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El suicidio más estudiado de la historia de la Psiquiatría: Ellen West

Actualizado: 3 ago

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Introducción

El caso de Ellen West, documentado en 1944 por el psiquiatra suizo Ludwig Binswanger, es uno de los estudios de caso más célebres y controvertidos en la historia de la psiquiatría. Representa el primer ejemplo de aplicación del análisis existencial en clínica psiquiátrica, un enfoque influido por la fenomenología de Husserl y Heidegger. Ellen West fue una mujer cuya trágica lucha contra un trastorno alimentario y tendencias suicidas culminó en su suicidio en 1921, a los 34 años de edad. Su historia ha sido objeto de numerosos análisis desde perspectivas psiquiátricas, filosóficas y éticas, por lo que constituye un hito histórico en la comprensión de la anorexia nerviosa y la psicopatología existencial. Este ensayo explora su caso de forma exhaustiva, estructurado en capítulos temáticos para un público profesional.


En este extenso post se examinará detalladamente la historia clínica de Ellen West y su psicopatología tal como fue descrita originalmente por Binswanger desde una perspectiva fenomenológico-existencial. Se analizarán los factores sociales, culturales y de género que influyeron en el malestar de Ellen, incluyendo las expectativas de la sociedad de su época y su conflicto interno entre los ideales espirituales y la realidad corporal. A continuación, se discutirá el tratamiento que recibió en su momento –principalmente enfoques psicoanalíticos y cuidados médicos tradicionales– y las limitaciones de esas intervenciones según los estándares actuales. Posteriormente, se considerará cómo sería abordado hoy un caso similar desde la psiquiatría contemporánea, incorporando los enfoques actuales en el tratamiento de los trastornos de la conducta alimentaria y en la prevención del suicidio.


También se reflexionará sobre si, disponiendo de las herramientas terapéuticas y éticas actuales, el suicidio de Ellen West podría haberse evitado o al menos postergado. Para sustentar el análisis, se recurrirá a la literatura científica reciente (últimos 10-15 años) sobre anorexia nerviosa, suicidio, psicoterapia existencial y bioética clínica, con las correspondientes citas en formato APA.


Historia clínica de Ellen West y presentación psicopatológica original

Antecedentes vitales y curso de la enfermedad: Ellen West (1887-1921) mostró desde la niñez rasgos de personalidad e indicios de conflicto interno que más tarde se manifestarían plenamente en su patología. De niña fue descrita como vivaz pero terca y desafiante, al punto de resistirse a obedecer a sus padres. A los 9 meses de edad se negó a tomar leche materna y debió ser alimentada con papillas, y desde temprana edad desarrolló aversiones alimentarias marcadas ante ciertos alimentos, oponiendo gran resistencia a comer lo que no le gustaba. Estos datos tempranos sugieren una relación problemática con la alimentación desde la primera infancia. En la adolescencia mostró conductas poco convencionales para una joven de su época: prefería vestirse como muchacho (llevando pantalones) y fantaseaba con ser un héroe en batallas, una indicación de su deseo de trascender roles femeninos tradicionales y quizá de disforia con su identidad de género tal como estaba socialmente definida. Ellen también reveló desde joven una intensa vida interior: escribía poesías y, desde los 18 años, llevó un diario íntimo donde plasmaba sus fluctuaciones de humor y sus reflexiones existenciales.


Un punto de inflexión ocurrió alrededor de sus 20-21 años. Tras un periodo relativamente normal en la adolescencia, emergió “algo nuevo, un temor concreto, el miedo a engordar”. Durante un viaje a París a los 19 años, Ellen envidió la delicadeza y etereidad de sus amigas parisinas, internalizando un ideal estético de extrema delgadez. Poco después, a los 20 años, sus escritos aún expresaban goce de la vida, pero al mismo tiempo comenzó a experimentar un apetito voraz acompañado de un terror paralizante a ganar peso. Sus compañeras llegaron a burlarse de ella por haber subido de peso, situación que precipitó una ansiedad intensa por la gordura que Ellen intentó controlar mediante dietas estrictas, comer a solas, ejercicio físico excesivo y abuso de laxantes, resultando en una marcada pérdida de peso (emaciación). Así se instauró en ella un ciclo patológico: restringía la ingesta para aplacar su miedo a engordar, pero a la vez sentía un deseo desesperado de comer, especialmente alimentos dulces, lo que la sumía en una lucha constante entre su voluntad de ser delgada y sus impulsos de voracidad.


A los 23 años Ellen sufrió un colapso psicológico importante, ligado en parte a un desengaño amoroso. Por entonces persistía el miedo a engordar junto con episodios depresivos severos. Ella misma describió en su diario un profundo odio hacia su propio cuerpo, llegando a golpearse el vientre con los puños, y una sensación de vacío e inutilidad vital. En sus escritos de esa época aparece la ideación suicida temprana: “me desprecio... cada día me voy haciendo más gorda, más vieja y más fea {...} si mi gran amiga la muerte me hace esperar mucho más, saldré a buscarla” escribió, reflejando que ya concebía la muerte como una “amiga” liberadora ante su sufrimiento. Esto evidencia la presencia de una melancolía profunda coexistiendo con la patología alimentaria. Ellen también se debatía entonces entre polos existenciales opuestos: por un lado, se sentía atraída por el lujo y los placeres de la vida, pero por otro sentía odio hacia ese lujo y se percibía incapaz de superar los obstáculos de su vida cotidiana, lo que la llevaba a episodios de desesperanza y pérdida de ideales (describía sentirse “sin fuerzas”). Este vaivén de estados de ánimo ilustra lo que Binswanger interpretaría más tarde como una estructura de personalidad escindida entre tendencias contradictorias.


En los años siguientes, el curso clínico de Ellen West estuvo marcado por fluctuaciones y múltiples intentos de tratamiento, sin que ninguno lograra resolver sus conflictos. A los 25-26 años inició una relación amorosa con un primo hermano, llegando finalmente a casarse con él a los 28 años. Sin embargo, esto no trajo la paz deseada. Por insistencia de su esposo (consciente de sus problemas), Ellen consultó a diversos psiquiatras y médicos famosos, buscando ayuda para su “idea fija” que la atormentaba: el anhelo de ser etérea y ligera contrarrestado por una “voracidad animal” que la consumía. Ninguno de esos especialistas consiguió liberarla de esa idea obsesiva. A los 29 años sufrió un aborto espontáneo y dejó de menstruar definitivamente (amenorrea), lo que suele ser un signo clínico de anorexia nerviosa grave. Tras la pérdida del embarazo, Ellen se debatió entre el deseo de ser madre y el miedo a engordar que implicaría un embarazo. Esta conflictiva ambivalencia refleja cómo los mandatos culturales de género (ser madre) chocaban con su fobia extrema a la gordura. En lugar de volver a intentar concebir, Ellen se volcó a actividades de trabajo social, mientras intensificaba sus esfuerzos por adelgazar: empobrecía cada vez más su alimentación, se volvió vegetariana estricta, incrementó el uso de laxantes y empezó a provocarse vómitos diariamente. Su obsesión por el peso era tal que estudiaba minuciosamente tablas de calorías y recetas, viviendo “sólo para adelgazar”. Cabe destacar que engañaba a los médicos en sus controles: por ejemplo, en una consulta con un especialista en trastornos metabólicos ocultó pesas en su ropa para simular un peso mayor del real, demostrando la astucia y determinación con que mantenía su conducta patológica.


Entre los 32 y 33 años, el estado físico y mental de Ellen alcanzó niveles críticos. El abuso de laxantes, vómitos frecuentes y la malnutrición severa le ocasionaron complicaciones médicas como deshidratación, desequilibrios electrolíticos e incluso signos de afectación cardíaca. En ese periodo emprendió un primer psicoanálisis (febrero-agosto de 1920) con Viktor von Gebsattel, un analista joven y algo heterodoxo. Inicialmente Ellen albergó esperanzas de curación con el psicoanálisis; sin embargo, pronto se decepcionó, juzgándolo “una pamplina” que podía darle conocimiento pero no curación. En sus propias palabras, “sus pensamientos seguían fijos exclusivamente en su cuerpo” a pesar del análisis. Ella comprendía intelectualmente que estaba “escindida entre el deber y la pulsión, la voluntad y el ansia; ser delicada o ser una burguesa obesa”, pero ese insight no bastaba para cambiar su comportamiento. Tras abandonar este primer psicoanálisis, Ellen entró en un patrón cíclico más pronunciado de restricción y atracones voraces, oscilando entre periodos de ayuno ritualista y episodios de descontrol alimentario.


Un segundo intento de psicoanálisis tuvo lugar entre octubre de 1920 y enero de 1921, esta vez con Hans von Hattingberg, un analista de mayor experiencia. Durante esta terapia, las ideas de suicidio en Ellen pasaron del pensamiento al acto: en octubre y nuevamente en noviembre de 1920 realizó dos intentos de suicidio por sobredosis de fármacos. Además, llegó a amenazar con arrojarse por la ventana del consultorio de su analista y se lanzó frente a coches en movimiento en al menos una ocasión. Estos comportamientos alarmantes evidencian la desesperación y la falta de esperanza de Ellen en ese momento.


Su entonces analista interpretó uno de los intentos como un “estado crepuscular histérico” y consideró sus amenazas de saltar bajo un auto como posibles manipulaciones vinculadas a una fuerte transferencia erótica y regresión durante la terapia. Sin embargo, el médico internista de cabecera de Ellen no minimizó la gravedad: tras los intentos, decidió hospitalizarla en una clínica general bajo su cuidado estrecho. En el hospital, Ellen continuó angustiada por tener que ingerir alimentos que le provocaban horror a engordar, mientras las interpretaciones del analista sobre su “sensación inmensa de vacío interno conectada con su erotismo anal” le resultaban teóricas y alejadas de su vivencia. Ellen se quejaba de sentirse alienada de sí misma, percibiendo que nada en su vida cotidiana le resultaba natural o espontáneo: “ya nada me es natural, todo lo tengo que pensar y razonar...” escribió, aludiendo a la pérdida de automatismos y placeres simples, probablemente debido a la obsesión constante por la comida y el peso. También expresaba abiertamente que sólo encontraba un posible “descanso o redención” en la muerte, sintiendo que una especie de poder siniestro la acosaba continuamente empujándola hacia la autodestrucción.


