internalización de la culpabilidad (el superyó). Pero este control nunca es completo: de hecho, Freud argumenta que la cultura produce inevitablemente un “malestar” porque para convivir pacíficamente, el ser humano debe reprimir sus deseos agresivos, generando tensiones internas. La lectura freudiana de la maldad es pues trágica: nuestras propias pulsiones básicas incluyen el odio y la destrucción, y proyectamos esas pulsiones hacia afuera en forma de violencia contra los demás. La paz es solo un compromiso inestable mediado por la coerción de la ley y la culpabilidad impuesta por la moral social. En última instancia, Freud veía la guerra y la crueldad como expresiones de la misma energía instintiva que en lo individual se manifiesta en síntomas neuróticos cuando es reprimida. Esta dualidad Eros/Thanatos en la psique sugiere que la capacidad para el mal es universal. De hecho, su célebre frase “la inclinación agresiva es una disposición pulsional autónoma y originaria del ser humano” resume la idea de que no se puede erradicar la potencial maldad interna; solo se puede redirigir o sublimar. Freud, desde luego, no utiliza el término “maldad” en sentido moralista; pero al describir la agresividad intrínseca, proporciona una base psicológica a lo que llamamos maldad cotidiana. La aportación freudiana fue muy influyente: psicólogos posteriores retomarían la noción de instinto agresivo, y psicoanalistas sociales como Erich Fromm distinguirían entre una “agresión benigna” (defensiva, natural) y una “agresión maligna” (crueldad por la crueldad, arraigada en el carácter de individuos sádicos). Fromm, en Anatomía de la destructividad humana (1973), postuló que ciertas configuraciones personales y socioculturales podían llevar a un amor por la muerte o necrofilia, en contraposición al amor por la vida (biofilia). Así vemos cómo Freud abrió la puerta a entender el mal no como demonio externo, sino como parte de nuestra propia naturaleza psicológica profunda.
Carl Gustav Jung y la sombra: Carl Jung (1875–1961), inicialmente discípulo de Freud, divergió de él y desarrolló la psicología analítica, introduciendo el concepto de Sombra para referirse al lado oscuro de la personalidad. Según Jung, la Sombra representa todos aquellos aspectos de uno mismo que la conciencia rechaza o no reconoce —tendencias inferiores, deseos socialmente inaceptables, impulsos inmorales—, y que quedan relegados al inconsciente personal. Cada individuo, por necesidad de vivir en sociedad y mantener una autoimagen positiva, reprime en su sombra sus impulsos agresivos, egoístas, sexuales desordenados, etc. Pero esta sombra no desaparece, sino que sigue actuando de forma autónoma e incluso proyectándose en el exterior. Jung señala que a menudo vemos “maldad” en los otros porque proyectamos en ellos nuestra propia sombra no reconocida.
Así, alguien puede condenar ferozmente la maldad ajena mientras ignora la misma tendencia en sí mismo. Para Jung, este mecanismo explica en parte la existencia de chivos expiatorios y enemigos absolutos: es psicológicamente cómodo atribuir todo el mal a otro grupo o persona, en vez de enfrentarse a la sombra personal. La tarea moral del individuo, según Jung, es integrar la sombra, es decir, reconocerse capaz del mal, confrontar esas tendencias en uno mismo y así quitarles poder. “Uno no se ilumina imaginándose figuras de luz, sino haciendo consciente la oscuridad”, escribió Jung, enfatizando que sin aceptar nuestra propia capacidad de maldad no podemos realmente elegir el bien con autenticidad.
Jung también se interesó por las manifestaciones colectivas de la sombra. Observó, por ejemplo, que la figura del Diablo en las religiones es una personificación arquetípica de la Sombra colectiva: todas las cualidades que una cultura considera abominables las proyecta en ese arquetipo. En sociedades fuertemente moralistas, la sombra tiende a ser muy reprimida en los individuos, lo que puede llevar a explosiones masivas de maldad proyectada (por ejemplo, estallidos de violencia irracional contra grupos minoritarios percibidos como “encarnaciones del mal”). Jung incluso analizó los movimientos de masas en la Alemania nazi como un caso donde el inconsciente colectivo (lleno de sombras no integradas, resentimientos, etc.) fue manipulado por símbolos arquetípicos que liberaron fuerzas destructivas.
Una idea fértil de Jung es que la maldad absoluta no puede erradicarse porque es parte de la estructura de la psique: es el contrapolo necesario de la conciencia. Si la cultura solo exalta el bien y suprime hablar del mal, la sombra simplemente se acumula y termina saliendo de maneras patológicas. De allí que los relatos míticos, cuentos infantiles y obras de arte que abordan la lucha entre el bien y el mal tengan una función psicológica importante: proveen vías simbólicas para que la psique procese la sombra. Los cuentos de hadas con sus villanos terribles, por ejemplo, ayudan a los niños a enfrentar vicariamente la realidad del mal en su interior y en el mundo, preparándolos para manejar esos contenidos oscuros. Censurar todo contenido violento o aterrador, decía Jung, puede ser contraproducente pues niega la existencia de la sombra en lugar de integrarla.
