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El concepto de maldad (4 de 5): enfoque sociológico

Grok
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Serie "¿Qué es la maldad humana?" que se distribuye en cinco capítulos, este es el acceso a cada uno de ellos:



Enfoque sociológico: maldad estructural, violencia sistémica y poder opresivo

La sociología y disciplinas afines (ciencias políticas, estudios críticos) se ocupan de la maldad no tanto como un atributo individual o metafísico, sino como un fenómeno colectivo y estructural. Este enfoque plantea preguntas como: ¿Existen sistemas sociales intrínsecamente malvados? ¿Cómo las estructuras económicas o políticas pueden causar daño a las personas sistemáticamente? ¿De qué modo el poder y la opresión institucionalizan formas de maldad?* Aquí el término “maldad” a veces se sustituye por injusticia, violencia estructural, opresión o violencia sistémica, pero la idea subyacente es similar: hay formas de mal que no dependen solo de malhechores individuales con malas intenciones, sino de patrones sociales que producen sufrimiento.


Maldad estructural y violencia institucional: Un punto de partida en este enfoque es la noción de violencia estructural, introducida por el sociólogo Johan Galtung (1969). Galtung definió la violencia estructural como aquella que está embebida en la estructura social, impidiendo que ciertas personas satisfagan sus necesidades básicas o alcancen su pleno desarrollo, sin un agente identificable directamente. Ejemplos clásicos son la pobreza extrema, el racismo institucional o la desigualdad de género: no hay un individuo concreto que “peque” causando esos males, pero la estructura social en su conjunto genera daño (hambre, mortalidad, marginación) a ciertos grupos. Esta idea amplía la comprensión del mal: ya no es solo la maldad del asesino o del tirano, sino también la maldad silenciosa de un orden social injusto. Por ejemplo, si en una sociedad la expectativa de vida de los ricos es 20 años mayor que la de los pobres por desigual acceso a salud, eso es violencia estructural; hay sufrimiento y muerte evitables causados por cómo está organizada la sociedad, lo cual moralmente equivale a un mal difuso.


En el análisis sociológico, se considera que tales violencias estructurales a menudo son invisibles o normalizadas. Se las puede llamar también maldad estructural, en el sentido de que son un mal que emana de la estructura misma. Pilar Rahola, periodista, menciona por ejemplo la violencia machista como “maldad estructural” en contextos patriarcales, diferenciándola de actos individuales aislados. Un ejemplo histórico de mal estructural fue la esclavitud en las Américas: durante siglos, un sistema legal y económico normalizado implicaba brutalidad y cosificación cotidiana de seres humanos, algo que hoy consideramos un mal atroz pero que entonces se veía como parte del orden social.


Genocidio y burocracia del mal: La sociología y la ciencia política han estudiado fenómenos como el genocidio, la limpieza étnica o la esclavitud desde esta óptica estructural. Volviendo al Holocausto, la ya citada Arendt lo analizó en términos de burocratización de la moral: la máquina estatal nazi convirtió el asesinato masivo en un proceso administrativo rutinario, repartiendo pequeñas tareas a miles de funcionarios que por compartimentalización no veían (o no querían ver) el cuadro completo de maldad. Cada uno se enfocaba en su deber técnico (llevar un registro, coordinar un tren) desligando sus actos de un juicio moral global. Este aparato burocrático permitió que personas sin odio personal hicieran posible un mal inmenso. La “maldad burocrática” se vincula al concepto de alienación: Arendt señaló que la tendencia humana al autoritarismo y al mal florece cuando se destruye la capacidad de pensar críticamente y se sustituye por dogmas incuestionables, generando alienación. La gente “alienada” cede su juicio a la ideología o a la autoridad, y así actos terribles se perciben como normales o necesarios dentro del sistema.