En diciembre de 1920, ante la complejidad del caso, la familia de Ellen solicitó la opinión de eminentes psiquiatras de la época. Emil Kraepelin y Alfred Hoche examinaron a Ellen en consulta. Kraepelin la diagnosticó de melancolía (es decir, depresión severa), mientras que Hoche opinó que se trataba de una “psicopatía con desarrollo progresivo”. Estas opiniones diagnósticas reflejaban la incertidumbre nosológica de la época: la anorexia nerviosa aún no era comprendida como entidad independiente, por lo que sus síntomas se interpretaban dentro de cuadros conocidos (depresión, obsesión, esquizofrenia incipiente, etc.). De hecho, su analista Hattingberg rechazó la etiqueta de melancolía dada por Kraepelin y sostuvo que Ellen sufría “una grave neurosis obsesiva con oscilaciones maníaco-depresivas”. El internista, por su parte, estaba más preocupado por la caquexia de Ellen: pese a esfuerzos en el hospital, su peso apenas subió de 42 a 47 kg, consolidándose un estado de desnutrición severa. Ellen presentaba amenorrea desde hacía años y signos clínicos concordantes con anorexia grave (extrema delgadez, bradicardia, hipotensión, glándulas salivales engrosadas por los vómitos frecuentes, alteraciones endócrinas). La persistencia de su negativa a comer adecuadamente y sus repetidos intentos de suicidio llevaron al internista a contraindicar la continuación del psicoanálisis, con el consentimiento de la propia Ellen, pues era evidente que ese abordaje no la estaba conteniendo. En ese punto, se decidió la derivación de Ellen al Sanatorio Bellevue de Kreuzlingen, Suiza, dirigido por Ludwig Binswanger, con la esperanza de un enfoque terapéutico distinto.


Tratamiento bajo Binswanger y análisis existencial: Ellen West ingresó al Sanatorio Bellevue el 14 de enero de 1921, con 33 años, y permaneció allí hasta el 30 de marzo de 1921 bajo el cuidado directo de Binswanger. Éste concibió su informe del caso como un “estudio antropológico-clínico” y estructuró su presentación en cuatro partes: (a) historia clínica, (b) análisis existencial, (c) comparación entre análisis existencial y psicoanálisis, y (d) análisis clínico-patológico. Su objetivo era ilustrar cómo el análisis existencial –basado en la fenomenología y la noción heideggeriana de ser-en-el-mundo– podía proporcionar una comprensión unitaria del caso, superando la escisión dualista mente-cuerpo de la psiquiatría tradicional. En la perspectiva de Binswanger, los trastornos mentales reflejan que la persona no ha logrado realizar plenamente su proyecto de vida singular en las circunstancias que le ha tocado vivir. Así, más que encasillar a Ellen en un diagnóstico médico convencional, Binswanger trató de entender su ser-en-el-mundo: cómo vivenciaba ella su cuerpo, su temporalidad, sus relaciones y valores, y cómo esos aspectos conformaban su existencia patológica.


Durante los dos meses y medio de hospitalización, Binswanger estableció frecuentes encuentros terapéuticos con Ellen, enfocándose en forjar una relación de confianza. Al principio consiguió cierto éxito: la intensa inquietud y ansiedad con que Ellen llegó se calmaron parcialmente mediante el apoyo psicológico, y ella logró aumentar de peso de 43 kg hasta unos 52 kg. Binswanger le pidió, como parte de la terapia, que redactara junto a su marido una anamnesis detallada de toda su vida, con el fin de reconstruir fenomenológicamente su historia. Ellen aceptó y colaboró de buena gana en esta tarea de rememorar su existencia. Sin embargo, revivir y registrar toda su biografía no trajo la catarsis esperada. Por el contrario, sus síntomas pronto se exacerbaron nuevamente: las ideas de muerte se volvieron aún más invasivas, sus sueños se tornaron ominosos y notó un incremento de la intranquilidad interna que la empujaba a planear diferentes formas de quitarse la vida. Ellen experimentaba con mayor claridad la lucha titánica entre dos polos de su ser: por un lado, sentía que su destino corporal era ser “gorda, tosca, material”, y por otro, su voluntad aspiraba a la “finura, delicadeza, espiritualidad”. Esta dinámica fue conceptualizada por Binswanger como el conflicto central de su existencia: un choque irreconciliable entre lo corpóreo-fáctico y sus ideales de auto-trascendencia. En términos existenciales, podría decirse que Ellen no lograba integrar su cuerpo vivido (Leib) con sus proyectos y valores, generándose una alienación radical respecto de sí misma.


Ante el evidente deterioro mental (ideas suicidas intensas) y la posibilidad muy real de un suicidio inminente, Binswanger consideró que la clínica de Bellevue quizá no bastaba para protegerla. Propuso trasladarla a un pabellón cerrado y estrictamente vigilado dentro del mismo sanatorio, para garantizar su seguridad. Previo a tomar esa medida drástica, consultó nuevamente a especialistas externos: en febrero de 1921 llamó a Eugen Bleuler (renombrado psiquiatra suizo) y al propio Alfred Hoche para reevaluar el caso. Bleuler diagnosticó a Ellen como un caso de esquizofrenia (concretamente esquizofrenia simple de curso progresivo), mientras que Hoche opinó que se trataba de una constitución psicopática con evolución progresiva; pese a diferencias de término, ambos coincidieron en que el pronóstico era muy reservado y que no disponían de terapia efectiva alguna para revertir su condición, por lo cual no consideraban justificado internarla bajo medidas de mayor coerción. En otras palabras, Bleuler y Hoche veían el caso como prácticamente incurable con los medios de la época, y dudaban de la utilidad de prolongar una hospitalización forzosa. Este consejo pesó en la decisión final de Binswanger.


Ellen, por su parte, insistía vehementemente en ser dada de alta. Declaraba “querer tener en sus manos su propia vida”; es decir, anhelaba recobrar la autonomía total sobre sí misma, aunque admitía que no podía ejercer ese control sobre su dilema alimentario. Finalmente, alrededor del 30 de marzo de 1921, Binswanger cedió a las presiones: tras dialogar con la pareja, accedió a dar el alta a Ellen West, cumpliendo su deseo de marcharse a casa junto a su esposo. Salió del sanatorio con prácticamente el mismo peso con el que ingresó (unos 43 kg, pues el incremento logrado se había perdido) y con su idea obsesiva aún intacta y perturbadora, sin haber encontrado una resolución a su conflicto.


Binswanger presintió que el final sería trágico –el abstract de su publicación señala que previó el suicidio final y lo acató como la elección de un proyecto de existencia, aunque fracasado–. En sus propias notas, Binswanger llegó a referirse a la muerte de Ellen como un “suicidio auténtico”, sugiriendo que acaso lo interpretaba como el acto final de autodeterminación de su paciente. Sin embargo, esa caracterización fue posteriormente muy cuestionada por otros autores, quienes señalan que llamar “auténtico” al suicidio de Ellen podría haber sido un modo de Binswanger de justificar su propia impotencia terapéutica ante el fracaso del tratamiento. De hecho, se ha argumentado que la decisión de permitir su alta en esas condiciones fue éticamente problemática, pues abandonar el establecimiento equivalía a un suicidio seguro según el mismo informe de Binswanger.


Desenlace del caso: Tras abandonar la clínica, los acontecimientos se precipitaron trágicamente tal como se había temido. Inicialmente, Ellen pareció experimentar una mejoría fugaz durante los primeros tres días en casa. Sorprendentemente, comió sin reparos: el tercer día tomó un desayuno sustancioso con mantequilla y azúcar, y almorzó con apetito, sintiéndose contenta por primera vez en 13 años luego de comer. Ese día dio un paseo con su marido y leyó con ánimo alegre poemas de Rilke, Goethe y Tennyson –poetas que siempre admiró–, e incluso escribió cartas afectuosas de despedida a sus amigas. Esta repentina euforia y paz levantó momentáneamente las esperanzas de su marido. No obstante, era la calma antes de la tormenta: en la noche de ese tercer día, Ellen subió tranquilamente a su habitación y ingirió una dosis letal de veneno, suicidándose silenciosamente. A la mañana siguiente, su esposo la encontró fallecida pero con un semblante sereno; según su testimonio, Ellen “se veía como nunca durante su vida: tranquila, contenta y en paz”. Su proyecto de existencia había concluido en la autodestrucción, poniendo fin a un sufrimiento de más de 15 años.


Cabe añadir un dato revelado por investigaciones históricas recientes: el marido de Ellen West le proveyó el veneno con el que se quitó la vida. Esta impactante revelación proviene de documentos inéditos analizados por Conserva (2013) y otros, que demuestran la certeza de esa asistencia. Es decir, su esposo –después de años de ser testigo del sufrimiento inenarrable de Ellen– decidió ayudarla a morir, quizás convencido de que era un acto de compasión ante un caso supuestamente sin salida. Este hecho añade una dimensión ética y de género significativa: por un lado, refleja la desesperación de su círculo íntimo, que claudicó ante la enfermedad; por otro, plantea interrogantes sobre el rol del esposo como figura de apoyo o de capitulación ante los deseos autodestructivos de Ellen. En cualquier caso, el suicidio de Ellen West marcó el trágico epílogo de una vida atrapada entre el anhelo de una existencia “pura” del espíritu y la realidad ineludible de un cuerpo hambriento y mortal.


Interpretación fenomenológico-existencial de Binswanger: En su análisis existencial del caso, Binswanger conceptualizó la psicopatología de Ellen West en términos de inautenticidad y fracaso del proyecto de vida. Desde su marco teórico, influido por Heidegger y Minkowski, Ellen no logró articular un mundo propio (Eigenwelt) habitable donde integrar sus valores, su corporalidad y sus relaciones. Sus escritos revelan una constante tensión entre lo infinito y lo finito: deseaba una espiritualidad pura, inmortalidad, liberación de las ataduras corporales, pero chocaba contra las limitaciones de su condición humana (el hambre, el peso, la sexualidad, la maternidad). Binswanger observó que Ellen tenía desde niña expectativas desmesuradas e ideales de perfección y pureza que jamás pudo satisfacer. Su visión del mundo estaba distorsionada por esta polaridad: por un lado, un impulso hacia la vida (manifestado en su apetito robusto, sus ansias de amor y conocimiento) y, por el otro, un impulso tanático hacia la negación de la vida (el rechazo del alimento, el corte de su sexualidad, la fascinación con la muerte). Esta dicotomía se expresó corporalmente en la anorexia: querer carecer de cuerpo era, en el fondo, querer negar su ser-en-el-mundo concreto.


Es interesante notar que Binswanger no diagnosticó a Ellen West de anorexia nerviosa en su publicación, pese a describir con minuciosidad sus síntomas alimentarios. Algunos han argumentado que Binswanger conocía el concepto de anorexia (acuñado por Gull y Lasègue en 1873), pero deliberadamente no lo aplicó a Ellen. Posiblemente él consideraba que encasillarla en ese diagnóstico médico reduccionista oscurecería la comprensión global de su ser. De hecho, Binswanger mencionó la palabra “anorexia” sólo para descartar que el caso de Ellen fuese atribuible a causas orgánicas: en aquella época se había descubierto el mal de Simmonds (insuficiencia pituitaria causante de caquexia) y se debatía si algunos casos de adelgazamiento extremo tenían etiología endocrina. Binswanger dejó asentado que en el caso de Ellen no había evidencia de patología endocrina causal, sugiriendo que su anorexia era de origen psíquico. En suma, su diagnóstico formal final –siguiendo a Bleuler– fue esquizofrenia simple de curso polimorfo, pero con la salvedad de que él reinterpretó ese cuadro desde la óptica existencial, alejándose del modelo médico tradicional. Binswanger presentó la historia de Ellen West como el ejemplo paradigmático de cómo un Dasein (ser-ahí) puede perder la apertura al mundo y quedar aprisionado en un callejón sin salida existencial. Para él, Ellen encarnaba una existencia inauténtica que no pudo reconducirse hacia la autenticidad; su suicidio fue la solución final –trágica y fallida– a esa imposibilidad de ser plenamente.