En resumen, desde la óptica junguiana la maldad es inherente a la psique humana como su lado no desarrollado o rechazado. No es que unas personas “sean malvadas” y otras carezcan de maldad; todos llevamos un demonio interior. La diferencia está en cómo lidiamos con él: la persona madura reconoce su sombra y la mantiene a raya mediante la conciencia y la ética, mientras que la inmadura proyecta su mal interior fuera o se deja poseer inconscientemente por él en ciertos momentos. Esta perspectiva aporta comprensión a fenómenos como: personas “normales” que cometen atrocidades en circunstancias especiales (la sombra toma control en situaciones de caos), o la hipocresía moralista de quienes más condenan el vicio ajeno mientras ocultan el propio.
Psicopatología y “personalidad maligna”: otro ángulo psicológico es el estudio de los trastornos de personalidad que se asocian con conductas malvadas. Aquí surge la figura del psicópata, clínicamente alguien con trastorno antisocial de la personalidad, caracterizado por falta de empatía, manipulación fría de los demás, egocentrismo extremo e impulsividad agresiva. Los psicópatas a veces son citados como encarnaciones del mal en un sentido cotidiano, por su aparente ausencia de conciencia moral. La ciencia ha investigado factores neurobiológicos y ambientales detrás de la psicopatía: disfunciones en la amígdala y corteza prefrontal que afectan el procesamiento emocional del dolor ajeno, combinados con abusos tempranos o contextos familiares disfuncionales, pueden crear individuos incapaces de sentir culpa o amor, que ven a otros seres humanos solo como objetos para su gratificación. Sin embargo, incluso en estos casos extremos, evitar el término “malvado” es común en psiquiatría, prefiriendo entender la conducta en términos de patología. El debate radica en cuánto de la maldad humana podemos atribuir a enfermedades mentales versus a decisiones morales. Por ejemplo, ciertos asesinos en serie o genocidas ¿son enfermos que no distinguen el bien del mal (locura, psicopatía) o son sujetos moralmente responsables que optaron por el mal? La realidad suele estar en zona gris: hay individuos con tendencias psicopáticas que logran refrenarse y no delinquir, así como personas sin patología aparente que cometen actos terribles bajo ciertas circunstancias. La psicología social ha demostrado que la situación puede influir tanto o más que la personalidad en la aparición de conductas malvadas.
La banalidad del mal en clave psicológica: Milgram y Zimbardo: inspirados en reflexiones como las de Arendt, psicólogos sociales realizaron experimentos para entender cómo la gente común puede llegar a hacer el mal. El experimento de Milgram (1961) en la Universidad de Yale, poco después del juicio de Eichmann, es emblemático: Milgram reclutó ciudadanos corrientes para supuestamente participar en un estudio de memoria, donde debían aplicar descargas eléctricas crecientes a un “alumno” cada vez que este errara respuestas. Para asombro general, 65% de los participantes siguieron obedeciendo las órdenes del científico hasta administrar lo que creían descargas letales al alumno (que en realidad era un actor y no recibía daño). Este resultado mostró que bajo la presión de una autoridad legítima, personas normales estaban dispuestas a hacer daño grave a un inocente, aun con el conflicto emocional evidente (muchos sudaban, temblaban, pero continuaban obedeciendo). Milgram concluyó que la obediencia a la autoridad es una fuerza situacional potentísima que puede banalizar el mal: la gente se desliza a un rol de agente ejecutor, difiriendo la responsabilidad al superior (“yo solo seguía órdenes”). Esto apoya la tesis de Arendt de que Eichmann no fue único: cualquiera podría convertirse en un instrumento del mal estructurado si se dan las condiciones y no medía una fuerte resistencia de conciencia.
Poco después, en 1971, Philip Zimbardo llevó a cabo el experimento de la cárcel de Stanford. Un grupo de estudiantes voluntarios fue dividido al azar en “guardias” y “prisioneros” en un ambiente simulado de prisión en el sótano de la universidad. En pocos días, los guardias empezaron a exhibir comportamientos sádicos y abusivos, humillando a los prisioneros, mientras estos últimos mostraban estrés severo y sumisión.
El experimento, previsto para dos semanas, hubo de cancelarse a los 6 días por el grado de deshumanización y maltrato que se había alcanzado rápidamente. Zimbardo acuñó el término “efecto Lucifer” para describir cómo circunstancias situacionales y roles sociales pueden transformar gente común en perpetradores del mal. Factores como el anonimato, la desindividualización, la ideología que justifica las acciones, la difusión de responsabilidad y la gradación de las demandas (ir aumentando poco a poco el nivel de abuso) contribuyen a que personas decentes actúen de formas indecentes.