Maximiliano Korstanje, en un artículo sobre la significación del mal, comenta que en los genocidios modernos “la presencia del mal nace de la corrupción de quienes nos deben proteger; usan su poder para oprimirnos y exterminarnos”. Aquí se alude a una inversión perversa: instituciones supuestamente orientadas al bien común (ejército, policía, gobierno) se corrompen y se vuelven instrumentos del mal. Un policía que delinque usando su autoridad, un gobierno que masacra a su pueblo, son ejemplos de lo que sociológicamente se llama maldad institucional. En los casos extremos (genocidios nazis, Khmer Rouge en Camboya, etc.), la estructura misma del Estado se convierte en maquinaria del mal. La obediencia debida, el secreto burocrático, la propaganda deshumanizadora, todo confluye. Deborah Lipstadt, citada por Korstanje, señalaba que más allá del asesinato masivo, lo más atroz fue la violencia sistemática contra civiles desarmados por parte de quienes debían protegerlos. Eso implicó una traición fundamental del contrato social: la maldad ya no es un accidente o desviación, sino que la norma fue vuelta malvada.


Teorías del poder y la opresión: Diversos teóricos sociales han examinado cómo el poder puede generar mal. Karl Marx, por ejemplo, no hablaba de mal en términos morales teológicos, pero su crítica al capitalismo describía un sistema donde la explotación del trabajo produce miseria para muchos y riqueza para pocos. Ese sistema, para Marx, es injusto y por tanto, podríamos decir, una forma de mal estructural. Él veía al capitalismo como “vampiro que chupa sangre de los trabajadores” —una metáfora moral potente para denunciar la deshumanización inherente. Los marxistas posteriores hablaron de alienación y fetichismo para ilustrar cómo en el sistema económico las relaciones humanas se distorsionan (el obrero se vuelve una cosa, el capital se vuelve un ídolo), generando sufrimiento y pérdidas de sentido que trascienden la mera suma de maldades individuales de capitalistas. La opresión de clase fue conceptualizada así como un hecho social global, no reducible a unos cuantos malos capitalistas (aunque a veces la retórica se personalizaba contra burgueses malvados).


Más cercano a nuestros días, Michel Foucault analizó el poder no solo como algo represivo sino como productor de “verdad” y normalidad. En Vigilar y castigar (1975) mostró cómo las instituciones disciplinarias (cárceles, escuelas, fábricas) moldean cuerpos dóciles y pueden ser instrumentos de dominación sutil. Foucault no usaría la palabra maldad, pero su concepto de violencia invisible del poder normalizador resuena con la idea de mal estructural: a veces la opresión más efectiva es la que ni se percibe porque condiciona la conducta y el pensamiento desde dentro. Por ejemplo, la sociedad victoriana reprimía la sexualidad y consideraba “perversos” a ciertos individuos, patologizándolos; eso generó sufrimiento (maldad) por vía de normas morales institucionalizadas, sin que hubiera un villano identificable —era la estructura moral panóptica misma.


Teóricos de la teoría crítica y la Escuela de Frankfurt, como Theodor Adorno, también reflexionaron tras el Holocausto: atribuyeron parte de la culpa a la razón instrumental ilustrada que sin guía ética se convierte en dominación técnica fría (ver Dialéctica de la Ilustración). Adorno incluso dijo que escribir poesía después de Auschwitz es bárbaro, aludiendo a la magnitud del mal acontecido y a la complicidad de la alta cultura occidental. Herbert Marcuse habló de “tolerancia represiva”: cómo sociedades supuestamente libres toleran discursos de odio que terminan minando la libertad —un dilema de la maldad en democracia.


Opresión sistémica: en las últimas décadas, mucho se ha escrito sobre formas de opresión estructural: racismo sistémico, patriarcado, colonialismo. Por ejemplo, feministas como Kate Millett y bell hooks describieron el patriarcado como un sistema donde la violencia contra las mujeres (doméstica, sexual, económica) no es solo actos de hombres individuales, sino sostenida por valores, leyes y costumbres. Este sistema es injusto (malvado, en términos éticos) porque causa daño y limita las vidas de la mitad de la humanidad. Del mismo modo, teóricos de raza como Frantz Fanon o contemporáneamente Ibram X. Kendi, han mostrado que el racismo es más que prejuicio personal: está incrustado en instituciones (policía, sistema judicial, mercado laboral) de modo que reproduce desigualdades y daños generación tras generación. Por ejemplo, la diferencia en tasas de encarcelamiento entre minorías raciales y blancos en EEUU no se explica solo porque unos “se porten mal”, sino por sesgos estructurales en vigilancia, sentencias, oportunidades sociales: ahí hay un mal sistémico, una injusticia que hiere a millones.