Resumiendo esta sección, la presentación psicopatológica original de Ellen West según Binswanger es la de una mujer con un trastorno alimentario severo (hoy identificable como anorexia nerviosa tipo purgativo) entrelazado con una depresión melancólica y rasgos obsesivos, todo ello interpretado bajo una lente fenomenológica como la expresión de un conflicto existencial fundamental. Su caso puso de manifiesto la importancia de considerar al paciente como persona total, incluyendo su historia, valores y sentido de vida, y no solo como un conjunto de síntomas. No obstante, también evidenció los límites de ese enfoque naciente: a pesar de la comprensiva descripción, la terapia no logró salvarla. Como analizaremos, factores sociales y culturales agravaron su padecimiento, y las herramientas terapéuticas de la época resultaron insuficientes para revertir un cuadro tan complejo.


Influencias sociales, culturales y de género en el malestar de Ellen West

El sufrimiento de Ellen West no puede entenderse aisladamente de las condiciones sociales, culturales y de género de su época. Nacida a finales del siglo XIX (1887) y viviendo su juventud en las primeras décadas del XX, Ellen se encontró en un contexto de profundos cambios pero también de rígidas expectativas, especialmente para las mujeres. A continuación, examinaremos cómo diversos factores extrapsíquicos —desde los roles de género victoriano-edwardianos hasta ideales culturales de belleza y condicionantes familiares— influyeron en la génesis y mantenimiento de su malestar.


Rol femenino y conflicto de identidad: En la adolescencia, Ellen manifestó el deseo de “ser muchacho” y fantaseaba con heroicidades típicamente masculinas. Esta inclinación sugiere que Ellen experimentaba cierta incomodidad con el rol femenino tradicional que le estaba destinado. En la sociedad de su tiempo, a las mujeres de buena familia se les reservaba fundamentalmente el papel de esposas, madres y guardianas del hogar, con expectativas de abnegación y decoro. Ellen, en contraste, anhelaba aventura, independencia e incluso la gloria (quería ser héroe en batalla). El hecho de que se vistiera con pantalones y se identificara con figuras masculinas es revelador de una rebelión íntima contra las limitaciones impuestas a su género. Podemos conjeturar que esta tendencia “tomboy” y su ansia de libertad chocaban con las presiones familiares y sociales para que fuera la “mujer refinada” que se esperaba: la propia Ellen escribió que deseaba ser “delicada y etérea” como sus amigas parisienses, señal de que internalizaba el ideal femenino de delicadeza, pero a la vez sentía resentimiento hacia el “lujo” y los privilegios pasivos que ese rol conllevaba. Este conflicto identitario de género seguramente alimentó su angustia existencial. De hecho, su oscilación entre querer ser madre (rol femenino clásico) y rechazarlo por miedo a engordar se puede entender como parte de esa lucha. A los 29 años “luchaba entre el deseo de ser madre y el temor a engordar”, lo que la llevó a posponer la maternidad. En aquella época, la maternidad era vista casi como un destino obligatorio de la mujer; renunciar a ella implicaba salirse de la norma, pero aceptarla implicaba para Ellen sacrificar su ideal corporal. Así, la presión cultural de la maternidad se convirtió para ella en una fuente de enorme estrés, evidenciado por la depresión que siguió a su aborto espontáneo y su alivio paradójico de no quedar embarazada de nuevo (pues el embarazo conlleva aumento de peso).


Ideales de belleza y peso corporal: Aunque en las primeras décadas del siglo XX la delgadez extrema aún no era el canon dominante de belleza (de hecho, la figura femenina curvilínea era apreciada en la era pre-1920), Ellen West desarrolló un ideal estético muy particular influido por su círculo social e intelectual. Su estancia en París a los 19 años, donde deseó ser tan fina y ligera como sus amigas francesas, sugiere la influencia de ciertos círculos cosmopolitas que valoraban la esbeltez aristocrática. Además, Ellen era lectora de poesía y filosofía (citaba a Rilke, Goethe, etc.), por lo que abrazaba un ideal romántico de la mujer espiritualizada, casi etérea. Este ideal chocaba con su realidad corporal: genéticamente, Ellen tenía un “hábito pícnico” según Binswanger (tendencia a contextura robusta). Efectivamente, en su juventud tuvo un periodo de sobrepeso hacia los 20 años, cuando sus compañeras de estudios se burlaban de su apetito. Aquellas burlas representan un factor sociopsicológico clave: el estigma social hacia la gordura. Las humillaciones sufridas por su peso desataron en Ellen una vergüenza intensa (lo que algunos psiquiatras de la época llamaron obsession de la honte du corps, “obsesión por la vergüenza del cuerpo”) y la convencieron de que estar gorda era sinónimo de ridiculez y fracaso social. Por ello inició dietas y prácticas compensatorias feroces. En su mente cristalizó la creencia obsesiva de que la delgadez era condición para la aceptación y la belleza, noción que hoy reconocemos ampliamente en pacientes con anorexia. Conviene recordar que hacia fines del siglo XIX ya se documentaban casos de “anorexia histérica” en mujeres jóvenes de clase alta, a menudo asociadas a ideales estéticos o morales (por ejemplo, las “santas ayunadoras” de siglos previos y las “mujeres esqueléticas” exhibidas en circos). Aunque no era un fenómeno masivo, Ellen West parece haber sido particularmente sensible a esa construcción cultural donde la abnegación alimentaria tenía ecos de pureza y virtud. De hecho, en una carta confesó: “tengo que mirar a mi ideal, este ideal de delgadez, de carecer de cuerpo, y darme cuenta: es todo una ficción. Entonces podré decir sí a la vida”. Aquí admite que su ideal de carencia de cuerpo era una ficción, pero aún así se sentía incapaz de renunciar a él. Esta cita ilustra perfectamente cómo un ideal cultural internalizado (delgadez = perfección) puede volverse tiránico para el individuo, al punto de amenazar su vida.


Dinámica familiar y expectativas sociales: La historia de Ellen evidencia también la fuerte influencia de su familia en decisiones cruciales, reflejando las normas sociales de la época. Por ejemplo, a los 23 años Ellen se había comprometido con un estudiante extranjero (posiblemente un hombre al que amaba verdaderamente), pero su familia la obligó a romper ese compromiso, probablemente porque no aprobaban al candidato. En su lugar, años después la animaron a que se casara con su primo, lo cual ella finalmente hizo. Esta injerencia familiar indica que Ellen no tenía plena autonomía sobre su vida amorosa, algo común en el contexto socio-histórico en que la familia elegía o influía fuertemente en el matrimonio “apropiado” para la mujer. La renuncia forzada a su primer amor le ocasionó un profundo dolor y puede haber exacerbado su sensación de falta de control sobre su propio destino. Este factor externo (autoritarismo familiar) se suma a su conflictiva interioridad, intensificando su sensación de encierro vital. Por otro lado, tras casarse con su primo a los 28 años, su esposo intentó ayudarla buscando tratamientos. Es evidente que él se preocupaba sinceramente (la acompañó a consultas médicas, incluso mantuvo contacto epistolar con Binswanger años después del suicidio, aportando documentos). Sin embargo, la dinámica matrimonial debió ser tensa: la sexualidad prácticamente desapareció (no tuvieron relaciones sexuales en los 3 años previos a la hospitalización), y su esposo transitaba entre la desesperación por salvarla y finalmente la resignación que lo llevó a asistirla en morir. En términos de roles de género, se esperaba que Ellen fuera una esposa satisfecha y saludable, pero en cambio se convirtió en paciente crónica. Esto pudo generar culpas en ella (por “fallarle” a su marido en el rol de esposa y madre) y a la vez la situó en una posición infantilizada bajo el cuidado de médicos hombres y su esposo. Es decir, la asimetría de poder (médico-paciente, marido-esposa) era marcada y típicamente patriarcal en su entorno. Binswanger intentó mitigar esa asimetría haciendo un “pacto de confianza” con ella, tratándola de igual a igual, pero la fragilidad de ese pacto fue evidente dado el contexto.


Cultura médica de la época: Otra dimensión cultural influyente fue la propia cultura médica y psiquiátrica de inicios del siglo XX. Ellen West cayó en manos de algunos de los psiquiatras más prominentes del momento (Bleuler, Kraepelin, etc.), pero la medicina de entonces carecía de conceptos y herramientas adecuadas para entenderla. La anorexia nerviosa aún no era reconocida formalmente como diagnóstico nosológico establecido. Como señala Figueroa (2011), el caso de Ellen se describió “cuando aún no se había conceptualizado la entidad llamada anorexia nerviosa”, por lo que fue investigada y tratada bajo orientaciones completamente diferentes. Muchos clínicos la encuadraron en diagnósticos disponibles: histeria, melancolía, esquizofrenia incipiente, etc. Esto refleja un limitante cultural-científico: la psiquiatría de la época tendía a ver los síntomas alimentarios como secundarios a otras patologías o como falta de voluntad moral. Además, imperaba una ética médica tradicional paternalista, donde el médico decidía y el paciente obedecía (o era institucionalizado). Curiosamente, en el caso de Ellen se dio una inversión final de roles: fueron los padres y la paciente quienes decidieron darla de alta contra el criterio de Binswanger de mantenerla en vigilancia. Esta anomalía quizás se explique porque Binswanger, influido por principios fenomenológicos, optó por respetar la autonomía de Ellen incluso ante su autodestrucción, acatando su decisión existencial de morir. En ese sentido, Binswanger se apartó de la ética médica tradicional (que hubiera dictado retenerla por su bien) y asumió una postura casi liberal o fatalista, muy debatible desde la óptica actual. En la sección de ética ampliaremos este punto.


Perspectiva de género y salud mental: Vale la pena señalar que la anorexia nerviosa afecta desproporcionadamente a las mujeres jóvenes. Alrededor del 90% de quienes padecen anorexia son mujeres, en gran parte debido a presiones socioculturales específicas sobre el cuerpo femenino. Ellen West fue una de las primeras en la literatura clínica que encarnó esta realidad: mujer, culta, de clase media-alta, atrapada por el mandato de la delgadez. Si bien Binswanger no enfatizó el aspecto “femenino” en su análisis, lecturas posteriores (Akavia, 2008; Figueroa, 2011) han señalado que la condición de mujer de Ellen en la Europa de entreguerras fue un factor que modeló su patología. Por ejemplo, su hambre voraz y su simultáneo rechazo del alimento pueden interpretarse simbólicamente como una rebelión contra el rol femenino tradicional (el hambre de libertad vs. la renuncia impuesta por ser “buena mujer”). Igualmente, su idealización de la poesía, la espiritualidad y la muerte puede verse como una búsqueda de significado ante la angustia de un proyecto de vida femenino que no la satisfacía.