Estos hallazgos de la psicología social subrayan una idea crucial: la maldad no es siempre fruto de individuos “malvados” intrínsecamente, sino que puede originarse de contextos y presiones sociales sobre individuos corrientes. La famosa frase de Zimbardo es: “¿Qué nos hace a la gente buena hacer cosas malas?” – y su respuesta es a menudo: un mal sistema. Esto enlaza con el siguiente enfoque sociológico, pero tiene también resonancia psicológica: en lugar de una “mente diabólica”, a veces basta un proceso de desindividuación y adoctrinamiento para que emerja la crueldad.
No obstante, la psicología también reconoce que existe variabilidad individual en resistencia moral. Por ejemplo, en Milgram, un 35% se negó en algún punto a continuar; en la vida real, hubo “Justos” que arriesgaron sus vidas para salvar perseguidos durante genocidios. Se investiga qué rasgos o convicciones fortalecen la resiliencia ética: empatía, autonomía de juicio, firmeza de principios, posiblemente inculcados por educación y ejemplos. Esto retorna la discusión del mal al terreno de la formación del carácter: una persona que desarrolla empatía profunda y pensamiento crítico será menos susceptible a cometer el mal incluso bajo órdenes o presiones grupales.
El mal banal y la personalidad autoritaria: Otra contribución psicológica de posguerra fue el estudio de la personalidad autoritaria (Adorno et al., 1950), que vinculó ciertos rasgos (sumisión acrítica a las autoridades del propio grupo, agresión hacia grupos externos, convicciones rígidas, convencionales) con predisposición al prejuicio y a respaldar conductas represivas. Si bien ese estudio fue criticado metodológicamente, abrió camino a entender cómo ideologías y crianza pueden predisponer a la intolerancia o la violencia contra “otros”, sembrando las semillas de la maldad colectiva. Por ejemplo, una persona criada en un hogar extremadamente punitivo, que aprende a obedecer sin cuestionar y a deshumanizar a los que son distintos, podría ser más proclive a involucrarse en actos crueles justificándolos en la obediencia o la superioridad moral del propio grupo.
Racionalización y mecanismos de defensa: la psicología también explica cómo la gente que realiza actos crueles racionaliza o justifica internamente sus hechos para no verlos como “malos”. Mecanismos como la deshumanización de la víctima (verla como menos que humano, así se acalla la empatía), la minimización (“no fue para tanto”), la negación de responsabilidad (“solo cumplía órdenes”) o la culpabilización de la víctima (“ellos se lo buscaron”) son estrategias mentales comunes que permiten a personas cometer maldades sin sentirse malvadas. Bandura denominó a esto “mecanismos de desligamiento moral”. Comprender estos procesos es importante para prevención: por ejemplo, educar en ponerse en el lugar del otro contrarresta la deshumanización; fomentar responsabilidad individual contrarresta la obediencia ciega.
El mal como enfermedad social interiorizada: por otro lado, algunas aproximaciones psicológicas humanistas argumentan que llamar a alguien “malvado” per se puede ser un etiquetado peligroso. Prefieren ver la maldad como resultado de necesidades no satisfechas, traumas o influencias negativas. Abraham Maslow sugirió que las personas “autorealizadas” (con sus necesidades psicológicas satisfechas) tienden hacia la bondad, y que la maldad a menudo proviene de frustraciones profundas. Carl Rogers, en su enfoque centrado en la persona, confiaba en la bondad básica del ser humano cuando se le brinda aceptación positiva incondicional. Desde esas perspectivas, la maldad no es un rasgo fijo, sino algo que surge bajo ciertas condiciones patológicas o adversas. Esto contrasta con la perspectiva freudiana trágica; aquí la visión es más optimista en cuanto a la naturaleza humana, pareciéndose a la de Rousseau. La verdad quizá esté en un punto intermedio: tenemos potencial tanto para el bien como para el mal, y la psicología trata de identificar qué circunstancias internas o externas inclinan la balanza.
En conclusión, el enfoque psicológico nos enseña que la maldad humana es multideterminada. Hay una dimensión intrapsíquica (pulsiones agresivas, sombras inconscientes, rasgos de personalidad antisocial), pero también una dimensión situacional (obediencia, roles, influencia de grupo) y de desarrollo personal (educación moral, traumas, vínculos afectivos tempranos). La psicología no recurre a seres demoníacos ni a entidades metafísicas para explicar el mal; lo busca en las profundidades de la mente y en la dinámica individuo-entorno. Esta perspectiva complementa las filosóficas y religiosas: por ejemplo, lo que Agustín llamaba “desordenado amor a uno mismo” la psicología lo ve como narcisismo; lo que la religión atribuye a Satanás tentando, la psicología lo ve como proyección de la sombra o presión social; lo que Kant llamaba “propensión al mal”, Freud lo formula como pulsión agresiva. Todos los lenguajes apuntan a una realidad: la capacidad de hacer el mal anida en la condición humana, y entenderla es el primer paso para contenerla o transformarla.
Serie "¿Qué es la maldad humana?" que se distribuye en cinco capítulos, este es el acceso a cada uno de ellos:
Referencias
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