Otra cara es la maldad corporativa: algunos sociólogos y activistas señalan cómo grandes empresas a veces realizan acciones enormemente dañinas (contaminación ambiental, explotación laboral en países pobres, promoción de productos adictivos) sin violar leyes, protegidas por su poder. Esas acciones generan sufrimiento difuso (cambio climático, enfermedades por contaminación, etc.), equiparable a mal estructural global. Un ejemplo es la crisis climática: la inacción deliberada ante el cambio climático por parte de industrias y gobiernos se puede calificar moralmente de maldad, pues pone en riesgo el futuro de poblaciones enteras por avaricia o miopía. El Papa Francisco incluso, en su encíclica Laudato si', habló de pecado contra la creación. Tenemos así que la sociología contemporánea empieza a hermanarse con la ética global para señalar que no solo asesinar es malvado, también lo es participar en –o ignorar– sistemas que matan lentamente (sea a humanos o al planeta).


Movimientos sociales y respuesta al mal estructural: Históricamente, el reconocimiento de maldades estructurales ha dado lugar a movimientos para combatirlas. El movimiento abolicionista contra la esclavitud en el siglo XIX se basó en la conciencia de que la esclavitud era un mal moral, un “pecado nacional” en palabras de William Lloyd Garrison. Los movimientos obreros denunciaron las condiciones inhumanas de fábricas industriales como un mal que debía rectificarse (logrando derechos laborales). El feminismo, el movimiento por los derechos civiles, la descolonización, todos pueden verse como luchas contra manifestaciones de mal colectivo normalizado. En el campo de la teoría, surge también la noción de “pecado estructural” en la teología de la liberación latinoamericana: los teólogos como Gustavo Gutiérrez adaptaron la idea de mal para decir que no solo las personas pecan, también las estructuras sociales pueden ser pecaminosas (por ejemplo, un régimen económico que excluye y empobrece a masas es pecado social). Esto muestra la confluencia de análisis sociológico y ética religiosa.


La banalidad del mal revisitada sociológicamente: recordemos la “banalidad del mal” de Arendt, que es tanto psicológica (el sujeto no reflexiona) como sociológica (un sistema la posibilita). Desde su tiempo, la frase ha sido usada para explicar muchas situaciones: se ha hablado de la banalidad del mal en contextos burocráticos (abusos en prisiones, tortura sistemática justificadas por razones de Estado), en entornos corporativos (empleados que causan daño ecológico siguiendo órdenes), e incluso en la vida cotidiana. Un ejemplo interesante es la “banalidad del mal en el ámbito universitario” analizada por algunos autores, que extienden la idea a cómo pequeñas corrupciones, discriminaciones o abusos de poder cotidianos en instituciones normales reflejan esa ausencia de pensamiento crítico moral. La sociología micrológica (Goffman, etc.) observa también cómo en interacciones diarias se puede desensibilizar uno a pequeñas crueldades debido a las normas de rol.


En última instancia, el enfoque sociológico de la maldad nos conduce a reflexionar sobre nuestra complicidad colectiva. Vivimos en sistemas que quizá, sin que lo notemos, perpetran algún grado de mal. Por ejemplo, ciudadanos de países ricos que consumimos productos hechos con trabajo semiesclavo en otros continentes participamos indirectamente en ese mal estructural. Esta idea puede resultar incómoda, pero es clave: la ética social moderna invita a mirar más allá de la intención individual y preguntarse por las consecuencias globales de nuestros actos y omisiones. El concepto mismo de responsabilidad colectiva surge para complementar la individual. Arendt, sin embargo, hacía una distinción: responsabilidad política colectiva (todos los alemanes por ejemplo tuvieron alguna responsabilidad en crear el clima para el nazismo) no equivale a culpa criminal individual (solo quienes cometieron actos directos son culpables). Pero aceptar cierta responsabilidad compartida es crucial para remediar males estructurales: si todos decimos “no es asunto mío”, esos males persisten.