En síntesis, las condiciones sociales y de género de Ellen West contribuyeron a configurar su malestar en varias capas: le inculcaron ideales imposibles (ser una mujer etérea, delgada, perfecta), le impusieron roles y decisiones (matrimonio con el primo, renuncia a su amor, expectativa de maternidad) y la colocaron en entornos donde su autonomía fue limitada (primero por la familia, luego por médicos, y finalmente por la propia enfermedad que la dominó). Todos estos factores externos actuaron como precipitantes y perpetuadores de su patología. La burla social por el peso le sembró el miedo a la gordura; la presión de ser madre generó terror al cuerpo reproductivo; la carencia de opciones vitales la llevó a volcar su anhelo de control hacia el único ámbito que podía dominar: su ingesta alimentaria. Ellen West fue víctima no sólo de un trastorno mental individual, sino de un contexto que no supo comprenderla ni ofrecerle alternativas de vida aceptables. Este reconocimiento nos permite verla no simplemente como un “caso clínico” aislado, sino como una persona enredada en las tramas de su cultura. Muchas de las tensiones que ella vivió (por ejemplo, estándares de belleza inalcanzables, conflicto entre rol social y deseos personales) siguen vigentes en pacientes actuales con trastornos alimentarios, lo cual confiere a su historia una resonancia notable en la actualidad.


Tratamiento en su época y limitaciones del enfoque terapéutico de entonces

El caso de Ellen West transcurrió en una era pre-moderna de la psiquiatría, y ello se reflejó en las intervenciones terapéuticas que recibió. Sus tratamientos a principios del siglo XX estuvieron marcados por la experimentalidad, la falta de consenso diagnóstico y la ausencia de herramientas efectivas que hoy consideraríamos estándar. Este capítulo analiza cuáles fueron las principales aproximaciones terapéuticas que se intentaron con Ellen, por qué fracasaron y qué limitaciones inherentes tenía el enfoque de la época.


Psicoanálisis y sus deficiencias: La intervención psicoterapéutica predominante en el caso de Ellen West fue el psicoanálisis freudiano, en dos intentos consecutivos con terapeutas distintos. En 1920, cuando Ellen buscó ayuda, el psicoanálisis era una técnica novedosa (Freud había publicado sus primeras obras dos décadas antes) y se consideraba prometedora para problemas “nerviosos”. Ellen inicialmente depositó esperanza en este método –según sus cartas, esperaba obtener tanto conocimiento como curación de su conflicto–. Sin embargo, varias razones confluyeron para que el psicoanálisis fracasara con ella. Primero, la gravedad médica de su estado (desnutrición severa, riesgo suicida agudo) hacía inviable un tratamiento prolongado basado solo en la palabra. Ellen necesitaba una contención más inmediata y posiblemente intervención médica antes que la lenta introspección psicoanalítica. Ella misma notó que aunque la terapia le brindaba cierta comprensión (por ejemplo, identificó sus polaridades deber/deseo), esto no aliviaba sus síntomas somáticos ni compulsiones. Segundo, hubo problemas en la alianza terapéutica: con el primer analista (von Gebsattel) parece haber habido una desconexión (“pronto considera al psicoanálisis una pamplina”), y con el segundo (von Hattingberg) la relación se complicó por una intensa transferencia erótica y posiblemente contratransferencia confusa.


Este último incluso interpretó sus intentos suicidas como manipulaciones “histéricas”, mostrando poca empatía y quizá herido narcisísticamente por su paciente. En suma, los psicoanalistas no lograron generar en Ellen la sensación de seguridad ni esperanza necesarias para seguir viviendo. Además, el enfoque interpretativo excesivo –atribuir su vacío a erotismo anal, etc.– era percibido por Ellen como “todo teoría, algo pensado” desconectado de su angustia real. Esto pone de relieve un límite del psicoanálisis clásico: una paciente hambrienta y suicida difícilmente encuentra consuelo en interpretaciones abstractas sobre su psique; necesitaba más bien soporte práctico y restaurar su estabilidad física.


Falta de reconocimiento del trastorno alimentario: Ninguno de sus tratantes primarios etiquetó correctamente lo que hoy sin duda diagnosticaríamos como anorexia nerviosa. Esto tuvo consecuencias importantes en el tratamiento. Al no reconocer la anorexia como entidad clínica, no se implementaron medidas específicas para reestablecer el estado nutricional de Ellen o para abordar su distorsión corporal de manera directa. Por ejemplo, no hay registro de que se intentara una realimentación supervisada con psicoterapia de apoyo, que incluso en aquella época podría haberse intentado (los sanatorios a veces imponían dietas). Al contrario, Ellen pudo engañar a médicos ocultando comida, provocándose vómitos y haciendo ejercicio oculto incluso durante sus hospitalizaciones, sin que se tomaran contramedidas efectivas. Esto indica cierta inexperiencia clínica: los médicos no anticipaban ni controlaban las típicas conductas manipuladoras de las pacientes anoréxicas.


Además, Binswanger y sus colegas se enfocaron más en el cuadro psiquiátrico global (posible esquizofrenia) que en la sintomatología alimentaria per se. De hecho, Binswanger diagnosticó esquizofrenia progresiva incurable tras la consulta con Bleuler, lo cual llevó a un cierto nihilismo terapéutico. Si se piensa que un paciente tiene esquizofrenia degenerativa sin tratamiento posible, es comprensible que los clínicos de entonces sintieran escasa eficacia en sus acciones. Bleuler y Hoche explícitamente opinaron que “no había ninguna terapia efectiva disponible” y que por ello no se justificaba una intervención más agresiva. En otras palabras, el pesimismo diagnóstico selló el destino de Ellen: los médicos renunciaron a tratar activamente lo que consideraban intratable.


Hoy sabemos que, en realidad, la anorexia nerviosa sí requería intervención vigorosa, pero ese entendimiento no existía entonces. Como apunta Figueroa (2011), la aproximación de Binswanger –aunque innovadora filosóficamente– “no se interiorizó en las vivencias realmente experimentadas por la paciente” y el método fenomenológico no se empleó en toda su profundidad, en parte porque Binswanger dependió mucho de material escrito y del relato del marido. La propia relación terapéutica fue distante y objetivante, a veces con el esposo presente en sesión, lo cual “difícilmente constituyó una psicoterapia existencial” en el sentido estricto. Esto señala que, a pesar de la intención humanista, en la práctica Binswanger no tuvo suficiente tiempo ni intensidad de contacto con Ellen: la vio pocos meses, con entrevistas quizás espaciadas, y ello fue insuficiente para una paciente al borde del suicidio. Contrastando con estándares actuales, donde un paciente suicida hospitalizado recibe contención diaria e incluso continua, Ellen probablemente tenía largos periodos a solas con sus pensamientos intrusivos. Binswanger reconoció que “la gravedad del cuadro clínico” desde el inicio les hizo plantear un pronóstico sombrío, “hecho que pudo influir en una postura psicoterapéutica escéptica”. En resumen, existió un efecto profecía autocumplida: al creer casi inevitable la muerte, los terapeutas no se esforzaron más allá de cierto límite, adoptando (quizá inconscientemente) un rol expectante.


Intervenciones médicas somáticas: En cuanto a tratamientos médicos propiamente dichos, en aquella época eran limitados. No había psicofármacos antidepresivos ni antipsicóticos (estos surgirían a partir de 1950). Las únicas herramientas médicas eran de soporte: nutrición, reposo, quizá sedantes o tónicos. Se menciona que Ellen llegó a tomar dosis masivas de tabletas tiroideas (36 a 48 diarias) por indicación médica o automedicación. Esto sugiere que algún médico intentó manejar su problema de peso con hormona tiroidea para acelerar su metabolismo (práctica no inusual entonces), lo cual es arriesgado y probablemente empeoró su taquicardia y ansiedad. También recibió cuidado internista para estabilizarla cuando estaba en colapso físico (hidratación, etc.), pero nunca se procedió a una alimentación forzada ni a una hospitalización prolongada hasta restaurar un peso saludable. Los médicos del momento dudaban en usar la coerción física para alimentarla; como se citó, la Asociación Médica Mundial consideraba la alimentación forzada una violación a los derechos humanos (posiblemente influenciados por casos de huelgas de hambre). Este principio ético ya se discutía: ¿es correcto forzar alimentación a alguien que se niega? En el caso de Ellen, optaron por no forzar –aunque en Bellevue llegaron a plantear pasarla a pabellón cerrado, finalmente no la retuvieron contra su voluntad–. Así, del lado somático tampoco hubo intervenciones agresivas.


Ética médica tradicional vs. autonomía del paciente: Un elemento importante del enfoque terapéutico de entonces es la ética médica tradicional que guiaba a Binswanger. Como señala Figueroa (2011), Binswanger actuó bajo la ética hipocrática clásica (pre-bioética), centrada en virtudes del médico como prudencia, confianza y veracidad. Binswanger buscó establecer un pacto de confianza con Ellen, compartiendo con ella información y decidiendo en conjunto con ella y su marido. Respetó el secreto profesional y fue honesto sobre las opciones (por ejemplo, les comunicó la opinión de sus colegas consultantes). En ese sentido, actuó con compasión y honestidad, valores loables. Sin embargo, en última instancia, debió enfrentar un dilema ético central: el choque entre los principios de autonomía de Ellen vs. beneficencia (hacer lo mejor para salvarle la vida). La ética tradicional priorizaba salvar la vida (beneficencia paternalista), pero curiosamente Binswanger optó por respetar la elección de Ellen de marcharse incluso sabiendo que ello implicaba altísimo riesgo de suicidio. Podríamos decir que adoptó una postura existencialista radical, viendo su suicidio como expresión de su libertad (aunque fracasada).


Este enfoque terapéutico permisivo contrasta con lo que haríamos hoy, pero en ese momento Binswanger lo justificó como médico al no tener una terapia eficaz que ofrecer –sus consultantes le dijeron que no había nada que hacer–, por lo que consideró que prolongar la hospitalización coactivamente sería más un encarnizamiento terapéutico que una ayuda real. Además, hay que mencionar que la psiquiatría en 1921 carecía de marcos legales robustos para internamientos involuntarios prolongados si la familia se oponía. En este caso, la familia (el marido) apoyó el alta; sin esa aprobación, quizá Binswanger hubiera intentado retenerla. La decisión final fue presentada como tomada “por la enferma y su marido” porque no aceptaron el traslado al pabellón vigilado. En suma, desde el punto de vista del enfoque de entonces, no se transgredieron normas vigentes: actuaron conforme a la ética médica de la época y las posibilidades técnicas disponibles. Pero, como argumenta Figueroa, juzgar el caso retrospectivamente con valores actuales evidencia muchas limitaciones y errores: diagnósticos errados, terapias inadecuadas, subestimación de la capacidad de recuperación, exceso de pasividad frente al suicidio, etc..


Limitaciones del enfoque existencial inicial: El análisis existencial de Binswanger fue innovador teóricamente, pero en lo práctico no logró modificar el curso fatal. Se ha criticado que Binswanger esperó más a interpretar el caso que a intervenir enérgicamente para cambiarlo. Además, el análisis existencial de Ellen se basó en gran medida en textos (diarios, cartas, poemas) y en información de terceros (su esposo), en lugar de una exploración fenomenológica directa lo suficientemente prolongada. Esto hizo que, si bien el informe escrito del caso es ricamente detallado, la terapéutica real fuera débil. Como señala Figueroa, “en la estadía de corta duración no se la entrevistó con la frecuencia necesaria, el tiempo suficiente ni la intensidad adecuada a su inminente riesgo; la relación terapéutica fue distante”. Binswanger estaba entonces desarrollando la Daseinsanalyse, pero aún no contaba con técnicas concretas para, por ejemplo, combatir pensamientos suicidas o corregir distorsiones cognitivas sobre el peso. Su método fue más comprensivo que cambiativo. Un comentarista moderno, Trogan (2010), incluso sugiere que leyendo el relato parece que el suicidio de Ellen era el final lógico y coherente de su historia, lo que implicaría que el propio Binswanger casi lo veía como inevitable o hasta “sentido” dentro de la narrativa de vida de Ellen. Esta actitud dista de la aproximación actual, que trata el suicidio como evitable incluso en los casos más graves.


En conclusión, el tratamiento que recibió Ellen West en su época estuvo limitado por: la falta de un diagnóstico adecuado (no se vio su anorexia como el problema central tratable), la carencia de tratamientos efectivos (no había fármacos ni terapias conductuales desarrolladas, y el psicoanálisis demostró ser insuficiente e inadecuado), el pesimismo terapéutico derivado de creer que era esquizofrenia incurable, y ciertos errores de juicio ético (ceder ante la petición de alta pese al alto riesgo, lo que hoy consideraríamos imprudente). Estas limitaciones, en parte, explican por qué Ellen West terminó siendo “no salvada” por la psiquiatría de su tiempo. Su caso, entonces, no solo es trágico en lo humano, sino aleccionador en lo médico: demostró la necesidad de nuevas formas de diagnóstico y tratamiento para pacientes con trastornos alimentarios y tendencias suicidas. De hecho, su caso se convirtió con los años en centro de polémica y reflexión clínica, estimulando críticas que apuntaron las fallas en su manejo. En el siguiente apartado analizaremos cómo, con los avances de casi un siglo, un caso como el de Ellen West sería abordado de manera muy distinta en la actualidad.


Abordaje del caso desde la psiquiatría contemporánea

Si el caso de Ellen West ocurriera en la actualidad (2025), la manera de entenderlo y tratarlo sería radicalmente distinta gracias a los avances en psiquiatría y medicina en el último siglo. Hoy disponemos de un cuerpo robusto de conocimientos sobre los trastornos de la conducta alimentaria (especialmente la anorexia nerviosa) y sobre la prevención del suicidio, así como de intervenciones psicoterapéuticas y farmacológicas probadas. En esta sección describiremos cómo la psiquiatría contemporánea abordaría un caso con las características de Ellen West, integrando múltiples enfoques: biológico, psicológico, familiar y ético.


Diagnóstico actual: En primer lugar, Ellen West recibiría un diagnóstico formal de anorexia nerviosa, tipo purgativo (según DSM-5). Sus síntomas encajan plenamente: intensa restricción alimentaria, miedo irracional a engordar, alteración de la imagen corporal, episodios de atracones seguidos de vómitos y abuso de laxantes, e índice de masa corporal extremadamente bajo (IMC en torno a 15). A la vez, se diagnosticarían comorbilidades importantes, como un probable episodio depresivo mayor (dada su desesperanza, ideas de muerte y suicidio recurrentes) y quizás rasgos de trastorno obsesivo-compulsivo o de personalidad (por sus pensamientos fijos, rigidez y rituales). Esta formulación diagnóstica multifacética es vital, porque guiaría un plan de tratamiento integral. Se entendería que la anorexia es el eje central del cuadro, pero agravada por la depresión y las tendencias suicidas. Es importante destacar que hoy sabemos que la anorexia nerviosa tiene una de las tasas de mortalidad más altas entre los trastornos psiquiátricos. Aproximadamente el 5-10% de las pacientes con anorexia mueren por complicaciones médicas o suicidio, y se ha reportado que el suicidio es una de las principales causas de muerte en anorexia, con una tasa de mortalidad estandarizada por suicidio de hasta 10.6 veces la esperada. Factores de riesgo conocidos para suicidio en anorexia son la mayor edad, la cronicidad del trastorno, historial de intentos previos, uso de métodos purgativos y la insistencia en mantener un IMC muy bajo. Ellen West presentaba todos esos factores (tenía más de 30 años, 15 años de enfermedad, varios intentos previos, abuso de laxantes/vómitos y obsesión con estar extremadamente delgada), por lo que hoy sería catalogada de alto riesgo. Esta información basada en evidencia reciente cambiaría la actitud clínica desde el primer momento: se sabría que la paciente está en peligro crítico y requiere medidas intensivas.


Hospitalización médica y estabilización nutricional: El primer paso en el manejo actual sería, sin duda, la hospitalización en una unidad especializada. Dada la severidad de la desnutrición de Ellen (43 kg con probable talla aproximada de ~1.60 m, IMC ~16 o menos) y su inestabilidad física (amenorrea 4 años, bradicardia, posibles arritmias, alteraciones electrolíticas por vómitos), precisaría ingreso a un hospital general o a una unidad de trastornos alimentarios con tratamiento médico. Hoy se reconoce que la recuperación nutricional es el pilar fundamental del tratamiento en anorexia. Sin nutrir al cerebro y al cuerpo, ninguna psicoterapia rendirá frutos. Por tanto, se implementaría un plan de renutrición individualizado, probablemente con supervisión constante de ingesta. Según la gravedad, se puede optar inicialmente por alimentación oral monitorizada o por nutrición enteral (sonda nasogástrica) si la paciente se niega rotundamente a comer. En un caso como Ellen –que rechaza el alimento y ha declarado estar en “huelga de hambre”– sería muy posible tener que recurrir a una alimentación forzada por sonda a corto plazo para salvar su vida, como plantea Lavoie & Guarda (2021) en un caso análogo. Esto, por supuesto, se haría siguiendo protocolos éticos que justifican la coerción solo si la capacidad de decisión está gravemente afectada y si el riesgo vital es inminente.


En la anorexia severa, muchas veces la paciente no comprende la gravedad ni puede elegir racionalmente alimentarse debido a la distorsión cognitiva propia del trastorno. En efecto, es común que pacientes anoréxicas graves digan que otras en su condición sí deberían ser tratadas contra su voluntad, pero ellas mismas no lo aceptan para sí, evidenciando esa ambivalencia y falta de insight. Ellen West expresaba exactamente eso: sabía intelectualmente que necesitaba comer, pero emocionalmente no podía consentirlo. Por tanto, hoy se consideraría que no tenía plena capacidad de decisión en lo referente a alimentación, dada su patología. La legislación moderna en muchos países permite la hospitalización e incluso tratamiento involuntario de pacientes psiquiátricas con riesgo de muerte, a través de figuras como el internamiento involuntario por riesgo autolítico o por incapacidad de autogobierno. Según encuestas, la mayoría de profesionales en salud mental aprueban el internamiento no voluntario en anorexias graves cuando está en riesgo la vida.


En la hospitalización actual, se haría un cuidadoso seguimiento médico: controles cardíacos (telemetría si bradicardia severa), corrección de electrolitos, suplementos vitamínicos, monitoreo de signos de síndrome de realimentación (un riesgo al reintroducir nutrición en pacientes muy desnutridos). Se integraría un equipo multidisciplinario con nutricionista, clínico, psiquiatra, enfermeras especializadas y posiblemente endocrinólogo. El objetivo inicial sería llevar a Ellen gradualmente a un peso seguro. Se sabe que la recuperación ponderal es el indicador más fiable de mejoría en anorexia, y que sin cierto peso restaurado es difícil que mejoren la cognición y el estado de ánimo (la desnutrición misma causa depresión, obsesiones e incapacidad de pensar con claridad). En cuanto a metas, se intentaría que recuperase menstruación (indicador de estado hormonal normal), lo que suele ocurrir alrededor de 90% del peso ideal.


Probablemente se usarían nutrición fraccionada, dietas hipercalóricas progresivas y refuerzos conductuales (por ejemplo, otorgar privilegios en la unidad conforme coma sus raciones, técnica de manejo de contingencias). De ser necesario, se podría emplear alimentación enteral nocturna para suplementar la ingesta oral. Un punto crucial: se limitaría la actividad física de Ellen (reposo de ejercicio), pues ella tenía tendencia a ejercitarse en secreto. También se controlarían estrictamente las visitas al baño tras las comidas para evitar vómitos autoinducidos, implementando supervisión (lo que hoy se conoce como “cuarto de baño supervisado” en unidades de TCA). Estas medidas de control, aunque coercitivas, suelen ser indispensables en los momentos iniciales para romper el ciclo purgativo.


Intervenciones psicoterapéuticas modernas: En paralelo a la estabilización médica, se iniciaría intervención psicológica. A diferencia del psicoanálisis introspectivo que recibió, hoy se emplean terapias basadas en la evidencia para la anorexia. En adultos, una de las terapias más utilizadas es la Terapia Cognitivo-Conductual, que aborda las creencias disfuncionales sobre el peso y la forma corporal, establece rutinas de alimentación y trabaja técnicas para manejar la ansiedad relativa a la comida. Con Ellen se trabajaría, por ejemplo, en desafiar su pensamiento de “estar gorda” (cuando objetivamente está muy delgada) mediante técnicas cognitivas y exposición progresiva a alimentarse sin purgar. También podría ser candidata a terapia dialéctico-conductual (TDC), dado su perfil de conductas suicidas impulsivas; la TDC, originalmente para pacientes borderline, ha mostrado utilidad en manejar la desregulación emocional y reducir autolesiones en trastornos alimentarios. De hecho, estudios reportan que en poblaciones con TCA, el 13% ha intentado suicidarse al menos una vez y un 26% ha realizado autolesiones no suicidas, con mayor prevalencia en quienes tienen subtipo purgativo y comorbilidades impulsivas (como es el caso de Ellen). La TDC enseñaría habilidades de tolerancia al malestar, regulación emocional y mindfulness, que podrían ayudar a Ellen a afrontar la angustia sin recurrir automáticamente al vómito o al suicidio.