En síntesis, la mirada sociológica revela que la maldad no es solo cosa de villanos solitarios; a veces está entrelazada con nuestras rutinas, instituciones y costumbres. El mal estructural puede ser más difícil de identificar y combatir precisamente porque carece de un rostro obvio, se esconde tras normalidades (leyes, tradiciones). Sin embargo, sus víctimas son reales: pueblos oprimidos, minorías discriminadas, clases explotadas, futuras generaciones amenazadas. Reconocer estas facetas estructurales del mal ha sido uno de los logros éticos de la modernidad tardía, aunque también plantea el desafío de qué hacer al respecto.


Tras este amplio recorrido por las perspectivas filosófica, religiosa, psicológica, antropológica y sociológica, pasaremos a la conclusión, donde sintetizaremos las ideas principales y reflexionaremos sobre qué nos dice la tradición occidental en conjunto acerca de la maldad.

Serie "¿Qué es la maldad humana?" que se distribuye en cinco capítulos, este es el acceso a cada uno de ellos:


Referencias

  • Arendt, H. (1963). Eichmann en Jerusalén: Un informe sobre la banalidad del mal. Nueva York: Viking Press. (Ed. esp. Barcelona: Lumen, 1999).

  • Bauman, Z. (1989). Modernidad y Holocausto. Madrid: Sequitur. (Original en inglés, 1989).

  • Bauman, Z. & Donskis, L. (2016). Maldad líquida. Vivir sin alternativas. Barcelona: Arcadia.

  • Freud, S. (1930). El malestar en la cultura. En Obras Completas, vol. 3 (tr. L. López Ballesteros, 1968). Madrid: Biblioteca Nueva.

  • Fromm, E. (1973). Anatomía de la destructividad humana. Madrid: Siglo XXI.

  • Galtung, J. (1969). “Violence, Peace, and Peace Research”. Journal of Peace Research, 6(3), 167-191. (Sobre violencia estructural).

  • Jung, C. G. (1959). Aion: Investigaciones sobre el fenómeno del self. Obras Completas de Jung, Vol. 9/2. (Concepto de la Sombra).

  • Kant, I. (1793). La religión dentro de los límites de la mera razón. (Esp. ed. Alianza, 1988). (Concepto de mal radical)

  • Korstanje, M. E. (2012). “La significación del mal, Antropología, Economía y Subsistencia.” Sincronía, (61), 1-28. Universidad de Guadalajara.

  • Lipstadt, D. (1993). Denying the Holocaust: The Growing Assault on Truth and Memory. Nueva York: Free Press. (Citado en Korstanje, 2012).

  • Milgram, S. (1974). Obedience to Authority: An Experimental View. Nueva York: Harper & Row. (Experimento de obediencia de Milgram).

  • Nietzsche, F. (1887). La genealogía de la moral. (Esp. ed. Alianza, varias eds.).

  • Piñero, A. (2010). “Origen del mal y responsabilidad del hombre.” Tendencias21/Cristianismo e Historia. Disponible en línea.

  • Platón. Diálogos (especialmente La República, Timeo). (Reflexiones sobre el conocimiento del bien y el mal en Platón).

  • Rahola, P. (2021). “El síntoma Regadera.” La Vanguardia, 26/02/2021. (Menciona maldad estructural).

  • Ricoeur, P. (1985). El mal: un desafío a la filosofía y a la teología. Salamanca: Sígueme.

  • Sagrada Biblia. (Referencias al Génesis 3 – caída original; Job; Evangelios – Juan 8:44; etc.).

  • The Encyclopaedia Herder (2017). Entrada “Freud: homo homini lupus”. Barcelona: Herder.

  • Muy Interesante (2021). “Demonología: el estudio de los demonios...”. (Galería histórica de representaciones del mal).

  • Zimbardo, P. (2007). El efecto Lucifer: el porqué de la maldad. Barcelona: Paidós. (Sobre experimento de la cárcel de Stanford y teoría de la maldad situacional).


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