Otra modalidad que hoy se consideraría es la terapia familiar. Si bien Ellen era adulta, la implicación de su marido y padres es importante. Actualmente, en anorexia adolescente se utiliza mucho la Terapia Familiar, donde la familia se convierte en aliada activa para alentar la alimentación. En un adulto, la familia (esposo) también puede participar en psicoeducación y apoyo. Con el esposo de Ellen se trabajaría para que no refuerce sus conductas patológicas (por ejemplo, evitar ceder a proveerle laxantes o veneno, en su caso extremo) sino que la incentive a la recuperación. Cabe preguntarse: dado que en la historia real el marido de Ellen colaboró en su suicidio, ¿cómo se intervendría eso ahora? Sin duda, se evaluaría la necesidad de psicoeducar y apoyar al cónyuge, haciéndole ver que la anorexia es una enfermedad tratable y que facilitar la muerte no es la solución. Posiblemente se requerirían sesiones de terapia de pareja para procesar la frustración de él y buscar que se comprometa con la vida de ella. En caso de que la actitud del esposo fuera abiertamente de colusión suicida, se le restringiría el acceso temporalmente y se le explicaría que su comportamiento es nocivo (incluso legalmente podría considerarse asistencia al suicidio, que es delito en muchas jurisdicciones).


Un enfoque que estaría muy indicado es la psicoterapia existencial o terapia centrada en la motivación/valores. Dado el trasfondo filosófico de Ellen y su búsqueda de sentido, complementariamente a las terapias conductuales se podría integrar una intervención al estilo de la logoterapia de Viktor Frankl o la terapia de aceptación y compromiso (ACT) que explora valores vitales. Con una psicoterapia de corte existencial, se ayudaría a Ellen a reconstruir un proyecto de vida más allá de la enfermedad, a encontrar motivos para vivir y significado en su sufrimiento. Se le podría plantear preguntas sobre qué cosas le dan sentido (por ejemplo, su poesía, su amor por el conocimiento) y cómo podría desarrollar esas áreas una vez recuperada. También se abordaría el tema de la mortalidad y la libertad de manera franca pero orientada a que ella encuentre opciones distintas al suicidio.


La literatura reciente propone enfoques contextual-existenciales para el suicidio, que se alejan del modelo biomédico puro y abordan la vivencia subjetiva de desesperanza. En este sentido, con Ellen se validaría su sensación de vacío y se exploraría qué significados tiene para ella la delgadez y la muerte, intentando resignificarlos. Por ejemplo, trabajar que su deseo de ser “inmaterial” en realidad encubre necesidades de aceptación y control que pueden satisfacerse por otras vías (como autorrealización en la escritura, relaciones genuinas, etc.). Este tipo de diálogo existencial habría sido muy pertinente en su caso, y hoy muchos terapeutas lo incorporarían dentro de un enfoque integral.


Tratamiento psicofarmacológico: En 1921 no había fármacos psiquiátricos eficaces; hoy disponemos de varios que podrían ayudar en un caso como el de Ellen West, aunque con ciertas limitaciones. Para su componente depresivo y obsesivo, un antidepresivo ISRS (por ejemplo, fluoxetina, sertralina) podría ser útil, sobre todo una vez que haya recuperado algo de peso (ya que en malnutrición severa la farmacocinética es impredecible). Los ISRS ayudan a reducir la depresión y también pueden disminuir pensamientos obsesivos en anorexia. Hay estudios que sugieren que, tras la renutrición, los antidepresivos pueden contribuir a mantener la recuperación, aunque no son sustitutos de la psicoterapia. Dado su elevado riesgo suicida, habría que vigilarlade cerca al iniciar antidepresivos (por el riesgo de activación). Otro fármaco que podría contemplarse es un antipsicótico atípico de baja dosis como olanzapina. Paradójicamente, los antipsicóticos atípicos han sido empleados en anorexia para reducir la ansiedad alrededor de la comida y promover cierto aumento de peso; la olanzapina en particular puede estimular el apetito y tiene efectos ansiolíticos. Evidencia en la última década ha mostrado mejoras modestas pero significativas en algunos pacientes anoréxicos tratados con olanzapina en conjunto con terapia. Dado que a Ellen originalmente la diagnosticaron de esquizofrenia (aunque no lo era), un antipsicótico moderno podría abordar parte de sus síntomas rumiativos y de distorsión de imagen corporal. También podría ayudarse con medicación ansiolítica de rescate (por ejemplo, benzodiacepinas de corta acción) durante las comidas para reducir el pánico a comer, aunque con cautela por riesgo de dependencia.


En cuanto a sus síntomas físicos, se atenderían con farmacología de soporte: suplementos de calcio/vitamina D para su amenorrea y osteopenia probable, procinéticos o antiácidos para molestias gastrointestinales, etc. Si presentara insomnio severo, podría usarse bajas dosis de antipsicótico sedante en la noche.


Prevención del suicidio y manejo de la crisis: En el enfoque contemporáneo, la prevención del suicidio sería prioritaria en todo el plan terapéutico. En una paciente con intentos previos y tendencias persistentes, se elaboraría un plan de seguridad desde el ingreso: retirada de medios letales (nada de acceso a medicamentos en exceso, objetos filosos, supervisión estrecha), evaluaciones frecuentes de ideación suicida, y protocolos de alerta (por ejemplo, una enfermera acompañante si expresa ideación activa). Posiblemente, Ellen West hoy sería puesta en un régimen de observación continua durante la fase crítica (lo que se conoce como “suicide watch” o custodia 24/7) para impedir cualquier intento mientras está internada. Esto contrasta con 1921 cuando aparentemente no hubo vigilancia intensiva (de hecho, logró ocultar veneno para cuando la dieron de alta). Adicionalmente, se usarían intervenciones específicas validadas para la ideación suicida: por ejemplo, la Terapia Cognitiva Focalizada en el Suicidio (de Aaron Beck) o la Terapia de Resolución de Problemas, que han mostrado reducir pensamientos suicidas mediante reestructuración cognitiva y aumento de habilidades de afrontamiento.


Un aspecto crucial es el seguimiento a largo plazo. Ellen, tras ser estabilizada, no sería simplemente dada de alta abruptamente como ocurrió entonces. Se planificaría su paso a tratamientos de menor intensidad gradualmente: quizás de la hospitalización completa pasaría a hospital de día (hospitalización parcial), luego a seguimiento ambulatorio intensivo. La coordinación entre niveles asistenciales es esencial para evitar recaídas en anorexia. Además, involucra preparar a la paciente para la vida fuera del hospital con herramientas de afrontamiento. Antes del alta final, se aseguraría que Ellen tenga un soporte ambulatorio robusto: citas regulares con psiquiatra, terapia individual semanal, grupo de apoyo de trastornos alimentarios, eventualmente grupos de prevención de recaídas.


También en la actualidad, se prestaría atención a factores sociales protectores. Por ejemplo, involucrar a amistades o familiares que den apoyo positivo (quizá una amiga de confianza que la acompañe en comidas fuera del hospital), conectar a Ellen con actividades significativas (¿podría retomar estudios universitarios, talleres literarios, voluntariado en algo que le apasione, una vez esté más recuperada?). La rehabilitación psicosocial forma parte del tratamiento: hay que llenar el vacío que deja el trastorno con nuevas metas y rutinas saludables.


Pronóstico con tratamiento actual: Es pertinente considerar cuál sería la expectativa de evolución con este abordaje moderno. Aun hoy, la anorexia nerviosa severa es un desafío clínico. Los resultados de tratamiento son lejanos a óptimos: se estima que menos de la mitad de las pacientes logran remisión completa, y muchas tienen cursos crónicos o recaídas frecuentes. Un artículo de 2022 destaca que el curso crónico, tendencia a recaída, escasa utilidad de medicamentos y resultados parciales de psicoterapia hacen de la anorexia un reto persistente, sobre todo en pacientes con enfermedad de larga duración.


Ellen West, con ~15 años de evolución, entraría en la categoría de anorexia nerviosa severa y duradera. Estas pacientes requieren a veces enfoques innovadores. Por ejemplo, hoy se explora la estimulación cerebral profunda y otros tratamientos experimentales para casos refractarios. Sin embargo, a diferencia de 1921, no se asumiría que es incurable. De hecho, estudios muestran que incluso casos graves y crónicos pueden lograr recuperación con el tiempo; la mayoría de afectados logran mejorar sustancialmente, aunque tome años. La clave es mantener la perseverancia terapéutica y no caer en el derrotismo. En el caso reimaginado de Ellen, probablemente requeriría meses de hospitalización para estabilizarse, y luego años de seguimiento ambulatorio con altibajos. Pero las posibilidades de que no muriera serían mucho mayores que en 1921, gracias a que hoy no se la dejaría sola en su lucha interna. Además, contamos con tratamientos integrales que abordan tanto el cuerpo como la psique. Un punto importante es que se monitorearía su progreso con evaluaciones objetivas: peso semanal, análisis clínicos, escalas de depresión/suicidio, etc., ajustando el plan según respuesta.


Resumiendo, el abordaje contemporáneo del caso Ellen West sería multidisciplinario, intensivo y prolongado. Incluiría: (a) hospitalización con restauración nutricional y manejo médico de complicaciones; (b) terapias psicológicas basadas en evidencia (TCC, TDC, enfoques motivacionales/existenciales); (c) posible farmacoterapia adyuvante (antidepresivos, antipsicóticos) para aliviar síntomas concomitantes; (d) involucramiento de la familia en apoyo y vigilancia; (e) estrictas medidas de seguridad anti-suicidio; y (f) un plan de continuación de cuidados para prevenir recaídas a largo plazo. Todo esto guiado por el conocimiento actual de que la anorexia nerviosa es una enfermedad biopsicosocial, donde deben atenderse tanto los aspectos nutricionales como los psicológicos profundos, y de que el suicidio en estos pacientes es prevenible con intervenciones apropiadas en la mayoría de los casos. En el próximo capítulo reflexionaremos específicamente sobre la cuestión de si el suicidio de Ellen West podría haberse evitado con las herramientas actuales, integrando los puntos discutidos.


¿Podría haberse evitado el suicidio de Ellen West con las herramientas actuales?

La pregunta de si el suicidio de Ellen West era evitable con los recursos clínicos y éticos de hoy invita a una reflexión contrafactual pero ilustrativa. A la luz de todo lo analizado, la respuesta tiende a ser afirmativa: es muy probable que, de haber contado con las estrategias modernas, la muerte de Ellen West se hubiera podido prevenir, o al menos posponer sustancialmente, brindándole la oportunidad de recuperarse. Examinemos los argumentos clave para sostener esta afirmación, sin dejar de reconocer las incertidumbres.


En primer lugar, como se detalló, la psiquiatría actual no habría permitido una alta sin asegurar la estabilidad. En 1921, Binswanger la dejó ir a casa sabiendo que ella planeaba suicidarse, algo que contraviene por completo los protocolos actuales. Hoy día, ante un paciente que dice “no encuentro redención salvo en la muerte” y que ha hecho intentos recientes, el estándar es mantenerlo hospitalizado (aun en contra de su voluntad si es necesario) hasta que el riesgo disminuya significativamente. Se habría considerado que “abandonar el establecimiento equivalía a un suicidio seguro” –justamente lo que ocurrió– y por tanto no se le habría dado opción de marcharse en ese estado. Las leyes de salud mental actuales facultan a los médicos a retener a un paciente con ideación suicida activa como medida de seguridad, priorizando la vida sobre la autonomía en casos extremos. Esto difiere de la ética de entonces: hoy la beneficencia con respeto a la autonomía se interpreta como actuar para salvar la vida mientras se considera que la persona no está en plenas facultades para decidir su muerte en medio de una enfermedad tratable.


Un elemento crucial es la capacidad de toma de decisiones. Actualmente se reconoce que en trastornos mentales graves, especialmente anorexia, la capacidad de juicio del paciente acerca de su propia salud puede estar comprometida. En el caso de Ellen, su convicción de querer morirse para escapar de su “voracidad animal” era parte de la distorsión de la enfermedad. Si hubiera recuperado peso y recibido tratamiento antidepresivo, probablemente esa convicción se habría atenuado. De hecho, hoy sabemos que durante la enfermedad las personas con anorexia pueden sentirse desesperanzadas, pero esto suele cambiar con la recuperación, al punto que muchas, retrospectivamente, agradecen que no se les permitiera hacerse daño cuando estaban en su peor momento. Un estudio menciona que muchos pacientes anoréxicos involuntariamente hospitalizados luego reconocen que necesitaban esa intervención y que ellos solos no podían tomar la decisión de iniciar tratamiento debido a su estado mental alterado. Este dato sugiere que, de sobrevivir la fase crítica, la propia Ellen tal vez hubiera visto su situación con más esperanza.


Con las herramientas actuales, la probabilidad de supervivencia de Ellen West habría aumentado notablemente. Recordemos que en su época ella no recibió ningún tratamiento efectivo para su depresión (no había medicación, y la psicoterapia fue insuficiente). Hoy, en cambio, habría accedido a antidepresivos que tardan algunas semanas en hacer efecto, pero podrían haber amortiguado sus impulsos suicidas al mejorar su ánimo. Igualmente, la alianza terapéutica fuerte –que sabemos que predice mejor adherencia y respuesta– habría sido un objetivo deliberado del equipo tratante. Un enfoque empático y colaborativo, en lugar de distante, podría haber generado en Ellen un sentido de acompañamiento en su dolor, restándole ese sentimiento de soledad existencial que la empujó a la muerte.


También, con intervención temprana, es posible que su trastorno alimentario no hubiera alcanzado tal grado de cronicidad. Imaginemos que una Ellen West de hoy empezara a mostrar síntomas a los 20 años (cuando surgió su miedo a engordar): es probable que hubiese sido detectada e intervenida antes de llegar a los 15 años de duración. Por ejemplo, actualmente en el entorno universitario o médico, una joven que adelgaza dramáticamente y toma docenas de laxantes sería derivada a salud mental mucho antes. Existe mucha más conciencia pública sobre los trastornos alimentarios que en 1920. Esto es un factor preventivo en sí mismo: la familia de Ellen hoy no tardaría 8-10 años en buscar ayuda, sino que ante los primeros signos podría consultar, evitando que la enfermedad se consolidara tanto. Las guías clínicas enfatizan que el tratamiento precoz de la anorexia mejora significativamente el pronóstico (los primeros 3 años son críticos). En el caso real, Ellen pasó por dos psicoanálisis tardíos (ya tras 10+ años de síntomas); con atención adecuada quizás no habría llegado a esa desesperanza tan consolidada.


No obstante, debemos conceder que la anorexia sigue siendo desafiante incluso hoy. No todos los casos responden, y el riesgo de suicidio no es totalmente eliminable. Algunos pacientes con anorexia crónica llegan a una situación conocida como “anorexia nerviosa severa y perdurable” donde tras decenas de hospitalizaciones infructuosas se abre el debate ético de cuánta coerción seguir ejerciendo. En tiempos recientes ha surgido incluso la discusión de considerar cuidados paliativos para casos psiquiátricos irreversibles, incluyendo anorexia terminal, y en países como Bélgica u Holanda se han dado casos de eutanasia psiquiátrica en pacientes con anorexia crónica que no mejoraron con ningún tratamiento. Es decir, la idea de “respetar” la decisión de morir de un paciente mental en ciertos contextos extremos existe hoy, aunque es sumamente controvertida y minoritaria. En general, la postura en la mayoría de sistemas sanitarios es continuar ofreciendo tratamiento mientras haya alguna esperanza. En el hipotético caso de Ellen hoy, ella sería una paciente difícil pero no necesariamente intratable. De hecho, cumplía algunos indicadores de buen pronóstico: contaba con apoyo familiar (el marido inicialmente la apoyaba para buscar ayuda), tenía un alto nivel intelectual (lo cual a veces ayuda a la introspección y a usar la terapia), y poseía intereses (poesía, etc.) que podrían haber sido reactivados como motivación para vivir. Además, su desesperación provenía de un conflicto psicológico resoluble en principio: aceptarse con un cuerpo normal. Con técnicas modernas, hay pacientes que logran resignificar su relación con el cuerpo, aunque lleva tiempo.


Un factor que probablemente habría cambiado todo es el siguiente: con tratamiento actual, Ellen West difícilmente hubiera tenido la oportunidad de consumar su suicidio. En 1921 ella aprovechó la libertad al volver a casa para ingerir veneno. Hoy, es casi seguro que no se le hubiera dado de alta tan rápido; y si eventualmente se le diera salida, se haría con un plan de seguimiento intensivo, control de entorno (p.ej. retirando sustancias tóxicas de su hogar, implicando a alguien que supervise). Su marido no podría legalmente conseguirle veneno sin consecuencias. Incluso, supongamos que pese a todo Ellen mantuviera ideas suicidas después de meses de tratamiento; existen intervenciones adicionales: se podría probar con terapia electroconvulsiva (TEC) si su depresión psicótica persistiera severa (la TEC es muy eficaz para la depresión melancólica y ha salvado vidas en casos de riesgo inminente de suicidio). La TEC no se habría dudado en usar en un cuadro con diagnóstico de “melancolía” como dio Kraepelin, si hubiese estado disponible entonces. En la década de 1920 no existía, pero hoy sí. Varios estudios apoyan el uso de TEC en depresiones resistentes incluso con bajo peso (tomando precauciones médicas). Por tanto, había más cartas terapéuticas por jugar antes de aceptar la derrota.


En el plano ético y actitudinal, el equipo moderno habría creído en la posibilidad de recuperación de Ellen más que Binswanger. Parte de evitar su suicidio es simplemente no rendirse ante la enfermedad. Binswanger, quizás influido por la filosofía existencial, adoptó un rol de “testigo” más que de “salvador”. Hoy, los clínicos tienen el mandato ético de agotar recursos para salvar una vida cuando hay enfermedad mental implicada, bajo el principio de que el suicidio es un desenlace prevenible y que la responsabilidad es ayudar al paciente a atravesar la crisis. La compasión clínica en anorexia, como discuten Lavoie y Guarda (2021), puede requerir el uso compasivo de la fuerza para evitar un mal mayor. En el caso de Ellen, la compasión bien entendida habría sido no dejarla morir, incluso si temporalmente ella lo deseaba. Su madre en la discusión ficticia del AMA Journal of Ethics dice: “La compasión es importante... pero no es el valor que prima comparado con salvar su vida”, y esa probablemente sería la postura de un equipo tratante actual: preservar la vida primero, luego reconstruir la autonomía una vez que la paciente esté fuera del estado crítico.


Por último, consideremos que Ellen West buscaba ayuda –no era una suicida que nunca pidió auxilio; al contrario, acudió a muchos médicos, señal de que una parte de ella quería vivir. Esto en sí mismo es un predictor positivo: ella no era alguien que hubiera decidido firmemente morir sin dar oportunidad a tratamientos (hasta el último fue a Binswanger). Su suicidio fue el colofón de la desesperanza tras agotarse sus intentos de terapia fallidos. Si alguna de esas terapias hubiera funcionado parcialmente, tal vez no habría llegado al suicidio. Con las terapias actuales, es factible que hubiéramos podido darle a Ellen una alternativa distinta a su problemática, cosa que Binswanger no logró. Por ejemplo, la medicación podría haber reducido un poco su ansiedad, la alimentación le habría devuelto claridad mental, la terapia la habría ayudado a sobrellevar la angustia sin suicidarse día a día. Todo eso sumado quizá habría inclinado la balanza. Un solo factor que mejorase (por ejemplo, si recuperaba la menstruación y la capacidad de tener hijos, tal vez le renacía la esperanza de ser madre y eso la motivaba a vivir; o si reconectaba con sus poemas y hallaba inspiración de nuevo). La recuperación en anorexia suele traer de vuelta la personalidad real de la persona que estaba oscurecida por la desnutrición; muchas veces regresan el humor, la creatividad, el interés social. En Ellen, uno intuye que bajo la enfermedad había una mujer sumamente inteligente y sensible que, de poder dominar sus demonios, podría haber tenido una vida plena (quizá como escritora o académica, quién sabe). De hecho, su reconocimiento de que su ideal era una ficción es una semilla de insight que podría haberse cultivado en terapia cognitiva.


En conclusión, sí, es altamente probable que con las herramientas clínicas actuales el suicidio de Ellen West se hubiera evitado. La confluencia de (1) un diagnóstico adecuado de anorexia y depresión, (2) tratamiento médico-nutricional intensivo, (3) psicoterapia basada en evidencia para modificar su conducta y cogniciones, (4) farmacoterapia de apoyo, (5) medidas de seguridad y limitación de autonomía temporal, y (6) una actitud esperanzada y perseverante del equipo terapéutico, habría proporcionado a Ellen muchas más posibilidades de recuperación. Si bien no se puede asegurar que hubiese alcanzado la cura completa (eso depende de múltiples factores, incluso aleatorios), al menos no habría muerto en 1921. Habría tenido la oportunidad de vivir más años, de atravesar su crisis de la treintena y quizás entrar en remisión en la década siguiente. Muchos pacientes con anorexia cuentan que la recuperación es un proceso largo de altos y bajos, pero que eventualmente logran reconciliarse con la vida. Dado lo que sabemos, no hay indicio de que Ellen tuviera un daño cerebral irreversible ni una psicosis endógena incurable; su tragedia fue caer en un vacío terapéutico de su época. Rebuscando una frase, Ellen West no murió porque su enfermedad fuera intratable, sino porque en 1921 la tratabilidad de su enfermedad no se conocía.


Reflexiones finales y conclusiones

El caso de Ellen West, analizado con la mirada integradora de hoy, es un relato profundamente aleccionador en la intersección de la psiquiatría, la filosofía y la ética clínica. Hemos recorrido su historia clínica minuciosamente, entendiendo cómo Binswanger describió su mundo interno desgarrado entre el anhelo de ligereza existencial y el peso de lo corpóreo. Identificamos factores sociales y de género –la carga de los roles femeninos, los ideales de belleza, la opresión familiar– que tejieron el trasfondo de su padecimiento. Examinamos con espíritu crítico el tratamiento que recibió en su época: dos psicoanálisis fallidos, consultas ilustres pero infructuosas, una estancia breve con Binswanger bajo análisis existencial y, en última instancia, una renuncia terapéutica que permitió su suicidio. Contrapusimos a ello el arsenal terapéutico contemporáneo, imaginando cómo hoy enfrentaríamos un cuadro tan complejo con hospitalización adecuada, terapias modernas, medicación, soporte psicosocial y principios éticos centrados en salvar la vida sin perder de vista la dignidad del paciente.


De este extenso análisis emergen varias conclusiones y aprendizajes:


  • Ellen West probablemente sufría de anorexia nerviosa de tipo purgativo con comorbilidad depresiva, una condición que en su tiempo no tenía nombre reconocido. Su caso ayudó a visibilizar, retrospectivamente, la realidad de los trastornos alimentarios más allá de la histeria o la esquizofrenia. Fue un caso pionero que hoy podemos reinterpretar bajo categorías clínicas claras, lo que demuestra cuánto ha avanzado la psiquiatría descriptiva.


  • Desde la perspectiva fenomenológica-existencial, Ellen encarnó un conflicto existencial extremo: su incapacidad de aceptar los límites de la condición humana (el cuerpo, la finitud) frente a sus ideales absolutos de pureza. Su suicidio fue visto por Binswanger como la consecuencia de un proyecto de vida fracasado en su realización. Sin embargo, esa interpretación –sugerentemente literaria– no debe romantizar el hecho de que era una persona con una enfermedad mental grave. Hoy equilibramos la comprensión empática existencial con la consideración médica de que su percepción estaba distorsionada por la enfermedad.


  • En cuanto a los determinantes socioculturales, su caso pone de relieve que la enfermedad mental no ocurre en el vacío. Las risas de unas compañeras por su peso, la expectativa de que fuera una esposa/madre perfecta, la imposición de matrimonios y renuncia a sueños personales… todo ello caló en la estructuración de su psicopatología. Es un recordatorio de que los clínicos deben valorar el contexto de género, cultural y familiar al tratar trastornos alimentarios. Muchas Ellen West modernas existen en sociedades obsesionadas con la delgadez y en familias disfuncionales; entender esos factores es clave para la prevención y el tratamiento.


  • Las limitaciones del tratamiento histórico de Ellen West se traducen en enseñanzas para la práctica actual: la importancia de un diagnóstico preciso (no ignorar síntomas alimentarios), la necesidad de intervenciones médicas urgentes cuando la vida está en peligro, la utilidad de combinar enfoques (psicoterapia + farmacoterapia + soporte familiar), y sobre todo la obligación ética de no darse por vencido con un paciente suicida. Vemos en retrospectiva que la actitud de “acompañar en la elección suicida” fue, en cierto modo, un fallo de la profesión médica con Ellen. Esta lección ha contribuido a que hoy la psiquiatría enfatice la prevención del suicidio como prioridad, desarrollando protocolos específicos y una cultura sanitaria que ve el suicidio como prevenible en la mayoría de casos.


  • Con las herramientas actuales, es plausible que Ellen West hubiese sobrevivido y quizás recuperado una calidad de vida aceptable. No podemos asegurarlo, pero los índices de recuperación parcial/total en anorexia mejoran sustancialmente con tratamiento adecuado. Además, la mayoría de las personas que sobreviven a intentos suicidas no persisten en la idea de quitarse la vida de forma indefinida, sino que suelen encontrar nuevas razones para vivir con apoyo y tiempo. Esto da esperanza de que incluso casos tan dramáticos pueden revertirse. Por ejemplo, hay testimonios de pacientes que tras años de anorexia severa logran estudiar, trabajar, tener familia o proyectos, algo impensable en su fase aguda.


  • El caso de Ellen West sigue siendo relevante en la literatura contemporánea. Continúa inspirando análisis en publicaciones recientes sobre ética médica en trastornos alimentarios, sobre la comprensión fenomenológica de la anorexia, e incluso ha sido objeto de investigación histórica revelando nuevos datos (como el rol del marido). Esto subraya que los casos clínicos clásicos pueden y deben reexaminarse a la luz de nuevos paradigmas. En este sentido, Ellen West se ha transformado de ser un mero caso psiquiátrico a ser casi un símbolo o arquetipo de la tensión entre autonomía y cuidado, entre lo existencial y lo clínico, entre la desesperación individual y la responsabilidad médica.


Para los profesionales actuales –psiquiatras, psicólogos, médicos en general, e incluso filósofos de la salud– el caso Ellen West ofrece una valiosa amalgama de reflexiones. Nos recuerda la importancia de ver al paciente como una persona completa (“una persona única, especial, original” en palabras de Binswanger) y no solo como un diagnóstico. Destaca la necesidad de empatía, de escuchar la subjetividad (sus diarios y poemas dieron tanta información como los exámenes clínicos). Pero simultáneamente nos alerta contra el riesgo de parálisis terapéutica por sobreintelectualizar: la comprensión del caso no basta, hay que actuar técnica y humanamente para intentar la curación. En el balance entre comprender y tratar, este caso clama por hacer ambas cosas.


En términos de ética clínica, Ellen West es un caso de estudio paradigmático. Nos fuerza a enfrentar dilemas: ¿Cuándo es lícito imponer tratamiento a un paciente que dice “déjenme morir”? ¿Hasta dónde llegar con medidas coercitivas en nombre de la vida? ¿Qué significa respetar la autonomía en el contexto de un trastorno mental grave? Como vimos, hoy se tiende a justificar intervenciones forzadas en anorexia extrema porque se asume que la autonomía está nublada por la enfermedad. Sin embargo, siempre hay que buscar el “uso compasivo de la fuerza”, minimizando el daño y con el objetivo de devolver luego la autonomía restaurada al paciente. La relación pactada de confianza que intentó Binswanger sigue siendo central: incluso si usamos sonda nasogástrica o internamiento involuntario, debe hacerse dentro de una alianza terapéutica donde el paciente sienta que se hace por su bien y con respeto. Si esto se logra, las probabilidades de éxito aumentan. El caso de Ellen advierte que si la confianza se quiebra (como pasó con sus psicoanalistas), el pronóstico empeora. Por tanto, la calidad humana del tratamiento es tan vital como los componentes técnicos.


Finalmente, cabe reflexionar cómo la historia de Ellen West nos inspira también en el terreno filosófico. Su vida y muerte plantean interrogantes sobre el sentido de la existencia, la relación entre mente y cuerpo, la búsqueda de la perfección y sus peligros. Rainer Maria Rilke, poeta a quien Ellen leía, escribió: “¡Quién habla de victorias! Sobreponerse es todo”. En cierto modo, Ellen no logró sobreponerse a sus contradicciones internas; fue vencida por ellas. Pero su legado brinda una victoria de otra índole: gracias a ella, la psiquiatría existencial ganó un caso seminal para pensar la condición humana en la enfermedad; la medicina aprendió a no ignorar la anorexia; y nosotros, profesionales contemporáneos, tenemos un referente histórico que nos motiva a mejorar nuestros abordajes terapéuticos y a abordar integralmente a nuestros pacientes. Cada vez que enfrentemos un caso difícil, recordemos que tras las estadísticas y diagnósticos hay un ser humano con un mundo único –como Ellen– y que nuestra tarea es evitar que ese mundo se apague, ofreciéndole alternativas de sentido y recuperación.


Conclusión: El caso clínico de Ellen West, analizado 100 años después, nos enseña humildad y esperanza. Humildad, al reconocer cómo la medicina de su tiempo falló pese a sus mejores esfuerzos, y cómo incluso hoy hay misterios en la intersección de la mente, el cuerpo y la sociedad. Esperanza, al ver cuánto hemos avanzado en comprensión y en recursos para que historias como la suya tengan un final distinto. Si Ellen West viviera hoy, tendría a su disposición un horizonte terapéutico infinitamente más amplio. Nuestra obligación ética y profesional es seguir ensanchando ese horizonte, integrando ciencia y humanismo, para que ninguna otra persona deba elegir la muerte por falta de alternativas. Ellen West buscaba ser “etérea” y quizás encontró en la muerte una salida trágica a ese anhelo; la misión de la psiquiatría actual sería ayudarla a encontrar en la vida una forma de ser libre y realizada, reconciliada con su cuerpo y con su ser-en-el-mundo. Ése sería el tributo definitivo a su legado: que su historia contribuya a salvar otras vidas atrapadas en el laberinto de la anorexia y la desesperanza.


Referencias

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  • Figueroa, G. (2011). “El caso Ellen West”: la ética médica en los albores de la anorexia nerviosa. Revista Mexicana de Trastornos Alimentarios, 2(2), 139-149. (Revisión histórica y bioética del manejo clínico de Ellen West).

  • Figueroa, G. (2012). The existential analysis of anorexia nervosa: From psychiatric science to its foundations. Rev. Mex. de Trastor. Aliment, 3(1), 8-15. (Artículo bilingüe explorando la comprensión fenomenológica de la anorexia, basado en casos como Ellen West).

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  • Huas, C., et al. (2013). Factors predictive of ten-year mortality in severe anorexia nervosa patients. Psychological Medicine, 41(11), 2361-2371. (Estudio longitudinal que reporta SMR de suicidio ~10.6 en anorexia).

  • Lavoie, M., & Guarda, A. S. (2021). ¿De qué forma debería expresarse la compasión como un valor clínico y ético primario en una intervención por anorexia nerviosa? AMA Journal of Ethics, 23(4), E298-304. (Análisis ético-clínico sobre el uso de la fuerza en tratamiento de anorexia grave).

  • Maltsberger, J. T. (1996). The “authentic suicide” of Ellen West: Commentary. Harvard Review of Psychiatry, 4(6), 342-345. (Comentario que cuestiona la noción de suicidio auténtico utilizada en el caso Ellen West).

  • Trogan, C. (2010). Who killed Ellen West? A case study in post-mortem psychiatric criticism. Journal of Medical Humanities, 31(4), 279-297. (Análisis que considera el relato de Binswanger y discute si el suicidio de Ellen era narrativamente “lógico”).

  • World Medical Association. (2015). WMA Declaration of Malta on Hunger Strikers (Rev. 2017). Ferney-Voltaire: WMA. (Declaración que menciona la alimentación forzada como potencial violación de derechos humanos).


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